ORACIÓN INICIAL

V/ . En el nombre del Padre, y del Hijo,

y del Espíritu Santo.

R/ . Amén.

Señor Jesucristo: santa Teresa Benedicta de la Cruz dijo que la Iglesia es un manantial de agua pura que sigue su curso a través de los siglos. Sin embargo, en los pocos años que nos separan de sus palabras, el hombre ha logrado contaminar todas las fuentes de agua: mares, ríos, lagos, incluso los polos. Hemos transformado lo que era origen y razón de nuestra vida en pozos turbios de veneno. Hemos querido colocarnos en el lugar del Creador y, sin humildad ni sabiduría, nos hemos creído capaces de gobernarlo todo mediante el dominio y la posesión. En cambio, lo único que hemos logrado es que esa misma realidad, hecha para calmar nuestra sed, se haya convertido en principio de nuestro fin. Ya no sabemos qué es un manantial, no conocemos el agua pura, ni siquiera somos capaces de echarla de menos.

Nuestra cultura nos obliga a postrarnos ante el nuevo ídolo de la omnipotencia científica. Convencidos de su poder, creemos ser también capaces de dar solución a la sed del mundo. Sin embargo, no hay más que mirar a nuestro alrededor para constatar que la sed del cuerpo y la sed del alma se reflejan mutuamente como en un espejo. Cuántas miradas vacías, cuántas vidas sin sentido, cuánta infelicidad silenciosa, cuánto espacio cedido al gran mentiroso, que recorre el mundo con su fuerza destructora.

¡Tenemos sed! Es el grito unánime que se alza desde la tierra. Tienen sed los ricos y los pobres. Están sedientas las plantas y también los animales. También las rocas y los cristales tienen sed, incluso ese corazón de fuego que constituye el núcleo de nuestro planeta. Aun sin saberlo, tenemos sed de Ti, de tu Gracia Luminosa. Señor, desde hace demasiado tiempo, tu Iglesia se ha convertido en un riachuelo que se abre paso en medio del desierto, llevando consigo un mensaje de salvación que la mayoría de la gente no es capaz de percibir. Parece que prefieren las bebidas azucaradas al agua que sacia la sed, y la débil estabilidad de una bombilla eléctrica a la alegría de una llama. También sufre la Iglesia porque no pocos de sus ministros, en vez de rebosar de la plenitud de tu amor, rebosan de sed de poder y ambición. Quizá por eso el recinto está vacío, y el rebaño se ha marchado: sin pastor y sin horizonte, vaga errante por las colinas de los alrededores.

Señor, conviértenos en pastores incansables. Haz que nuestro rostro sea Luz, que nuestras palabras sean fuertes y nuestras acciones coherentes. Aquella lanza clavada de forma cansina en tu costado hizo brotar sangre y agua: la sangre de tus pulmones, y el agua del pericardio que rodeaba tu corazón.

Señor Jesucristo, ahora más que nunca necesitamos la grandeza de tu aliento, que Tu corazón sea una sola cosa con el nuestro. Dos realidades físicas, pero un solo latido, que nos recuerde que en nosotros también habita la libertad maravillosa de los hijos de Dios.