Índice

Portada

Página de título

Dedicatoria

Epígrafe

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Veintitrés

Veinticuatro

Veinticinco

Veintiséis

Epílogo

Datos del autor

Página de créditos

UNO

Mickey Langos se había quedado sin trabajo desde que una iguana muerta que cayó desde una palmera lo golpeó en la cabeza. La iguana, que falleció durante una helada severa, estaba tiesa como un palo y pesaba casi tres kilos y medio. El hijo de Mickey pesó el cadáver en una báscula de pesca antes de guardarlo junto a la comida de las tortugas, en un congelador que había detrás de la cochera.

Lo hizo después de que la ambulancia llevara a Mickey al hospital, donde los doctores le dijeron que sufría una contusión grave y le ordenaron reposo; y para sorpresa de todos, Mickey ¡sí reposó! Pero sólo porque tras la lesión veía doble y padecía de terribles jaquecas. Perdió el apetito y bajó más de ocho kilos. Se pasaba todo el día tirado en el sofá viendo programas de televisión sobre naturaleza.

—Nunca volveré a ser el mismo —le dijo a su hijo.

—Déjalo, papá —contestó Wahoo, el hijo de Mickey.

Mickey le puso su nombre a Wahoo en honor a Wahoo McDaniel, un luchador profesional que alguna vez había jugado como linebacker en los Miami Dolphins. El hijo de Mickey hubiera preferido llamarse Mickey hijo, Joe o incluso Ruperto: cualquier cosa menos Wahoo, que en inglés también era el nombre de una especie de pez marino, el guajú.

El nombre le pesaba. De forma natural, la gente esperaba que alguien llamado Wahoo actuara extravagante y escandalosamente, pero ése no era su estilo. Todo indicaba que no podría hacer nada respecto a su nombre hasta que fuera adulto, momento en el cual Wahoo tenía toda la intención de ir ante el tribunal de Cutler Ridge y decirle al juez que quería un nombre normal.

—Vas a estar bien, papá —le decía todas las mañanas a su padre—. Ten paciencia.

A lo que Mickey respondía desde el sofá con los ojos tristes de un sabueso.

—Pase lo que pase, me alegro de que nos comiéramos ese biiip lagarto.

El día que su padre regresó del hospital, Wahoo había descongelado la iguana muerta para preparar un estofado que su madre, sabiamente, se había rehusado a probar. Mickey insistió en que comerse a la criatura que le había abollado el cráneo representaría un remedio espiritual, una “buena medicina”, según pronosticó.

La iguana, sin embargo, tenía un sabor horrible y además empeoró las jaquecas de Mickey Langos. La madre de Wahoo se preocupó tanto que le dijo a Mickey que viera a un neurólogo de Miami, pero él se negó a hacerlo.

Mientras tanto, los clientes le llamaban para ofrecerle trabajo, y Wahoo se había visto obligado a referirlos a otros domadores porque su padre no estaba en condiciones para trabajar.

Cuando salía de la escuela, el muchacho se dedicaba a alimentar a los animales y a limpiar sus jaulas y corrales. El patio de la casa constituía, literalmente, un zoológico con sus lagartos, culebras, pericos, estorninos, ratas, ratones, monos, mapaches, tortugas y hasta un águila calva, que Mickey había criado desde que era un polluelo porque su madre había muerto.

—Trátalos como a reyes —le indicaba Mickey a Wahoo, porque los animales eran bastante valiosos y sin ellos, Mickey se quedaría sin ocupación.

Al hijo le consternaba ver a su padre tan enfermo porque era el hombre más duro que había conocido jamás.

Una mañana, poco antes de que comenzara el verano, la madre de Wahoo le habló en privado y le dijo que los ahorros de la familia casi se habían agotado.

—Me voy a China —dijo ella. Wahoo asintió como si no le preocupara.

—Dos meses —continuó la madre.

—Es mucho tiempo —comentó Wahoo.

—Lo siento, mi caballero, pero realmente necesitamos el dinero.

La madre de Wahoo era maestra de chino mandarín, un idioma sumamente difícil. Las grandes compañías estadounidenses con oficinas en China solían contratar a la señora Langos para que preparara en el idioma a sus ejecutivos más importantes. Hasta el momento, sin embargo, estas empresas habían mandado a sus empleados al sur de Florida para que ella les diera clases.

—Esta vez quieren que yo vaya a Shanghai —explicó—. Tienen alrededor de cincuenta personas que aprendieron el mandarían con videos de mala calidad. El otro día uno de esos ejecutivos intentó decir “Qué zapatos tan bonitos”, pero sin querer terminó diciéndole a un ministro que tenía cara de papa. Ya te imaginarás, hijo.

—¿Ya le dijiste a papá que te irás?

—Ahora mismo se lo voy a decir.

Wahoo se escapó al patio para asear el estanque de Alicia. Esta caimán era una de las estrellas de Mickey Langos. Alicia medía más de tres metros y medio de largo y era tan mansa como un pez guppy. Su apariencia, sin embargo, era tremendamente feroz. Con el paso de los años, Alicia había estado frente a las cámaras en varias ocasiones. Aparecía en los créditos de nueve largometrajes, dos documentales de National Geographic, un programa especial de Disney de tres episodios sobre los Everglades y un comercial de televisión de una elegante crema francesa para la piel.

Mientras Wahoo sacaba las hojas muertas y las ramas secas del agua, Alicia tomaba el sol en medio del lodazal. Tenía los ojos cerrados, pero el muchacho sabía que ella lo escuchaba.

—¿Tienes hambre, querida?

Alicia abrió ampliamente las fauces, que por dentro estaban tan blancas como el algodón. Algunos de sus dientes estaban torcidos y astillados, mientras que las puntas estaban verdes, debido a las algas del estanque.

—Deberías de usar hilo dental —le dijo Wahoo.

Alicia respondió con un siseo. Él se fue a buscarle comida. Cuando la caimán escuchó el rechinido de la carretilla, abrió los párpados a media asta y giró su enorme cabeza blindada.

Wahoo le lanzó un pollo desplumado entero a sus fauces abiertas, cuyo sonido al morder el ave descongelada tapó las voces que salían de la casa: los padres de Wahoo “hablando” del viaje a China.

Wahoo le dio a Alicia dos pollos más, cerró con candado la entrada al estanque y salió a caminar. Cuando regresó, encontró a su padre sentado en el sofá y a su madre en la cocina preparando bocadillos de salchichón para el almuerzo.

—¿Te lo puedes creer? —le dijo Mickey a Wahoo—. ¡Nos va a dejar colgados!

—Papá, estamos arruinados.

Los hombros de Mickey cayeron hacia delante.

—No tanto.

—¿Quieres que los animales se mueran de hambre? —preguntó Wahoo.

Apenas hablaron mientras se comían sus bocadillos. Cuando terminaron, la señora Langos se puso de pie y dijo:

—Los voy a extrañar. Ojalá no tuviera que irme.

Luego entró a su recámara cerrando la puerta. Mickey parecía aturdido.

—Antes me gustaban las iguanas.

—Estaremos bien.

—Me duele la cabeza.

—Tómate tu medicina —dijo Wahoo.

—La tiré a la basura.

—¿Cómo?

—La tiré. Esas pastillas amarillas me estreñían—Wahoo negó con la cabeza.

—Increíble.

—Es en serio. No he evacuado bien desde el domingo de Pascua.

—Gracias por contármelo —respondió Wahoo. Entonces comenzó a llenar el lavaplatos tratando de no pensar en que su mamá estaba a punto de viajar al otro lado del mundo. Mickey se levantó para disculparse con su hijo.

—Me estoy portando egoístamente. No quiero que se vaya.

—Yo tampoco.

Al domingo siguiente, todos se levantaron antes del amanecer. Wahoo arrastró las maletas de su madre hasta el taxi que la aguardaba. Había lágrimas en sus ojos cuando ella se despidió de ellos con un beso.

—Cuida a tu papá —le dijo al oído. Y luego le dijo a Mickey.

—Quiero que se mejore, caballero. Es una orden, ¿de acuerdo?

Mientras observaba cómo se alejaba el taxi, el padre de Wahoo tenía un aspecto desolado.

—Es como si nos abandonara dos veces —comentó.

—¿A qué te refieres, papá?

—Veo doble, ¿recuerdas? Veo cómo se va con un ojo, y luego cómo se va con el otro —Wahoo no estaba de humor para ese tipo de bromas.

—¿Quieres huevos para desayunar?

Después el muchacho se fue al patio para lidiar con un latoso mono aullador llamado Bromista, que con un alambrito había abierto el candado de su jaula y ahora brincaba por el patio molestando a loros y guacamayas. Wahoo tenía que ser cuidadoso porque Bromista era revoltoso. Con una mandarina logró atraer al hosco primate de vuelta a su jaula, pero en el camino éste logró hundir uno de sus asquerosos colmillos en la mano del muchacho.

—Te dije que usaras los guantes gruesos —lo regañó Mickey cuando Wahoo se lavaba la herida en el fregadero de la cocina.

no te pones los guantes —señaló.

—Sí, pero a mí no me muerden como a ti.

Tonterías. A Mickey lo mordían continuamente, eran los gajes de su oficio. Tenía tantas cicatrices en las manos que parecían falsas, como las máscaras de plástico de Halloween.

De pronto sonó el teléfono y Wahoo contestó mientras su padre regresaba al sofá para repasar los canales de televisión con el control remoto hasta detenerse en uno especializado en bosques tropicales.

—¿Quién llamó? —le gritó a Wahoo cuando éste salió de la cocina.

—Otra oferta de trabajo, papá.

—¿Les has recomendado a Stiggy?

El verdadero nombre de Stiggy era Jimmy Stigmore, otro domador de animales que poseía un rancho en el poblado de Davie. A Mickey Langos no le caía muy bien Stiggy.

—No —contestó Wahoo. Su padre frunció el ceño.

—Entonces, ¿a quién? No les habrás recomendado a Caspas, ¿verdad?

Donny Caspas había perdido su licencia para importar animales salvajes cuando lo pescaron con un contrabando de treinta y ocho ranas arbóreas de una especie rara proveniente de Sudamérica. Las había ocultado hábilmente en su ropa interior, pero la aventura concluyó con una embarazosa escena en el aeropuerto de Miami: un oficial de la aduana notó que los pantalones de Caspas croaban.

—Tampoco les he recomendado a Caspas. No les he recomendado a nadie.

—¿Entonces? Ya me perdí —dijo Mickey Langos.

—Les dije que aceptaba el encargo. Que podíamos comenzar la próxima semana.

—¿Estás loco, hijo? ¡Mírame! No veo bien, apenas puedo caminar; mi cabeza está a punto de partirse en dos como una calabaza podrida.

—¡Papá!

—¿Qué?

—Dije que podíamos, tú y yo juntos.

—¿Y la escuela?

—El viernes es el último día de clase. Ahora comienzan las vacaciones de verano.

—¿Tan pronto? —el padre de Wahoo no se mantenía tan al tanto de la escuela como lo hacía su madre—. Entonces, ¿quién nos llamó para trabajar? —Wahoo le dio el nombre de un programa de televisión.

—¡Para él no! —bufó Mickey Langos—. Ya me han hablado de ese patán.

—Pues, ¿cómo te caerían ahora mil dólares?

—De maravilla.

—Pues serían mil dólares al día —Wahoo esperó a que esto último surtiera efecto—. Ahora, si quieres les llamo de vuelta y les doy el número de Stiggy.

—¡Ni que fueras un zopenco! —el padre de Wahoo se levantó del sofá para abrazarlo—. Hiciste bien, hijo. Haremos que esto funcione.

—¡Claro que sí! —respondió Wahoo, aparentando confianza.

DOS

Durante la gran helada que afectó el sur de Florida, cientos de iguanas habían muerto y caído desde los árboles, pero hasta donde Wahoo sabía, su padre era la única persona que había resultado seriamente herida por uno de esos reptiles congelados.

Mickey Langos saboreaba una taza de chocolate caliente bajo una palmera de su patio cuando el lagarto muerto lo noqueó. Después, cuando regresó del hospital, Mickey le ordenó a Wahoo que buscara y atrapara a cualquier iguana en la propiedad que hubiera sobrevivido al frío y que las trasladara a un kilómetro de distancia en un huerto de orquídeas abandonado.

Wahoo no había cumplido con demasiado empeño las órdenes de su padre. Las iguanas no habían tenido la culpa de morir de frío. No estaban adaptadas para vivir tan al norte. Sin embargo, durante décadas, los distribuidores de mascotas de Miami habían estado importando ejemplares recién nacidos de esta especie tropical. Los clientes que las compraban no tenían idea de que crecerían hasta alcanzar unos dos metros de longitud, que se comerían todas las flores de sus jardines y que luego se lanzarían a las albercas de sus dueños a hacer sus necesidades. Una vez que captaban esta cruda realidad, los dueños, decepcionados, llevaban a sus iguanas mascota al parque más cercano para liberarlas. Así llegaron a pulular por todo el sur de Florida iguanas salvajes de gran tamaño dedicadas a producir hordas de iguanitas salvajes.

La helada súbita había puesto fin a esta situación, al menos durante un tiempo.

La primera mañana de sus vacaciones de verano, Wahoo descubrió a su padre en el patio fisgoneando entre los árboles.

—¿Ves alguna, papá?

—Todo despejado —reportó Mickey Langos.

Ya habían pasado meses desde el accidente, pero Mickey seguía con la paranoia de que lo golpeara otra iguana congelada.

—Seguro que ya te encuentras mejor —comentó Wahoo. Le reconfortaba ver a su padre levantado y activo desde tan temprano.

—¡Ya no me duele la cabeza! —anunció Mickey.

—¿De verdad? —dijo Wahoo incrédulo.

—Todas esas pastillas que me hicieron tragar los médicos no sirvieron para nada. De repente, me despierto y ¡zas!, un milagro —Mickey encogió los hombros—. Algunas cosas, hijo, no tienen explicación.

Sin embargo, Wahoo pensó que a su padre lo habían curado cuatro palabras: mil dólares al día. Mickey continuó:

—Vete por lechuga para Gary y Gail.

Esta pareja estaba formada por dos viejas tortugas de las Galápagos que el padre de Wahoo había comprado a un zoológico de Sarasota muchos años atrás, cuando apenas se iniciaba en el negocio de la cría y doma de animales salvajes. Las series de televisión sobre naturaleza ya casi no solicitaban a Gary y Gail porque no ofrecían un espectáculo muy dinámico que digamos, pero Mickey Langos las conservaba porque les tenía cariño. Cada tortuga había cumplido más de un siglo de edad, y él no confiaba en que ninguno de los domadores las tratara correctamente. La noche antes de la gran helada, Mickey salió al patio y arropó cuidadosamente a Gary y Gail con unos edredones gruesos para evitar que murieran. Wahoo lo había observado desde la ventana de su recámara.

—No creo que le interesen estas dos —dijo Mickey por debajo del estruendo que hacían las tortugas masticando su lechuga.

—Así es. Me dijeron que él quiere que llevemos a Alicia —comentó Wahoo— y a una pitón grande.

Ambos hablaban de su nuevo y famoso cliente, Derek “El Tejón” Badger, estrella del programa ¡Expedición de supervivencia!, uno de los más populares de la televisión por cable. Cada semana, Derek descendía en paracaídas en algún paraje salvaje y lleno de animales fieros, serpientes venenosas e insectos transmisores de enfermedades. Armado tan sólo con su navaja suiza y un popote, El Tejón lograba escalar, subir, arrastrarse, remar o nadar de regreso a la civilización; o cuando menos, mantenerse a salvo hasta que lo “rescataran”. Mientras tanto se alimentaba de bichos, roedores, gusanos y hasta del moho de las cortezas de los árboles. Cuanto más asqueroso fuera, con más gusto se lo llevaba a la boca El Tejón.

Wahoo y su padre habían visto ¡Expedición de supervivencia! lo suficiente como para saber que la mayoría de las escenas con animales salvajes eran falsas. También sabían que en ningún momento la vida de Derek peligraba realmente, ya que siempre iba acompañado de un equipo de filmación provisto de comida, dulces, bloqueador solar, agua, implementos para primeros auxilios y, seguramente, un rifle o pistola de gran calibre.

—Derek nunca ha filmado en los Everglades —le dijo Wahoo a su padre.

—Pues dicen que el tipo es insoportable.

—Sólo hay que ser amable, papá. Pagan mucho dinero.

Mickey prometió comportarse.

—Entonces, ¿cuándo nos toca conocer a este tipo?

—Se supone que más tarde pasará a visitarnos su asistente.

—¿Qué clase de pitón quieren? ¿Birmana? ¿De Seba?

—La verdad, no creo que importe —respondió Wahoo.

Ambos se pusieron a construir una jaula para un gato montés joven proveniente de un rancho lejano del condado de Highlands. Al felino lo había atropellado un jeep y le había roto una pata que no sanaba, así que no se le podía volver a dejar suelto en la naturaleza. Mickey Langos accedió a criar al animal con la esperanza de domarlo lo suficiente para poderlo usar en televisión.

Los gatos monteses son fuertes, por lo que se requería una jaula resistente. Wahoo sabía que una persona con visión doble no debía usar un martillo eléctrico, de manera que puso a su padre a medir y cortar la malla metálica. Al mediodía la jaqueca de Mickey regresó con la fuerza de una tormenta sumiéndolo en agonía. Wahoo lo condujo a casa, lo recostó en el sofá y le administró cuatro aspirinas.

Al cabo de unos minutos alguien comenzó a llamar a la puerta. Mickey se levantó y dijo:

—Seguramente es el tipo que trae al gato montés.

Wahoo se asomó por la ventana y vio a una mujer coronada por una brillante melena pelirroja. Llevaba puestos unos pantalones cortos de color caqui, sandalias con pedrería y cargaba un portafolios de piel.

—Pues no veo ningún felino —le dijo a su padre.

—Entonces abre la dichosa puerta.

—Pero, ¿qué tal si es alguien del banco? —susurró Wahoo. La familia Langos debía varios meses de hipoteca. Mickey se asomó por la ventana.

—Definitivamente ella no viene del banco.

Wahoo invitó a la mujer a pasar y ella se presentó como Severa Corvino.

—Soy la asistente de producción de Derek Badger —dijo—. Traigo su contrato.

—Excelente —respondió Mickey.

Wahoo notó que Severa Corvino hablaba con un acento fuerte. Trató de no fijar la vista en el peinado de la mujer que le parecía una escultura de color rojo cromado.

—¿Me permite echarle un vistazo a los animales? —preguntó ella.

—No —respondió Mickey. Severa parecía sorprendida.

—Primero necesita firmar una liberación de responsabilidad —dijo Mickey—. No quiero que me demande si se cae al estanque del caimán y la muerde.

Severa comenzó a reírse.

—Llevo mucho tiempo haciendo esto, señor Langos.

—Usted me firma la liberación de responsabilidad, y con mucho gusto mi hijo la llevará a dar el gran tour.

Unos años antes, Mickey Langos había invitado al grupo de primaria de su hijo a hacer una visita para ver sus animales salvajes. Un chico al que llamaban “El Hormiga”, ignorando la advertencia de Wahoo, metió la mano en una de las jaulas para jalarle la cola a un mapache gruñón, que giró sobre sí mismo para clavarle la garra en el brazo dejándolo como un mapa de carreteras. Mickey tuvo que pagar todos los gastos médicos de El Hormiga, no sin antes decirles a los padres que su hijo tenía el cerebro de un mosquito. Desde entonces, la compañía aseguradora de Mickey le había insistido en que todas las personas que pisaran su propiedad tendrían que llenar el formulario legal en el que declaraban que no era culpa de Mickey si resultaban heridas.

Mientras Serena Corvino firmaba el documento, Mickey hacía lo propio con el contrato de ¡Expedición de supervivencia! Wahoo notó que su padre garabateó su firma en una línea torcida, lo cual significaba que su vista seguía maltrecha.

—¿Cuánto tiempo durará la filmación? —preguntó Mickey, a lo que Severa Corvino respondió:

—El necesario para que quede bien.

La cara de Mickey se llenó de satisfacción.

—Entonces quedamos que son mil por día, más honorarios por la ubicación y la renta de los animales.

—Es correcto —ella sacó un sobre de su bolsa y se lo entregó—. Aquí tiene ochocientos dólares de depósito.

Mickey contó el efectivo y se dirigió a Wahoo.

—Hijo, muéstrale a esta linda dama todo lo que quiera ver.

El programa iba a tratar sobre los Everglades, por lo que Severa Corvino se interesó profundamente por la caimán Alicia. Wahoo llevó a la mujer hasta el estanque y quitó el candado a la verja. Severa silbó.

—Es tremenda, ¿no?

—Más de tres metros —afirmó Wahoo.

—Y, ¿cuánto?

—A seiscientos dólares el metro, de manera que son…

—Cerrado con mil ochocientos —dijo Severa—. No hay problema.

Wahoo no podía esperar para contárselo a su padre.

—¿Tienen otro más pequeño? —preguntó ella.

—Sí, señora.

—¿Algo con lo que Derek pudiera luchar?

—¿Luchar?

—Sí, quizás un lagarto de metro y medio —dijo Severa—. No más de un metro setenta.

—Tendría que consultarlo con papá —Wahoo supo que tendrían problemas. A su padre no le gustaba que nadie maltratara a los animales.

—¿Dónde tienen a las pitones? —preguntó la mujer.

Wahoo la condujo hasta los gruesos tanques de vidrio donde guardaban a las boas constrictoras. El sur de Florida estaba infestado de serpientes exóticas que, al igual que las iguanas, se habían importado para el comercio de mascotas. El Huracán Andrew destrozó varias granjas criadoras de reptiles grandes, con lo que se habían dispersado crías de pitón y de boa constrictor por todas partes.

—Derek quiere una bestia —indicó Severa.

Wahoo le mostró una de más de tres metros que un hombre había atrapado devorándose a una zarigüeya dentro de un tiradero que había detrás del centro comercial Dadeland. Se suponía que el hombre que la encontró tenía que haberla entregado a las autoridades encargadas, pero terminó vendiéndosela a Mickey Langos por trescientos dólares.

Severa estuvo de acuerdo en que se trataba de un ejemplar impresionante.

—Pero, ¿se le puede manejar sin peligro?

—Es una serpiente hembra —dijo Wahoo—, y le encanta morder.

—¡Oh!

—Mi papá puede lidiar con ella. Se comportará.

—Eso espero —dijo Severa Corvino—. ¿Cuánto?

—Setecientos dólares por día —Wahoo se esforzaba por sonar profesional y serio. No estaba acostumbrado a encargarse de las negociaciones. La tarifa estándar por rentar pitones era de ciento cincuenta dólares el metro.

—De acuerdo. ¿Cómo me dijiste que te llamas? —él le respondió.

—¿Te llamas Wahoo, como el pez? —todo el mundo pensaba lo mismo.

—Mi padre me llamó así por el luchador del mismo nombre —explicó el chico.

—Qué interesante.

—No creas —dijo Wahoo.

—¿Puedo preguntarte qué te pasó allí? —preguntó Severa señalando el muñón blanco donde tenía que haber estado el pulgar derecho de Wahoo.

—Sí, señora. Se lo quedó Alicia.

—¿Lo dices en serio? —a lo que Wahoo se apresuró a decir:

—No fue culpa suya, sino mía.

Un día, Wahoo se quiso lucir con una niña que lo acompañó a casa después de la escuela para ver a los animales. Él la llevó al estanque del caimán para que viera cómo la alimentaba, pero Wahoo se acercó demasiado a Alicia, quien al saltar para atrapar el pollo descongelado, atrapó al mismo tiempo el pulgar del muchacho. La niña, llamada Paulette, se desmayó en el acto. Wahoo cambió de tema con la pregunta:

—¿Dónde está el señor Badger?

—En París —respondió Severa.

Wahoo nunca había escuchado que hubiera junglas o pantanos peligrosos en París, así que supuso que el afamado supervivencialista se hallaba de vacaciones.

Mickey Langos salió al patio y se unió a ellos. Su hijo le comentó que la señora Corvino quería usar a Beulah, la gran pitón de Birmania.

—Es una buena elección —dijo Mickey, quien ya tenía mejor aspecto.

—Seguramente ya ha visto la serie, ¿verdad? —preguntó Severa.

—¡Claro! —dijo Wahoo—. La emiten los jueves en la noche.

—Y la repetición todos los domingos en la mañana —continuó ella—. De manera que ya saben que para nosotros la verosimilitud es lo importante.

Wahoo ni siquiera fingió que entendía el significado de la palabra. Su padre lo miró y encogió los hombros.

—Hacerlo real —explicó Severa—. En ¡Expedición de supervivencia! hacemos que las cosas sean reales. Derek piensa que establecer lazos de confianza con su público es su misión sagrada.

Wahoo echó una mirada a las gigantescas serpientes enroscadas en sus tanques. Sí, en efecto, eran de verdad, pero ni salvajes ni libres. La asistente de producción volvió a dirigirse al padre.

—¿Alguna pregunta?

—Ponemos a nuestros animales en televisión todo el tiempo —dijo él con una sonrisa—. A eso nos dedicamos.

Severa Corvino se acercó al tanque para golpear con su uña escarlata el vidrio que la separaba de Beulah, la pitón.

—Pues mire, señor Langos, le prometo que nunca ha trabajado en una serie como la de Derek.

TRES

Derek Badger en realidad se llamaba Lee Bluepenny. Jamás había estudiado biología, botánica, geología o silvicultura. Se había formado únicamente en el mundo del espectáculo.

De joven viajó por el mundo con un famoso grupo de danza folclórica irlandesa hasta que se rompióun dedo durante un ensayo para un desfile en Montreal. Mientras esperaba en la sala de emergencias del hospital, quiso la suerte que allí conociera a un buscador de talentos enfermo por haber comido ostiones en mal estado. Pese a sus náuseas, al representante le pareció que Lee Bluepenny tenía un aspecto rudo y atractivo, y le preguntó si alguna vez había considerado hacer carrera en televisión.

Así que tan pronto Lee Bluepenny se recuperó de su lesión, el representante le consiguió un vuelo a California y una audición para una nueva serie del género reality. A los productores de ¡Expedición de supervivencia! les encantó el acento australiano de Lee Bluepenny que sin ningún pudor le había copiado a Steve Irwin, el legendario cazador de cocodrilos. A los productores también les agradó que Lee Bluepenny pudiera tragarse una salamandra viva sin vomitar. Lo que no les gustaba especialmente era su nombre. Dijeron que Lee Bluepenny era un buen nombre para un pianista de jazz o quizá para un distribuidor de arte, pero no transmitía suficiente rudeza para alguien que cada semana tendría que sobrevivir con garras y dientes entre tierras salvajes.

Después de probar diversos nombres como Eric Pantera, Gus Lobato o Chad Cóndor, los productores optaron por Derek “El Tejón” Badger, que a Lee le pareció excelente. Lo colmaba tanta emoción por salir en la tele que hasta el nombre de Danilo “El Zorrillo” le hubiera parecido aceptable.

El arranque de ¡Expedición de supervivencia! no fue fácil. El primer episodio tenía como escenario la jungla de las Islas Filipinas donde un hombre —ahora conocido como Derek Badger— iba a encontrarse perdido y muerto de hambre. Al segundo día de filmación ocurrió un desastre cuando a Derek lo mordió salvajemente una musaraña rayada que él intentaba comerse para cenar. Pensaron que el roedor estaba muerto cuando en realidad sólo dormía. Los labios perforados de Derek se hincharon tanto por el mordisco que parecía que tenía un balón de futbol americano en la boca. Lo llevaron de emergencia a Manila en un helicóptero para que le aplicaran vacunas contra la rabia.

Finalmente, el equipo logró solucionar todos los escollos de la serie que se convirtió en un éxito arrollador. De pronto Derek “El Tejón” Badger se convirtió en una celebridad internacional, papel que él muy pronto aprendió a interpretar.

—¿Cómo te va en Francia? —le preguntó Severa Corvino por teléfono.

—Estoy en la gloria —respondió él—. ¡Qué maravilla de quesos!

—No lo dudo —dijo ella con un toque de preocupación. Se suponía que los supervivencialistas se mantenían delgados y en excelente condición física. Una de las responsabilidades principales de Severa radicaba en evitar que Derek desarrollara “llantitas”. La tarea no era fácil porque a él le encantaba comer y los quesos le fascinaban.

—¿Ya me encontraste un buen caimán? —preguntó.

—Sí, una belleza de animal —contestó Severa notando los sonidos que Derek producía al comer.

—¿De qué tamaño?

—Tres metros —dijo Severa Corvino.

—¡Genial!

—Y tienen otro un poco más pequeño con el que puedes forcejear.

Se escuchó una pausa por parte de Derek, quien protestó.

—Pero es que yo no quiero luchar con el pequeño, sino con el monstruoso.

Exactamente lo que ella temía.

—Demasiado peligroso —apuntó.

—¿Perdóóóón?

—Hablamos de ello más tarde, Derek.

—Por supuesto que lo haremos. ¿Qué pasó con la serpiente pitón? Te dije que quería una pitón.

—El caballero nos ha ofrecido una pitón de Birmania de gran tamaño, pero no está amaestrada.

—¡Mejor todavía! —rio Derek.

Severa Corvina suspiró. Se había acostumbrado a darle la vuelta al ego gigantesco de Derek, pero había ocasiones en que sentía la tentación de recordarle que él era un simple bailarín y no un curtido cazador de osos.

—¿Alguna otra cosa superatemorizante? —preguntó.

—Vi que tienen una gran tortuga mordedora —dijo ella.

—¿Qué tan grande?

—Lo suficiente como para amputarte una mano de un solo mordisco.

—Excelente —dijo Derek—. Organiza una escena bajo el agua. Algo así como que voy nadando por los Everglades sin molestar a nadie cuando de repente la hambrienta bestia mordedora sale de su escondite en un tronco, se me abalanza y me arrastra hasta el fondo del lago.

—Pues sí, pero el problema es que las tortugas no comen personas.

—¿Y tú cómo lo sabes? —cuestionó Derek.

—Háblame cuando aterrices en Miami —contestó Severa Corvino.

Wahoo tenía una hermana mayor llamada Julie que estaba por concluir sus estudios de leyes en la Universidad de Florida en Gainseville. Su padre se reservaba lo orgulloso que se sentía de ella.

—Justo lo que necesita el mundo: otra dichosa abogada —gruñía él.

—Yo también te quiero a ti, papá —solía contestarle Julie dándole un pellizco en la mejilla.

A Wahoo su hermana le parecía muy cool, aunque le intimidaba su inteligencia, gracia y capacidad para socializar. Él era más bien tímido y no tenía tanta confianza en sí mismo. Ella siempre había sacado diez en todas las materias, mientras que Wahoo sacaba cuando mucho dos dieces, cuatro nueves y un siete (en matemáticas, claro).

—Sólo tienes que tratar de hacerlo lo mejor posible —solía decirle su mamá—. Con eso nos basta.

Mickey Langos nunca se interesó mucho por el trabajo escolar de sus hijos porque siempre estaba ocupado con sus animales.

—Pásame a mi viejito —dijo Julie cuando llamó.

—Está afuera con las pitones —le informó Wahoo.

—Tengo que hablarle del contrato con Expedición. Le veo algunos problemas.

Wahoo tenía por costumbre mandarle a su hermana los contratos de televisión para que los revisara, aunque su papá generalmente los firmaba sin leer nada.

—¿Qué encontraste, Julie?

—Mira, por ejemplo en la página siete dice que la serie “se reservará el uso irrestricto de los especímenes animales durante todo el periodo de producción”. Eso significa que pueden hacer casi lo que se les venga en gana con los animales, sin tener que pedirle permiso a papá.

—Eso está mal —dijo Wahoo. Se acordó de que Severa Corvino había dicho que Derek Badger iba a querer luchar con uno de los caimanes.

—¿Ya les aceptó algo de dinero? —preguntó Julie.

Wahoo le mencionó a su hermana el depósito de ochocientos dólares. Ella respondió que Mickey podía anular el trato si devolvía el dinero.

—Demasiado tarde. Ya se lo gastó —dijo Wahoo.

—¿En qué? ¿Comida para changos?

—En la hipoteca.

—¡Uf! —exclamó apenada.

—La verdad, casi estamos en bancarrota, Julie. Desde que se hirió, la cosa ha estado dura.

—Ahora lo entiendo. Por eso se fue mamá a China, ¿verdad?

Wahoo no quería preocupar a su hermana, así que trató de sonar positivo cuando dijo:

—Papá ha mejorado muchísimo desde que aceptamos este encargo.

—Y bueno, ¿quién es este tipo, “Tejón” Badger?

—¿Qué? ¿Nunca has visto el programa?

Julie comenzó a reír.

—Ni siquiera tengo tele, hermanito. Aquí sólo me dedico a peinar libros.

—Derek Badger es un experto en supervivencia—dijo Wahoo y le explicó el programa de aventuras a su hermana.

—¡No puede ser! ¿En serio?

—Es superfamoso, Julie.

—Dile a papá lo que te dije del contrato.

—¿De verdad tengo que hacerlo? —preguntó.

Wahoo bromeaba sólo a medias. Sabía que muy pronto el problema sería suyo.

Mickey Langos estaba descalzo en el patio con Beulah, la pitón. Admiraba las marcas en la piel del reptil: como sillas de montar color chocolate sobre un fondo plata. Más de tres metros de puro músculo y un cerebro del tamaño de una canica.

Desde niño, Mickey había tenido serpientes como mascotas: culebras verdes, serpientes reales, víboras ratoneras, serpientes acuáticas, culebras de collar, culebras rayadas y hasta un par de cascabel y mocasines venenosas. Mickey las había atrapado todas. Todavía hoy le parecían fascinantes y misteriosas.

Ahora, por todos los Everglades pululaban pitones extranjeras que se comían a los venados, a las aves, a los conejos y hasta a los caimanes. La cosa se había puesto verdaderamente difícil. Las pitones no tenían que estar ahí porque su hábitat natural era el sudeste asiático. Por esa razón, tanto el gobierno de Estados Unidos como el estado de Florida les habían declarado la guerra.

El papá de Wahoo lo entendía: las serpientes desestabilizaban totalmente el equilibrio natural. Una sola pitón de Birmania podía poner más de cincuenta huevos a la vez. Estas serpientes se contaban entre los más grandes depredadores del mundo con longitudes de hasta seis metros. No había enemigos naturales en el entorno para un animal de ese tamaño. Hasta las panteras las evitaban.

Por sus conocimientos y experiencia, a Mickey Langos se le había pedido que entrara a los pantanos a atrapar a tantos reptiles intrusos como pudiera. El estado le ofreció una buena suma, pero él se negó. Sabía que iban a sacrificar a cada ejemplar que les llevara y no tenía el corazón para participar en aquello. Amaba demasiado a las serpientes. Ése era el problema.

Se sentó en el suelo, cerca de Beulah, y ella se deslizó lentamente hacia él. Elevaba su cabeza del tamaño de un ladrillo chasqueando acompasadamente su lengua sedosa. Mickey sonrió.

—¿Cuándo fue la última vez que te alimentaron?

Por respuesta, Beulah aplastó el pie izquierdo de Mickey y abrazó con un carnoso bucle sus dos piernas.

—Calma, princesa —dijo él.

La pitón lo envolvió con otro bucle ascendente, y luego otro más. Mickey cruzó rápidamente ambos brazos sobre su pecho para evitar que le aplastara los pulmones, pero estaba en baja forma y Beulah era extremadamente fuerte.

—¡Wahoo! —gritó—. ¡Ven!

—¡Qué! —se escuchó desde el interior de la casa.

—¡Ven, pero ya!

La serpiente mordisqueaba el pie de Mickey como si fuera un conejo. Él sabía que no debía oponerse porque sólo provocaría que Beulah lo apretara aún más.

Wahoo llegó corriendo. Cuando vio a la pitón estrujando a su padre, gritó:

—¡No te muevas!

—Muy buena, hijo —dijo Mickey luchando por respirar—, y yo que estaba a punto de bailar una salsa.

—¿Qué carambas pasó?

—Pues nada, que se te olvidó darle de comer.

—¡De ninguna manera! Comió la semana pasada. Te lo juro, papá.

—¿Qué le diste? ¿Un vasito de yogurt? Mira a la pobre, ¡está muerta de hambre!

Wahoo pensó que su padre podría tener razón. Las pitón adultas podían pasar semanas sin comer. Tal vez se le había olvidado alimentarla.

—Trae el biiip aguardiente —le dijo Mickey, casi sin aliento—. ¡Pero que sea rápido!

Wahoo corrió a la casa y agarró la botella de licor que su padre guardaba justamente para esas emergencias. Las pitón tienen hileras de dientes largos y en forma de garras que no pueden extraerse fácilmente de sus presas. El remedio más rápido para hacer que se suelten es verterles algo caliente o de mal sabor en la boca.

Las serpientes, a diferencia de los humanos, no tienen papilas gustativas en sus lenguas, de manera que a Beulah lo que le disgustaba no era el sabor del aguardiente sino el hecho de que le quemaba. Wahoo se puso de rodillas y buscó entre los rollos de músculo hasta que localizó el extremo dentado de la criatura que ya se había tragado la mitad del pie de Mickey.

—¡Qué! ¿Ni siquiera traías las botas puestas? —dijo Wahoo. Mickey gruñó:

—Hazlo de una vez por todas.

Wahoo destapó la botella de aguardiente y vertió el líquido directamente en la garganta de Beulah. En unos segundos, la pitón comenzó a tener espasmos. Después dejó escapar un siseo sonoro, desenganchó las mandíbulas y escupió. Mickey se quedó exánime a propósito. Wahoo comenzó a desenroscar al tremendo reptil.

Beulah no ofreció batalla. Había perdido todo interés en almorzarse el pie del padre de Wahoo. El alcohol del aguardiente le resultaba tremendamente irritante, de manera que no dejaba de abrir y cerrar las fauces con asco.

Pasaron algunos minutos antes de que el padre de Wahoo recobrara el aliento y la circulación en sus piernas. Pudo dar un salto junto al niño mientras arrastraban a la serpiente de regreso a su tanque. Luego entraron a la casa para curar el pie de Mickey que parecía un gran alfiletero púrpura.

—¿Estás seguro de que la alimentaste? Dime la verdad, hijo.

Wahoo se sintió terriblemente mal:

—Debo haberme olvidado.

—Se ponen muy activas en primavera y es cuando empiezan a tragar en serio. Ya te lo he dicho como cien veces —con un quejido, Mickey se tendió en el sofá.

—Papá, de verdad, lo siento mucho.

—En cuanto terminemos con esto, ve al congelador a conseguirle un par de pollos bien gordos y los metes un buen rato en el microondas, ¿de acuerdo? A las pitón no les gustan las paletas.

—Sí, papá.

Wahoo vació un tubo de ungüento antiséptico sobre el pie de su padre y luego, con un cuchillo para mantequilla, untó la mengambrea sobre todos los puntos perforados. No se podían contar de tantos que eran. Las pitón no son venenosas, pero un solo mordisco basta para provocar una infección nefasta.

—Papá, perdóname —repitió Wahoo—. Sé que me equivoqué.

—No pasa nada. Todos cometemos errores —le dijo su padre—. Caray, yo tampoco debería de estar jugando con una culebra de ese tamaño como si fuera un perrito faldero.

—Quieto, papá.

Mickey miró hacia el techo.

—Mira, me queda claro que ésta no es una vida muy normal, que digamos, para un muchacho de tu edad.

—No empieces con eso de nuevo —le respondió su hijo.

—Lo digo en serio —continuó Mickey—. ¿Qué sería de mí sin ti y tu mamá? Soy muy afortunado de que ella se haya quedado todos estos años.

—La verdad es que sí. ¿Dónde está la gasa?

Wahoo esperó a que las heridas de su padre quedaran completamente vendadas antes de decirle lo que Julie le había informado acerca del contrato de ¡Expedición de supervivencia!

—Ya sabía yo que este tipo no nos traería nada bueno —refunfuñó Mickey.

—Entonces, ¿qué vamos a hacer ahora?

—Nuestro trabajo, hijo. Haremos nuestro trabajo —Mickey se apoyó y columpió el pie hinchado y mordido por la serpiente en la mesa de centro—. No me importa lo que digan sus tontos papeles. Yo soy el único responsable de mis animales y Don Tarado Tejón se puede ir a freír espárragos.

—Se llama Derek “El Tejón” Badger.

—¡Ajá! ¿Y tú crees que a estos animalitos les importa cómo se llama ese tonto?

—No papá.

—¿Sabes lo que diría Beulah? ¡Todos ustedes, tontos humanos, saben igual!

Wahoo no podía dejar de preguntarse si aquello realmente sería verdad.