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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 429 - septiembre 2019

 

© 2012 Heidi Betts

La dureza del diamante

Título original: Secrets, Lies & Lullabies

 

© 2013 Catherine Schield

Una proposición delicada

Título original: A Tricky Proposition

 

© 2006 Mary Lynn Baxter

Lo mejor de su vida

Título original: To Claim His Own

 

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006 y 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-369-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

La dureza del diamante

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Epílogo

Una proposición delicada

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Lo mejor de su vida

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Capítulo Dieciséis

Capítulo Diecisiete

Capítulo Dieciocho

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

La dureza del diamante

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Alexander Bajoran abrió la pesada puerta de roble de su suite. Se había alejado casi medio kilómetro del Mountain View Lodge, un hotel de lujo de estilo rústico, antes de darse cuenta de que había olvidado unos papeles muy importantes para la reunión que tenía en el centro de Portland. Por culpa de aquel inesperado retraso no podría llegar a tiempo.

Dejó que la puerta se cerrara tras él mientras se dirigía a la gran mesa de cerezo que había en el extremo del salón. Se detuvo al oír un ruido. Se giró hacia el dormitorio y vio a una mujer que estaba retirando las sábanas mientras movía el trasero al ritmo de una canción que solo ella oía.

Llevaba un sencillo e insípido uniforme gris de camarera que disimulaba sus formas. Tenía el pelo recogido y sujeto en lo alto de la cabeza con una gran horquilla de plástico. Era de color rubio, pero se adivinaban mechas de color aquí y allá: negro, castaño rojizo… y azul. Sí, aquella mujer tenía cabellos azules.

Estaba tarareando una canción en voz baja, y de vez en cuando se le trababa la lengua al levantar la sábana bajera del colchón. La sábana encimera y la colcha ya estaban en el suelo.

Mientras seguía contoneándose alrededor de la cama, completamente ajena a la presencia de Alexander, él se fijó en los pendientes, aretes y zarcillos que adornaban su oreja derecha. Debía de llevar siete u ocho, mientras que en la izquierda solo contó cuatro: tres junto al lóbulo y uno más arriba, cerca de la sien. Parecían de oro y plata, pero sin duda eran falsos. Una camarera de hotel no podía permitirse joyas auténticas. Una lástima, porque a aquella joven le sentarían muy bien los diamantes. Alexander lo sabía muy bien… Por algo se dedicaba al negocio de los diamantes.

La joven recogió el montón de sábanas en sus brazos, se giró hacia la puerta y al verlo dejó escapar un fuerte chillido al tiempo que saltaba hacia atrás. Alexander levantó las manos rápidamente para tranquilizarla.

–Lo siento, no quería asustarla –se disculpó.

La joven se arrancó la bisutería de las orejas y se la guardó en el bolsillo del delantal blanco, donde también debía de llevar un reproductor MP3. Alexander oyó la música mientras ella intentaba bajar el volumen.

Al verla de frente observó que no llevaba maquillaje, lo cual era extraño con aquel pelo teñido y aquella abundancia de joyas. Llevaba incluso un pequeño aro dorado con motas de circonita en la ceja derecha.

–Lo siento –murmuró ella, lamiéndose el labio–. No sabía que había alguien en la habitación. No he visto el cartel en la puerta…

–No había ningún cartel. Había salido, pero he olvidado algo que necesito para una reunión.

No sabía por qué le daba tantas explicaciones. Pero cuando más tiempo pasara hablándole más podría verla. Y le gustaba lo que veía.

Aquello también era raro. Las mujeres con las que salía eran sofisticadas y elegantes y procedían de familias adineradas. Mujeres que se pasaban el tiempo en un exclusivo club social sin hacer otra cosa que planear la próxima recaudación de fondos para la obra benéfica de turno. Nunca antes se había sentido atraído por alguien con el pelo multicolor y la cara llena de piercings. Pero aquella joven ejercía en él una fascinación inexplicable, exótica, casi salvaje.

Ella también parecía ligeramente desconcertada por su presencia, y lo miraba como si temiera que fuese a morderla.

–¿Necesita alguna cosa? –le preguntó, lamiéndose otra vez los labios–. ¿Toallas, vasos…?

–No, gracias.

No se le ocurrió qué más decir ni ningún otro motivo para permanecer allí, de modo que fue hacia la mesa para recoger la carpeta olvidada. La mujer se quedó en la puerta del dormitorio.

–Bueno… –murmuró–. Me marcho.

Ella asintió, sin dejar de mirarlo con recelo.

Alexander caminó hasta la puerta y la abrió, pero antes de salir no pudo resistirse y se giró para mirar por última vez a la intrigante joven que ya seguía cambiando las sabanas.

 

 

–Era Alexander Bajoran –le susurró Jessica a su prima por encima de la mesa del restaurante.

–¿Me tomas el pelo? –replicó Erin en una voz igualmente baja, abriendo los ojos como platos.

Jessica negó con la cabeza, se cruzó de brazos y se echó hacia atrás en la silla para que su prima se inclinara hacia delante. Los sándwiches permanecían intactos en la mesa y el hielo de los refrescos empezaba a derretirse en los vasos de plástico.

–¿Te ha reconocido?

–No lo sé. No me dijo nada, pero me miraba de un modo muy raro.

–¿Raro? ¿Qué quieres decir?

–Bueno… –sonrió–. Como me suele mirar la gente.

–La verdad es que no pasas desapercibida. En realidad, tu estilo puede jugar a tu favor. No te pareces en nada a como eras hace cinco años. Bajoran no sospechará quién eres.

–Espero que no. Pero de todos modos voy a intentar cambiar de planta con Hilda. Así no correré peligro de volver a tropezarme con él.

–¡No, no hagas eso! –exclamó Erin rápidamente–. Tenemos que aprovecharnos de la situación. Si no te reconoce significa que puedes moverte libremente por su habitación sin levantar sospechas.

–¿Sin levantar sospechas? –repitió Jessica–. ¿Quién te crees que soy… James Bond?

–Si pudiera hacerlo yo, lo haría… Pero eres tú a quien él ha tomado por una camarera.

–¿Y eso qué importa?

–Importa, ya que puedes moverte por el hotel sin que nadie se fije en ti. Ya sabes cómo son los hombres como Bajoran. Tan arrogantes y pagados de sí mismos que nunca se fijarían en una humilde camarera. Para él serás invisible.

Su voz estaba cargada de desprecio, y no le faltaba razón. Cincuenta años antes, el abuelo y el tío abuelo de Alexander Bajoran habían creado Bajoran Designs. Poco después formaron una sociedad con los abuelos de Jessica y Erin, propietarios de Taylor Fine Jewels. Ambas empresas se encontraban en Seattle, Washington, y juntas habían diseñado las joyas más hermosas y valiosas del mercado. Los famosos y la realeza ostentaban sus collares, brazaletes y pendientes de oro y diamantes por todo el mundo.

La sociedad se mantuvo durante décadas e hizo inmensamente ricas a las dos familias. Hasta que un día, cinco años atrás, Alexander heredó Bajoran Designs de su padre y su primera medida fue apropiarse de Taylor Fine Jewels.

Sin previo aviso, compró un gran número de acciones de Taylor Fine Jewels, obligó a los padres de Jessica y de Erin a abandonar la junta directiva y absorbió la empresa para hacerse con el mercado de joyas.

Consecuentemente, la familia Taylor se vio arruinada y tuvo que dejar Seattle de la noche a la mañana. No cayeron en la indigencia, pero los Taylor no sabían vivir modestamente. La madre de Jessica no se acostumbraba a su estilo de vida de clase media, y para la madre de Erin era aún más duro.

A Jessica, en cambio, no le iban mal las cosas. Cierto, a veces echaba de menos el lujo y las comodidades de su vida anterior, pero al trabajar de camarera y llevar una vida normal y corriente disfrutaba de una libertad que nunca había tenido.

Cuando era rica no podía teñirse el pelo ni llevar piercings, y cuando asistía con su madre a los almuerzos en el club de campo tenía que soportar a los fotógrafos y paparazzi. El dinero estaba bien, pero el anonimato podía estar aún mejor. Al menos para ella. Para Erin, la austeridad era poco menos que un suplicio.

–¿Por qué tengo que ser invisible? –preguntó Jessica–. Es una suerte que no me haya reconocido la primera vez. Debería cambiar de piso y también de turno…

–¡No! –volvió a explotar Erin–. ¿Es que no lo ves? ¡Es nuestra oportunidad para vengarnos por lo que nos hizo!

–¿De qué estás hablando? –sacudió la cabeza con gran confusión–. ¿Cómo vamos a vengarnos de él? Es el director de una empresa multimillonaria. Nosotras no somos nadie. No tenemos dinero, ni poder, ni ningún tipo de influencia.

–Eso es. No somos nadie. Y él es el director de una empresa multimillonaria que antes era nuestra… Y que tal vez vuelva a serlo.

Antes de que Jessica pudiera responder, Erin siguió hablando.

–Está aquí por negocios, ¿no? Eso significa que tiene información importante con él: informes, contratos, documentos… Cualquier cosa que pudiéramos usar para recuperar Taylor Fine Jewels.

–Taylor Fine Jewels ya no existe. Fue absorbida por Bajoran Designs.

–¿Y?

–No puedo registrar sus cosas. No está bien. Es peligroso y va contra la política del hotel. ¡Podría perder mi empleo! Se trata de espionaje industrial…

–Solo sería espionaje industrial si trabajaras para una empresa rival. Y no es así, porque Alexander Bajoran se quedó con nuestra empresa y nos echó a todos a la calle. Además, ¿qué más da si pierdes ese estúpido empleo? Seguro que puedes limpiar los retretes en cualquier hotel.

A Jessica la sorprendió amargamente el desprecio que mostraba su prima por su trabajo. Sí, se encargaba de limpiar retretes, hacer camas y pasar la aspiradora en vez de doblar pañuelos y vestir maniquíes en una boutique de lujo como Erin, pero en cierto modo le gustaba lo que hacía. Podía pasar casi todo el tiempo sola, se llevaba bien con el resto del personal y las propinas eran muy generosas. Y libres de impuestos. El trabajo la ayudaba a mantenerse ocupada y no pensar en el pasado. A diferencia de su prima, quien vivía dominada por un profundo rencor hacia un viejo enemigo.

–Vamos, Jess, por favor –le suplicó Erin–. Tienes que hacerlo. Por la familia. Esta es nuestra oportunidad para averiguar qué se propone Bajoran y si hay algún modo, el que sea, de recuperar nuestras vidas.

Jessica quería negarse. Y debería hacerlo. Pero la angustia que expresaban los ojos y la voz de Erin le hicieron titubear.

–¿Qué tendría que hacer? –preguntó con cautela–. ¿Qué cosa tendría que buscar?

–Tan solo unos papeles. En su mesa o en su cartera. Informes, memorandos internos o quizá algún documento que explique su próxima absorción secreta.

Jessica asintió a regañadientes.

–De acuerdo, lo haré. Mantendré los ojos bien abiertos, pero no voy a hurgar en sus pertenencias como si fuera una vulgar ladrona.

Erin asintió con mucha más vehemencia que ella.

–Muy bien, lo entiendo. Pero mira a tu alrededor, ¿quieres? Y podrías demorarte ahuecando los cojines mientras él está al teléfono… y escuchar su conversación.

–No te hagas ilusiones, Erin. Ya sabes cómo acaban estos enredos. No voy a ir a la cárcel por ti. Una Taylor con antecedentes sería más apetitosa para la prensa que una que tuviera que trabajar de nueve a cinco limpiando cuartos de baño.

 

 

Aquello era una locura.

Ella era una antigua miembro de la alta sociedad convertida en camarera de hotel, no una espía entrenada para robar información clasificada. Ni siquiera sabía lo que estaba buscando, y mucho menos cómo encontrarlo.

Había dejado el carrito en el pasillo con todo lo que necesitaba para limpiar de esa manera parecería estar más ocupada y tendría una excusa para moverse por toda la suite en caso de que alguien, especialmente Alexander Bajoran, entrara y la sorprendiera fisgoneando.

El problema era que la suite estaba en un estado impecable, como correspondía a las estrictas normas de mantenimiento del hotel Mountain View. A eso había que añadir que Alexander Bajoran parecía ser un tipo bastante pulcro y ordenado y no dejaba a la vista ningún objeto personal.

No importaba lo que le hubiera hecho creer a su prima; bajo ningún concepto iba a registrar la habitación. Echaría un vistazo a la mesa, bajo la cama, las mesitas de noche, en el armario tal vez, pero no iba a rebuscar en el cajón de la ropa interior cuando ni siquiera sabía lo que estaba buscando.

¿Qué tipo de documentos? ¿Qué clase de información comprometedora?

Entendía a su prima por querer encontrar algo que sirviera para incriminarlo. Cualquier cosa para vengarse del hombre que había destruido el estilo de vida de los Taylor y también a algunos miembros de la familia. Pero habían pasado cinco años desde la opa hostil de Bajoran. Él había seguido con sus negocios y en la actualidad debía de tener otros muchos proyectos de los que ocuparse. Y aunque esos negocios no fueran del todo transparentes, Jessica no creía que fuera por ahí dejando pistas de sus chanchullos.

Después de quitar las sábanas y dejarlas en el suelo, aprovechó para abrir rápida y silenciosamente uno de los cajones de la mesilla. Las manos le temblaban. Estaba sola, pero la política del hotel exigía dejar la puerta abierta y en cualquier momento alguien podría entrar.

No sabía qué sería peor, si que la sorprendiera Alexander Bajoran o su supervisor. Uno podía hacer que la despidieran, el otro podía despedirla en el acto.

El cajón estaba vacío. Cerró el cajón sin hacer ruido y apartó las sábanas sucias del suelo para colocar la sábana limpia sobre el colchón. Rodeó la cama mientras ajustaba las esquinas y abrió los cajones de la otra mesilla y el corazón le dio un vuelco al pensar que tendría que hurgar en las pertenencias del archienemigo de su familia.

En el cajón inferior había una licorera llena de un liquido ambarino, seguramente whisky escocés, y un juego de vasos largos. El superior contenía una gruesa carpeta forrada de piel y una pluma Montblanc azul oscura.

Tragó saliva y abrió la carpeta. Lo estaba haciendo… Estaba violando la intimidad de Alexander e infringiendo el contrato que firmó al empezar a trabajar en el hotel.

Respiró hondo, cerró brevemente los ojos y agarró la pluma. Abrió la carpeta e intentó concentrarse en el contenido. Examinó rápidamente las dos primeras hojas, sin encontrar nada interesante o útil. El resto solo eran fotos de joyas y bocetos de diseños.

Las mismas joyas que su familia había creado y a las que ella soñaba dedicarse algún día. Lo que ella había anhelado todos esos años era trabajar para Taylor Fine Jewels. O mejor dicho, para su socio, Bajoran Designs.

Como a cualquier joven, le encantaban las joyas. Pero mientras que la mayoría de sus amigas solo deseaba lucirlas, ella quería hacerlas. Cortar y labrar gemas hasta dar con la piedra perfecta que ella misma hubiera diseñado.

Los márgenes de sus cuadernos y apuntes del instituto estaban llenos de intrincados garabatos con los que plasmaba sus ideas. Su padre usó algunos para varias piezas que se vendieron por millones de dólares. Y para su decimosexto cumpleaños la sorprendió con un anillo de perlas y diamantes cuyo diseño siempre había sido uno de los favoritos de Jessica.

Y lo seguía siendo, aunque ya no se le presentaban muchas oportunidades para lucirlo y lo tenía guardado en su joyero, escondido entre las baratijas que encajaban mejor con su actual nivel de vida.

Los diseños que veía en aquella carpeta eran preciosos, pero no perfectos. El tamaño de un zafiro eclipsaba la joya del centro. Las filigranas de otra pieza eran excesivamente exquisitas para los diamantes que la rodeaban.

Podría corregir aquellos errores con un simple lápiz, y cuando se sorprendió pasando los dedos sobre una de las brillantes fotografías ahogó un gemido de horror. ¿Cuánto tiempo había permanecido ensimismada con aquella carpeta en las manos y la puerta abierta a sus espaldas? Devolvió la carpeta al cajón y colocó la pluma encima, exactamente como se la había encontrado. O al menos eso esperaba…

Dejó el dormitorio listo y limpió el baño, pero no lo reabasteció y volvió al salón. Pasó la aspiradora por toda la alfombra, como debía hacer, pero lo hizo más despacio que de costumbre e incluso aspiró el interior del armario cercano a la puerta. Lo único que encontró allí, sin embargo, fue la caja fuerte. Imposible de abrir, naturalmente.

El único lugar que podría contener algo de interés para su prima era la gran mesa junto a la pared del fondo. La había evitado hasta el momento porque, en el fondo, no quería encontrar nada comprometedor que pudiera poner a Erin en una situación aún más delicada. No quería remover el pasado y reabrir las heridas que, en su opinión, ya empezaban a sanar. Se había convencido de que todos seguían adelante con sus vidas, pero al parecer estaba equivocada.

Dejó la aspiradora cerca y examinó rápidamente la superficie de la mesa. Había unos folios del hotel con algunas notas sin importancia, la guía telefónica, el menú del servicio de habitaciones y poco más.

En el interior, sin embargo, encontró unos sobres de papel manila y un ordenador portátil. Se lamió los labios e intentó calmar los acelerados latidos de su corazón. No iba a encender el portátil, de ningún modo. Sería demasiado, y además le llevaría demasiado tiempo iniciar el sistema y explorar los archivos y documentos. El supervisor no tardaría en aparecer y preguntarle por qué estaba aún en aquella suite cuando tenía que ocuparse de toda la planta.

Erin tendría que conformarse con lo que encontrara en los sobres. Los abrió uno a uno y examinó su contenido lo más rápidamente posible, sin que nada le llamara la atención. Claro que tampoco sabía lo que estaba buscando. Todo era jerga empresarial pero en cualquier caso allí no se hacía mención de Taylor Fine Jewels.

Estaba soltando una exhalación de frustración y alivio cuando oyó un crujido y supo que alguien estaba entrando en la suite. El corazón casi se le salió del pecho, pero intentó conservar la calma y cerró el cajón lenta y silenciosamente para no dar una imagen sospechosa. Agarró el trapo que había dejado en la mesa y se puso a quitar el polvo, sin volverse, aun sabiendo que tenía a alguien detrás de ella. El truco estaba en fingir sorpresa cuando se diera la vuelta y descubrir que no estaba sola.

«Actúa con naturalidad», se dijo así misma, confiando en que sus mejillas no la delataran. La suerte estaba de su lado, porque cuando terminó de pasar la bayeta y se giró hacia la aspiradora, quienquiera que estuviese tras ella, observando en silencio todos sus movimientos, carraspeó para hacer notar su presencia.

Y era él. Lo supo sin necesidad de verlo, por aquel débil murmullo que alcanzó sus oídos y descendió por su espalda.

Por unos instantes se quedó sin respiración y se reprendió por tener una reacción tan visceral a algo tan simple. Aquel hombre era un desconocido. El enemigo de su familia. Y un huésped del hotel donde ella trabajaba. Demasiadas razones por las que no se le debería acelerar la respiración ni hervirle la sangre.

Sin soltar el mango de la aspiradora, se enderezó y se dio la vuelta.

–¡Oh! –exclamó, abriendo mucho los ojos con fingido asombro–. Hola otra vez.

–Hola –respondió Alexander Bajoran con una pequeña sonrisa.

A Jessica le dio un vuelco el corazón. Nervios, se dijo a sí misma. Solo eran nervios. Pero tenía que admitir que aquel hombre, enemigo o no, era endiabladamente atractivo. Su pelo, negro como el carbón, estaba impecablemente peinado, aunque en algunos sitios lo llevaba lo suficientemente largo como para dar una imagen informal y despreocupada. Sus ojos, de un brillante azul claro, contrastaban con una piel sorprendentemente bronceada. Toda la familia Bajoran tenía la piel oscura, el pelo oscuro… y un carácter despiadado.

Más le valdría recordarlo y no dejarse afectar por su arrebatador aspecto, vestido con unos pantalones negros y una chaqueta blazer azul marino, digno de aparecer en la portada de la revista GQ… o en la revista Forbes, gracias a su fortuna ilícitamente adquirida.

–Parece que nuestros horarios chocan esta semana –dijo él en un tono ligero y divertido. Le echó una mirada y bajó la voz a un tono sugerente y sensual–. O quizá debería decir que… coinciden.

El calor que desprendía su voz le desató una corriente abrasadora en el estómago.

Oh, no, no, no. Para ella se habían acabado los hombres encantadores y peligrosos. Y Alexander Bajoran era el más peligroso de todos.

Muchos huéspedes habían intentado seducirla desde que trabajaba en el Mountain View. Hombres de negocios, maridos de vacaciones, mujeriegos ricos e idiotas que se creían con derecho a todo… Pero a pesar de las generosas propinas, de los simples halagos o incluso de los pellizcos en el trasero, Jessica nunca había sentido la menor atracción por ninguno de ellos.

Y sin embargo allí estaba, cara a cara con el hombre que había hundido a su familia y a quien se suponía que debía espiar, sintiendo un creciente hormigueo por toda la piel.

Él dio un paso hacia ella y Jessica apretó los puños, uno alrededor del mango de la aspiradora y el otro cerca de la cadera derecha. Pero lo único que él hizo fue dejar el maletín en la mesita de centro y sentarse en el sofá.

Jessica dejó escapar el aire que estaba conteniendo y desenchufó la aspiradora para recoger el cable. Cuanto antes saliera de allí, mejor.

–Lo dejaré para que pueda trabajar en paz –dijo, principalmente para romper el agobiante silencio que la asfixiaba.

–Acaba lo que tengas que hacer –repuso él tranquilamente mientras sacaba unos papeles de la cartera–. Tengo que revisar un par de cosas, pero no me molestas. Es más, el ruido de fondo me ayudará a relajarme.

Imposible marcharse en esas circunstancias. Arrastró la aspiradora hacia el pasillo y agarró el montón de toallas limpias para el cuarto de baño. Allí, lejos de Alexander Bajoran, podía trabajar mejor y respirar casi con normalidad. No como en la habitación, donde el aire parecía estar cargado de tensión sexual. Al menos para ello. Para él todo debía de ser absolutamente normal.

Se pasó más tiempo del necesario alineando las toallas y distribuyendo los botes de champú, acondicionador, pasta de dientes y espuma de afeitar. Tendría que dejar también unas chocolatinas en la almohada del dormitorio, pero por nada del mundo pasaría delante de Alexander y se arriesgaría a que le sonriera y le hablara de nuevo. No iban a despedirla porque se olvidara de unas simples chocolatinas de menta.

Salió del baño, torció la esquina y ya se estaba felicitando por escapar sana y salva cuando levantó la cabeza y a punto estuvo de chocarse con Alexander, que estaba apoyado en la pared, esperándola. Soltó un gritito, se llevó una mano al corazón y se echó bruscamente hacia atrás.

–Lo siento –se disculpó él, alargando un brazo para sujetarla–. No pretendía asustarte. Solo quería verte antes de que te fueras.

Jessica contuvo la respiración, esperando que la acusara de haber registrado sus cosas.

Pero lo que él hizo, en cuanto se aseguró de que no iba a caerse de espaldas, fue soltarle el codo y volver a apoyarse en la pared. Era una postura natural, inofensiva, pero Jessica solo podía pensar que se interponía entre ella y la puerta.

–Ya sé que esto posiblemente esté fuera de lugar, pero me gustaría que cenaras conmigo esta noche.

Jessica creyó que el corazón le dejaba de latir.

–Estoy aquí por trabajo –continuó él–, y después de las reuniones las horas se me antojan un poco… vacías –se encogió ligeramente de hombros, y como se había quitado la chaqueta se advirtió el movimiento de sus músculos bajo la camisa. Fue un gesto insignificante, pero suficiente para que a Jessica se le alteraran las hormonas. Y de qué manera…

Se lamió los labios y carraspeó un par de veces con la esperanza de que la voz no le fallara.

–Gracias, pero confraternizar con los huéspedes va contra la política del hotel.

Perfecto. Aquello sonaba muy seguro y profesional, y sin que le temblara la voz.

Alexander arqueó una ceja.

–Me cuesta creer que una mujer con el pelo azul tenga miedo de quebrantar las reglas.

Jessica levantó la mano para tocarse el mechón al que se refería.

–No tengo todo el pelo azul –murmuró.

–No, todo no –repuso él con una sonrisa–. Tan solo lo bastante para hacerle saber al mundo que eres una rebelde, ¿verdad?

Genial, ya la había etiquetado. Y no parecía que fuera a aceptar un no por respuesta.

Se soltó el mechón y echó los hombros hacia atrás. Era una rebelde, sí, pero no una estúpida.

–Podría perder mi empleo.

–De eso nada. No permitiré que te despidan por mi culpa –declaró con una seguridad apabullante–. Además, sería en su tiempo libre, no en horas de trabajo. Y dejaré que tú decidas si pedimos la cena al servicio de habitaciones o si salimos a alguna parte.

Debería negarse. Cualquier persona con un mínimo de sentido común se negaría. La situación no podría ser más arriesgada.

Pero tenía que admitir que sentía curiosidad. Era el primer hombre que la invitaba a cenar sin una mirada lasciva y sin insinuar nada, lo cual la hacía preguntarse por qué lo hacía. ¿Sospecharía de ella, o simplemente buscaba una aventura con una camarera? ¿La había reconocido como una Taylor o solo esperaba tener suerte?

Tenía razones para sospechar, desde luego, pero ella también sospechaba de él… De modo que abrió la boca y cometió el mayor error de su vida.

–De acuerdo.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

A Jessica no se le presentaban últimamente muchas oportunidades para arreglarse. Pero aquella noche iba a cenar con un hombre rico y atractivo y quería disfrutar de la situación al máximo. No tanto del hombre y de la cena, sino del hecho de salir y sentirse especial por un rato. De poder vestirse con algo bonito en vez de puramente práctico. De emplear más tiempo que de costumbre en maquillarse y peinarse. De llevar tacones en vez de unas viejas zapatillas deportivas. Incluso se echó un par de gotas de lo poco que le quedaba de su colonia favorita, Fanta C, que costaba trescientos dólares el frasco. Tal vez Alexander Bajoran no se lo mereciera, pero ella desde luego que sí.

Se puso un falda negra y lisa, una blusa blanca y holgada, un largo collar y unos grandes aros dorados en sus orificios principales. Los otros estaban ocupados, como siempre, por su colección de pendientes y aros menores.

Mientras recorría el pasillo enmoquetado empezaron a asaltarla las dudas. ¿Sería su falda demasiado corta? ¿Enseñaría la blusa demasiado escote? ¿Atraería el collar la mirada de Alexander hasta sus pechos?

Coquetear con el peligro era una cosa, pero que la viesen con el enemigo de su familia… No, eso sí que no. Por ello había decidió que cenaran allí, en su habitación, en vez de ir a un restaurante donde cualquiera podría reconocerla. Prefería mil veces que la despidieran a enfrentarse a su familia.

Se detuvo en la puerta de la suite y respiró profundamente. Se ajustó la ropa y las joyas por centésima vez y examinó el bolso para asegurarse de que llevaba el móvil, el pintalabios y un puñado de dólares. No sabía si acabaría necesitando alguna de esas cosas, pero quería tenerlas consigo por si acaso.

Sin nada más que comprobar, expulsó lentamente el aire y llamó a la puerta. Los nervios empezaron a aflorar mientras esperaba, hasta que finalmente la puerta se abrió y se encontró con un metro ochenta de imponente virilidad.

Alexander le sonrió y a Jessica se le formó un nudo en la garganta. De pronto tenía miedo de estar a solas con él. Eran dos adultos que iban a compartir una simple cena, pero Jessica se vio de repente en una película de terror y miró asustada a su alrededor. Un millar de situaciones a cada cual más escalofriante pasaron por su cerebro en un segundo, antes de que Alexander la saludara con su voz profunda y varonil y se echara hacia atrás para dejarla entrar.

Podría haber escapado, haberle dicho que había cambiado de opinión o haberse excusado diciéndole que le había surgido un imprevisto y que no podía quedarse.

Y debería haberlo hecho.

Pero una voz en su cabeza le susurró: «¿Qué es lo peor que puede pasar?», y las dantescas imágenes que la aterrorizaban fueron barridas por otras mucho más sugerentes.

De modo que no echó a correr. Estaba allí, él era un caballero y todo iba salir bien.

–Gracias –murmuró, sorprendida de que la voz no solo no se le trabara, sino de que le saliera un tono mucho más sensual del que pretendía.

Entró en la suite y él cerró la puerta tras ella. Jessica recorrió el corto vestíbulo hacia el salón, donde había una mesa preparada con un mantel blanco y bandejas cubiertas.

–Espero que no te importe que me haya tomado la libertad de pedir la comida –dijo Alexander–. Pensé que así nos ahorraríamos la espera.

Alexander la agarró del codo y la llevó hasta la mesa, donde retiró una silla para ella. Jessica intentó que el calor de su mano no la alterase, pero el pulso ya se le empezaba a acelerar.

Tras acomodarla en la silla, Alexander empezó a destapar los platos. Todo olía deliciosamente, y Jessica vio que había pedido lo mejor de las especialidades culinarias que ofrecía el hotel. Como entremeses había gazpacho de sandía y tomate, pepinos y borrajas, crema de marisco, ravioli de berenjenas y ostras con salsa migonette.

Como plato fuerte había pedido faisán con coles, peras al oporto, trufas y algo a lo que Jessica nunca se podría resistir… croquetas de cangrejo.

A Jessica se le hizo la boca agua y el estómago empezó a rugirle. Trabajaba allí y alguna que otra vez se había pasado por la cocina o el comedor, pero no podía permitirse una cena de cincuenta dólares el plato.

–Espero que haya algo de tu agrado.

–Mmm–se limitó a murmurar en señal de aprobación, pues no estaba segura de poder hablar con la boca llena de baba.

–También he pedido algo de postre, pero primero vamos a acabar esto.

Jessica también había oído maravillas sobre los postres del Mountain View…

–Bueno –dijo él– ¿por dónde te gustaría empezar? ¿O debería servir las croquetas de cangrejo antes de que alguien resulte herido?

La mención de las croquetas y el tono jocoso de su voz le hicieron levantar la cabeza a Jessica, quien se dio cuenta de que se había quedado embobada con aquel plato en particular.

–Lo siento, es que… huelen muy bien.

Él sonrió y colocó el plato frente a ella.

–Todo para ti… Si no te importa que me coma el faisán yo solo.

A Jessica también le gustaría probar el faisán, pero si las croquetas hacían honor a su aspecto, olor y fama, podría hacer aquel pequeño sacrificio.

Su silencio pareció ser respuesta suficiente, porque él se acercó el faisán a su plato y luego colocó la botella de vino en el centro de la mesa para descorcharla. Mientras ella desdoblaba la servilleta y se la ponía en el regazo, él sirvió las dos copas y le tendió una. Jessica la aceptó con un tímido agradecimiento y se la llevó a la nariz para olerla. Mmm… Hacía mucho que no se tomaba una copa de buen vino. Sobre todo un vino como aquel, de buen cuerpo, con olor a fruta, especias y una pizca de chocolate.

Casi cedió a la tentación de probarlo enseguida, pero no quería echar a perder el primer bocado de cangrejo. Y además se había prometido que aquella noche tendría cuidado. Un poco de vino en la cena no le haría daño, pero no quería arriesgarse a beber más de la cuenta y olvidar quién era… y con quién estaba. De manera que dejó la copa y agarró el tenedor en su lugar.

–Aun a riesgo de asustarte ahora que estás aquí –dijo Alexander mientras también él se colocaba la servilleta en el regazo–, me acabo de dar cuenta de que te he invitado a cenar sin saber tu nombre… Ni tú el mío.

Jessica detuvo el tenedor a medio camino de su boca. Maldición… Ella ya sabía quién era Alexander y tenía que mantener su identidad en secreto, por lo que no se había preocupado de intercambiar aquella información. Pero si le daba una respuesta él empezaría a sospechar.

Para ganar un poco de tiempo, completó el recorrido del tenedor y degustó aquel primer bocado que tanto anhelaba. Tenía todo el cuerpo en tensión y su mente trabajaba a toda prisa, pero los nervios no impidieron que sus papilas gustativas estallaran de placer al llenarse su boca con aquel sabor.

Por una comida así merecía la pena fingir ser alguien que no era. Con un poco de suerte solo tendría que mentirle una noche. Él no sospecharía nada y ella tendría el recuerdo de una velada encantadora.

Aunque si quería vivir tranquila el resto de su vida, quizá tuviera que olvidarse de registrar su suite como una espía aficionada.

Finalmente, emitió un murmullo de deleite al tragar y devolvió la atención a Alexander, ya que no podía seguir ignorándolo por más tiempo. En cuanto a lo de registrar su suite…

–Me llamo Jessica Madison –le dijo, usando su segundo nombre en el vez del apellido. Si él le preguntaba a alguien del hotel, negarían conocerla o corregirían la pequeña mentira sin percatarse de estar revelando algo importante. Era evidente que él no había preguntado por ella, pues no sabía su nombre, y Jessica dudaba que lo hiciera en el futuro… siempre que ella no le diera motivos para querer indagar.

Él le dedicó una sonrisa y le ofreció la mano por encima de la mesa. Ella tuvo que soltar el tenedor para estrechársela.

–Hola, Jessica. Mi nombre es Alexander Bajoran, pero puedes llamarme Alex.

Una corriente de calor la traspasó, tanto por la muestra de confianza como por el tacto de su mano.

Maldición, maldición, maldición. ¿Por qué tenía que gustarle tanto? Porque realmente le gustaba. Era guapísimo, encantador y con una personalidad arrolladora. También era multimillonario, sí, pero era su carácter natural y amistoso, lo que la hacían arrepentirse del pacto al que había llegado con Erin e incluso de ser una Taylor.

Bajó la mirada al plato y jugueteó con la comida en un intento por controlar sus emociones. Y no por vez primera pensó en lo imprudente que había sido al aceptar su invitación.

Alexander, Alex, por su parte, no parecía albergar ninguna duda al respecto.

–Bueno… –dijo en tono despreocupado mientras trinchaba el faisán–. Háblame de ti. ¿Naciste aquí, en Portland? ¿Y tu familia?

Preguntas personales y muy peligrosas. Jessica le contó lo que pudo sin entrar en detalles, alargando la verdad en algunos puntos y evitándola por completo en otros. Al poco rato habían acabado la cena y charlaban cómodamente mientras seguían bebiendo vino. Casi como si fueran viejos amigos. O como unos recién conocidos que deseaban ser algo más…

 

 

Alex llenó la copa de Jessica y vacío el resto de la botella en la suya. Se recostó en la silla y la observó atentamente mientras el aroma del vino le acariciaba el olfato.

No recordaba la última vez que había disfrutado de una cena. Casi todas sus comidas eran de negocios, para llegar a un nuevo acuerdo, discutir una nueva campaña publicitaria o simplemente regalarle los oídos a alguien para mantener las buenas relaciones comerciales. Todas las comidas con su familia derivaban inevitablemente hacia los negocios por encima de cualquier asunto personal.

Jessica, en cambio, era un soplo de aire fresco y estimulante. Era una mujer hermosa, de eso no había duda. Más que restarle belleza, la mecha azul y los piercings de la oreja y de la ceja derecha añadían un toque especial a sus clásicas facciones.

También era mucho más lista y bienhablada de lo que se habría esperado en una camarera de hotel. En realidad, no sabía lo que iba a encontrarse tras su impulsiva invitación. Pero Jessica estaba resultando ser una compañía bastante entretenida. Alex no solo se divertía con sus anécdotas; también le gustaba seguir escuchando su voz, cálida y suave. Por cuánto tiempo, no lo sabía. Tal vez toda la noche… Y por la mañana, durante el desayuno.

Jessica se rio por algo que acababa de decir… y que él no había escuchado al estar absorto con sus labios rosados, sus uñas recortadas pero sin manicura, y sus rizos color miel. Ella se colocó un largo mechón detrás de la oreja, volvió a lamerse sus apetitosos labios y Alex estuvo a punto de saltar de la silla. A duras penas consiguió permanecer sentado, pero otras partes de su anatomía empezaban a apuntar hacia el Norte.

Al final no pudo seguir resistiendo y se levantó, casi volcando la silla, rodeó la mesa y la agarró de la mano para levantarla a ella también.

Ella emitió un débil sonido de protesta, pero no se resistió. Lo que sí hizo fue plantarse en sus talones y agarrase al borde de la mesa para no chocar contra su pecho. Una lástima, porque a él le habría encantado sentir su cuerpo aunque solo fuera un par de segundos. Su calor, sus curvas, sus pechos…

Un delicioso olor emanaba directamente de ella. De su champú, o de su perfume, o quizá de ambas cosas. Era una peculiar mezcla de cítricos y flores que Alex nunca había olido, pero que a ella le sentaba perfectamente.

Aspiró profundamente para llenarse los pulmones con la exquisita fragancia y agarró las dos copas de vino.

–Vamos –la invitó, señalando con la cabeza hacia el balcón.

Dejó que ella lo siguiera. Apenas se dio la vuelta y echó a andar, la tuvo pisándole los talones.

Jessica había llegado cuando aún había luz, pero el sol se había puesto hacía rato y las estrellas dominaban el cielo. Soplaba una brisa ligera, pero la temperatura era agradable.

Alexander dejó las copas, se giró y se cruzó de brazos. El balcón que discurría por el exterior de toda la suite era absolutamente privado. Unas altas pérgolas a cada lado lo separaban de los otros balcones. Alexander no sabía qué haría el hotel con ellas en invierno, pero en esa época del año estaban cubiertas de enredaderas que proporcionaban una barrera natural a la vista y el ruido.

Cuando Jessica se acercó lo suficiente, descruzó los brazos y agarró una copa tras él.

–Tu vino –le ofreció en voz baja.

Ella lo tomó y dio un pequeño sorbo. Durante varios minutos ninguno de los dos habló. Entonces ella se dirigió hacia la cercana tumbona y se sentó con cuidado. La falda se le subió por el muslo, revelando más piel de la que Alex había podido ver mientras limpiaba la habitación con aquel horrible uniforme gris. Un atuendo que, tristemente, no le hacía justicia a sus piernas. Largas, esbeltas y deliciosamente torneadas.

Sintió el impulso de sentarse junto a ella y recorrerle la pierna con la mano. Quería sentir la curva de su rodilla a través de la media, la pendiente del muslo que conducía a…

Ahogó un gemido. ¿Cuándo fue la última vez que sintió una atracción semejante por una mujer? Había tenido muchas aventuras, e incluso algunas relaciones serias. En una ocasión estuvo saliendo con una mujer el tiempo suficiente para considerar la idea de casarse. No la amaba, pero le parecía el paso más sensato. Lo que todo el mundo esperaba de él.

El placer y el deseo tampoco le eran extraños. Había estado con mujeres muy fogosas que lo habían excitado y le habían hecho gozar. Pero nunca había conocido a ninguna mujer que lo estimulara física, intelectual y emocionalmente.

Jessica y él no estaban manteniendo una enrevesada discusión sobre astrofísica o sobre los efectos del calentamiento global en los pingüinos de la Antártida, pero él había tenido ese tipo de discusiones con otras mujeres por las que no había sentido la menor atracción sexual. Igual que había ardido de pasión con otras sin intercambiar una sola palabra inteligente.

Jessica no solo era bonita, sino también entretenida, tanto cuando hablaba como cuando callaba. El pelo y las joyas debían de ser su manera de reafirmar su personalidad ante el mundo, sin preocuparle lo que los demás pensaran de ella. Y lo mismo transmitía con su lenguaje corporal, fuera o no consciente. En cuanto vio las croquetas de cangrejo fue casi imposible apartar su atención del plato. Y cuando él le dijo que eran todas para ella, se las había comido con un apetito y una pasión propia de un artista al recibir la inspiración creativa. Todo ello sin parecer una muerta de hambre. Sus modales en la mesa eran exquisitos, aunque disfrutara de la comida igual que él disfrutaría del sexo rápido y sin compromisos.

Y de eso se trataba. Del sexo. Por mucho que divagara al pensar en aquella mujer, el deseo estaba allí y crecía por momentos. Sobre todo cuando ella se estiró y apoyó las piernas en la tumbona, echándose hacia atrás como una virgen dispuesta a ser sacrificada.

La sangre le hirvió y se le concentró en la ingle. La cabeza, el corazón y el pulso le latían al mismo ritmo y parecían estar diciéndole: «Hazlo, hazlo, hazlo».

Besarla. Tocarla. Llevársela a la cama…

Jessica tomó otro sorbo de vino, suspiró y cruzó las piernas por los tobillos. Apoyó los brazos en los reposabrazos y la cabeza en el respaldo.

–Lo siento –se disculpó–. Solo he hablado yo y no te he dejado decir ni pío.

A Alex no le había importado en absoluto. Prefería escucharla en vez de hablar de sí mismo. En general, era un hombre de pocas palabras. Se limitó a responder arqueando la ceja y llevándose la copa a los labios.

–Háblame de ti –lo instó ella–. ¿A qué te dedicas? ¿Qué haces en Portland? ¿Cuánto tiempo te quedarás en nuestro magnífico hotel?

–¿Te refieres a cuánto tiempo tendrás que hacerme la cama y reponer mi minibar? –replicó él con una sonrisa.

Ella se rio, y el sonido de su risa llenó el aire nocturno y avivó aún más la excitación que abrasaba a Alex.

–Yo no repongo los minibares… No quieren que las camareras nos acerquemos a los licores. Tienen miedo de que los robemos… o de que nos los bebamos.

Fue el turno de Alex para reírse.

–Yo también me sentiría tentado de bebérmelos si tuviera que limpiar las habitaciones día tras día. Especialmente en un hotel como este. Supongo que muchos de los huéspedes serán bastante exigentes y quisquillosos.

–No está tan mal. Las habitaciones suelen estar vacías cuando entro a limpiar. El sueldo sí que podría ser mejor… y a la mayoría de los ricos parece que os cuesta dar buenas propinas. Pero me llevo bien con mis colegas y las vistas son maravillosas… cuando tengo ocasión de tomarme un respiro y disfrutarlas.

Alex inclinó la cabeza.

–Entendido y anotado. A partir de ahora me aseguraré de dejar una generosa propina cada vez que me aloje en un hotel.

–Cada mañana antes de salir de tu habitación –le aclaró ella–, no solo el día que dejes el hotel. Los turnos cambian y no siempre una misma camarera limpia la misma habitación.

Alex no pudo reprimir una sonrisa. Aquella mujer sabía cómo defender los derechos del servicio.

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