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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Alison Roberts

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un nuevo corazón, n.º 1154 - septiembre 2019

Título original: A Change of Heart

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-417-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

PARADA cardiaca!

David James supo que su corazón se había parado porque era médico y sabía algo de esas cosas. Un segundo después sintió el latido perdido y supo que su órgano había decidido recuperarse de su lapsus momentáneo. La fuerza del latido no logró sin embargo romper la magia del momento.

David James creía firmemente en el deseo a primera vista, pero pocas veces le había asaltado de aquella manera. Aquella era la mujer más impresionante con la que se había cruzado y solo la había visto de perfil. Alta, delgada, con el cabello rubio oscuro con mechas naturales de un oro más claro cayéndole sobre los hombros. No veía sus ojos pero tenían que ser azules… David comprendió de pronto que le estaban hablando. Con un gran esfuerzo logró desviar su atención del zumbido del deseo a las palabras de su acompañante.

–Hemos tenido que reorganizar un poco las oficinas. Este nos parece el lugar perfecto pues está al final de la planta de cardiología.

–Espero no haber echado a nadie –su voz ronca delataba su emoción ante la rubia, pero no creía que nadie se diera cuenta. ¿Se engañaba a sí mismo o sus palabras habían hecho que los gestos decididos de la mujer se paralizaran de pronto? En cualquier caso, la caja que llenaba estaba rebosante.

–Oh, no, a Lisa no le ha molestado.

Lisa. Perfecto. Se correspondía con aquel traje de chaqueta elegante, la falda negra con la provocativa abertura que iba desde la pantorrilla hasta enseñar parte del muslo. David dispuso su más encantadora expresión mientras el director del servicio de cardiología se lanzaba a una presentación informal.

–Lisa, David James es nuestro nuevo cirujano –la sonrisa de Alan Bennet recordaba la de un padre orgulloso–. David, te presento a Lisa Kennedy, asistente de cardiología. Me parece que vais a tener que veros bastante a menudo.

Y llevaros bien, chicos, sugería su tono. La expresión de David aseguró a su colega mayor que no tenía ningún inconveniente en llevarse bien con aquella belleza. Por primera vez, la visión se volvió a mirarlo. Tenía los ojos negros, no azules. Mucho mejor.

–Será un placer –dijo David en voz alta y su sonrisa fue más amplia de lo que hubiera deseado. Se sentía exageradamente afectado y tuvo que carraspear–. Parece que he venido a molestarte, incluso antes de empezar a trabajar. Lo siento, Lisa. No sabía que estaba obligando a alguien a mudarse.

–Como dijo Alan, era el mejor lugar. Como el resto de los recursos en el sistema público de salud, el espacio es un premio. Y como también ha dicho Alan, no me importa.

El tono era dulce. Pero contrastaba con el brillo de descontento en los ojos aterciopelados y con la hostilidad de la barbilla. A Lisa Kennedy le había molestado mucho verse desalojada. Y no era de extrañar. Era un buen despacho con vistas al río Avon y a la hermosura verde del jardín botánico. ¿Dónde se instalaría ahora? Sin duda iría a algún cubículo sin ventilación detrás de los laboratorios. Tendría que compensarla por ello. La sonrió con comprensión y esperanza y dijo:

–Déjame que te ayude con las cajas.

–No, gracias, no hace falta –Lisa se apresuró a terminar la caja y la rodeó con sus brazos. David tuvo ocasión de observar las uñas pintadas y arregladas con gusto. Ningún anillo a la vista. Estaba dispuesto a repetir su ofrecimiento de ayuda cuando sonó el busca de su colega.

–Tengo que marcharme –les informó Alan Bennett–. Te dejo para que te pongas cómodo, David, y luego seguiremos con la visita. Encontrarás a unos cuantos de nuestra época por aquí, así que en seguida te sentirás como en casa.

–Ya me siento en casa –sonrió David–. Me alegra haber vuelto.

Alan le devolvió la sonrisa y se dio la vuelta, diciendo:

–Tu elección tuvo mucho respaldo popular. Me pregunto si la gente querría verme regresar si me marchara unos años.

David rio la broma, pero él mismo estaba sorprendido por la calidez del recibimiento que le habían dispensado antiguos compañeros. De hecho, el primer gesto de frialdad lo había encontrado en aquel despacho.

–Déjame que lo lleve, Lisa. Tiene pinta de pesar mucho.

–He dicho que puedo hacerlo sola –Lisa se giró para evitar que tocara la caja y un par de carpetas dispuestas en equilibrio inestable salieron disparadas hacia el suelo. Un corazón de plástico siguió la caída y se rompió en varios pedazos.

David soltó un taco, pero no pudo evitar una sonrisa.

–Parece que te he roto el corazón, Lisa.

Así que aquella mujer sabía sonreír. Incluso el breve destello de humor bastó para llenarle de una sensación deliciosa.

–Algo bastante fácil para usted, por lo que he oído, señor James. Claro que la velocidad merece un premio.

¿Qué quería decir? El tono no sugería un ataque, pero había un sarcasmo que alertó definitivamente a David.

–Estoy seguro de que lo que hayas oído es muy exagerado. Pura invención, como suelen serlo estos rumores –se agachó para recoger las piezas del corazón–. A ver si puedo arreglarlo. Se supone que soy médico y entiendo de estas cosas –sonreía de nuevo cuando se puso en pie. Había decidido no tomarse a mal las indirectas e intentarlo de nuevo.

–No se preocupe –dijo la mujer con ligereza–. Puedo asegurarle que mi corazón es prácticamente indestructible.

Esta vez el mensaje era claro. La sonrisa de David se congeló bajo lo que era una mirada fría y despectiva.

–Tengo una guardia que tendría que haber empezado hace diez minutos –le informó Lisa–. Volveré más tarde a por la otra caja.

David se encontró mirando las piezas de plástico del corazón una vez que Lisa hubo salido por la puerta. Tenía razón, claro. Las piezas encajaban y no estaban en absoluto rotas o deformadas. ¿Había querido insinuar con el juego de palabras que su corazón real era igualmente duro? Probablemente. Lisa Kennedy quería proyectar la imagen de una mujer segura y competente. Si el envoltorio no fuera tan bello incluso podría intimidar con facilidad. Sin duda no era el tipo de mujer que solía atraer las atenciones de David James.

Debía admitir que su indiferencia ante él le había ofendido. No estaba acostumbrado al rechazo, sobre todo por parte de una mujer. Quitarle su oficina no había sido un buen comienzo, pero sin duda era un obstáculo que podía superar. Incluso los rumores sobre sus amoríos del pasado –y, debía reconocer que había habido unos cuantos rumores– podían olvidarse. Lo que era mucho más probable era que Lisa Kennedy tuviera una relación seria, incluso si no estaba casada, y que su corazón fuera efectivamente inmune a sus avances. ¿Era posible que una mujer así no tuviera un amante?

Con un suspiro de resignación, David dejó su maletín en la mesa y lo abrió. No importaba, se sentía feliz por su regreso. Mientras captaba el aroma que la mujer había dejado en la sala, David se dio cuenta de que sonreía. Podía ser muy dura, pero una mujer que se ponía chanel en la oficina tenía que tener una faceta sensual. Movió la cabeza para ahuyentar la imagen de Lisa mientras enchufaba su ordenador portátil y levantaba la pantalla, pero le hizo gracia comprobar que no lo conseguía.

Seguía sonriendo mientras se enviaba un correo electrónico a sí mismo para probar la conexión. De pronto, recordó el efecto que tuvo sobre él una recién llegada profesora de Ciencias cuando tenía unos quince años. La señorita Drummond. El pelo rubio hasta la cintura y unas piernas de escándalo. El recuerdo de las letras del libro bailando ante sus ojos y de la clase entera de adolescentes vibrando de deseo le hizo sonreír más ampliamente. Incluso él había estado a punto de perder su primer puesto en Ciencias, hasta que comprendió que la mejor manera de llamar la atención de la señorita Drummond era ser excelente.

Había sido una buena lección que había guiado a David a lo largo de los años, aunque ahora fuera un lejano recuerdo. ¿Tanto efecto había tenido sobre él Lisa Kennedy? Sí. Debía admitir que esa era la única explicación para el giro fantástico y juvenil de su memoria.

Con un gran esfuerzo, David regresó a la realidad y salió del despacho. Había luchado mucho para lograr aquella posición y no estaba dispuesto a que la falta de concentración lo echara todo a perder. Metió la cabeza en un despacho vecino.

–Hola de nuevo, Sue.

Su secretaria alzó la vista del teclado. Su sonrisa era invitadora.

–¿Puedo hacer algo por usted, señor James?

–De momento llamarme David –vio cómo el sonrojo cubría visiblemente el cuello de la joven–. Voy a salir a recoger mi busca. Podrías llamarme en cosa de media hora para comprobar si funciona.

–Puedo ir a buscarlo, si prefiere –ofreció Sue con entusiasmo.

–No, gracias, Sue, prefiero seguir explorando el terreno. Espero tu aviso.

La llamada llegó exactamente media hora más tarde y David sonrió tras colgar el teléfono. Una ayudante amable y eficaz le facilitaría mucho el trabajo. Como ocurría con la mayor parte de las enfermeras, Sue debía estar en el colegio cuando David entró a trabajar en el hospital.

Las caras familiares pertenecían al personal médico y David seguía disfrutando de su sorpresa y alegría cuando se cruzaban con él. Como Jane Maddon que había cambiado de apellido pero no de aspecto y era ahora la enfermera jefe de la planta de cardiología cuyas dos alas rodeaban la unidad de cuidados intensivos.

–Ya sabía que volverías un día –le dijo después de abrazarlo–. Tenías tanta voluntad.

–Amo este hospital –asintió David–. Y unos años fuera del país te sirven para apreciar lo que tienes.

–He tenido pocas noticias tuyas, pero la última vez que supe algo estabas en Washington.

–Estuve hasta hace unos dos años. Luego me fui a Europa y pasé unos meses en una unidad coronaria de trasplantes en Londres. Quizás fue esa experiencia lo que me valió el puesto aquí.

–Había muchos candidatos –explicó Jane–. Y unos cuantos con más años que tú. Pero me alegro de que lo lograras, David.

–Gracias –David sonrió con modestia.

–Las fiestas perdieron mucho cuando te fuiste –añadió Jane con una sonrisa, seguida de un gesto de duda–. ¿No te habrás casado o algo así?

–Ni hablar. Tenía la esperanza de que me esperarías.

–¡Claro! –la expresión de Jane era irónica–. Pues me alegro de que llegues tarde –se echó a reír–. Se me había olvidado lo mono que eres. Con esos rizos y esos ojos tan azules. Las chicas van a hacer cola para estar contigo. No has cambiado mucho, ¿verdad, David?

–Soy mayor y más sabio –David sonrió, pero sintió cierta ansiedad ante su reputación. Era cierto que se había divertido. Pero no tanto como se decía y sin permitir que sus aventuras estorbaran su trabajo. Con treinta y tres años, David sabía que era excepcionalmente joven para ser cirujano en aquel hospital. También sabía que lo merecía y que tenía ganas de mostrar su talento y su compromiso con su profesión, haciendo olvidar su fama de juerguista.

–Voy a dar una vuelta por la sala de recuperación –comentó a Jane–. Oficialmente, no empiezo hasta mañana.

–Te va a impresionar. Es un gran equipo –Jane Maddon pasó al tono profesional sin pestañear–. La unidad de cuidados intensivos para operados está detrás y no dejes de mirar la sala de control. Es lo último en nuevas tecnologías.

Jane tenía razón. La sala de guardia era impresionante y David se interesó por las pantallas de televisión en circuito cerrado que mostraban a los pacientes más graves. El grupo de médicos parados ante la cama número ocho era liderado por una figura inolvidable. No podía escuchar lo que decía Lisa Kennedy, pero su examen parecía muy completo. El equipo había avanzado y Lisa se quedó a charlar un momento con el paciente que seguía sonriendo cuando la médico se alejó. David echó un vistazo a los demás monitores que reflejaban las constantes vitales del paciente de la cama ocho.

–Tenéis lo último en tecnología –comentó David mostrando un botón rojo–. ¿Supongo que esto permite imprimir los electrocardiogramas?

Jane asintió.

–Lo hace automáticamente cuando reconoce una arritmia.

–Su presión sanguínea es baja –David estaba mirando la pantalla y su gesto se hizo más serio–. De hecho, sigue bajando.

–A ver.

David miró de nuevo la pantalla de televisión. Las cortinas del paciente número ocho estaban descorridas y David podía ver la espalda de Lisa que examinaba al enfermo de la cama siete. Oyó la maldición ahogada de Jane que salía rápidamente del centro de control y observó por el rabillo del ojo el cambio en el ritmo del paciente, pero no dejaba de mirar a Lisa. ¿Cómo había podido darse la vuelta precisamente en aquel momento?

Una mirada al monitor confirmó que el electro reflejaba el ritmo descontrolado propio de la fibrilación ventricular que anunciaba un infarto y la impresora se puso en marcha unos segundos antes de que sonara la alarma.

En pocos segundos, Lisa apretó el botón que convocaba al equipo en caso de parada, colocó la cama en posición horizontal y retiró la almohada del paciente, apartando la mesilla para que el equipo de reanimación tuviera sitio. Jane Maddon corrió las cortinas para ocultar el espectáculo a los ojos horrorizados de los demás enfermos, pero David seguía viéndolo todo gracias a la pantalla de televisión.

El grupo trabajaba rápido y bien. David, nervioso por su obligada inacción, observó cómo colocaban las almohadillas de reanimación sobre el pecho del paciente, tras apartar la ropa de cama y el pijama. Lisa había tomado el mando y David casi podía escuchar su orden de alejarse de la cama mientras soltaba la descarga. Se estremeció al percibir las convulsiones del paciente, mientras los expertos en reanimación llegaban corriendo. A pesar de su aparición, Lisa siguió dirigiendo las operaciones para resucitar al paciente, y David, reteniendo la respiración, vio cómo le entubaban y seguían con la desfibrilación. Por fin, suspiró al comprobar en la pantalla el regreso a la normalidad de su ritmo cardiaco.

–Demasiado lento –murmuró y le sorprendió el murmullo de aprobación a sus espaldas. No se había dado cuenta de que otros miembros del personal se habían unido a él para observar la crisis. Nadie había detenido la impresión del electro y el papel se amontonaba ahora a sus pies. Todos miraban a Lisa inyectar las drogas que había pedido, y se produjo un alivio evidente cuando comprobaron que el paciente recuperaba la conciencia.

–Hemos ganado, creo –comentó una enfermera mientras salía para volver a su trabajo.

Ha ganado Lisa, pensó David, sin dejar de mirarla. La vio reír y bromear y reconoció la euforia que seguía a los momentos de tensión máxima. Le hubiera gustado estar con ellos, pero tuvo que limitarse a felicitar a Lisa cuando ella y sus compañeros pasaron por la puerta.

–Muy bien hecho, Lisa –dijo con amabilidad–. Estoy impresionado.

–Gracias –la sonrisa no alcanzó los ojos negros–. Pero debe ser muy impresionable. Aquí es pura rutina.

–Estoy seguro de que el señor Steel no estaría de acuerdo.

David disfrutó de la sorpresa que cruzó los ojos de Lisa ante la mención del nombre del paciente. Después, miró de reojo la sala de control con los monitores y pantallas y su expresión cambió al comprender que David había vivido todo el incidente de cerca. Fascinado por su rostro, David se preguntó si la mujer era consciente de cómo se leían sus sentimientos en sus hermosos rasgos. Casi podía verse el esfuerzo que hizo para mirarlo de nuevo con neutralidad.

–Creo que no conoce al residente, Sean Findlay. Sean, te presento a David James.

–Llámame David –tendió la mano–. No me gusta que me traten de usted –su mirada incluía a Lisa, pero únicamente Sean sonrió. David suspiró involuntariamente. ¿Siempre era una batalla llevarse bien con Lisa Kennedy o tenía algo personal contra él?

 

 

Quizás no hubiera debido aceptar la oferta de Jane de dar una vuelta por las salas de cardiología, pero no se le ocurrió que coincidiría con la ronda de la doctora Kennedy. Tampoco tenía la intención de quedarse mirando a la mujer cada vez que se cruzaba con ella. Debía ser una coincidencia que siempre se cruzaran sus ojos. O a lo mejor ella sentía la misma atracción y también había perdido el control sobre la dirección de su mirada. Si era así, era muy buena disimulando. Su expresión mostraba que los encuentros la exasperaban y David se sintió mucho más cómodo cuando salió de la sala.

Hasta para perderla de vista eligió mal el momento. Pura mala suerte. Lo último que quería era irritarla más con su presencia. Pero, ¿qué podría haber hecho? La mujer que avanzaba por el pasillo tenía el tamaño de un elefante. Las patas de su andador parecían puestas a prueba seriamente y David comprendió que tenía que apartarse si no quería ser arrollado. Pero no podía haberlo hecho en peor momento, pues al retroceder, cerró el paso a Lisa Kennedy.

–Perdona.

No sabía cómo apartarse. Lisa estaba delante y detrás Jane. La montaña que avanzaba por el corredor se había detenido entre suspiros y jadeos, bloqueando la salida.

–Tiene que usar el inhalador, señora Judd –ordenó Lisa con calma.

La cabeza, incongruentemente pequeña, asintió lentamente. Unos dedos como salchichas soltaron la barra para buscar el bolsillo del vestido rosa que más parecía una colcha de cama. David sonrió a su pesar y buscó la mirada de Lisa para ver si esta compartía su diversión. Pero Lisa miraba a Jane por encima de su hombro.

–¿Tienes idea de dónde está el doctor Benson?

–Creo que haciendo una eco.

La señora Judd no encontraba su bolsillo. Se echó hacia un lado lo que obligó a David a retroceder, empujando a Lisa. Esta parecía enfadada.

–¿Y la señora Chisholm?

–Estaba en la lista para un escáner, pero creo que sigue duchándose.

La señora Judd había encontrado el inhalador, pero parecía no tener fuerzas para llevárselo a la boca. Respiraba tan mal que David tuvo la horrible visión de tener que resucitarla en mitad del pasillo. Tomó aire y se dio cuenta de que estaba respirando chanel. Pero Lisa Kennedy parecía cualquier cosa menos sensual.

–Estaría bien, aunque solo sea de vez en cuando, que pueda encontrar a los pacientes en la cama cuando hago la ronda.

Jane se echó a reír.

–Muy bien, Lisa, veré qué puedo hacer.