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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 435 - 2diciembre 2019

 

© 2012 Tessa Radley

Padres inesperados

Título original: Staking His Claim

 

© 2013 Katrina Williams

Matrimonio con beneficios

Título original: Marriage with Benefits

 

© 2013 Kristi Goldberg

La vuelta del jeque

Título original: The Return of the Sheikh

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2013

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiale s, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-729-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Padres inesperados

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Matrimonio con beneficios

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

La vuelta del jeque

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–¿Que has decidido hacer qué?

Era viernes por la tarde, el final de una semana llena de trabajo, y Elsa McLeod deseaba desesperadamente poner los pies en alto y relajarse.

Pero desde las profundidades del sofá del salón de su casa, Elsa contuvo la explosiva reacción que amenazaba con salir a flote. Confiaba con toda su alma en que las próximas palabras de su hermana devolvieran el mundo a su eje y el shock que le recorría el cuerpo se evaporara.

Como si la visión del abultado vientre de Elsa le produjera mala conciencia, Keira apartó la vista y tuvo la decencia de parecer incómoda.

–Dmitri y yo hemos decidido pasar un año en África.

Elsa cambió de posición para aliviar el dolor que sentía en la parte baja de la espalda y que le había empezado hacía un rato. Con la atención fija en su hermana, que se movía inquieta en el lado opuesto del sofá, dijo:

–Sí, esa parte la entiendo. Dmitri y tú tenéis pensado trabajar para una ONG.

Su hermana pequeña volvió a mirarla. Los ojos le brillaban de alivio.

–Oh, Elsa, sabía que lo entenderías. Siempre lo haces.

Pero esta vez no. Al parecer Keira ya había tomado la decisión. Empezaba a entender con claridad por qué había ido a verla aquella noche. Y Elsa que pensaba que el motivo de la visita sorpresa se debía a la emoción por la inminente llegada del bebé…

Qué equivocada estaba.

Elsa recuperó la compostura y dijo con voz pausada:

–Lo que no termino de entender es lo demás. ¿Qué pasa con el bebé?

El bebe que Elsa llevaba en su vientre y que Keira deseaba tan desesperadamente. El bebé de Keira. Una niña. Keira y Dmitri habían estado presentes en la ecografía de las veinte semanas, cuando se reveló el sexo del bebé. Después la pareja se fue de compras para adquirir los últimos detalles para que la habitación fuera propia de una niña. Y sin embargo, ahora parecía que esa misma niña había dejado de ser de pronto el centro del universo.

–Bueno –Keira se humedeció los labios–. Está claro que la niña no puede venir con nosotros.

Para Elsa no estaba claro en absoluto.

–¿Por qué no? –no iba a permitir que su hermana se librara de su responsabilidad con tanta facilidad. Esta vez no.

Cuando Keira se mordió el labio y se le llenaron los ojos de lágrimas, la culpa se apoderó una vez más de Elsa. Antes de recular como siempre hacía, dijo:

–Keira, no hay razón para que el bebé no pueda ir contigo. La gente también tiene hijos en África.

Las lágrimas empezaron a caer.

–¿Y si la niña se pone enferma? ¿Y si muere? Estamos hablando de una parte de África consumida por la pobreza.

Negándose a dejarse arrastrar por el melodrama de su hermana, Elsa se inclinó hacia delante, sacó un pañuelo de papel de la caja que había en la mesita frente al sofá y se lo pasó a Keira.

–¿Y qué pasa entonces con la niña?

Silencio. Keira la miró con ojos suplicantes.

–¡No! No va a quedarse conmigo –afirmó con decisión, con la misma firmeza que utilizaba cuando le lanzaba un ultimátum al abogado de la otra parte.

Keira abrió la boca.

Y el bebé escogió aquel momento para dar una patada.

Elsa cerró los ojos y contuvo un gemido de dolor. La frente se le perló de sudor y se frotó las sienes.

Tratando de no pensar en el dolor, abrió los ojos y le dijo a su hermana:

–¿Has hablado con Jo de tus nuevos planes? –Elsa tenía la sospecha de que Jo Wells, la trabajadora social que les había ayudado con el papeleo para la adopción de Keira y Dmitri, se quedaría tan asombrada como Elsa ante el repentino cambio de opinión de Keira.

–Dmitri tiene razón. Somos demasiado jóvenes para ser padres –afirmó Keira sin contestar a la pregunta de Elsa–. No llevamos ni un año casados.

Elsa aspiró con fuerza el aire y dijo con tono pausado:

–Es un poco tarde para llegar a esa conclusión.

Nueve meses tarde, para ser exactos.

Elsa se dio una palmadita en el abultado vientre y vio cómo Keira se sonrojaba.

–El bebé nacerá la semana que viene. Toda tu vida has querido casarte, formar una familia. ¿Cómo puedes abandonar a tu hija ahora?

Tenía la sensación de que sabía quién estaba detrás de aquel cambio de opinión. El hermano mayor de Dmitri, Yevgeny Volkovoy. Un hermano mayor entrometido, mandón y multimillonario. Elsa no podía soportarlo. Se había puesto furioso cuando descubrió que Dmitri se había casado sin su beneplácito. Le había provocado a la pobre Keira lágrimas interminables con sus aterradores discursos. Solo escapó de su ira cuando firmó un acuerdo prematrimonial por el que solo recibiría una magra asignación en caso de divorcio. Elsa se puso furiosa cuando se enteró de lo del contrato y más todavía cuando leyó los términos. Pero para entonces ya era demasiado tarde. El matrimonio ya estaba decidido.

Y Keira no le había pedido consejo ni ayuda. Por supuesto, Yevgeny tampoco estuvo a favor del plan del bebé. Elsa lo supo en cuanto empezó a hablar en ruso. Dmitri se puso completamente rojo. Estaba claro que no le gustaba la opinión de su hermano mayor.

Ahora parecía que el hermano mayor se había salido por fin con la suya y había convencido a Dmitri de que no estaba preparado para ser padre.

Moviéndose otra vez para aliviar la creciente incomodad, Elsa trató de contener las emociones que le daban vueltas en el interior. Estupor. Confusión. Rabia. Aquel cóctel de emociones no podía ser bueno para el bebé. Y aunque Elsa nunca había tenido intención de ser madre, cuidaba mucho de aquel bebé: comía bien, procuraba no tomar tanto café e incluso trabajaba menos. Se aseguraba de estar en la cama a la diez en punto todas las noches. Todo porque quería asegurarse de que la niña estuviera perfecta. Era su regalo para Keira. Un regalo que ahora su hermana le devolvía. Sin abrir.

–No vas a irte a África antes de que nazca el bebé –afirmó–. Habrá que tomar ciertas decisiones antes de que te marches.

El pánico hizo que a Keira se le oscurecieran los ojos.

–¡No! No puedo. No puedo tomar esas decisiones. Ya tenemos los billetes. Tú tendrás que tomar las decisiones.

–¿Yo? –Elsa aspiró con fuerza el aire y se quedó petrificada–. Keira, estamos hablando de un bebé. No puedes marcharte sin más.

Su hermana dirigió la mirada hacia el abultado vientre de Elsa.

–Tú sigues siendo la madre legal. La adopción no se produce hasta los doce días de vida del bebé. Tú lo sabes porque fuiste tú la que me lo dijo.

Por supuesto que lo sabía. Ese tipo de cosas formaban parte de su trabajo en uno de los bufetes más respetados de Auckland. Entonces cayó en la cuenta de que Keira tenía pensado marcharse y dejar que ella se ocupara del bebé.

–Oh, no –afirmó sacudiendo la cabeza con énfasis–. La única razón por la que te presté mi cuerpo fue para que pudieras tener el bebé que siempre soñaste. Este es tu sueño, Keira. Es tu hija. Tuya y de Dmitri.

–Es tu útero.

–Pero solo porque tú no puedes… –Elsa se mordió la lengua para no seguir.

Pero ya era demasiado tarde. Keira había palidecido. Impulsada por el remordimiento, Elsa se levantó del sofá y fue hacia su hermana. Keira recibió su abrazo con la rigidez de un trozo de madera.

–Lo siento, cariño. No tendría que haber dicho eso.

–Es la verdad –aseguró Keira con voz plana–. No puedo tener hijos.

–Entonces, ¿por qué…? –Elsa no terminó la frase. Abrazó con más fuerza a su hermana.

–¿Por qué haces esto? ¿Por qué te vas a África sin el bebé? Eso es lo que de verdad quieres saber, ¿no?

Elsa inclinó la cabeza.

–No creo que pueda explicarlo –Keira se liberó de su abrazo–. Es algo que tanto Dmitri como yo debemos hacer –miró a Elsa con firmeza–. Tengo que encontrarme a mí misma. Averiguar quién soy.

Keira se alejó un poco más de su hermana. Elsa experimentó una desagradable sensación de rechazo seguida de vacío. Se reprendió a sí misma al instante por su egoísmo. No debería sentirse dolida. Keira estaba sufriendo.

Pero a pesar de la empatía que sentía hacia su hermana, la pregunta principal seguía sin respuesta. ¿Qué pasaba con el bebé?

–Keira, ahora vas a tener una hija, y tienes un marido que te quiere. ¿No es suficiente?

A Keira se le suavizó la mirada y admitió:

–Sí, he tenido mucha suerte al encontrar a Dmitri.

Elsa no estaba tan segura al principio. De hecho pensaba que su hermana saldría con el corazón roto de aquella relación.

La llegada de Yevgeny Volkovoy a Auckland había sido todo un acontecimiento. No contento con haber heredado millones del imperio hotelero que construyó su padre, el ruso había expandido la dinastía fundando la mayor naviera fluvial de Rusia. En los últimos años había dado el paso a los cruceros marítimos.

Con la planeada expansión de la terminal de cruceros de Auckland, no le sorprendió enterarse de que Yevgeny tenía pensado convertir la ciudad en un puerto de destino. Lo que sí le resultó sorprendente fue saber por los periódicos que el ruso se había enamorado de Nueva Zelanda y que tenía pensado irse a vivir allí.

Había enviado a su hermano a Nueva Zelanda para que buscara oficinas para la compañía y las comprara para asentar la nueva base de Cruceros Volkovoy. Con todo el dinero que Dmitri manejaba, a Elsa le había parecido un joven mimado e irresponsable. Eso no tenía nada de bueno. Pero no cabía duda de que quería a su hermana. Y por suerte había perdido aquella vena inconsciente que tanto había preocupado a Elsa al principio. Pero marcharse a África sin el bebé…

Elsa se llevó la mano al vientre. Consciente de que a Keira le molestaba que la atosigara trató de calmar su furia.

–No puedes dejar a un bebé durante unos meses, o incluso un año, y confiar en que estará ahí cuando vuelvas.

–Eso ya lo sé, Elsa –Keira frunció el ceño–. No trates de hacerme sentir culpable. No estoy lista para tener un bebé. Ninguno de los dos lo estamos.

Ignorando la injusta acusación de su hermana, Elsa trató de dilucidar lo que quería decir la respuesta de Keira. El dolor de espalda que llevaba todo el día molestándola se intensificó.

–¿Y qué pasa con la niña? –Insistió. Elsa estaba furiosa–. No puedes abandonarla…

–No la voy a abandonar. Tú eres la madre legal. Sé que tomarás la mejor decisión para la niña.

La expresión suplicante de los ojos de Keira hizo que a Elsa se le erizara el vello de la nuca. Oh, no. Keira tenía pensado dejarle al bebé y luego volver a reclamarlo. El pánico se apoderó de ella.

–¡No puedo quedarme a la niña!

A Keira se le llenaron los ojos de lágrimas.

–Sé que no podía esperar que lo hicieras. Pero siempre has dicho que querías que nos planteáramos la adopción de una forma abierta. Así que pensé que tal vez quisieras considerar…

–¡No! –exclamó aterrorizada–. Tenemos un acuerdo firmado…

Keira sacudió la cabeza.

–Pero Elsa, tú nos explicaste que no podemos adoptar legalmente a la niña hasta que hayas firmado el consentimiento de entrega a los doce días de su nacimiento. Como madre legal tienes derecho a cambiar de opinión… pero nosotros también.

Le había explicado demasiados detalles legales a su hermana. Elsa maldijo entre dientes.

–No puedes cambiar de opinión porque yo no puedo quedarme con la niña.

Keira suspiró.

–Ya lo hemos hecho. No estamos preparados para criar a un hijo. No quiero ni pensar en la decisión que tendrás que tomar, pero tendrás que hacer lo que creas mejor, Elsa. Es tu cuerpo y es tu…

–¡No me digas que es mi hija!

Keira compuso una expresión compungida.

–Creo que en el fondo sabía que no te quedarías con ella y lo tengo asumido. Sin embargo, confiaba en que… –Keira no terminó la frase.

¿Acaso no sabía Keira cuánto dolía lo que le estaba pidiendo? El dolor le atravesó el pecho. Elsa deseó poder echarse a llorar, pero no podía. Sin duda Keira pensó desde el principio que ella estaría de acuerdo en buscar una solución.

El corazón le latía con fuerza y le dolía la cabeza. El dolor de espalda aumentaba a cada minuto. Elsa sabía que aquello no era bueno para la niña. Tenía que calmarse. Aspiró con fuerza el aire y contó hasta cinco.

Revistiéndose de indiferencia, dijo con toda la dignidad que pudo:

–Tengo un trabajo muy exigente. No puedo ocuparme de una mascota, así que mucho menos de un bebé.

Keira la estaba mirando otra vez fijamente. Le temblaba el labio inferior. Elsa se negó a sentirse culpable. No iba a cargar con la niña, no podía hacerlo. Eso nunca había formado parte del plan. Ese bebé había sido concebido para Keira y Dmitri, no era su hija.

–Entonces estamos de acuerdo. No tengo más remedio que entregar a tu bebé en adopción.

–Si no ves otra salida…

Antes de que ella pudiera indicar que no era lo que quería hacer, que la niña era responsabilidad suya y de Dimitri, para su horror sintió una oleada caliente y húmeda. Había roto aguas.

La hija de Keira no quería esperar una semana para nacer.

 

 

La noche ya había caído cuando Yevgeny Volkovoy entró en la sala de espera reservada para las visitas de la familia en la primera planta del hospital. No se fijó en la suave decoración en tonos azules ni en las fotos de bebés con sus madres que colgaban de las paredes. Centró la mirada en su hermano, que estaba espatarrado en un sillón viendo una enorme pantalla de televisión.

–¿Dónde está el niño? –inquirió clavando sus ojos azules en Dimitri.

Su hermano se giró hacia él pero luego volvió a centrarse en el partido de fútbol.

–No es un niño. Te lo dije después de la última ecografía.

Yevgeny contuvo la decepción. Estaba convencido de que la ecografía había dado error. Su familia había tenido hijos varones desde hacía casi un siglo. Qué típico de Elsa McLeod dar a luz a una niña. Qué ganas de llevar la contraria.

–Lo que sea, quiero verla –murmuró agitando la mano. Salió de la sala de espera justo a tiempo de ver a su cuñada salir por la puerta de al lado al enmoquetado pasillo. Yevgeny dio un paso adelante. Saludó con la cabeza a su sobresaltada cuñada cuando pasó por delante de ella y entró en la zona privada.

La hermana de hielo de Keira estaba sentada en la cama, apoyada contra las almohadas.

Yevgeny se detuvo en seco. Nunca antes había visto a Elsa McLeod en la cama.

La visión le provocó una sensación de incomodidad. A pesar de que apenas le llegaba al hombro cuando estaba de pie, siempre le había parecido inmensa. Seria. Profesional. Fría. Incluso en las ocasiones familiares vestía de modo formal. Colores oscuros, sobre todo trajes negros con pañuelos al cuello.

Ahora deslizó la mirada sobre ella y se fijó en las otras diferencias. No llevaba pañuelo ni gafas de sol grandes. Nada de maquillaje. Una especie de encaje de marfil le cubría los senos. Parecía más joven, más pálida y más frágil que nunca.

Como si presintiera su presencia, Elsa alzó la vista de la pantalla del teléfono que estaba mirando. Una corriente de antipatía le recorrió la espina dorsal cuando sus miradas se cruzaron.

–¿Qué haces aquí? –le preguntó ella.

–¿Dónde está el bebé? –esperaba habérsela encontrado con la niña en brazos. Tendría que haber imaginado que no sería así. No había nada de maternal en el cuerpo congelado de Elsa McLeod. Nada de ternura, solo unos ojos afilados de águila que normalmente escondía tras las gafas. Y según contaban también tenía un cerebro de acero. Los rumores decían que era muy buena abogada. Sin duda su éxito procedía del dinero que las avariciosas exesposas les sacaban a sus ricos maridos.

Elsa no contestó. Le pareció ver una expresión de tristeza en sus ojos, pero enseguida desapareció y miró detrás de él. Yevgeny se dio la vuelta y vio la cuna.

Se acercó a ella en dos pasos. Dentro estaba la niña, dormida con una manita en la mejilla. Tenía los dedos perfectos y las pestañas increíblemente largas. A Yevgeny se le encogió el corazón y una oleada de inesperada emoción se apoderó de él.

Solo tardó un instante en enamorarse profunda e irremediablemente.

–Es perfecta –murmuró fijándose en cada detalle. El cabello oscuro heredado de los Volkovoy, la boca roja. Una pequeña sonrisa le asomó a los labios y extendió la mano para acariciarle la mejilla con el dedo índice.

–¡No la despiertes!

La estridente orden rompió la atmósfera. Yevgeny giró la cabeza, entornó la mirada y la clavó en la mujer que estaba en la cama.

–No tengo intención de despertarla –murmuró en voz baja, con cuidado de no despertar a la niña.

–Es solo cuestión de tiempo que se despierte si te ciernes sobre ella de ese modo.

–No me estoy cerniendo sobre ella –pero Yevgeny se apartó de la cuna y se acercó a la cama.

Elsa no dijo nada, pero él había visto aquella mirada en ella con anterioridad. No tenía ganas de discutir, pero no porque su respuesta la hubiera dejado muda, sino porque estaba convencida de que ella tenía razón.

Aquella mujer era una china en el zapato.

El polo opuesto de su hermana, era la mujer menos maternal que había conocido en su vida… a excepción de su propia madre.

Tal vez fuera mejor que no estuviera acunando al bebé. Seguramente congelaría a la niña si se acercaba demasiado a ella. Elsa era fría como el hielo.

–Dmitri me ha dicho que estás pensando entregar a la niña en adopción.

Sin consultar. Había tomado una decisión que les afectaba a todos. Típico de una mujer tan arrogante y egoísta.

–Entonces te habrá contado también que tu hermano y mi hermana han decidido no adoptar a la niña.

Yevgeny captó su tono dolido, pero en aquel momento lo único que le importaba era el destino de la recién nacida que dormía en la cuna ajena a todo.

–Entonces, ¿es verdad? ¿Piensas dar a la niña sin más?

Elsa alzó la barbilla con altanería.

–Me ocuparé de encontrarle unos nuevos padres en cuanto pueda –Elsa miró el teléfono que tenía en el regazo y luego otra vez a Yevgeny–. Ya le he dejado un mensaje a la trabajadora social que estaba tramitando el procedimiento de adopción para Keira y Dmitri notificándole que han cambiado de opinión, y solicitándole que se ponga en contacto conmigo lo más pronto posible.

Estaba claro que no había tardado mucho en empezar el proceso para librarse de la niña. Yevgeny sintió una oleada de rabia.

–¿No has considerado quedártela?

Ella negó con la cabeza y se le quedó mirando con expresión desafiante. Parecía muy segura de su postura.

–Jo Wells me proporcionará una lista de candidatos a padres adoptivos. Es la única opción viable.

–¿La única opción viable? –¿sería eso lo que había alegado su madre cuando se divorció de su padre para conseguir la custodia completa de sus hijos, a los que luego abandonó tras haber luchado tan duramente por apartarlos de su padre?–. Estamos hablando de una niña, no de uno de tus casos legales.

–Soy consciente de ello. Y mi mayor preocupación en este momento es el interés de la niña. Igual que lo sería si fuera un caso en el que trabajara.

Yevgeny resopló.

–Eres abogada de divorcios…

–Abogada de familia –le corrigió ella–. La disolución del matrimonio es solo una parte de mi trabajo. Buscar la mejor opción para los niños y…

–Lo que sea –Yevgeny agitó la mano con impaciencia–. Esperaba que ahora te mostraras menos profesional y más humana.

Elsa alzó una ceja desde la cama.

–¿Tú no aplicas en tu vida diaria lo que aprendes en el trabajo?

–Yo muestro un poco más de compasión cuando tomo decisiones relacionadas con el bienestar de mi familia.

Ella se rio con tono despectivo. Yevgeny apretó los dientes y se negó a responder. De acuerdo, tenía reputación de ser despiadado en los negocios, pero siempre había protegido con uñas y dientes lo suyo: a su padre, a su hermano…

Observó el rostro de Elsa. La nariz recta, la falta de brillo en los ojos marrón claro. No, iba a ser imposible llegar hasta ella. Dudaba que albergara en su interior algo de calor.

Yevgeny suspiró con impaciencia y dijo:

–Tienes una visión limitada. No has considerado todas las opciones posibles.

Por primera vez, la emoción atravesó el hielo.

–¡No puedo quedarme con la niña!

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

La desesperación de Elsa fue seguida por un silencio tirante durante el que Yevgeny la miró con desprecio. Algo se resolvió en su interior, pero Elsa le sostuvo la mirada negándose a revelar el frágil dolor que se ocultaba en la parte más profunda de su corazón.

Pero no iba a quedarse con la niña. Y se mantendría firme en aquella convicción. Por su propia salud mental.

Finalmente él sacudió la cabeza.

–La pobre niña tiene suerte de que no vayas a ser su madre.

El desprecio hizo que Elsa se revolviera.

–Accedí a ser vientre de alquiler, no madre.

–Ahora mismo eres la única madre que tiene la niña. Eres su madre legal.

Se suponía que aquello no tendría que haber ocurrido nunca. Colocó las manos bajo las sábanas y las puso sobre la extraña planicie del vientre. Tras tantos meses abultado, le resultaba raro. Vacío. Y ahora que el bebé ya no se movía dentro, muerto. ¿Por qué se había ofrecido a donar sus óvulos y prestar su útero para crear el bebé que su hermana deseaba desesperadamente? La respuesta era muy sencilla: quería a su hermana. No podía soportar ver a Keira sufrir.

Pero el infierno estaba lleno de buenas intenciones. Ahora se veía metida en un lío muy complicado. Elsa sabía que si no tenía cuidado la situación podría provocar más dolor del que había experimentado jamás. La única manera de atravesar aquella turbulenta situación era manteniéndose emocionalmente distanciada de la niña, no formar aquel lazo milagroso madre-hija que ahora era tan tenue y que sin embargo poseía la fuerza del acero.

En cualquier caso, no había necesidad de darle ninguna explicación al bruto insensible que estaba al lado de la cama del hospital. Elsa se pasó la mano por el estómago plano y apretó los labios.

–Soy muy consciente de que soy la madre legal.

Madre. Una sola palabra y el corazón empezaba a latirle con fuerza. No podía quedarse con la niña. No podía. Así que repitió deliberadamente:

–Nunca estuvo en mis planes ser su madre. No es mi hija –afirmó enfatizando cada palabra.

Habían firmado el acuerdo para alquilar el vientre y el procedimiento para la adopción había dado comienzo. Lo único que hacía falta para formalizar la situación era pasar el periodo de doce días de reflexión al que obligaban las leyes neozelandesas. Cuando transcurriera aquel periodo y la madre estuviera segura de querer entregar al bebé, la adopción podía seguir adelante. Pero Elsa nunca había contemplado la posibilidad de no cumplir la promesa que le había hecho a su hermana. Y por supuesto, nunca imaginó que fuera Keira la que se echaría atrás.

–Este bebé se hizo para tu hermano y para mi hermana, para satisfacer su deseo de formar una familia. Yo he cumplido mi parte del trato al ayudar a su concepción y a traerla al mundo –malditos fueran Keira y Dmitri–. En realidad he hecho mucho más de lo que se esperaba de mí.

Yevgeny torció el gesto.

–Esa es tu opinión.

–Y tengo derecho a expresarla –Elsa exhaló un suspiro para tranquilizarse–. No deberías ni considerar la posibilidad de que me quede con el bebé. Keira y Dmitri son los que han cambiado de opinión sobre a ser padres, no yo.

Ya estaba cansada de que le echaran la culpa de algo que no era responsabilidad suya. Y estaba furiosa con Keira y Dmitri por ponerla en aquella situación, probablemente porque el hombre que estaba al lado de la cama había provocado aquella furia con su resistencia inicial hacia la niña.

Pero antes de que pudiera echarle parte de la culpa por aquel lío, Yevgeny volvió a hablar.

–Deja de poner excusas. Dice mucho de la clase de persona que eres que en estas circunstancias puedas abandonar al bebé que has llevado dentro nueve meses… el bebé al que acabas de dar a luz.

¿Qué problema tenía aquel hombre? ¿No había escuchado ni una palabra de lo que le había dicho? Dejó escapar un suspiro tembloroso.

–Vamos a dejar las cosas claras. Independientemente de lo que diga la ley, esta niña es de Keira, no mía.

¿Dónde estaba su hermana? La había metido en aquel lío y ahora había desaparecido. Estaba allí hacía unos minutos, pero ahora Elsa ni siquiera oía voces en la sala de espera de la habitación de al lado. La soledad que se apoderó de ella entonces le resultó completamente inesperada. Por una vez en su vida le vendría bien contar con el apoyo moral de su hermana pequeña. Pero era mucho pedir.

–Nunca he querido tener hijos.

–¿Nunca?

–Así es, nunca –Elsa apretó los puños bajo las sábanas.

Él sacudió la cabeza y la miró de un modo que enfureció a Elsa.

–¿Y qué hay de tu querido hermano? –le espetó–. ¿Qué hay de su parte de responsabilidad? Es el padre biológico de la niña. ¿Por qué no le hablas a él de sus responsabilidades? ¿Por qué la cargas conmigo?

Yevgeny apartó la mirada por primera vez.

–Esto no tiene nada que ver con mi hermano.

A ella se le subió la bilis con aquel doble rasero.

–Por supuesto que no. Es un hombre. Pone el semen y ahí acaba su responsabilidad. Es la mujer la que se queda embarazada y carga con la culpa, ¿verdad?

Yevgeny la miró de un modo extraño.

–No quiero seguir hablando de esto. Te absolveré de toda culpa y responsabilidad. Yo adoptaré a la niña. Será mi responsabilidad –continuó Yevgeny, disfrutando al ver a la fría Elsa inquieta–. Y yo sí me ocupo de mis responsabilidades.

Elsa abrió la boca y volvió a cerrarla, pero no emitió ningún sonido. Yevgeny disfrutó todavía más. Qué satisfactorio le resultaba ver cómo la siempre elocuente Elsa se quedaba sin palabras como cualquier otro mortal.

–Tú… tú siempre has vivido en un ático. Y no estás casado –le espetó finalmente–. Los niños deberían tener un padre y una madre.

Era una lástima que no se hubiera quedado callada más tiempo.

–Puedo comprar una casa –Yevgeny estaba decidido a ignorar la puñalada sobre la esposa.

Se quedó mirando a Elsa. Lo cierto era que tenía luz en los ojos, que eran de un marrón dorado con un toque de miel. Y también tenía las mejillas más sonrojadas que antes. Resultaba casi bonita. Para intentar un acercamiento, se sintió inclinado a añadir:

–Y cuidaré de ella.

–Una procesión de cuidadoras no es lo que tengo en mente para ella.

Estaba claro que Elsa no tenía el acercamiento en mente. Yevgeny contuvo una sonrisa y se dejó llevar por las ganas de provocarla.

–¿Tienes algo en contra de las mujeres maternales y hogareñas?

Elsa le dirigió una mirada que podría haber congelado el infierno.

–Yo no describiría a una modelo de playboy como hogareña.

Esta vez Yevgeny se permitió sonreír, pero sin asomo de humor.

–Necesitaré ayuda con la niña, pero te aseguro que el criterio para contratar a las cuidadoras no estará basado en el físico. Me aseguraré de que las mujeres que contrate sean capaces de darle todo el afecto femenino que necesita.

–Necesitarás una esposa.

Yevgeny soltó una carcajada al escuchar otra vez aquella ridícula sugerencia.

–La niña tendrá mucho más de lo que nunca podría darle una pareja joven y trabajadora, y no necesito una esposa para proporcionárselo.

–Estoy hablando en serio –Elsa apretó los labios–. No estoy hablando de las cosas materiales que puedes darle, se merece tener un padre y una madre que la quieran sin reservas.

Yevgeny dejó de reírse.

–Estás muy equivocada si crees que eso sucede por el mero hecho de tener un padre y una madre –su propia madre era la prueba viviente. Para aliviar el conflicto que despertaba siempre en él el recuerdo de su madre, Yevgeny se estiró con indolencia y movió los hombros. Se dio cuenta de que Elsa apartó la vista–. Tendrá que bastarle conmigo.

Aquello hizo que ella volviera a mirarle.

–Olvídalo. Eso no va a pasar. No lo permitiré.

–No es solo decisión tuya. Los padres también tienen derechos –alzó las comisuras de los labios en una sonrisa feroz–. Voy a ocupar el lugar de mi hermano.

–Como tú has señalado, yo soy la madre. La madre legal. Soy yo la que tomo las decisiones, y debo hacerlo considerando lo mejor para el bebé.

La expresión de su rostro dejaba claro que la solución que él ofrecía no le parecía la mejor.

–¿Cómo puede ser? Estamos en el siglo xxi.

–Exacto. Y un hijo ya no es el esclavo del cabeza de familia.

Los ojos que había estado admirando unos minutos antes brillaron de un modo que le puso los pelos de punta.

–Así que yo tengo la última palabra sobre quién adoptará al bebé –continuó ella–. Y no será un millonario ruso soltero y arrogante.

–Multimillonario –la corrigió él.

–La cantidad de dinero que tengas no cambia nada. Va a irse con una pareja, una familia que la quiera. Eso es lo que quería cuando accedí a ser vientre alquiler para Keira y es lo que sigo queriendo para la niña. Me aseguraré de que la agencia de adopción esté al tanto de esa exigencia. No estás casado y no vas a quedarte con la niña. Fin de la historia –le miró con los ojos brillantes.

Acababa de desafiarle. Y él tenía intención de responder al desafío. Así que murmuró.

–Entonces, parece que tendré que casarme.

Yevgeny observó con suprema satisfacción cómo Elsa abría la boca.

Se había declarado la guerra.

 

***

 

Elsa parpadeó varias veces.

–¿Casarte? ¿Tú? ¿Para poder adoptar a la niña? –no se le había ocurrido pensar que el hermano mayor Yevgeny la sorprendería. Creía que le tenía calado: ruso, cruel, chabacano. Pero su afirmación la había dejado desconcertada. ¿Para qué quería aquel playboy ruso multimillonario adoptar un bebé, y encima una niña?

–Pero tú no quieres una niña.

Algo cobró vida en las profundidades de sus ojos claros.

–¿Qué te hace pensar eso?

–Te he oído antes al entrar –le dijo–. Preguntaste dónde estaba el niño. Nunca has considerado la posibilidad de que fuera una niña.

–Ah –sonrió Yevgeny mostrando los dientes–. Así que eso significa que una niña no sería bien recibida, ¿verdad?

Elsa frunció el ceño al percibir la burla.

–¿Por qué querrías un hijo, cualquier hijo?

Yevgeny se encogió de hombros.

–Tal vez haya llegado el momento –se limitó a decir.

–¿De tener un trofeo? Como para ti son trofeos las modelos con las que sales…

Yevgeny sonrió.

–¿Acaso quieres ser uno de mis trofeos? –le preguntó en tono dulce.

Elsa sintió un escalofrío, pero respondió:

–Qué pregunta tan estúpida. No quiero ser el trofeo de ningún hombre –no estaba dispuesta a dejarse arrastrar por su juego. Le miró con frialdad y luego deslizó la vista por su cuerpo antes de volver a mirarle a la cara con gesto despectivo–. Además, no eres mi tipo.

Yevgeny se rio ahora abiertamente.

–Eso no es un insulto. Por lo que yo he visto, ningún hombre es tu tipo.

La idea de que la hubiera estado observando y se hubiera fijado en su carencia de relaciones románticas le provocó un escalofrío en la espina dorsal. Se negó a pensar en ello y se centró en la bomba que acababa de soltar.

–No puedes adoptar a la niña, ya te lo he dicho. No estás casado.

–Eso es muy antiguo –se inclinó hacia ella–. Nunca esperé tal tradicionalismo por tu parte, Elsa.

Su cercanía resultaba claustrofóbica. Era muy alto.

–Todo el mundo sabe que eres adicto al trabajo. Nunca estás en casa.

Al escuchar aquello, Yevgeny alzó la barbilla.

–Encontraré tiempo.

Claro. Algún momento entre su horario de trabajo de veinticuatro horas y su ajetreada vida nocturna. Estaba claro que aquel hombre no dormía. Elsa conocía a los de su clase, los había visto con anterioridad. Hombres poderosos que trataban a las mujeres como juguetes. Hombres que tenían a sus mujeres en casa, atadas con diamantes y vida doméstica, antes de quitarles todo, incluido el respeto hacia sí mismas en cuanto veían a otra que les gustaba.

–Claro que sí.

–Me ocuparé de ella, maldita sea.

Como si la niña hubiera percibido su insistencia soltó un sollozo y se estiró. El nudo que Elsa tenía en el estómago se hizo más tirante, pero por suerte la niña no se despertó. Pero al menos sirvió para que se librara de Yevgeny, que se acercó a la cuna y se quedó mirando a la niña.

–El dinero no equivale a la dedicación –le espetó a la espalda.

Yevgeny se dio la vuelta.

–¿Cómo se llama?

–Todavía no tiene nombre –Elsa no tenía intención de escoger un nombre. No quería implicarse emocionalmente con la niña.

–¿Keira no escogió ninguno?

–Ninguno definitivo.

A Elsa también le había sorprendido. Keira había pasado semanas mirando libros y páginas web para inspirarse. Pero nunca llegó siquiera a hacer una lista. Ahora Elsa entendía la razón: Keira tenía dudas sobre su maternidad. Escoger un nombre la hubiera atado a la niña.

Para librarse de aquella mirada crítica y perturbadora, Elsa dijo:

–Puedo preguntarle a Keira si hay alguno que le gusta en particular.

Yevgeny no apartó la mirada.

Elsa se limitó a quedarse mirándole sin decir nada y deseó que se marchara llevándose sus ojos azules consigo.

–¿Por qué no le preguntas a Dmitri cómo tenían pensado llamar a la niña? –que fuera a acosar a su hermano. Ella ya había tenido bastante–. En cualquier caso, sus nuevos padres le escogerán un nombre. Y ahora, si no te importa, ha sido un día muy largo. Estoy cansada.

La niña escogió aquel momento para despertarse.

El escuchar su agudo y largo llanto, Yevgeny la tomó en brazos y se acercó a la cama.

El pánico se apoderó de Elsa.

–¡Llama a la enfermera! La niña debe tener hambre. Llama a la enfermera para que traiga un biberón.

Yevgeny se detuvo en seco.

–¿Las enfermeras la alimentan con biberón?

Elsa tragó saliva.

–Sí.

Los ojos de Yevgeny la miraron primero sin dar crédito y luego con desprecio. Le tendió a la llorosa niña.

–Bueno, al menos puedes sostenerla mientras voy a buscar a una enfermera para que haga el trabajo que deberías hacer tú.

–No es mi hija… –Elsa se quedó sin voz mientras él salía de la habitación dejándola con el bebé en brazos.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

La niña dejó escapar un sollozo.

Elsa se quedó mirando la carita arrugada del pequeño ser humano que tenía en brazos y trató de no sentir dolor. ¿Cómo se atrevían a hacerle aquello Keira y Dimitri?

Apenas había logrado controlar sus emociones cuando un minuto después Yevgeny volvió a entrar con la fuerza de un huracán desatado seguido de dos enfermeras que le miraban con admiración y arrobo.

¿Provocaría el mismo efecto en todas las mujeres con las que se encontraba? No era de extrañar que aquel hombre fuera tan engreído.

Al verla con la niña en brazos, las enfermeras intercambiaron una mirada. La niña lloró con más fuerza.

–Dadle de comer –ladró Yevgeny.

En lugar de reprenderle por su impaciencia, la enfermera más bajita corrió a quitarle el bebé de los brazos mientras la otra se dirigía hacia la unidad situada en una esquina de la habitación y empezó a preparar un biberón con calma. Liberada del cálido peso del bebé, Elsa dejó escapar un suspiro de alivio… y cerró los ojos.

Se llevarían a la niña a la sala infantil y le darían el biberón allí. Lo único que necesitaba era librarse de Yevgeny, entonces podría relajarse e incluso dormir. Y construir las reservas mentales necesarias para cuando volvieran a traer a la niña.

–¿Quieres que te levante un poco la cama?

El tono agrio hizo que Elsa abriera los ojos.

–Si me disculpas, me gustaría descansar.

–No hay tiempo para descansar ahora –Yevgeny señaló a la enfermera que sostenía al bebé–. Tienes que alimentar a la niña.

Elsa sintió un nudo en la garganta.

–No –Elsa deslizó las manos bajo las sábanas. No iba a volver a tomar a la niña en brazos, no quería volver a sentir el inesperado calor de aquel diminuto ser humano apoyado contra su corazón–. No voy a darle el pecho. Se alimentará con biberón. El personal del hospital está al tanto del acuerdo, ya hemos hablado de ello.

La enfermera que llevaba a la niña en brazos se dirigió hacia la puerta.

–Así es, señor, estamos al tanto de los deseos de la señorita McLeod.

La otra enfermera fue tras ella, dejando a Elsa a solas con el hombre con el que menos deseaba estar.

Yevgeny abrió la boca para soltar una diatriba sobre las madres egoístas, pero el sonido de unos pasos ligeros le hicieron detenerse. Elsa miró detrás de él hacia la puerta de la habitación.

–¿Puedo pasar?

La voz débil de su cuñada le provocó un asombroso efecto a la mujer que estaba en la cama. La máscara tirante se suavizó. Y luego su rostro se iluminó con una dulce sonrisa, una sonrisa que a él nunca le había dirigido.

–Keira, por supuesto que puedes pasar –Elsa le dio una palmadita al colchón–. Ven y siéntate aquí.

Yevgeny todavía estaba resentido con su hermano por el cambio de opinión respecto al bebé, aunque nunca se lo admitiría a Elsa. Por eso le resultó extraño ver el calor con el que recibía ella a su hermana. Esperaba un mal gesto, o al menos algún reproche, pero no el cariño y la preocupación que volvió dorados sus ojos marrones.

Así que Elsa era capaz de amar y de entregarse. Pero no a su bebé.

Yevgeny sintió un profundo dolor en su interior que reabrió heridas que consideraba cicatrizadas. Para ocultar su reacción, se acercó a la cómoda en la que había una jarra de agua en una bandeja. Tomándose un momento para recuperar la compostura, sirvió un vaso de agua y luego volvió a girarse hacia la cama.

–¿Quieres un poco de agua? Debes estar sedienta.

La sorpresa iluminó el rostro de Elsa. Pero antes de que pudiera responder se escuchó el sonido de una vibración.

–Debe ser Jo Wells. Le dejé un mensaje urgente –Elsa sacó las manos de debajo de las sábanas y agarró el teléfono.

Keira, que estaba a punto de sentarse al borde de la cama, se detuvo en mitad del movimiento.

Y Yevgeny se dio cuenta de que él también se había puesto tenso. Teniendo en cuenta la renuencia de Elsa a quedarse con la niña, debería estar agradecida de su oferta para quedarse con ella.

Su insistencia en ponerse en contacto con la trabajadora social era la prueba de lo decidida que estaba a seguir adelante con su plan para dar en adopción al bebé. Yevgeny volvió a dejar el vaso en la bandeja con tanta fuerza que se derramó un poco de agua por los bordes. Pero él no se dio cuenta. Estaba mirando cómo Elsa fruncía el ceño al mirar la pantalla del teléfono.

–No es Jo. Es mi asistente –afirmó.

La llamada no duró mucho. Yevgeny consultó su reloj. Eran las siete de la tarde de un viernes. El tono de Elsa se volvió más seco, sus respuestas no revelaban mucho. Otro pobre desgraciado estaba a punto de ser desplumado.

Elsa estaba colgando ya.

–Te agradecería que fijaras un encuentro para principios de la semana que viene –murmuró al teléfono–. Confírmame la hora, por favor.

Aquello llamó la atención de Yevgeny.

En cuanto Elsa colgó, él repitió:

–¿A principios de la semana que viene? Supongo que no pensarás volver al trabajo tan pronto. ¿Has olvidado que tienes una recién nacida que necesita atención?

–No –Elsa apretó los dientes–. Pero tengo un trabajo que cumplir, y se suponía que la niña no nacería hasta la semana que viene –objetó.

Keira se rio.

–No puedes esperar que un bebé se adapte a tu agenda, Elsa. Aunque ahora que lo pienso, la niña ha nacido el viernes por la noche. Tal vez la tengas ya entrenada.

Elsa le lanzó a su hermana una mirada asesina. Yevgeny cayó en la cuenta de que Elsa esperaba que el bebé encajara en sus planes. Ahora entendía por qué era tan reacia a ser madre. Su egoísmo no se lo permitía. Aquella mujer nunca salía con nadie. No parecía tener vida social aparte de su hermana. Quedarse con la niña supondría abrirle paso en su vida a otra persona, y ella nunca lo permitiría. Todo lo que conocía de ella le llevaba a la misma conclusión: era la mujer más egocéntrica que había conocido en su vida.

Pero había algo que no cuadraba en aquella imagen. Keira tendría que haberle rogado a su hermana que accediera a ser su vientre de alquiler. Que Elsa hubiera cargado durante nueve meses con el bebé era lo único que no casaba con la imagen que él se había hecho en la mente. Permitir que un bebé en el que no tenía ningún interés se apoderara de su cuerpo era un gran compromiso.

Pero Yevgeny sabía que eso también podía explicarse. Elsa era abogada. Conocía todos los recovecos, y no querría arriesgarse a que otra madre de alquiler pudiera cambiar de opinión cuando naciera el bebé.

Elsa estaba hablando otra vez. Se concentró en lo que estaba diciendo.

–Bueno, ahí es cuando tenía pensado que empezara mi baja maternal –le estaba contando a Keira–. Otra semana más y todo quedaría atado en el despacho. Así lo tenía planeado.

–Ay, Elsa –la burla había desaparecido del rostro de Keira–. A veces me preocupas. Necesitas ese viaje a África más que Dmitri y yo. De hecho deberías visitar la India, hacer algo de meditación.

–No digas tonterías. Estoy encantada con mi vida.

Al parecer Elsa no era tan calmada y serena como había pensado. Su tono irritado demostraba que después de todo era humana.

Desde su posición al lado de la cama, Yevgeny dirigió la atención hacia la menor de las McLeod. Keira se estaba mordiendo el labio.

–Ibas a preguntarle a Keira sobre el nombre –Yevgeny interrumpió el incómodo silencio que había seguido a la tajante respuesta de Elsa.

–¿El nombre? Ah, sí.

Keira giró la cabeza y le miró con ojos interrogantes.

–¿De qué nombre hablas?

Yevgeny frunció el ceño.

–Del que estabas barajando para la niña –su cuñada no debería necesitar que se lo recordaran. Él tenía a la niña presente constantemente. ¿Cómo podía no ser lo mismo para ella ni para Elsa? ¿Qué les pasaba a las hermanas McLeod?

–Todavía no lo he escogido.

–Eso es lo que le he dicho –añadió Elsa al instante, protegiendo a su hermana y tomándola de la mano–. No tienes que pensar en ello si te entristece, Keira.

Keira compuso una expresión de alivio cuando se giró para mirar a su hermana.

–Elsa, eres la mejor. Sabía que te tú te ocuparías de todo.

Aquellas palabras acabaron con la paciencia de Yevgeny. Se apartó de las hermanas y cruzó la habitación, tenía un mal presagio.

La confianza que Keira tenía en su hermana no le tranquilizaba ni lo más mínimo. Porque le quedaba claro que Elsa estaba deseando librarse de la niña.

Y eso era lo último que él quería.

 

 

A pesar de todos los dramas del día, Elsa consiguió dormir varias horas aquella noche. Sin embargo, se despertó antes de que los primeros rayos de luz se filtraran a través de las cortinas. Se quedó un largo rato mirando hacia el techo pensando en lo que debía hacer. Cuando por fin amaneció y el sol de diciembre bañó suavemente la habitación, encendió la luz de la mesilla de noche, abrió el cajón y sacó el cuaderno que había guardado allí la noche anterior.