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La señora Anderson estaba muerta.

Nada aparatoso, murió de vieja: se fue a la cama una noche y nunca despertó. Dicen que fue una muerte pacífica y digna, lo que supongo que técnicamente es cierto, pero los tres días que pasaron antes de que alguien se diera cuenta de que llevaban un rato sin verla le quitaron la mayor parte de la dignidad a la situación. Su hija finalmente apareció para ver cómo estaba y encontró su cadáver de tres días podrido y hediondo como el de un animal atropellado. Y lo peor no fue la putrefacción, sino los tres días –tres días enteros– antes de que a alguien le importara lo suficiente para decir: “Esperen, ¿dónde está la anciana que vive por el canal?”. No hay mucha dignidad en eso.

¿Pero pacíficamente? Seguro. Murió tranquilamente mientras dormía el 30 de agosto, según el forense, lo que significa que murió dos días antes de que el demonio desgarrara las entrañas de Jeb Jolley y lo dejara en un charco detrás de la lavandería. No lo sabíamos en ese momento, pero eso convirtió a la señora Anderson en la última persona en el condado de Clayton en morir de causas naturales durante casi seis meses. El demonio se llevó al resto.

Bueno, a la mayoría. A todos menos a uno.

Nos dieron el cuerpo de la señora Anderson el sábado 2 de septiembre, después de que el forense lo liberara. Bueno, más bien se lo dieron a mamá y a tía Margaret, no a mí. Ellas son las que manejan la funeraria, yo solo tengo quince años. Había estado en el pueblo la mayor parte del día, viendo cómo la policía limpiaba el desastre de Jeb y regresé justo cuando el sol comenzaba a ponerse. Me escabullí por detrás por si acaso mi mamá estuviera en la parte de adelante; realmente no tenía ganas de verla.

No había nadie en la habitación trasera, solo el cadáver de la señora Anderson y yo. Yacía inmóvil sobre la plancha metálica, debajo de una sábana azul. Olía a carne podrida y a repelente para insectos, y el ruidoso zumbido del solitario ventilador no estaba ayudando mucho. Me lavé las manos en silencio en el lavabo, preguntándome cuánto tiempo tenía, y toqué suavemente el cuerpo. La piel vieja era mi favorita, seca y arrugada, con textura como de papel antiguo. El forense no había hecho mucho para limpiar el cuerpo, probablemente porque estaba ocupado con Jeb, pero el olor me dijo que por lo menos habían pensado en matar a los insectos. Después de tres días en el calor de fines del verano, probablemente había muchos de ellos.

Una mujer abrió la puerta de la parte delantera de la funeraria y entró, verde como un cirujano con su bata y su mascarilla. Me quedé inmóvil, pensando que era mi madre, pero la mujer solo me miró y se dirigió a una mesada.

–Hola, John –dijo mientras tomaba algunas gasas estériles. No era mi madre en absoluto, sino su hermana Margaret (eran gemelas, y cuando tenían cubierta la cara apenas podía distinguirlas). La voz de Margaret era un poco más suave, aunque también un poco más vigorosa. Supongo que es porque nunca se casó.

–Hola, Margaret –retrocedí un paso.

–Ron se está volviendo más descuidado –dijo, recogiendo una botella de spray embalsamador–. Ni siquiera la limpió, solo declaró que murió por causas naturales y la envió para acá. La señora Anderson se merecía algo mejor que esto. ¿Vas a quedarte ahí parado o vas a ayudar? –preguntó después de voltear para mirarme.

–Lo siento.

–Lávate.

Me arremangué con impaciencia y regresé al lavabo.

–Honestamente –continuó–, no sé ni lo que hacen allá en la oficina forense. No están muy ocupados; apenas si logramos mantener este negocio.

–Jeb Jolley murió –le dije mientras me secaba las manos–. Lo encontraron esta mañana detrás de la lavandería.

–¿El mecánico? –preguntó Margaret, con un tono de voz más bajo–. Eso es terrible. Era más joven que yo. ¿Qué pasó?

–Lo asesinaron –dije y tomé una mascarilla y un delantal que colgaban de la pared.

El demonio se lo había llevado, pero eso todavía no lo sabía. Ni siquiera sabía que había un demonio hasta casi tres meses después. En agosto –que parece haber sido hace una eternidad– aún nadie, en el condado de Clayton, tenía idea del horror que se avecinaba.

–Pensaron que tal vez había sido un perro salvaje –le dije a Margaret–, pero sus entrañas estaban como apiladas.

–Eso es terrible –repitió.

–Bueno, tú eres la que está preocupada de que tengamos que cerrar el negocio– le dije–. Dos cuerpos en un fin de semana significan dinero en el banco.

–Ni siquiera bromees con eso, John –me dijo con mirada severa–. La muerte es algo triste, incluso cuando ayuda a pagar tu hipoteca. ¿Estás listo?

–Sí.

–Extiéndele el brazo.

Le tomé el brazo derecho y lo enderecé; el rigor mortis hace que el cuerpo se ponga tan rígido que apenas si lo puedes mover, pero solo dura un día y medio. Este lleva tanto tiempo muerto que sus músculos se han vuelto a relajar. Aunque su piel parecía de papel, la carne debajo era suave como una masa. Margaret le roció el brazo con desinfectante y empezó a limpiarla suavemente con un paño.

Incluso cuando el forense hace su trabajo y limpia el cuerpo, siempre lo lavamos nosotros mismos antes de empezar. El embalsamamiento es un proceso largo que requiere un trabajo muy preciso, y se necesita empezar de cero.

–Esto huele bastante mal –dije.

–Ella.

Ella huele bastante mal –me corregí. Mi mamá y Margaret eran muy insistentes con eso de ser respetuosos con los difuntos, pero parecía un poco tarde a estas alturas. Ya no era una persona, ya era solo un cuerpo. Una cosa.

–Sí, huele mal –coincidió Margaret–. Pobre mujer. Desearía que alguien la hubiera encontrado antes.

Levantó la mirada hacia el ventilador que zumbaba detrás de la rejilla en el techo.

–Esperemos que el ventilador no nos falle esta noche.

Margaret siempre decía eso antes de cada embalsamamiento, como un canto sagrado. El ventilador siguió chirriando encima de nosotros.

–La pierna –dijo. Me moví hacia los pies del cuerpo y le enderecé la pierna para que Margaret la rociara.

–Voltéate –dejé mis manos enguantadas en el pie y volteé hacia la pared mientras Margaret levantaba la sábana para lavarle los muslos–. Si algo bueno dejó esto –agregó–, es que puedes apostar que todas las viudas del condado recibieron una visita hoy, o la recibirán mañana. Todos los que escuchen lo que pasó con la señora Anderson van a ir directo a casa de su madre, solo para estar seguros. La otra pierna.

Quería decir algo acerca de cómo todos los que escucharon acerca de Jeb irían directamente con su mecánico, pero Margaret nunca ha apreciado esa clase de chistes.

Estuvimos manipulando el cuerpo, de pierna a brazo, de brazo a torso, de torso a cabeza, hasta que ya estaba todo restregado y desinfectado. La habitación olía a muerte y a jabón. Margaret arrojó los trapos en el bote de la ropa sucia y empezó a recolectar los suministros del embalsamamiento.

He ayudado a mamá y a Margaret en la funeraria desde que era pequeño, desde antes de que papá se fuera. Mi primer trabajo fue limpiar la capilla: recoger los programas, vaciar los ceniceros, aspirar el piso, y otros trabajos ocasionales que un niño de seis años podía hacer sin ayuda. Conforme fui creciendo me dieron trabajos más grandes, pero no pude ayudar con lo verdaderamente genial –embalsamar– hasta que cumplí doce años. Embalsamar era como... no sé cómo describirlo. Era como jugar con un muñeco gigante, vestirlo y bañarlo y abrirlo para ver lo que había dentro. Una vez, cuando tenía ocho años, espié a mi mamá desde la puerta para ver cuál era el gran secreto. A la semana siguiente abrí en dos a mi oso de peluche, pero creo que ella no hizo la conexión.

Margaret me pasó un trozo de algodón, y lo sostuve mientras ella rellenaba cuidadosamente los párpados del cadáver con pequeñas bolas de algodón comprimido. Los ojos empezaban a hundirse, desinflándose a medida que perdían humedad, así que el algodón servía para que conservaran la forma adecuada a simple vista. También ayudaba a mantener los párpados cerrados, aunque de cualquier forma Margaret siempre agregaba un poco de crema por si acaso, lo que mantenía la humedad y el ojo cerrado.

–¿Me pasarías la pistola de agujas, John? –preguntó, y rápidamente dejé el algodón para tomar la pistola de una mesa de metal que estaba junto a la pared. Era un tubo largo de metal con dos ojos para pasar los dedos, uno a cada lado, como una jeringa hipodérmica.

–¿Puedo hacerlo yo esta vez?

–Claro –dijo ella y levantó hacia atrás la mejilla y el labio superior del cadáver–. Aquí.

Coloqué la pistola suavemente contra las encías y apreté, clavando una pequeña aguja en el hueso. Sus dientes eran grandes y amarillos. Le colocamos otra aguja en la mandíbula inferior, pasamos un alambre entre las dos agujas y luego lo retorcimos con fuerza para que la boca se mantuviera cerrada. Margaret untó crema para sellar en un pequeño soporte de plástico, que parecía la cáscara de un gajo de naranja, y lo colocó dentro de la boca para garantizar que todo quedara cerrado.

Después de ocuparnos del rostro, arreglamos el cuerpo cautelosamente, enderezando las piernas y cruzándole los brazos sobre el pecho en la clásica postura de “estoy muerto”. Una vez que el formaldehído entra en los músculos, los inmoviliza y los vuelve rígidos, así que primero hay que acomodar el cuerpo para que la familia no tenga que ver un cadáver deforme.

–Sujétale la cabeza– me indicó Margaret, y yo obedientemente apoyé una mano a cada lado de la cabeza para mantenerla estable. Margaret recorrió primero la zona con los dedos, justo por encima de la clavícula derecha, y luego de calcular bien cortó una línea larga y poco profunda en el hueco del cuello de la anciana. Casi no sale sangre cuando cortas un cadáver porque el corazón no está bombeando, así que no hay presión arterial, y la gravedad hace que toda la sangre se acumule en la parte baja del cuerpo. Como esta además llevaba muerta más tiempo de lo usual, su pecho estaba blando y vacío, mientras que la espalda estaba casi morada, como un magullón gigante. Margaret introdujo un pequeño gancho de metal en el orificio y sacó dos grandes venas –bueno, técnicamente una arteria y una vena–, y amarró un hilo alrededor de cada una de ellas. Eran moradas y resbalosas, dos tubos oscuros que salían del cuerpo unos pocos centímetros y luego volvían a entrar. Margaret empezó a preparar la bomba.

La mayoría de la gente no tiene idea de cuántas sustancias químicas diferentes usan los embalsamadores, pero lo primero que llama la atención no son cuántas usamos, sino los diferentes colores que tienen. Cada frasco –el formaldehído, los anticoagulantes, los cauterizadores, los germicidas, los acondicionadores y más– tiene su propio color brillante, como los jugos de fruta, y la hilera de fluidos de embalsamamiento se parece a la de las botellas de jarabe en un puesto de refrescos granizados. Margaret elegía las sustancias con cautela, como si estuviera seleccionando los ingredientes para una sopa. No todos los cuerpos necesitaban las mismas y averiguar cuál era la receta correcta para determinado cuerpo tenía tanto de arte como de ciencia.

Mientras ella trabajaba en eso, solté la cabeza y tomé el bisturí; rara vez me dejaban hacer incisiones, pero si las hacía mientras no me estaban mirando, habitualmente me salía con la mía. Además era bueno haciéndolas, lo que ayudaba.

La arteria que Margaret había extraído iba a servir para bombear por todo el cuerpo el coctel de sustancias químicas que estaba preparando; a medida que estas llenaran el cuerpo, los viejos fluidos, como la sangre y el agua, serían expulsados por la vena expuesta hacia un tubo de drenaje, y de ahí al suelo. La primera vez que descubrí que eso se iba al sistema de drenaje me sorprendí, ¿pero a dónde más podría ir? No es peor que el resto de las cosas que están allá abajo. Sostuve la arteria con firmeza y realicé una incisión lentamente, cuidando de no cortarla por completo. Cuando el orificio estaba listo, tomé una cánula –un tubo de metal curvado– y metí la punta más estrecha en la abertura. La arteria parecía de goma, como una manguera delgada, cubierta de pequeñas fibras de músculos y vasos capilares. Apoyé el tubo de metal suavemente en el pecho e hice un corte similar en la vena, esta vez para insertar un tubo de drenaje que se conectaba con una larga manguera de plástico transparente que iba a dar a un desagüe en el suelo. Apreté el hilo que Margaret había atado alrededor de cada vena, de forma tal que quedaran selladas.

–Eso se ve muy bien –dijo Margaret, empujando la bomba hacia la mesa. La bomba tenía ruedas para poderla mover con facilidad sin que estorbara, pero ahora tomaba el lugar de honor en el centro de la habitación mientras Margaret conectaba la manguera principal a la cánula que había colocado en la arteria.

Margaret revisó brevemente el sellado, asintió con la cabeza en señal de aprobación, y vertió la primera sustancia química –un anticoagulante naranja brillante para disolver los coágulos– en el tanque de la bomba. Apretó el botón y la bomba cobró vida lentamente, sincopada como un latido real. Margaret la observó atentamente mientras manipulaba las perillas que controlan la presión y la velocidad. La presión en el cuerpo se normalizó rápidamente y pronto la sangre negra y espesa estaba desapareciendo en la cloaca.

–¿Cómo va la escuela? –preguntó Margaret, quitándose el guante de látex para rascarse la cabeza.

–Han pasado solo un par de días –respondí–. No sucede mucho en la primera semana.

–Pero es tu primera semana en la secundaria –dijo Margaret–. Eso es muy emocionante, ¿no?

–No especialmente –respondí.

El anticoagulante casi se había acabado, así que Margaret vertió un acondicionador azul brillante en la bomba, para preparar los vasos sanguíneos para el formaldehído.

–¿Has hecho nuevos amigos?

–Sí –contesté–. Una escuela entera llegó al pueblo durante el verano, así que milagrosamente ya no estoy atrapado con las mismas personas que conozco desde el kínder. Y, por supuesto, todos querían ser amigos del chico raro. Estuvo genial.

–No deberías burlarte de ti mismo de esa manera –dijo.

–En realidad me estaba burlando de ti.

–Tampoco deberías hacer eso –acotó Margaret, sonriendo ligeramente.

Se puso de pie para añadir más sustancias químicas a la mezcladora. Ahora que las dos primeras sustancias estaban recorriendo el cuerpo, empezó a mezclar el verdadero líquido para embalsamar: crema hidratante y suavizador de agua para evitar que los tejidos se hincharan, conservadores y germicidas para mantener el cuerpo en buenas condiciones (bueno, tanto como era posible en esas condiciones) y tintura para darle un brillo natural de tono rosado.

La clave de todo esto, por supuesto, es el formaldehído, un fuerte veneno que mata todo en el cuerpo, endurece los músculos, encurte los órganos y realiza el verdadero “embalsamamiento”. Margaret agregó una fuerte dosis de formaldehído, seguido de un espeso perfume verde para cubrir el aroma acre. El tanque de la bomba era un recipiente en espiral con una sustancia viscosa de color brillante, como la máquina de refrescos granizados de una gasolinera.

Margaret selló la tapa y me hizo salir por la puerta trasera; el ventilador no era lo suficientemente poderoso para arriesgarse a estar en la habitación con tal cantidad de formaldehído. Ya había oscurecido, y el pueblo estaba casi en completo silencio.

Me senté en el escalón de atrás mientras Margaret se apoyaba contra la pared, supervisando a través de la puerta abierta por si algo salía mal.

–¿Ya te dejaron tarea? –me preguntó.

–Tengo que leer las introducciones de la mayoría de mis libros de texto para el fin de semana, lo que evidentemente todo el mundo hace, y tengo que escribir un ensayo para mi clase de Historia.

Margaret volteó para mirarme, intentando mostrarse despreocupada, pero estaba apretando los labios y empezó a parpadear. Supe entonces, por años de deducirlo, que eso significaba que algo le había molestado.

–¿Te asignan el tema? –preguntó.

Mantuve el rostro inexpresivo.

–Las principales figuras de la historia de Estados Unidos.

–Así que... ¿George Washington? O tal vez Lincoln.

–Ya lo escribí.

–Qué bueno –dijo sin el menor convencimiento. Se quedó un momento en silencio y luego dejó de fingir–: ¿Y tendré que adivinar, o vas a decirme de cuál de tus psicópatas escribiste?

–No son psicópatas.

–John...

–Dennis Rader –respondí, mientras miraba hacia la calle–. Lo atraparon hace apenas unos años, así que me pareció que tenía un lindo enfoque de “últimos acontecimientos”.

–John, Dennis Rader es el asesino serial que ataba, torturaba y mataba a sus víctimas. Te pidieron que escribieras sobre una gran figura, no un...

–El profesor dijo que fuera una figura importante, no una destacada, así que los tipos malos cuentan –respondí–. Incluso él sugirió a John Wilkes Booth como una de las opciones.

–Hay una gran diferencia entre un asesino político y un asesino serial.

–Lo sé –contesté mirándola también–, por eso lo escribí.

–Eres un chico muy listo –admitió Margaret– y lo digo en serio. Probablemente eres el único estudiante que ya escribió el ensayo. Pero no puedes... no es normal, John. Realmente esperaba que superaras tu obsesión con los asesinos.

–No simples asesinos –corregí–, asesinos seriales.

–Eso es lo que te distingue del resto del mundo, John. Para nosotros no hay diferencia.

Margaret volvió a entrar para empezar a trabajar en la cavidad corporal y succionar toda la bilis y el veneno hasta que el cuerpo quedara purificado y limpio. Yo me quedé afuera, en la oscuridad, mirando al cielo y esperando. No sé exactamente qué estaba esperando.

Esa noche no llegó el cuerpo de Jeb Jolley, ni siquiera poco después. Pasé toda la semana en un estado de expectación constante, corriendo a casa desde la escuela cada tarde para ver si ya había llegado. Parecía que fuera Navidad. El forense estaba reteniendo el cuerpo mucho más tiempo del habitual mientras le hacían una autopsia completa. El periódico local sacaba artículos a diario sobre la muerte de Jeb, y finalmente el martes confirmaron que la policía sospechaba que había sido homicidio. Al principio creyeron que lo habían asesinado animales salvajes, pero aparentemente había pistas que sugerían que se trataba de algo más deliberado. La naturaleza de esas pistas, por supuesto, no había sido revelada. Era la cosa más sensacional que había pasado en el condado de Clayton en toda mi vida.

El jueves nos regresaron nuestros ensayos de Historia. Obtuve una buena calificación y la nota “¡Interesante selección!” escrita en el margen. Al chico con el que suelo pasar el tiempo, Maxwell, le quitaron dos puntos por extensión y dos más por ortografía; escribió media página sobre Albert Einstein y deletreó Einstein de forma diferente cada vez.

–En realidad, no hay mucho que decir sobre Einstein –comentó Max, sentado a la mesa de la esquina en la cafetería de la escuela–. Descubrió el E = mc2, las bombas nucleares y ya. Tuve suerte de completar media página.

Realmente no me caía bien Max, una de las pocas cosas que me convertían en alguien normal socialmente: a nadie le caía bien Max. Era de baja estatura y medio gordo, con lentes, un inhalador y el armario lleno de ropa de segunda mano. Pero más allá de eso, tenía una actitud descarada e irritante, hablando siempre autoritariamente y en voz muy alta sobre temas de los que no tenía realmente idea. En otras palabras, actuaba como un bully, pero sin ninguna clase de fuerza o carisma que lo respaldara. Todo eso a mí me venía muy bien, porque él tenía la cualidad que yo más buscaba en un conocido de la escuela: le gustaba hablar, y poco le importaba si le prestaba o no atención. Era parte de mi plan de pasar desapercibido: en soledad éramos un chico raro que hablaba consigo mismo y un chico raro que nunca hablaba con nadie; juntos éramos dos chicos raros simulando tener una conversación. No era mucho, pero nos hacía parecer aunque sea un poco más normales. Dos errores hacen un acierto.

La secundaria Clayton era vieja y se estaba cayendo a pedazos, como todo lo demás en el pueblo. Traían a los niños de todo el condado, y calculo que un tercio de los estudiantes venían de granjas y municipios fuera de los límites del pueblo. Había unos cuantos niños que no conocía, pues algunas de las familias más alejadas educaban a sus hijos en casa hasta antes de la secundaria, pero la gran mayoría era la misma gente con la que había crecido desde el kínder. Nunca llegaba gente nueva a Clayton; las personas solo... solo lo atravesaban por la carretera interestatal y apenas lo miraban al pasar. El pueblo se pudría junto a la carretera, al igual que un animal muerto.

¿Sobre quién escribiste tú? –preguntó Max.

¿Qué? –No estaba poniendo atención.

–Te pregunté sobre quién escribiste el ensayo –repitió Max–. Yo creo que escribiste sobre John Wayne.

–¿Por qué escribiría sobre John Wayne?

–Porque por él te llamas así.

Tenía razón: me llamo John Wayne Cleaver. Mi hermana se llama Lauren Bacall Cleaver. Mi papá era fanático de las películas viejas.

–Ser llamado en honor a alguien no hace que ese alguien sea interesante –afirmé sin dejar de mirar a la gente.

¿Por qué no escribiste tú sobre Maxwell House?

¿Es una persona? –preguntó Max–. Creí que era una compañía de café.

–Escribí sobre Dennis Rader –le contesté rápidamente–. Era BTK.

¿Qué es BTK?

–La sigla de “atar, torturar, matar” en inglés –le expliqué–. Así firmaba Dennis Rader en las cartas que les escribía a los medios.

–Eso es enfermo, hombre –dijo Max–. ¿A cuántas personas mató?

Era evidente que no le preocupaba demasiado.

–A lo mejor diez –le respondí–. La policía todavía no está muy segura.

¿Solo diez? –exclamó Max–. Eso no es nada. Puedes matar a más asaltando un banco. El tipo de tu proyecto del año pasado era mucho mejor.

–No importa a cuántos mató –dije–, y no es genial, está mal.

¿Entonces por qué hablas de ellos todo el tiempo? –preguntó Max.

–Porque lo que está mal es interesante –solo estaba involucrado a medias con la conversación; por dentro pensaba lo increíble que sería ver un cuerpo desmembrado por completo después de una autopsia.

–Eres raro–afirmó Max mientras le daba otra mordida a su sándwich–. Así de sencillo. Un día vas a matar a muchas personas, probablemente más de diez, porque eres sobresaliente en lo que haces, y luego me van a entrevistar en televisión y me preguntarán si me lo esperaba, y yo diré: “Claro que sí, ese tipo estaba loco de remate”.

–Entonces supongo que tendré que matarte a ti primero –dije.

–Buen intento –admitió Max, riéndose y sacando su inhalador–. Soy tu único amigo en el mundo, no me matarías –inhaló una dosis de su medicina y la volvió a guardar en su bolsillo–. Además, mi papá estuvo en el ejército, y tú no eres más que un emo flaco. Me encantaría ver que lo intentaras.

–Jeffrey Dahmer –dije, casi sin prestarle atención.

¿Qué?

–El proyecto que hice el año pasado fue sobre Jeffrey Dahmer –repetí–. Era un caníbal que guardaba varias cabezas en su refrigerador.

–Ya me acordé –dijo Max con una expresión cada vez más sombría–, tus carteles me hicieron tener pesadillas. Fue espeluznante.

–Las pesadillas no son nada –le dije–. Esos carteles me hicieron tener un terapeuta.

Los asesinos seriales me han fascinado –trato de no usar la palabra “obsesionado”– durante mucho tiempo, pero no fue hasta mi reporte de Jeffrey Dahmer en la última semana de secundaria que mi mamá y mis profesores se preocuparon lo suficiente para llevarme a terapia. Mi terapeuta era el doctor Ben Neblin, y durante el verano tuve una cita con él todos los miércoles por la mañana. Hablamos de muchas cosas, como de que mi padre se haya ido, y cuál era el aspecto de un cuerpo muerto, y qué bello era el fuego, pero hablamos sobre todo de asesinos seriales. Me contó que a él no le gustaba el tema, que lo ponía incómodo, pero eso no me detuvo. Mi mamá pagaba por las sesiones, y realmente no tenía nadie más con quien hablar, así que Neblin tuvo que escucharlo todo.

En otoño, después de que empezó la escuela, cambiamos nuestras citas a los jueves por la tarde, así que ese día, cuando terminó mi última clase, llené mi mochila de libros y me fui pedaleando seis cuadras hasta su oficina. A mitad de camino giré en la esquina del antiguo teatro y me desvié un poco: la lavandería estaba a solo dos cuadras de ahí, y yo quería pasar por donde habían matado a Jeb.

La policía había quitado la cinta de seguridad, por fin, y la lavandería estaba abierta pero vacía. La pared del fondo tenía solo una pequeña ventana, amarilla y con barrotes, que asumo que pertenecía al baño. El lote de atrás estaba casi completamente aislado, lo que, según dijo el periódico, hacía que la investigación de la policía fuera muy difícil: nadie había visto o escuchado el ataque, aunque calculaban que había ocurrido a las diez de la noche, cuando la mayoría de los bares siguen abiertos. Probablemente Jeb estaba saliendo de uno rumbo a su casa cuando murió.

De algún modo esperaba encontrar siluetas de gis en el pavimento, una del cuerpo y otra de la pila infame de entrañas. En vez de eso, toda el área había sido limpiada con una manguera de presión, y toda la sangre y la grava habían sido lavadas.

Apoyé mi bicicleta sobre la pared y empecé a caminar encorvado, lentamente, para comprobar si todavía quedaba algo por ver. El pavimento estaba fresco y sombreado. Habían refregado también la pared, en un área más pequeña, y no era difícil deducir dónde había estado el cuerpo. Me acuclillé y miré de cerca el suelo: había manchas púrpuras aquí y allá en la textura del asfalto, donde la sangre seca se había aferrado y resistido al agua.

Después de un minuto encontré una mancha más oscura en el suelo cercano: era del tamaño de una mano, de una sustancia más negra y más espesa que la sangre. La toqué con la uña y vi que era como ceniza grasienta, como si alguien hubiera arrojado carbón de barbacoa. Me limpié la uña con el pantalón y me levanté.

Era raro estar en un lugar donde alguien había muerto. Apenas se escuchaba el sonido de los autos que pasaban lentamente por la calle, ahogado por las paredes y la distancia. Traté de imaginar lo que había pasado ahí: desde dónde habría llegado Jeb, hacia dónde iba, por qué cortó camino por el lote trasero y dónde habría estado parado cuando el asesino lo atacó. Quizá se le había hecho tarde para algo, y tomó el atajo para ahorrar tiempo, o tal vez iba borracho y estaba zigzagueando peligrosamente, sin saber bien dónde estaba. En mi mente me lo imaginé con la cara roja y una sonrisa, ignorante de la muerte que lo acechaba.

También me imaginé al atacante, pensando solo por un momento dónde me escondería yo si fuera a matar a alguien ahí. Había sombras en el lote, incluso de día, ángulos raros de verja, pared y suelo.

Tal vez el asesino había estado esperando detrás de un auto viejo, o agazapado en la sombra de un poste de teléfono. Me lo imaginé acechando en la oscuridad, con ojos calculadores, mirando mientras Jeb pasaba por ahí tropezando, borracho y desprotegido.

¿Tenía hambre? ¿Estaba enojado?

Las teorías cambiantes de la policía eran ominosas y prometedoras, ¿qué podía haberlo atacado tan brutalmente, y a la vez tan cuidadosamente, para que la evidencia apuntara al mismo tiempo a un hombre y a una bestia? Me imaginé garras veloces y dientes brillantes cortando la carne bajo la luz de luna, disparando chorros de sangre hacia la pared de atrás. La parte de la pared que habían lavado llegaba casi hasta el techo, un testimonio de la ferocidad del asesino.

Me quedé ahí un momento más, asimilando todo con un sentimiento de culpabilidad. El doctor Neblin se preguntaría por qué estaba retrasado, y me escarmentaría cuando le dijera a dónde había ido, pero eso no era lo que me molestaba. Al venir aquí estaba escarbando en los cimientos de algo más grande y más profundo, arañando una pared que no me atrevía a violar. Había un monstruo detrás, y yo había construido esa pared sólida para mantenerlo a raya y ahora se agitaba y se estiraba, intranquilo en su sueño. Había un nuevo monstruo en el pueblo, parecía. ¿Su presencia despertaría al que yo mantenía guardado?

Era hora de irme. Me volví a subir a mi bici y recorrí las últimas cuadras hasta la oficina de Neblin.

–Hoy rompí una de mis reglas –le dije, mirando a través de las cortinas de la oficina hacia la calle.

Los automóviles brillantes pasaban como en un desfile inestable. Podía sentir los ojos de Neblin en la nuca, estudiándome.

¿Una de tus reglas? –preguntó.

Su voz era serena y uniforme. Era una de las personas más calmadas que conocía, pero bueno, por otro lado pasaba la mayoría del tiempo con mamá, Margaret y Lauren. Su calma era una de las razones por las que había ido ahí de tan buena gana.

–Tengo reglas –expliqué– para evitar hacer algo... malo.

¿De qué tipo? –preguntó.

¿De qué tipo de cosas malas? –pregunté–. ¿O de qué tipo de reglas?

–Me gustaría escuchar sobre las dos, pero puedes empezar por la que quieras.

–Entonces es mejor empezar por las cosas que intento evitar –afirmé–. Las reglas no van a tener mucho sentido para usted si no conoce primero esas.

–Está bien –dijo, y me volteé para mirarlo.

Era un hombre de baja estatura, casi completamente calvo, y usaba lentes pequeños y redondos con marcos negros delgados. Siempre llevaba consigo un bloc de papel, y ocasionalmente tomaba notas mientras hablábamos; eso solía ponerme nervioso, pero él se ofreció a enseñarme sus notas cada vez que se lo pidiera. Nunca escribía cosas como “qué chico más raro” o “este chico está loco”, solo simples notas para ayudarle a recordar lo que habíamos hablado.

Estoy seguro de que tenía una libreta de “qué chico más raro” en alguna parte, pero la mantenía escondida.

Si todavía no tenía una, iba a empezarla después de esto.

–Creo –dije, mirándolo a la cara para ver su reacción– que el destino quiere que me convierta en un asesino serial.

Levantó una ceja, nada más. Les dije que era calmado.

–Bueno –empezó–, evidentemente estás fascinado con ellos; probablemente has leído más del tema que cualquier persona en el pueblo, incluyéndome. ¿Te gustaría convertirte en un asesino serial?

–Claro que no –le respondí–. De hecho específicamente quiero evitar convertirme en un asesino serial. Solo que no sé qué tanto soy capaz de evitarlo.

–¿Así que lo que intentas evitar hacer es... matar a gente?

Me miró con malicia, una señal que ya conocía y que significaba que estaba bromeando. Siempre decía algo un poco sarcástico cuando empezábamos a tratar los temas realmente pesados. Creo que era su forma de lidiar con la ansiedad. Cuando le conté sobre la vez que diseccioné a una ardilla muerta, capa por capa, hizo tres chistes en fila y casi se rio.

–Si has roto una regla así de grande –continuó–, yo estoy obligado a ir a la policía, haya confidencialidad o no.

Yo había estudiado las normas acerca de la confidencialidad del paciente en una de nuestras primeras sesiones, cuando empecé a hablar sobre iniciar incendios. Si él pensaba que había cometido un delito, o que tenía la intención de hacerlo, o si creía que era un peligro legítimo para alguien, la ley lo obligaba a informar a las autoridades.

También tenía la libertad de discutir con mi mamá cualquier cosa que yo dijera, tuviera o no una buena razón. Los dos habían mantenido muchas de esas conversaciones durante el verano, y ella convertía mi vida en un infierno por culpa de ellas.

–Las cosas que quiero evitar son mucho menores en la escala que matar –dije–. Los asesinos seriales generalmente son (casi siempre, de hecho) esclavos de sus propias compulsiones. Matan porque tienen que hacerlo, y no pueden parar. Yo no quiero llegar a ese punto, así que he establecido reglas sobre cosas pequeñas, como sobre mi gusto de mirar a las personas: no me permito mirarlas demasiado. Si lo hago, me fuerzo a ignorar a esa persona por toda una semana, y no pensar ni siquiera en ello.

–Así que tienes reglas para evitar pequeñas conductas de asesino serial –dijo Neblin– a fin de mantenerte lo más lejos posible de las cosas grandes.

–Exactamente.

–Creo que es interesante que usaras la palabra “compulsiones” –admitió–. Eso de alguna forma elimina la cuestión de la responsabilidad.

–Pero me estoy haciendo responsable –le confesé–. Estoy tratando de detenerlo.

–Sí –afirmó–, y es muy admirable, pero empezaste esta conversación diciendo que el “destino” quiere que tú seas un asesino serial. Si te dices a ti mismo que es tu destino, entonces, ¿no estás más bien evadiendo tu responsabilidad al pasarle la culpa al destino?

–Dije “destino” –le expliqué– porque esto va más allá de simples peculiaridades conductuales. Hay algunos aspectos de mi vida que no puedo controlar, y que solo pueden ser explicadas por el destino.

–¿Por ejemplo...?

–Me pusieron mi nombre en honor a un asesino serial –expliqué–. John Wayne Gacy mató a treinta y tres personas en Chicago y las enterró en el entrepiso debajo de su casa.

–Tus padres no te pusieron ese nombre por John Wayne Gacy –corrigió Neblin–. Lo creas o no, le pregunté eso específicamente a tu mamá.

–¿En serio?

–Soy más listo de lo que parezco –respondió– pero necesitas recordar que una conexión fortuita no es destino.

–El nombre de mi papá es Sam –dije–. Eso me hace el Hijo de Sam, un asesino serial de Nueva York que declaró que su perro le había dicho que matara.

–Así que tienes conexiones fortuitas con dos asesinos seriales –señaló–. Es un poco raro, lo reconozco, pero sigo sin ver una conspiración cósmica en contra tuya.

–Mi apellido es Cleaver, es decir, cuchillo –le dije–. ¿Cuántas personas conoce que tengan el nombre de dos asesinos seriales y un arma mortal?

El doctor Neblin movió su silla y empezó a golpetear su pluma contra el papel. Eso significaba que estaba intentando pensar.

–John –dijo después de un momento–. Me gustaría saber qué tipo de cosas te asustan, específicamente, así que demos un paso atrás y pensemos en lo que dijiste antes. ¿Cuáles son algunas de tus reglas?

–Ya le conté sobre la de mirar a las personas –respondí–. Esa es una importante. Me encanta mirar a la gente, pero sé que si miro a una persona por mucho tiempo voy a empezar a tener interés en ella, voy a querer seguirla, ver a dónde va, ver con quién habla, y averiguar qué es lo que la motiva. Hace unos años me di cuenta de que estaba acosando a una niña en la escuela; literalmente la seguía a todas partes. Ese tipo de cosas pueden escalar rápidamente, así que hice una regla: si miro a una persona mucho tiempo, la ignoro por el resto de la semana.

Neblin asintió, pero no interrumpió. Me dio gusto que no preguntara por el nombre de la niña, porque tan solo hablar de ella así me hacía sentir como si estuviera rompiendo mi regla una vez más.

–Luego tengo una regla sobre los animales –expliqué–. Se acuerda de lo que le hice a la ardilla.

–La ardilla ciertamente no se acuerda –Neblin sonrió nerviosamente.

Sus chistes nerviosos se estaban volviendo cada vez más tontos.

–Esa no fue la única vez –le dije–. Mi papá solía poner trampas en nuestro jardín para las ratas, los topos y demás, y mi trabajo de cada mañana era salir a revisarlos y pegarles fuerte con una pala en caso de que todavía no estuvieran muertos. Cuando tenía siete años empecé a abrirlos a la mitad, para ver cómo se veían por dentro, pero después de que empecé a estudiar asesinos seriales dejé de hacer eso. ¿Ha oído de la tríada Macdonald?

–Tres rasgos compartidos por el 95% de los asesinos seriales –afirmó el doctor Neblin–: la enuresis, la piromanía y la crueldad animal. Tú tienes, en efecto, las tres cosas.

–Eso lo descubrí cuando tenía ocho años –dije–. Lo que realmente me afectó no fue el hecho de que la crueldad animal pudiera predecir comportamiento violento, sino que hasta antes de leer al respecto, nunca pensé que estuviera mal. Estaba matando animales y desmembrándolos, y tenía la misma reacción emocional que un niño jugando con ladrillos de plástico. Es como si no fueran reales para mí, solo eran juguetes para pasar el rato. Cosas.

–Si tú no sentías que estuviera mal –preguntó el doctor Neblin–, ¿por qué te detuviste?

–Porque fue entonces cuando me di cuenta por primera vez de que era diferente a los demás –admití–. Me encontré con algo que hacía constantemente, sin pensar mucho en ello, y resultó que era algo que el resto del mundo consideraba reprobable. Fue entonces cuando supe que necesitaba cambiar, así que empecé a crear reglas; la primera fue no meterse con los animales.

–¿No matarlos?

–No hacerles nada –respondí–. No voy a tener una mascota, no voy a acariciar a un perro en la calle, y ni siquiera me gusta ir a la casa de alguien que tenga un animal. Evito cualquier situación que pueda llevarme otra vez a hacer algo que sé que no debo.

Neblin me miró por un momento.

–¿Alguna otra? –preguntó.

–Si me siento con ganas de lastimar a alguien, les hago un cumplido. Si alguien me está fastidiando al grado de odiarlo tanto que empiezo a imaginar que lo asesino, le digo algo lindo y pongo una gran sonrisa. Me obliga a tener buenos pensamientos en vez de malos, y usualmente hace que se vayan.

Neblin lo pensó por un momento antes de hablar.

–Por eso lees tanto sobre asesinos seriales –señaló–. No interpretas lo bueno y lo malo de la misma forma en la que otros lo hacen, así que lees al respecto para averiguar qué es lo que se supone que debes evitar.

Asentí con la cabeza.

–Y por supuesto que ayuda que es un tema muy interesante para leer.

Tomó algunas notas en su libreta.

–Así que, ¿cuál fue la regla que rompiste hoy? –preguntó.

–Fui al lugar donde encontraron el cuerpo de Jeb Jolley –contesté.

–Me preguntaba por qué aún no lo habías mencionado –dijo–. ¿Tienes una regla sobre mantenerte alejado de escenas violentas del crimen?

–No específicamente –respondí–. Fue por eso que pude justificarlo frente a mí mismo. No estaba rompiendo ninguna regla específica, aun si estaba rompiendo el espíritu de ellas.

–¿Y por qué fuiste?

–Porque alguien fue asesinado ahí –agregué–. Y... necesitaba verlo.

–¿Fuiste un esclavo de tu compulsión? –me preguntó.

–Se supone que no debe volver eso en mi contra.

–Es mi deber hacerlo, soy un terapeuta.

–Veo cadáveres todo el tiempo en la funeraria –dije– y creo que eso está bien; mamá y Margaret han trabajado ahí por años y no son asesinas seriales. Así que veo mucha gente viva y mucha gente muerta, pero nunca he visto a una persona viva convertirse en una persona muerta. Me da... curiosidad.

–Y la escena de un crimen es lo más cercano que puedes estar de eso sin cometer tú mismo un asesinato.

–Sí.

–Mira, John –comenzó Neblin, inclinándose hacia delante–. Tienes muchos indicadores de conducta de asesino serial. De hecho, creo que tienes más indicadores que cualquier otra persona que haya visto. Pero debes recordar que los indicadores son solo eso, predicen lo que podría pasar, no profetizan qué va a pasar. El 95% de los asesinos seriales se orinaban en la cama, iniciaban incendios y lastimaban animales, pero eso no significa que el 95% de los niños que hacen ese tipo de cosas se vuelven asesinos seriales. Siempre estás en control de tu propio destino, y siempre eres tú quien toma sus propias decisiones, nadie más. El hecho de que tú tengas esas reglas, y que las sigas tan cuidadosamente, dice mucho de ti y de tu carácter. Eres una buena persona, John.

–Soy una buena persona –admití– porque sé cómo deben actuar las buenas personas, y las copio.

–Si eres tan meticuloso como dices ser –acotó Neblin–, entonces, nadie descubrirá nunca la diferencia.

–Pero si no soy lo suficientemente meticuloso –dije mirando a la ventana–, quién sabe qué podría pasar.