Capítulo 1: Cazador Silencioso
Capítulo 2: Entre los crow
Capítulo 3: Un indio ciego
Capítulo 4: El viaje hacia las praderas
Capítulo 5: La vida en las llanuras
Capítulo 6: El viento que sopla
Capítulo 7: El Gran Espíritu
Capítulo 8: Una pluma de águila
Capítulo 9: El viejo Pequeño Halcón
Capítulo 10: La bolsa de la medicina
Capítulo 11: Dientes afilados
Capítulo 12: La Voz
Capítulo 13: ¡He visto monstruos!
Capítulo 14: Venganza en las praderas
Capítulo 15: Glooskap y Malsum
Capítulo 16: Tiempo de buitres
Capítulo 17: Los enviados de los otkon
Capítulo 18: Plantar pólvora
Capítulo 19: Los malacosa
Capítulo 20: La tierra habla distinto
Capítulo 21: La pipa ceremonial
Capítulo 22: Muerte en la montaña
Capítulo 23: Una peligrosa misión
Capítulo 24: El árbol-tótem
Capítulo 25: La huida de Ojo de Nube
Capítulo 26: Cuéntame lo que ves
Capítulo 27: Entre los pataslargas
Capítulo 28: Siguiendo el curso del río
Capítulo 29: El invierno en la montaña
Capítulo 29,5: Los pasos de la Luna
Créditos
 

1

Cazador Silencioso

 
A

L sentir los primeros dolores del parto, Abeto Floreciente dejó en el suelo la bolsa en que recogía moras silvestres y avisó a su madre:

–Madre, ya llega... 

Luz Dorada la sostuvo por la cintura y caminó con ella hacia un claro del bosque. Otras dos mujeres dejaron la recolección y las acompañaron, mientras una tercera se dirigió al poblado a buscar lo necesario para atender a la madre y al recién nacido. 

En cuclillas, con los brazos apoyados en los hombros de dos mujeres, Abeto Floreciente dio a luz un niño. Según la costumbre, la abuela ayudó en el parto, cortó con sus dientes el cordón umbilical y lo anudó cerca de la tripa del recién nacido. Luego, le introdujo un dedo en la boca para limpiar su garganta. 

El niño tosió y su pequeño pecho comenzó a moverse rítmicamente. Las mujeres esperaron el berrido acostumbrado, pero el recién nacido no lloró. 

Tampoco lloró cuando, poco después, la abuela se acercó con él al borde del río y lo sumergió en el agua helada. Mientras lo lavaba, Luz Dorada contó los dedos de sus manitas cerradas y de sus diminutos pies. Observó con detalle su cuerpo, lo encontró completo y proporcionado y dio gracias al Gran Espíritu por haber bendecido a su familia con un niño sano y fuerte. 

Las mujeres tumbaron a Abeto Floreciente sobre la estera, para que descansase, y le dieron de beber zumo en un cuenco. Poco después, la abuela subió donde estaba su hija y le tendió el niño, envuelto en una manta: 

–Es un niño precioso. No ha llorado al sumergirlo en el agua. Será un valiente cazador. Le llamaremos Cazador Silencioso. 

Poco después de que el sol se pusiese sobre las montañas, las cinco mujeres emprendieron viaje hasta el poblado. Luz Dorada llevaba a su nieto en brazos y ya entonces tuvo la sensación de que la ausencia de llanto no era un buen presagio. 

Arco Certero regresó de su jornada de caza cuando se habían encendido las primeras estrellas. Pronto tuvo noticias de que era padre por tercera vez y recibió las felicitaciones de todos los hombres del poblado porque el recién nacido fuese varón. Entró en su tipi, pasó la mano por la frente sudorosa de su mujer y destapó al niño para comprobar si parecía sano y fuerte. 

La madre le anunció: 

–Se llamará Cazador Silencioso. No ha llorado cuando abrieron su boca, ni tampoco cuando lo lavaron en el río. 

Arco Certero sonrió. Le pareció un buen nombre, ese de Cazador Silencioso. Pensó que dentro de unos años, ese niño se haría un chico y después un adulto, y los acompañaría a él y a otros hombres en las partidas de caza. Observó sus puños y sus ojos cerrados y pensó que eran signos de firmeza. 

El padre se sentía satisfecho al pensar que su hijo crecería enérgico y fuerte y sería el orgullo de la familia. 

Pero a medida que pasaban las horas, crecía la inquietud de la abuela Luz Dorada, a quien no gustaba que su nieto fuese tan callado. Estuvo atenta la primera noche, pero el recién nacido no soltó un solo gemido. Tampoco lo hizo el siguiente día, ni la segunda noche de su vida. Por eso, a la madrugada del tercer día fue al tipi de su hija y dijo: 

–Está muy silenciosa tu casa. 

–No te preocupes, madre. El niño está sano. Se agarra al pezón con fuerza y su tripa funciona bien, como puedes comprobar. 

Luz Dorada vio cómo el niño chupaba de la teta de su madre, con los puños bien cerrados. Era cierto que parecía un muchacho muy fuerte. 

Pero eso no la tranquilizó.

 

2

Entre los crow

 
E

NTRE los indios crow estaba mal visto hacer preguntas. Se consideraba una ofensa dirigirse a alguien directamente y preguntarle, por ejemplo: 

«¿Cómo está tu hermano?». 

Hacer una pregunta directa significaba obligar a otra persona a responder. Y a los indios crow no les gustaba tener obligaciones. Les gustaba sentirse libres como las nubes en el aire. 

Por eso, pasaban los días y la abuela Luz Dorada, aunque estaba inquieta, no preguntaba a su hija, sino que por la mañana le decía, por ejemplo: 

–Esta noche tampoco he oído el llanto de tu hijo. 

Abeto Floreciente intentó tranquilizar a su madre: 

–Eso es de la vejez, madre. Los viejos dormís profundamente. Recuerda cuando, en las praderas, los coyotes se acercaron al poblado de noche y tú tampoco oíste sus aullidos. 

Pero la madre de Cazador Silencioso estaba también preocupada. En seis días, su hijo no había llorado ni una sola vez, mantenía continuamente los puños cerrados... 

... Y además no había abierto los ojos. 

Abeto Floreciente calló todo esto para no disgustar a Arco Certero. Sabía que su marido deseaba sobre todo un hijo varón y estaba feliz por haber tenido a Cazador Silencioso. 

Cuando se quedaba a solas con el niño, dándole de mamar o cambiándole el pañal, Abeto Floreciente se dirigía a su hijo: 

–Llora, hijo, llora. Si no lloras ahora de niño, todos tendremos que llorar cuando crezcas. 

La noche del séptimo día, Abeto Floreciente no podía dormir. Temía que su hijo no tuviese Voz. Y la Voz era muy importante para los indios crow. Era lo que los diferenciaba del resto de animales del cielo, de la tierra y del agua. 

A medianoche, decidió no darle de comer. 

Y pasó las horas, hasta la llegada del amanecer, pendiente de si el niño gritaba para reclamar el pecho. 

Durante ese tiempo, Abeto Floreciente colocó a su pequeño bajo su brazo y le decía de vez en cuando: 

–Llora, hijo, llora. Mejor que llores de niño a que tengas que hacerlo cuando seas un hombre. 

A la salida del sol de su octavo día de vida, Cazador Silencioso lanzó un sonoro berrido. Un estruendoso grito que despertó a su padre Arco Certero, a Cierva Blanca y a Montaña Plateada, sus dos hermanas. 

También despertó a otros habitantes del poblado, sobre todo a la abuela Luz Dorada, quien apareció feliz a la entrada del tipi diciendo a su hija, que daba orgullosa de mamar al niño: 

–Esta madrugada, el sol ha salido con fuerza; será un buen día. 

–Sí, madre. Será un buen día para todos. Abeto Floreciente estaba feliz. Su hijo no solo había utilizado con fuerza su Voz, sino que al hacerlo había abierto sus puñitos cerrados. Ahora, mientras mamaba con energía de su pecho, el niño agarraba con fuerza uno de sus dedos, apretándolo al ritmo que latía su pequeño corazón. 

Al verlo, la abuela pensaba que Cazador Silencioso crecería como un muchacho sano. De mayor, sería un hombre fuerte. Y un poderoso cazador. Ya no se arrepentía por haberle dado ese nombre mientras lo lavaba a la orilla del río. 

Pero transcurrieron los días y el niño no abría los ojos. Como otras cosas, ese hecho no había pasado desapercibido a la abuela Luz Dorada, que a partir del décimo día comentó a su hija: 

–Creo que mi nieto todavía no conoce la forma de tu cara. 

La madre del niño trataba de espantar las preocupaciones de la abuela y decía mientras veía dormir a su pequeño: 

–Mi hijo reconoce mi voz, aprieta mis dedos y toma con gusto la leche de mis pechos, madre. Tiempo tendrá de conocer mi rostro y el tuyo. Mírale y escúchale... Es un niño sano y fuerte. 

Cazador Silencioso lloraba solo lo indispensable, cuando sentía hambre o su pequeña tripa se hinchaba de gases. Pero si estaba despierto, ronroneaba como si quisiera echar a hablar. Era un gau-gau continuo y con ritmo, parecido al de una canción. 

Aunque era cierto que sus ojos permanecían cerrados. 

Y eso tenía preocupada a Abeto Floreciente, aunque ella no quería reconocerlo. 

Transcurrieron las dos semanas en las que, según la tradición crow, ni la madre ni el recién nacido debían salir fuera del tipi. Esas dos semanas eran el tiempo que tardaba el alma en asentarse en el cuerpo de los recién nacidos, y no debían salir fuera para que el alma no se la llevara un mal viento. 

También era el tiempo para que, según las costumbres indias, las madres pudieran saber si un niño crow debía o no vivir en la tribu. Si por alguna razón el Gran Espíritu deseaba llevárselos durante ese período, los padres no debían sentir pena, porque el alma del recién nacido aún no había llegado a la comunidad. 

El decimoquinto día, Cazador Silencioso, con su recién estrenada alma de niño, salió del tipi en brazos de su madre. 

Las otras mujeres se acercaron para verle y alabaron a Arco Certero por haber engendrado un muchacho. También elogiaron a Abeto Floreciente porque tuviera un cuerpo tan bien formado. 

La abuela Luz Dorada estaba orgullosa porque sus vecinas ensalzaran a su primer nieto varón y sonreía ufana mientras caminaba abrazada a su hija. 

Pero, de repente, Cazador Silencioso abrió los ojos. 

Y un suspiro de espanto y decepción brotó de las gargantas de las mujeres que le observaban. 

También Abeto Floreciente se sobresaltó. Cazador Silencioso mostró al abrir los ojos una córnea absolutamente blanca. Blanca como si la nieve o las nubes hubiesen quedado atrapadas entre sus párpados.

 

3

Un indio ciego

 
U

N crow ciego era un obstáculo para la tribu, cuando tenía que viajar desde las montañas hacia las praderas, o al revés.

Tampoco era útil para el poblado un ciego crow cuando la supervivencia diaria dependía de la caza, de la pesca y de la recolección. Ni cuando había que escapar de las amenazas de animales que corrían o se arrastraban por la tierra. O cuando tenían que defenderse de los ataques de otras tribus... 

Por eso, entre los crow nadie censuraba al padre o al hijo que abandonaba a un ciego, si este representaba un obstáculo para la vida de la comunidad. Y la persona ciega, cuando era mayor, aceptaba con resignación volver con el Gran Espíritu, porque sabía que ya era un estorbo para la vida de los demás. 

Pero la madre de Cazador Silencioso, que había vivido con su hijo durante esas dos semanas y que había sentido cómo su alma se alojaba en su pequeño cuerpo, no quería abandonar a su hijo, a pesar de las advertencias de la abuela Luz Dorada. 

Al repetirle que ese niño sería un problema para la familia y el resto de la tribu, Abeto Floreciente respondió con energía a su madre: 

–Madre, no insistas. ¡Yo seré sus ojos! 

Al regresar Arco Certero a la noche siguiente y enterarse de que su hijo era ciego y que no podría cazar con él ni en las praderas ni en las montañas, sintió una tristeza tal que no dijo una sola palabra y se encerró en su tipi. 

Pero su mujer envió a sus hijas y a su hijo al cuidado de la abuela y pasó la noche con su marido, consolándole y susurrándole al oído mientras le acariciaba: 

–No te preocupes, querido, porque yo seré sus ojos. 

A la mañana siguiente, Abeto Floreciente comunicó a su madre, a sus hijas y al resto de las mujeres de la tribu que su hijo se quedaría con ella y que a partir de ese momento el niño se llamaría Ojo de Nube. 

Pasaron las semanas y, a excepción de su ceguera, Ojo de Nube creció como un niño sano. 

Cuando lloraba, lo hacía con energía. Cuando dormía, lo hacía con placidez. Y las horas en que estaba despierto, producía un ronroneo que parecía una canción: gau-gaugau-gau... 

Mientras Abeto Floreciente realizaba la recolección en el bosque con otras mujeres, hablaba a su hijo y le contaba cómo era el mundo que esos ojos nunca podrían contemplar: 

–Hemos venido a buscar piñas maduras, de las que caen del árbol al suelo antes de que broten las nuevas. Debemos llegar antes de que lo hagan las ardillas. Las mejores son las piñas que comienzan a cuartearse y que mantienen la capa de resina. Acabarán de abrirse los próximos días al lado de nuestros fuegos y luego podremos romper la cáscara y guardar los piñones. 

Por las noches, cuando su marido y sus hijas dormían, la madre se acurrucaba junto al niño y le susurraba al oído: 

–Al llegar la próxima luna llena tendremos que abandonar las montañas e ir hacia las praderas porque llegará el invierno, la nieve lo cubrirá todo y los grandes animales del bosque bajarán al arroyo para buscar el alimento que les corresponde. 

O le contaba alguna antigua leyenda: 

–Eso que oyes es el Viento del Norte, que dentro de poco se hará más y más gordo y que vendrá cargado con sacos llenos de nieve. Hace muchos, muchos años, el Viento del Norte llevaba la nieve solo de la cima de una montaña a la cima de otra montaña, viajando con su saco cargado entre barrancos y ríos, sin dejar caer un solo copo, pero una vez se encontró con el Gran Espíritu, que le preguntó si podría darle un poco de esa nieve... 

Abeto Floreciente no se separaba de su hijo en ningún momento. Lo llevaba al pecho o a la espalda, se acurrucaba en el lecho contra él para contarle los sucesos del día, o cuidaba del fuego con él en el regazo. Cierva Blanca y Montaña Plateada lo comprendían, porque la madre debía ser los ojos del pequeño. 

Arco Certero, cuando estaba a solas, movía la cabeza y se lamentaba pensando que su hijo sería muy infeliz. Y se entristecía pensando que nunca podría cazar con él en las montañas ni en las grandes praderas. 

Ojo de Nube escuchaba a veces a su madre en silencio. También en silencio dejaba que ella posase sobre su pequeño pecho una hoja de tejo, una cinta de cuero o una pluma de pájaro, para que conociera en su piel las cosas que sus ojos no podrían ver. Pero otras veces parecía responder con maullidos que semejaban canciones: Mau-gau-maugau-gauau... 

Llegó la quinta luna llena y, con ella, los primeros vientos fríos. Repletos los sacos de frutos y semillas y secadas las carnes de los animales cazados, los crow recogieron sus pieles, sus tipis y los palos que sostenían las tiendas, preparándose para el viaje. 

Antes de partir, cada familia dejó en el centro de donde había plantado su tipi un puñado de frutos y semillas y una ofrenda de carne y de pescado, como agradecimiento a la Madre Tierra por haberles dejado utilizar su suelo y tomar su agua. 

También agradecieron al Espíritu del Bosque que les hubiera permitido recolectar frutos, recoger resinas o quemar leña. 

Y dieron las gracias al Gran Espíritu porque los peces se hubieran dejado pescar y los ciervos se hubieran dejado cazar. 

Por último, en una danza en la que participaron de ancianos a niños, se alegraron por haber pasado en las montañas cinco lunas más, deseando estar de regreso cuando las nieves se hubiesen retirado y los grandes animales del bosque se hubieran saciado de la comida que les correspondía. 

Después de todo eso, el pequeño grupo de indios crow emprendió su viaje anual hacia las grandes praderas.