EL TANGO DE DIEN BIEN PHU

 

 

 

DAVID CASTILLO

 

En nuestra página web: https://www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

Título original: El tango de Dien Bien Phu

Diseño de la sobrecubierta: Estudio Calderón

La traducción de esta obra ha contado con una ayuda del Institut Ramon Llull.

llull

Primera edición: enero de 2020

Primera edición en e-book: marzo de 2020

© David Castillo, 2020

© de la traducción: Gemma Brunat, 2020

© de la presente edición: Edhasa, 2020

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ISBN: 978-84-350-4761-6

Producido en España

Solo la veracidad puede dar

la verdadera dimensión de lo que fuimos.

JOAN GARCÍA OLIVER

Dedicatoria y agradecimientos

Aunque los testimonios y protagonistas aparecen citados en la novela, este libro no habría sido posible sin la idea que me dio la canción Los refugiados del 39, que Ramon Muns cantó durante la presentación, en la primavera de 2002, de mi novela No miris enrere (traducida al español con el título Sin mirar atrás). La escuchamos con Manuel Vázquez Montalbán y Juan Marsé. Después hemos compartido muchas conversaciones y algún almuerzo en su casa, en Badalona, donde me ha explicado con detalle las vicisitudes de la canción.

Quiero agradecer los testimonios personales de Pascual Escanilla y, sobre todo, de sus dos hijos, Aurora y Joan, que me facilitaron material y fotografías de las calamidades que sufrió su padre, compañero de celda de condenados a muerte de mi familia en la larga noche de la posguerra.

Algunos capítulos tampoco habrían salido adelante sin la fuerza y el apoyo de Xavier Soler Bartomeus y Rosa Renovell, los recuerdos de sus padres y la hospitalidad en su casa de la Cerdaña y en Francia. En la misma línea, los recuerdos de Miquel Pey a través de su hijo Marcel, admirado amigo de siempre. También me ayudaron Felip Solé Sabaté –con sus libros y documentales de televisión sobre el campo de Argelès–, Jordi Solé Sugranyes y Josep Lluís Pons Llobet. O alguna conversación con Alfredo García Vela, después de volver del teatro, sobre su padre y su tío, Rafael y Pepe García Colomer, ambos de la idea. También del Prat de Llobregat, Josep Maria Canalias y su madre, Madrona, de noventa y cinco años, y su suegra, Maria, ya con ciento cuatro años. O las largas charlas con Luis Álvarez Prada, superviviente de tantas bombas, que me animó a explicar estas historias y que salvó la vida desde la tenacidad, o «de milagro», a pesar de no creer en superstición alguna. Durante los años de redacción de la novela, la visita al antiguo frente del Segre fue especialmente motivadora gracias a la energía, conocimientos y bibliografía de Pol Galitó y el apoyo de Pere Miralles y Joan Tomàs. Me fue muy provechoso el libro de memorias de Xavier Garcia i Soler, que conseguí gracias a sus hijos.

Entre los memorialistas no puedo olvidar las conversaciones y los libros fundamentales de Eduard Pons Prades y Paco Carrasquer. También el volumen Por qué fui secretario de Durruti de Jesús Arnal, así como los de los amigos o maestros queridos Pepe Fortea, Juan Perea, Ricardo Sanz, Josep Peirats, Abel Paz, Joan Sans i Sicart, Cipriano Mera, Joan Ferrer a través de Baltasar Porcel, Ana Delso, Frederica Montseny, Miquel Siguan, Rafael Ballester, Eduardo de Guzmán, Marcial Mayans, Joan Català, Antonio Vilanova, Luis Andrés Edo, Sara Berenguer, Estanislau Torres, Antonio Miró, Francesc Vilanova, José María Rojas, Joan Zambrana, Germán Riera, Miguel García, Miguel Grau y Antonia Lisbona, Hanneke Willemse, Joan Manent, Hans Magnus Enzensberger, Diego Abad de Santillán, Marie-Claude Rafabeau-Boj, Lluís Montagut, Miquel Amorós, B. Gràcia i Cardús, Gerald Brenan, Antoni Téllez, Joan Cardona, Joan Rubió i Cabeceran, Joan Llarch, Juan Giménez Arenas, Enrique Barberá, Joaquín Aisa, Antoine Giménez & Les Giménologues, Salvador Gomis, Pilar Ponzán, Juan Hermanos y Manuel Valldeperes. También, los testimonios orales de recuerdos de la Guerra Civil recogidos por Ronald Fraser y Eloi Vila; las cartas de condenados a muerte compiladas por Alba Díaz y Helena Ledesma, o el diario de Joaquín Aisa Raluy, así como material ingente sobre el movimiento libertario que nos han ofrecido, durante los últimos años, los hermanos Ferran y Manel Aisa, amigos desde los años gloriosos.

Ha sido fundamental para situarme el Atles de la Guerra Civil a Catalunya, de Víctor Hurtado, Antoni Segura y Joan Villarroya, así como los libros de fotografías de Juan Carrasco y Agustí Centelles, como la que ilustra la portada. También, las viejas reflexiones del amigo Josep Pedreira, que me confesó en voz baja infinidad de desgracias bélicas, muchas de las cuales aparecieron en su libro Soldats catalans a la Roja i Negra (1936-1939).

Cuando el libro estaba terminado, Josep Quevedo, de Berga, me impulsó, me informó y, con ello, me obligó a reabrirlo y a incorporar detalles reveladores. A él le querría dedicar también esta novela, además de a los amigos de las montañas Toni Gol, Daniel Montañà y Pep Rafart, tanto por su apoyo como por la bibliografía y el entusiasmo.

También ha resultado de gran ayuda el volumen Vilanova i la Geltrú 1936-1939: Guerra civil, revolució i ordre social, de Francesc X. Puig Rovira, quizás la recopilación más completa sobre la vida cotidiana durante los años de la guerra. Quico Mestres me cedió, además, las memorias vergonzosamente inéditas de Ricard Mestre Ventura.

La información y descripciones sobre la Segunda Guerra Mundial y la batalla de Dien Bien Phu provienen de una conversación con Manu Leguineche y de los volúmenes Paracaidistas en Normandía, de Óscar González López; La Légion, de Erwan Bergot; Ho, de David Halberstam; La tragedia del Vietnam: La trampa de Dien Bien Phu, de E. Krieg; Go sur Diên Biên Phu, de Marcel Georges; El dolor de la guerra, de Bao Ninh; Españoles en la Legión Extranjera Francesa y Añoranzas hispanas de la Legión Extrangera, de Joaquín Mañes Postigo; Hablan los desertores del Vietnam, de Mark Lane; La última gesta: Los republicanos que vencieron a Hitler (1939-1945), de Secundino Serrano; La Nueve: Los españoles que liberaron París, de Evelyn Mesquida; Las brigadas internacionales de la Guerra de España, de Andreu Castells; Dien Bien Phu, de Vo Nguyen Giap; Mathausen, fin de trayecto: Un anarquista en los campos de la muerte, de Lope Massaguer; Un vilanoví a Buchenwald: la defensa de la República i la deportació als camps nazis, de Marcel·lí Garriga; De la guerra civil, l’exili i el franquisme (1936-1975), de Daniel Díaz Esculies; Recordando al tío Ho, de Phung The Tai; Mauthausen: memorias de Alfonso Maeso, un republicano español en el Holocausto, de Ignacio Mata; Allez! Allez!: escrits del pas de frontera, 1939, de Maria Campillo (editora), e Infantería mecanizada, de Bryan Perrett.

Finalmente, sin los lectores Pau Dito Tubau, Andreu Gomila, Judit Díaz Barneda, Pilar Beltran, Gemma Brunat y José Luis Pons Llobet no sé si habría sacado adelante esta historia resumida de todo lo que nos pasó. También me animaron los consejos y tantas tardes compartidas con mi sobrino Alfred García y sus guitarras.

En cada pueblo que conquistamos revolucionamos enseguida la vida cotidiana. Esto es lo mejor de nuestra campaña. Para esto se requiere mucha pasión. Cuando estoy solo pienso a menudo en lo enorme que es la tarea que nos hemos propuesto y que ya hemos comenzado. Entonces comprendo la magnitud de mi responsabilidad. Una derrota de mi columna sería terrible, porque no podemos retroceder así, sin más, como cualquier otro ejército. Tendríamos que llevar con nosotros a todos los habitantes del lugar donde hemos permanecido, a todos sin excepción.

BUENAVENTURA DURRUTI

EL TANGO DE DIEN BIEN PHU

1

«Mi mirada desafiante brillaba contra sus ojos amarillentos, prolongación del acero de su bayoneta calada, a medio metro. Y por primera vez en toda mi vida, después de las persecuciones, de la deportación, del castillo de Montjuic y de la Modelo, tuve miedo. No miedo a morir, no; no miedo al dolor, no; no miedo a quedar herido, no. Era el miedo a sentirse desarmado, a tener que acatar órdenes después de haber sido libre, aunque fuera en las peores condiciones posibles. La guerra había sido, al fin y al cabo, ir a por todas. Habíamos jugado con las mejores cartas en la mano y por primera vez tuve la sensación de haber perdido. En medio de lo que quedaba de la columna, acompañados de gente enferma y mutilados, pocos nos podrían identificar como los hombres de Durruti, los que habíamos derrotado a los facciosos en Barcelona, los que habíamos llevado la revolución allí donde llegábamos. Finalmente, nos replegamos, empapados de aguanieve y sin otra cosa que llevarnos a la boca que nuestra saliva espesa. Comenzaba el camino del silencio, incierto, de no saber hacia dónde iríamos, con la muerte como único horizonte.

»Había luchado desde niño contra el hambre y contra los miserables jornales que mataron a mi madre de tuberculosis y a dos de mis hermanos de desnutrición. Todo quedaba atrás. Había un antes y un después. La frontera era el miedo: por primera vez en toda mi vida tenía miedo. Los ojos enormes de los senegaleses nos apuntaban con el mismo brillo enfermizo que las bayonetas de sus mosquetones, que el aliento gélido que les salía por la boca. Sus dientes blancos eran la muerte deseada por muchos de nuestros compañeros como una liberación. Tenían el mismo miedo que nosotros, pero nosotros nos sentíamos desnudos sin nuestras armas, requisadas pocos metros antes. Nos rodeaban amenazándonos con los fusiles centenares de vigilantes, asediando al ejército inexpugnable de los hijos de la tierra. No era la guerra de los jóvenes africanos, pero alguien los había contaminado con historias sobre diablos que quemaban santos e iglesias y violaban monjas. No se daban cuenta de que una parte de los que viajaban con nosotros eran niños indefensos y mujeres destruidas para siempre.

»Un niño de unos ocho o diez años lloraba un par de metros detrás de mí. Lo había alcanzado la metralla de los aviones franquistas, que no pararon de bombardearnos ni siquiera cuando ya no teníamos ninguna posibilidad de presentar batalla. Quise girarme para auxiliarlo, pero mi gorra de plato hizo que un oficial francés me prohibiera moverme. El hijo de puta me gritó en un catalán con acento francés. Se sentía valiente en su posición de superioridad, pero a mí ya me daba igual, porque no me importaba morir. Me volví y llevé al niño un poco de nieve que cogí de debajo de la bayoneta del soldado senegalés. Quería calmarle la sed de la fiebre, nacida de una herida infectada.

–Este no resistirá la noche –me murmuró Cansinos, un dirigente de las Juventudes Libertarias, compañero desde los años del avance sobre Zaragoza y de la batalla en la Zona Universitaria de Madrid.

–A lo mejor tiene suerte y abandona esta mierda antes que nosotros. Si mañana aún está vivo, le daré un poco del turrón que nos envió el Gobierno en Navidad. Terminaron felicitándonos las fiestas, como si nos estuvieran haciendo una broma de mal gusto...

–Teniente –grité al valiente oficial francés–, este niño tendría que ser evacuado porque se está muriendo.

–No es responsabilidad mía, mantenga su posición –me respondió de manera autoritaria y con gesticulación teatral moviendo las manos como para apartarnos.

»Cuando volví a la primera fila del inmenso círculo de gente que habíamos formado en el prado donde estábamos, uno de los compañeros de Hospitalet, Sisco Molins, me hizo un gesto señalando la silueta del Colt 45 que había podido conservar gracias a la torpeza de los registros de los gendarmes. Negué con la cabeza para disuadirlo. No había nada que hacer y no quería ofrecer la excusa para que nos fusilaran y forzar el punto final. Habría sido una victoria demasiado fácil para ellos. Sisco asintió y el niño ya no lloraba, solo gemía como un gatito entre la masa informe de los refugiados que nos rodeaban. Los oficiales franceses habían aislado a Ricardo Sanz y Miguel García Vivancos, y, por lo tanto, todos los que parecíamos susceptibles de estar al mando teníamos la responsabilidad de lo que sucedía. De hecho, no salíamos de la dinámica de amenazas en la que habíamos entrado desde la entrega masiva de las armas. Paco Ponzán, de la 127 Brigada Mixta de la 28 División, con sus gafas que parecían quevedos, impertérrito, seguía sentado sobre una losa irregular frente al abismo que se abría en uno de los laterales del prado, como si estuviera esperando el autobús. Cruzamos las miradas y él movió la cabeza con un gesto de sorpresa, como si no pudiera creerse las canalladas que nos estaban haciendo los franceses. Dos de los aragoneses que nos acompañaban desde el principio, Fede Martínez y Paco Carrasquer, responsables de dos centurias de la 26, la Columna Durruti, me hicieron un gesto de tranquilidad con las manos prácticamente a la vez. Y captar la mirada baja de Paco, un excelente militar cuando había que luchar, pero sobre todo un compañero preocupado por alfabetizar a los chicos que llegaban todavía sin saber leer ni escribir, me llenó de fuerza. Ponzán, Martínez, Carrasquer, Miró, Montagut, Sabaté, Peirats... Una lista interminable de nombres dispuestos a morir por la dignidad, los pacifistas más violentos de la historia contra la injusticia y la infamia».

Las notas del cuaderno de Pantaleó Ribot estaban redactadas con una letra de caligrafía minúscula. Desconfiaba de la metáfora. Esas impresiones sueltas aparecían con una prosa árida, en algunos momentos dolorosamente fieles a la realidad. No adolecían de los excesos de afectación de otros memorialistas libertarios. Tampoco del rigor de los datos de los historiadores. Complementaba sus recuerdos con fragmentos de los diarios de sus compañeros o de gente que había sufrido la misma odisea. Los había traducido, tal como explicaba a pie de página, de los libros de memorias de los viejos amigos Antonio Miró y Lluís Montagut, sobre los que no precisaba si los había conocido en la Barcelona prerrevolucionaria, en la guerra o en el exilio, como sí lo había hecho en los primeros párrafos en el caso de los otros compañeros. Abría comillas cuando las citas pertenecían a sus amigos y las escribía, para diferenciarlas de sus anotaciones, con un tipo de letra más redondeado. No entendía cuál era el objetivo. A menudo hablaba de la desmemoria y de no querer instalarse en el barrio de la senilidad, «aun siendo la opción más cómoda». Con un tono de voz grave, y a la vez socarrón, aseguraba que quería recordar las penalidades para comentárselas al cabrón de san Pedro o a quien fuera el conserje del paraíso en el momento de presentarse, «Santiago Carrillo, seguramente». En aquella libreta encontré la descripción del horror sufrido durante la segunda parte de la supervivencia, en muchos casos más áspera que la de los tres años de lucha descompensada contra las máquinas de matar que estaban a punto de recorrer el mundo:

«Latour-de-Carol, 1300 metros de altitud, acampados en un inmenso prado inclinado, junto a la carretera que conduce al cementerio de Enveitg: temperaturas bajo cero y una niebla insistente que te envenena de frío. La temperatura es más glacial aquí que arriba en la montaña, porque el aire helado es más denso y baja hasta acumularse en el fondo del valle, encima de nuestros capotes. Ni una triste manta, ni un médico o una enfermera, nada. No hay ni árboles para recoger un poco de leña: cuatro matorrales escarchados. Un recibimiento de honor de parte del gobierno francés, a punto de abrir el culo ante los alemanes y los italianos que nos han bombardeado hasta a cincuenta metros de la frontera. El sufrimiento es intenso. Hemos tenido entre treinta, y cincuenta bajas al día, liquidados por las heridas de los fascistas cobardes, que tienen prisa para lapidarnos contra la frontera y encima nos consideran responsables de todas las desgracias. Más, de un mes de vagar, entre enero y febrero de 1939, hasta que la organización ha decidido no perder a más gente inútilmente, hasta que Eduardo Val, Ángel María de Lera, Eduardo de Guzmán, Cipriano Mera y los otros compañeros de Madrid han desistido de combatir para buscar una salida digna que no se ha llegado a producir.

»Creía haber visto toda la miseria del mundo, representada con nitidez, pero aquí he tenido la oportunidad de darme cuenta de que siempre se puede estar peor. A poco más de doscientos metros de donde nos tienen concentrados se encuentra la estación internacional de la Latour-de-Carol. Los hangares están llenos hasta los topes. Hace dos días que mis compatriotas se amontonan en el recinto, en los pabellones laterales e incluso en los andenes de las numerosas líneas que vienen de Puigcerdà. Una brigada evacúa a los heridos de los trenes y los coloca donde puede. No hay ni un médico. El espectáculo es dantesco. Este mural compacto son todas las criaturas que nos acompañan en el infierno. El cura de Enveitg se ha negado a enterrar a nuestros muertos en el cementerio que hay quinientos metros más abajo porque nos considera ateos y asesinos de religiosos. Dice que no tenemos derecho a reposar en un lugar sagrado. El sacerdote mantiene una conversación absurda con el subprefecto de Prada, que no está dispuesto a tolerar ninguna epidemia por la tozudez del cura. El intérprete francés intenta darnos explicaciones con una expresión de rechazo hacia la actitud del católico.

»Algunos niños y viejos heridos, vestidos con harapos, se cubren con los restos de uniformes de nuestros compañeros muertos. También, con los sayos y capotes de los que trabajan recogiendo a los muertos y heridos y van en mangas de camisa o con camisetas raídas en medio de un frío penetrante. Uno de los lugartenientes de Durruti, que paradójicamente se llama Esquirol, me suelta una broma tácita mientras me ofrece un cigarrillo liado con papel de periódico. Lo conocí en Barcelona y entonces parecía un dandi. Aquí es un diablo de barba cerrada y sucia, con el uniforme y los dedos llenos de roña, estevado a causa de una herida en la pierna:

–Esto es peor que cuando nos enviaron a Villa Cisneros, compañero.

–Esto no es nada para alguien que conserva sus ideales –le replico con sorna–. Estos mandriles de los cojones no saben lo que les puede pasar si consiguen cabrearnos como ese enano africano de mierda. –La sonrisa burlona de Esquirol es una mueca o un tic.

–Estás de guasa, chaval.

–¿Quién dijo que los pobres no teníamos sentido de la ironía?

–Musculatura no te debe de faltar debajo de los piojos.

–Bueno, por lo menos tengo a alguien que me hace compañía.

* * *

»El depósito adonde nos han conducido es una estación provinciana y el dolor se refleja en cada una de las caras en las que te fijas. Más vale no mirar. Mirar a la nada, nunca hacia la enfermería infinita. Hombres, mujeres, niños y ancianos se tumban sobre el cemento deformado por la nieve que lo cubre cada invierno. Todos están exhaustos. En cualquier otra circunstancia habría pensado que me habían encerrado en un manicomio. Los cuerpos se mueven penosamente sobre el suelo buscando una posición menos dolorosa que los acerque a una muerte profiláctica en la puerta final de lo que habían sido sus sueños. La fiebre brilla en muchas miradas. Niños mutilados se arrastran sobre el andén en busca de sus padres o de alguien que se pueda hacer cargo de ellos. Todos estos inválidos han quedado expuestos a merced de los cuatro vientos, del frío intenso. La lluvia sustituye la nieve, más áspera que en Teruel o en Tremp.

»Horas más tarde, la niebla me corta la cara. Los ojos me escuecen como si me los quemaran. Observo a los hombres y no quiero creer que tengo la misma expresión cadavérica ni la misma pinta que ellos. Los rostros están tan cambiados que me cuesta reconocerlos, a pesar de haber compartido con muchos de ellos trincheras, disparos, explosiones, combate y destrucción. A cuatro pasos tengo, entre otros que no reconozco, a Raimon Vela, un valenciano del Poble Sec, vecino de Josep Lluís Facerias, y a Menero, de Berga, fuerte como un roble, de quien dicen que tiene la cara deformada por el rayo que mató a sus padres. Vela y Menero eran dinamiteros expertos. Habían volado infinidad de puentes para impedir que los franquistas se nos acercaran. Son duchos en química, y la mayoría de campesinos y masoveros que nos hemos encontrado por el camino nos han dado más de lo que les pedíamos movidos por el miedo a sus cartucheras. Sin ellas, cuesta identificarlos, porque no se las quitan ni para dormir. Cuando los campesinos los veían llegar con las bombas de mano colgadas de los cinturones, salían las gallinas y la panceta de los escondrijos. No nos hacía falta saquear, porque sus explosivos abrían conciencias, aplicaban la solidaridad sin dilación. Ahora, Vela parece un muñeco desvestido, un pelagatos, un mindundi, con la barba llena de tiña y la mirada desconcertada. Aún nos alimentamos del rebaño de bestias que hemos expropiado y no pasa un día sin que algún campesino venga a reclamar a sus animales en los cercados que los gendarmes nos han hecho habilitar.

»De hecho, en Salau teníamos buenos contactos. Un grupo de pastores integrado por Antonio Palacín, Fernando y Manuel Llorens, Juan Gallart, Magín Gausiac y Juan Marechu. Durante la guerra se hartaron de rapiñar rebaños de la zona facciosa. Hacían la conexión a Alos antes de llevar caballos, ovejas y vacas a través del puerto de Tavascán. No tenían miedo alguno y, nos pudieron ayudar porque dominaban estratégicamente la zona, nunca iban en grupo y pasaban a menudo. También los caracterizaba ser de gatillo rápido y, si había que disparar, disparaban sin contemplaciones.

»Algunos franceses de las casas de los alrededores nos han traído paja para hacer camas para los heridos y rápidamente se ha ensangrentado. La imagen me ha trasladado a los primeros días de la guerra, a los ataúdes apilados en las puertas de los pabellones del Hospital Clínico. A los dieciséis años me familiaricé con la visión de la sangre y la fetidez de los muertos. Tan grande era el deseo de ir a luchar al frente que nada podía frenar que me uniera a aquellos hombres. Les dije que tenía diecisiete años y nadie objetó que me alistara a las milicias anarcosindicalistas que viajaban hacia Aragón. Me repugnaban la sangre y la muerte, pero mi prioridad era la revolución. Pretendía liberar a mi familia, vengar la muerte de los míos y, sobre todo, huir del piso de la calle San Jerónimo, que apestaba a miseria y hambre. Contra una de las paredes interiores de la estación, bajo un reloj parado, hay numerosos amputados víctimas de los bombardeos sufridos los últimos días. Un ciego, vacilante, se abre camino entre los cuerpos y se cae a la vía. Nadie puede hacer nada para evitar lo inevitable».

El relato era apocalíptico, idéntico a los que había encontrado de Antonio Miró y Marcial Mayans, pero las notas de Ribot tenían trazas fatalistas; la losa de una tumba olvidada por todo el mundo, retrato al natural de la derrota:

«La situación es claustrofóbica como un callejón angosto sin salida. Delante mismo del casino de Amélie-les-Bains había mil doscientos miembros de las Brigadas Internacionales heridos o enfermos: disentería hemorrágica, heridas mal curadas causadas por la metralla de los bombardeos o por los combates contra las vanguardias de los nacionalistas. Los internacionales y nosotros cubríamos la retaguardia mientras la caballería de Líster avanzaba como si estuviera en un desfile. Anduvimos pisando nieve por un collado hasta que encontramos nuestro destino, el confortable hotel al raso donde pasaríamos la noche. Un oficial francés se ha avanzado para apartar una barrera de madera que da acceso a un prado y ha hecho una señal a la columna para que entre. Los gendarmes han empujado a los atrasados y a los lisiados sin miramientos. Con todos adentro, han echado el cerrojo. El querido Miró ha dicho: “Ganadería, esto es lo que somos”.

»El horror ha llegado al paroxismo cuando me he encontrado que el cordón de soldados senegaleses, fusiles en mano y bayoneta en el cañón, se había desplegado alrededor del prado desde la carretera. La noche polar es el prado con diez centímetros de nieve. Hace más de dos horas que no deja de caer. Ha cuajado en el perímetro de nuestra prisión y ha enfangado el terreno inclinado e irregular. Nadie a cubierto. Nada para comer. Nada para beber. Todo el mundo a dieta. A pesar del intenso frío, los hombres intentan descansar. No hay ni una manta en condiciones para poder protegernos, ni siquiera un tablón bajo el que resguardarse. Algunos heridos deliran con frases inconexas. La sangre escapa de las heridas que se han abierto durante la ascensión obligada por los bestias de los franceses. Muchos hombres están tumbados inmóviles, condenados a morir. La gangrena se ha apoderado de algunos de los heridos desatendidos y el hedor a matadero envenena el aire a doscientos metros a la redonda. Los soldados senegaleses, dispuestos en círculos, están inquietos. Para muchos de nuestros compañeros, esparcidos por la pendiente del prado, esta noche de pesadilla será la última. Mueren de frío entre los brazos de los camaradas. Las pequeñas hogueras han convertido el espacio inhóspito en una enorme acampada de la muerte. Los fuegos se atizan con los restos de los camiones porque los gendarmes han ordenado a los senegaleses que no nos dejen tocar las ramas de los fresnos y abedules desnudos del campo. La belleza del cielo cambiante es el reverso de lo que hay debajo.

»También ha sido una noche en la que he podido volver a comprobar la valía de los que habíamos tomado Siétamo; de los que expulsamos de la sierra de Caballos a los militares del general García Valiño en una de las operaciones más cruentas de la batalla del Ebro; de los que se enfrentaron a los fascistas de Zaragoza o contra la moderna vanguardia de Franco en la Ciudad Universitaria de Madrid. Ahora nos ha tocado cubrir la retirada de las interminables columnas republicanas, las que han ido a parar a Puigcerdà y las que han salido por la Jonquera y Portbou.

»El gobierno títere francés, que tanto nos ha perjudicado durante la guerra, no ha aceptado abrir edificios abandonados para cobijarnos, como cuarteles militares u hoteles termales. Habría sido una solución práctica. Su objetivo es deshacerse de cuantos más refugiados mejor, convencerlos de que vuelvan a España. Los oficiales franceses no han hecho otra cosa que mentir para empujar a un traslado masivo hacia los destacamentos franquistas, que nos esperan al otro lado de la frontera. El prefecto, el alcalde de Enveitg y el responsable de la estación también prohibieron que nos instaláramos dentro de los numerosos vagones arrinconados en vía muerta: se había producido un pequeño incendio y esta gente se preocupa más por un trasto estropeado que por la masa desvalida.

»La presión de algunos políticos –la mayoría, provenientes de la izquierda–, periodistas e intelectuales ante la carnicería ha despertado conciencias. Casi la mitad de los refugiados mueren exterminados por enfermedades derivadas de la insalubridad del agua y de la comida en pésimas condiciones. Los republicanos franceses se han olvidado de los republicanos españoles y en este olvido han perdido también el alma. Francisco Mulero me avisa desde cerca de una de las hogueras. Descansa con un grupo de carabineros valencianos. Habían recibido órdenes de retirarse a Barcelona y fueron movilizados de nuevo hacia el frente de la Noguera Pallaresa. Mulero habla con dificultad porque ha perdido los incisivos. Ofrece el resto de su brigada si hay que echar un cable. Se lo agradezco y le prometo que consultaré a los responsables del hospital improvisado en los hangares de la estación. Una columna de convalecientes, evacuados hace pocas horas del hospital de Llivia, muestran signos de haber empeorado, un sargento me dice que cree que dos están muertos. Le contesto que mañana recogeremos todos los cuerpos si nos dejan literas. La pradería ofrece una visión fantasmagórica. Las hogueras parecen fuegos fatuos para mis ojos miopes porque llevo uno de los cristales de las gafas roto. Dos chicas a las que conocía de antes de la militarización de las columnas me ofrecen cobijo entre ellas y caigo como un peso muerto. El agotamiento supera los nervios. Y todo se convierte en calma en el silencio de la nieve. El silencio de la nieve apacigua los otros sonidos.

»No sé cómo he sido capaz de dormir esta noche, supongo que por el cansancio acumulado. Nos hemos tumbado unos junto a otros para concentrar el calor sobre los capotes, que nos aíslan un poco de la humedad, tapados con una manta pesada llena de lamparones. Un compañero me ha prestado un ejemplar en francés de La cartuja de Parma de Stendhal, que consiguió en la biblioteca de las Brigadas Internacionales. Me ha servido para recordar los días de antes de la guerra, cuando era feliz con la única compañía de un libro. La humedad es tan intensa que he soñado con uno de los bombardeos que sufrimos en la sierra de Pàndols, cerca de Gandesa, en el Ebro. Era una de las estúpidas ofensivas de desgaste que los soviéticos pensaban infringir a Franco, una carnicería para nuestras tropas. Órdenes de Moscú. Defendíamos la ermita de Santa Magdalena, donde cayó mi amigo Luis Álvarez Prada, comunista valiente del barrio de Vallecas que había combatido con el Campesino en Teruel y Guadalajara. Un proyectil de máuser le atravesó la rodilla. Cuando lo evacuaron al Hospital Militar de Barcelona, hizo que lo operaran despierto para evitar la amputación. Los fascistas preparaban su contraofensiva desde el santuario de la Fontcalda. Los bombardeos de aviones y la lluvia de morteros convirtieron la montaña en un cementerio al aire libre. Quedó saturada de cadáveres de chicos inexpertos de la Leva del Biberón, abatidos como moscas, tanto por la metralla como por las piedras reventadas por los obuses, que los lapidaban, o por los francotiradores franquistas, los pacos. Cuerpos destripados y miembros mutilados a cada paso. En medio de la intensidad del bombardeo, me escondí bajo los cadáveres de algunos compañeros y de los trozos de un mulo enorme. Cuando las bombas pararon, salí rojo como un auténtico demonio. Cuando los compañeros de la federación local de Barcelona Sarret y González me encontraron hecho un manojo de nervios, se pensaron que estaba muerto y que andaba por inercia. Ni siquiera después de dos horas de frotar con agua y jabón el uniforme perdió el tono rojizo.

»Julián Escanilla, amigo desde la llegada a Bujaraloz, ha venido a saludarme cuando he abierto los ojos, pero no sé si era una alucinación... Me ha despertado el hambre. Para almorzar solo tenemos la nieve. He ordenado retirar los cadáveres de los que no han resistido. Todo el mundo me ha obedecido, supongo que por el tono decidido y porque nadie sabe qué tiene que hacer. Los hemos puesto uno al lado del otro, junto a la valla, como si fueran un trofeo de caza después de una noche provechosa. El oficial francés con cara de pocos amigos que ayer se negó a ayudar al niño herido ha ordenado a los senegaleses que abran la valla. Me ha preguntado con educación si yo era el oficial de más rango y me ha ofrecido una gorra de plato republicana con una estrella de cinco puntas y un par de bacalaos. La he rechazado diciéndole que era un simple soldado raso. A juzgar por su mueca de escepticismo, no se lo ha tragado. La brigada ha trasladado los cuerpos hasta el límite entre el barranco y el bosque lleno de nieve de arriba. Ni los rayos de sol consiguen que el frío afloje».

2

–Esta noche he soñado que estaba en medio de una hilera de cipreses húmedos, con esa frescura que embriaga.

–«Embriaga», ¡ja, ja, ja! Ribot, estás muerto, más muerto que yo. Seguro que todos lo estamos y esta es una de las pesadillas en las que vivimos dentro del cementerio.

–¿Dónde vivimos?

–En el limbo, chico, en el limbo.

Los cuadernos estaban llenos de notas, notas para mí, porque si yo no los hubiera recogido, habrían ido de cabeza a la basura. Toda la vida había luchado contra la idea de escribir una novela sobre la Guerra Civil y sus secuelas, pero finalmente la historia vino a mi encuentro. No me interesaba porque consideraba magistrales los textos que le habían dedicado sus propios protagonistas, como por ejemplo Ramón J. Sender, Ángel María de Lera, Arturo Barea, Joan Sales y memorialistas como Joan Garcia Oliver, Abel Paz, Juan Perea, Joan Català, Eduardo de Guzmán, Joan Sans, Antonio Miró, Eduard Pons Prades, Marcial Mayans, Ricardo Sanz, José Fortea, Miquel Siguan, Antonio Miró, Joan Ferrer, Cipriano Mera y tantos otros cronistas de la guerra y la revolución. Los fui encontrando desde el 2001, cuando en la presentación de uno de mis libros el cantautor de Badalona Ramon Muns interpretó la canción sobre los refugiados de Argelès, himno del gran éxodo de los republicanos.

No quería menospreciar, dentro de esta bibliografía inacabable, los recuerdos de mis amigos, la mayoría ya desaparecidos. Desde los años de la Transición escuché infinidad de relatos sobre la guerra y la posguerra, sobre las condiciones infrahumanas del exilio y la muerte de una generación de avanzados. Pero tampoco quería hacer un retrato hagiográfico sino crítico, como críticos eran los milicianos que conocí aquí –los de mi propia familia– o los del exilio, es decir, los de dentro y los de fuera, según su terminología. El discurso épico ha desembocado, en contacto con los progres, en una amalgama decepcionante y banal sobre buenos y malos, una derivación detestable de lo políticamente correcto. Por lo tanto, mi relato tenía que ser de impresiones, agujereando recuerdos como quien intenta perforar un pavimento de hormigón.

La excusa fue el rescate de la canción Los refugiados del 39, de la que había escuchado distintas versiones. Durante años fue el nexo de mi investigación, una pieza determinante por el componente obsesivo de mi carácter. Mientras me documentaba, tenía la sensación de no llegar a ningún sitio. En otros momentos, el cielo se abría. ¿Cuál es el objetivo de una determinada manera de ver el mundo? ¿Convencer a alguien? No. Menos aún hacer proselitismo de unas ideas que se han ido transformando, más en la vida cotidiana que no en la política y sindical. Quería desenterrar no unos muertos, sino unas voces: la de mi abuelo, la del fantasmagórico Menero y la del gran Ribot. Desenterrarlas para hacerlas accesibles a nuestros hijos, si es que a alguien le interesa lo más mínimo el pasado y sus consecuencias.

Postrado y hundido en la cama del Hospital Vall d’Hebron de Barcelona, el corpulento Pantaleó Ribot, que había medido más de un metro noventa, era una réplica encogida del que había sido «una representación de la fatuidad de la vida», palabras que repitió en cuatro o cinco ocasiones, cada vez con la voz más tenue. La morfina que le ponían en el suero lo dormía, momentos que yo aprovechaba para leer las notas de su diario. Hacía más de cuatro décadas que nos habíamos conocido accidentalmente en Rosas, en el bar que regentaba mi amigo Rafael Torres. Fui a parar allí después de suspender la mayoría de las asignaturas importantes del cuarto curso de bachillerato elemental. Mi madre pensó que, en la soledad de la casa de nuestro amigo, estudiaría. No solo no estudié, sino que además me convertí en un auténtico especialista en jugar a los dardos, al póquer de dados y a todo lo que tuviera que ver con desplumar a los turistas incautos que se pensaban que me ganarían. La farsa también incluía un futbolín al que le faltaban jugadores o los tenía mutilados.

Acatando las instrucciones de los camareros y las de Rafael, ante los turistas tenía que mostrar buenas condiciones para el juego, pero sin exagerar. Tenía que aceptar tímidamente los desafíos y, como yo no podía apostar porque era un menor de edad esmirriado, los camareros asumían las apuestas desde la barra. Empezaba con una cierta indiferencia, como si no fuera nada serio. Me dejaba ganar o competía tímidamente hasta que las apuestas empezaban a aumentar y, un turista detrás de otro, y día tras día, los resultados finales se repetían. Cualquiera se habría dado cuenta de la picaresca, pero invariablemente hacíamos caja extra con sus billetes: francos franceses y belgas, dólares, marcos alemanes y florines holandeses, de los que a menudo se desprendían sin demasiado pesar. Les dolía más el hecho de perder al juego que despedirse del dinero. Al fin y al cabo, les debía de resultar más barato que cruzar la frontera para derrocharlo en los casinos de Perpiñán y Carcasona. En poco más de una semana me convertí en un héroe, tanto para los camareros que venían a hacer la temporada como para los gitanos del tablao, unos sinvergüenzas que incorporaban al repertorio las rumbas de Peret y el típico Y viva España de Manolo Escobar, himno con el que cerraban las actuaciones entre las bragas y los sujetadores que les lanzaban las turistas excitadas después de horas de consumir cócteles y cubatas.

Allí conocí a Ribot, imponente como Orson Welles, con una perilla blanca que le confería un aspecto todavía más imponente. No podía evitar seguir los movimientos continuos de sus Cartier, cigarrillo tras cigarrillo. Lo llevarían al enfisema y a necesitar la asistencia continuada de oxígeno, y, luego, a un previsible cáncer de pulmón. Era sufrido y no se quejaba nunca. Aseguraba que había vivido más de lo que había querido, que en realidad había protagonizado dos vidas y dos muertes. Sin embargo, sabía que la segunda sería la definitiva. Y cada día, cuando estaba a punto de marcharme del hospital, me pedía que me fumara un cigarrillo pensando en él. Y yo aspiraba cada calada hasta el fondo de los pulmones con los recuerdos de sus historias con el abuelo, y con los de Rafael Torres, a quien me había dado la oportunidad de conocer. Ribot era de aquellas personas que convierten en importante todo lo que los rodea. Yo no era nada más que un adolescente despistado y caradura, pero él me situó dentro del escalafón, hizo de mi desfachatez un activo. Mis humos, la vanidad que me caracterizaba y la necesidad de decir siempre la última palabra se diluyeron ante el gigante. Él argumentaba, no se dejaba pisar, consideraba a todo el mundo un ciudadano de primera. «No entenderé nunca a los trabajadores españoles» –repetía cuando todos lo escuchábamos–, «están dispuestos a cambiar los cuatro privilegios que se han conseguido después de dos siglos de luchas y de sangre por una hipoteca y un puñado de letras para pagar el SEAT y los electrodomésticos».

Todas sus reflexiones se me grababan como un compromiso. Y cuando me planteé recuperar su historia, dudé. Ni yo mismo sabía cuál era el objetivo. Solo recuperar sus voces: los argumentos de Ribot o la simpatía que mi abuelo transmitía siempre que me animaba a hacerle preguntas: «La República, ay, sí, la República: cuando teníamos fusiles, no teníamos munición. Y cuando teníamos munición, no teníamos fusiles. ¡Ni la mentes!».

Ribot era un hombre de cara ancha y larga, con una mandíbula que terminaba de dibujarle un rostro como de león, el mote con el que lo habían bautizado en diferentes períodos de su vida, en la guerra y en la resistencia. La clave de su atractivo era la combinación de fuerza y seguridad con, al mismo tiempo, la duda permanente que expresaba haciéndose preguntas en voz alta ante cualquier interlocutor, fuera un camarero o el portero de los apartamentos donde nos hospedábamos en Rosas. Hablaba con la superioridad del que, desde muy joven, no aceptó agachar la cabeza, la de los que no se rindieron ni cuando tuvieron que entregar las armas porque los esperaba la derrota. Para ellos, no era un peligro abocarse al abismo. Verbalmente era tan ágil como lo había sido en los años de los hombres de acción.

Había sabido luchar con las armas junto a la generación más rebelde de su tiempo, la de Los Solidarios y Nosotros. Y no se escondía de ello. Escucharlo era puro disfrute. Podía discutir con un empresario fanfarrón, salir airoso y, además, hacerse amigo del tipo. ¿Quién podía ser una amenaza para aquel gigante de otros tiempos? ¿Quién podía negarse a proveerse de los productos de las marcas que representaba? Deferencia y simpatía, pero también una cierta distancia que era capaz de transformar en complicidad. Te involucraba, con soberbias actuaciones, en la aventura de la vida. Si hubiera sido actor, habría sido un protagonista ideal para las grandes obras de Shakespeare, aunque en el papel de Otelo la que habría sufrido de celos habría sido Desdémona. Convertía la batallita en un arte de la narración.

Pantaleó Ribot fue conducido a Argelès junto con cincuenta oficiales de la 26ª División para separarlos y erosionar a los compañeros, que se negaban a volver a España. «Por su influencia y actitud irresponsable», decían los gendarmes. Allí se reencontró con mi abuelo, Pantaleón Cajal, y con un viejo guardia civil afín a la República hasta las últimas consecuencias, Eusebio Valero. Los dos habían resultado heridos en las últimas escaramuzas de la retirada. Salieron por Portbou mientras gran parte de las columnas confederales habían desembocado en otro punto de la frontera, en Puigcerdà, antes de ser internadas en el campo de Vernet d’Ariège.

Los meses de marzo y abril de 1939 en Argelès fueron singularmente duros. En los agujeros excavados en la playa se dieron cuenta de que siempre había la posibilidad de estar peor que el día anterior. Las calamidades, el frío, los piojos y la sarna eran una compañía tan fiel como los senegaleses que los custodiaban. Habían asumido que, después de tres años de combates, la muerte podía convertirse en un modo de escapar. Los franceses, avisados de que eran los indeseables de la Columna Durruti, no dejaron que se instalaran en los pabellones que acababan de construir los carpinteros y albañiles de la antigua Columna Ascaso. Cuando consiguieron cuatro trozos de restos que había escupido el mar o que los gendarmes habían amontonado en la entrada del campo, se construyeron unas barracas, que llamaban conejeras:

–¿Sabes lo que puede significar la vida cuando lo único que deseas es que te maten? –me preguntaba como respuesta a mis disquisiciones sobre la guerra.

Yo intentaba no entenderlo, no permitir que cayera sobre mí su capa de realismo, que a comienzos de los setenta Ribot disipaba con un whisky, un coñac o uno de aquellos anisetes Ricard o Iganis que vendía por toda la Costa Brava. Con los ojos como platos y hundidos dentro de una cabeza enorme, de patricio romano, me preguntaba: «¿Sabes lo que puede significar la vida cuando lo único que deseas es que te maten?». La frase me caía encima como un obús cada vez que la recordaba antes de meterme en la cama. Colisionaba con mi alma adolescente, feliz y contradictoria. A mí, lo único que me había importado hasta aquel momento era tener un paquete de tabaco y mirar los culos de las mujeres.

Con Pantaleó Ribot y Rafael Torres se terminaron mis necesidades, las que tenía en la barriada de Vallcarca a comienzos de los años setenta, el ansia juvenil de curiosidad, sexo y comida. También se terminó la sensación de ser un microbio, un perro callejero anónimo en la brutalidad del barrio. Con ellos podía creer que era alguien, no un idiota cualquiera analfabeto y barriobajero. Llevaba dinero fresco en el bolsillo y podía invitar a quien me diera la gana. Creía tener «la intención» que me reclamaba Ribot, creía ser «un hombre con criterio».

Estábamos instalados en el chalé donde Torres solo dormía de vez en cuando. Cuando venía, mostraba interés por lo que hacía, pero prefería inducirme a diseñar las rutinas a las que me había condenado mi madre: estudiar, hacer los deberes, leer... La actividad pactada se circunscribió a poco más de una hora antes de bajar a desayunar al Super Roses, un bar restaurante con una vista de postal sobre la bahía de Rosas. A partir de ese momento, ya no hacía nada. Pasaba lo que quedaba del día allí. Si no había un plan mejor, por supuesto. Por ejemplo, perderme entre las rocas con la joven amante de Pantaleó, Lucille. Era una francesa de cabellos castaños y terriblemente atractiva que no tenía reparos en tomar el sol en top less. Yo intentaba demostrar naturalidad, aunque las únicas tetas que había visto eran las que aparecían en anuncios de revistas de moda extranjeras en Burda, que mi madre compraba por los patrones. O las señoras desnudas de las postales eróticas que un compañero de clase se llevaba a hurtadillas de casa, hasta que su padre lo descubrió y le partió la cara. Lucille tenía un perro, un cocker spaniel, con quien jugué durante todo el verano de 1972. El perro era como una prolongación de la chica, porque no se separaba de ella. Ver a Ribot dentro del coche deportivo, con la chica conduciendo y el perro detrás, era de anuncio. Él, en el asiento del copiloto, parecía desproporcionadamente grande para las medidas del vehículo.

Aquel verano llovió mucho en la Costa Brava. Los primeros días los pasé en un apartamento. Después, estuve en el chalé nuevo de obra vista con habitaciones diseñadas a diferentes niveles, muy cerca del castillo custodiado por los militares. Volviendo de las rocas o de la playa, miraba a Lucille cuando salía de la ducha perfumada y con unas toallas mínimas, que a menudo abandonaba en la primera silla que encontraba. El deseo clandestino lo complementaba leyendo a escondidas la novela Love story, que mi madre me había prohibido. En Babia, me dio por soñar que ella podía ser mi chica. Todo con el beneplácito de Ribot, que, a lo sumo, sonreía cuando descubría el interés con el que la observaba. Me daba miedo mirarla, porque pensaba que el amigo de mi abuelo me podía borrar del mapa como a un fascista más de los que explicaba que había matado durante la guerra. Pero él bromeaba incluso con las barbaridades que le contaban los albañiles que aniquilaban la primera línea de Rosas y los alrededores construyendo edificios de apartamentos, mientras los incendios iban devorando hectáreas de bosque en los caminos de ronda.

Había pasado una eternidad. Torres había muerto en 2001 en la prisión de Torrero por un asunto relacionado con la cocaína y yo me había convertido en el único interlocutor de Ribot cuando decidió volver a España después de haber vivido desde el final de la guerra en Francia. La tos le hinchaba las venas por donde circulaba la quimioterapia. Una tos como un cañón, una tos de gigante que retronaba por toda la planta y continuaba dentro de mi cabeza cuando ya estaba lejos del hospital. Ribot sabía que no saldría de allí, pero hacía planes como si el tumor fuera transitorio, una pequeña inconveniencia para fumar. Cada día me daba instrucciones sobre encargos que le tenía que hacer y hacía planes sobre las visitas que haríamos juntos en zonas de Barcelona que no había visto desde antes de la guerra. Pero si le hubieran dado a elegir entre cinco años de vida y un paquete de Gitanes, estoy seguro de que los habría sacrificado por los cigarrillos. O por un par de caladas si el demonio se las hubiera ofrecido. No había dudas al respecto: «Después de que me hayan intentado liquidar durante diez años, escuchando cómo sonaban las balas y cómo llovían las bombas, después de los requetés del general Solchaga, del miserable de Franco, de los franceses y sus perros senegaleses, y de los alemanes putrefactos, al final, me matará el tabaco. Tiene guasa».

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