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Manuel Serrano Martínez

Manuel Serrano Martínez es médico, especialista en Medicina Interna, y Máster en Humanidades por la Universidad Francisco de Vitoria. Ha sido profesor titular en la Universidad de Navarra, autor, editor y colaborador en numerosas publicaciones científi cas. Ha desarrollado diversas líneas de investigación, entre las que destacan las centradas en las limitaciones de la edad avanzada.

El hombre ante la vejez se ocupa del modo en que las personas se encaminan hacia el final de su vida. El autor analiza el declive físico, acompañado de defectos funcionales, sin perder de vista aquello que hace del anciano un ser humano íntegro, digno de respeto y libre. El sentido de la vida, la relación humana y el modo en que se afrontan los últimos años constituyen los grandes descubrimientos y el tesoro de la vejez.

El hombre ante la vejez

MANUEL SERRANO MARTÍNEZ

El hombre
ante la vejez

Humanidades en Ciencias de la Salud
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Colección Humanidades en Ciencias de la Salud

Director

Ricardo Abengózar Muela

Comité Científico Asesor

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Alfonso Canabal Berlanga

Javier Ruiz Hornillos
Miguel Ortega
Vicente Lozano

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© 2018 Manuel Serrano Martínez

© 2018 Editorial UFV

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28223 Pozuelo de Alarcón (Madrid)

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www.editorialufv.es

Imagen de cubierta: Goya atendido por el doctor Arrieta, Francisco de Goya, 1820. Óleo sobre lienzo. Instituto de Arte, Mineápolis, US.

Primera edición: diciembre de 2018

ISBN edición impresa: 978-84-17641-06-1

ISBN edición digital: 978-84-18360-06-0

Depósito legal: M-40426-2018

Impresión: Producciones Digitales Pulmen S. L. L.

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Impreso en España - Printed in Spain

A Carmen, con quien envejezco

ÍNDICE

Introducción

I. VIVIR ES ENVEJECER AUTORRETRATOS DE REMBRANDT

II. EL DESARROLLO VITAL

¿Cómo se define el hombre?

El hombre constituido

El hombre en el mundo

III. LA PROPIA CAPACIDAD

¿Qué sentido tiene la vida?

La felicidad como meta

La vida es progreso

IV. EL DECLIVE

¿Por qué se envejece?

El movimiento en la persona mayor

Afecto y sexualidad

Pensamiento y sentimientos

V. EL ENVEJECIDO CAPAZ

¿Cómo se envejece físicamente?

El envejecimiento intelectual

Aceptación de la limitación

VI. EL ENVEJECIDO INVÁLIDO

Incapacidad instrumental

Incapacidad completa

Aproximación a las demencias

VII. LA PROTECCIÓN DEDICADA A LOS MAYORES

El cuidador domiciliario

La persona mayor institucionalizada

La obligación social

VIII. PRESENTACIONES DE LA FRAGILIDAD

¿Qué es la fragilidad?

Causas de la fragilidad

La personificación de la fragilidad

La vida del anciano frágil

Convivir con un anciano frágil

IX. EL FINAL DE LA VIDA ENTRE TOLSTÓI Y DOSTOYEVSKI

Epílogo

Referencias Bibliográficas

INTRODUCCIÓN

LA VIDA ESTÁ SUJETA AL TIEMPO. Toda vida tiene una duración, su existencia material está determinada por dos momentos: el nacimiento y la muerte. El periodo en el que vivimos entre esos dos momentos es dinámico, se adapta al ambiente familiar, laboral, social, y en él cada uno gana consistencia en la medida en que sea capaz de progresar y desarrollar respuestas personales a las inevitables preguntas que todo hombre se hace; vemos cómo nuestra vida va cambiando, se acompasa a las circunstancias y se amolda al momento interior en el que aparecen las motivaciones y el interés vital o la desidia y la desesperanza.

Todo tiene una duración, pero la esencia del hombre no es duración, al contrario de lo que Bergson intuía, ni tampoco lo es el esfuerzo por permanecer en la existencia, como preconizaba Spinoza. El fundamento del hombre es anhelo por comprender, deseo de completarse a través del conocimiento del significado de sí mismo por la experiencia que se ofrece a través de las circunstancias.

El hombre vive, pero lo grave y específicamente apasionante de la vida del hombre es que necesita tener un porqué, un motivo, un sentido, un para qué. Se considera una obligación encontrar esas respuestas especialmente cuando, pasada ya la juventud, el ser humano siente que la vida progresa imparable y que el tiempo se escapa, el futuro se acorta, las preguntas surgen con más fuerza y se hace imperioso darles respuesta.

Por lo tanto, estos dos conceptos, duración y trasformación, ponen al hombre en la disyuntiva de si tomar o no la existencia con seriedad, profundidad y responsabilidad para ser capaz de asentarse en un sistema de convicciones que soporte las incertidumbres vitales. Para que el corazón del hombre colme su deseo de comprender solo hace falta traspasar la cubierta de lo cotidiano, eliminar lo que impida la expresión de esa búsqueda específica del hombre, y este descubrirá con el tiempo el panorama que es común denominador en las personas de edad: cuál ha sido la motivación que le ha empujado en la vida, por qué ha vivido. Y entonces sucede la conformidad o la disconformidad con esa ley interior intuida abstractamente que le dice si era eso lo que esperaba de la vida.

El viejo ya no se distrae tanto como el adulto con intereses, envidias, conductas de apariencia e identifica mucho mejor lo que es accesorio de lo que es esencial. Sin embargo, muchos hombres no consiguen o no intentan, por juzgarlo una traición a toda su vida, ese desprendimiento de los intereses materiales que la ha dominado y siguen permanentemente ocupados hasta el final de sus días con asuntos que no responden a su oculto deseo primordial. Aquellos que viven la vida desde sí mismos, que solo se mueven por afán de entender y de mejorar su mundo, los que perciben que su valor humano intrínseco radica en ellos mismos y no en el exterior, nunca envejecen —no pierden la ilusión—, porque hasta el último día de su vida el motivo para vivir es el mismo: la búsqueda de la verdad.

Cuando llega la vejez no lo hace por lo común en forma de suceso, de acontecimiento inesperado. La vejez es un periodo de la vida humana que no se sabe cuándo empieza ni se tienen noticias inequívocas de cómo y por qué se condiciona. Sabemos muchas cosas de la fisiología de la vejez, pero su causa última es en gran parte desconocida. Cuál es el límite de la vida adulta es un misterio. Pero lo que sí se sabe por la observación empírica es que las personas envejecen, se hacen añosas, les sobrevienen nuevas definiciones de su estado físico y psicológico. Se puede observar a lo largo de la vida de cada uno que se envejece como se ha vivido, que no hay una diferencia esencial con la vida adulta, porque el carácter formado de una persona no cambia, evoluciona dinámicamente, mostrando diferentes matices, pero siempre teñidos por una misma forma de ver la vida.

Cuando hablamos del tiempo que ocupa la vida desde un pensamiento adulto, consideramos que la vejez es ese periodo indeseable que hay después de las etapas de la vida que merecen la pena y así no nos ocupamos de preparar los años futuros ni el destino que nos espera más allá en el tiempo, como si no viéramos provecho en pensar en ello o no nos incumbiera realmente. ¿Seré viejo? ¿Y eso qué significa para mí? Acertadamente Julián Marías escribe:

Lo decisivo de la vejez, sin embargo, es otra cosa: que «de viejo no se puede pasar», lo cual significa, miradas las cosas desde dentro de la vida, que es la última edad, que no hay otra edad ulterior. Pero esto quiere decir que el anciano tiene que perseverar en su fase vital, lo que trasforma el sentido argumental de su vida. Por eso, el sentido de la vejez depende enteramente de cómo se enfrente con la muerte, de qué signifique esta para cada viejo.1

Mi experiencia como médico me ofrece muchos datos de la edad avanzada en varios sentidos. Veo a mis pacientes envejecer físicamente, pero con mucha frecuencia esas personas se mantienen muy íntegras en su verdadero modo de ser y de estar en la vida. Pueden sufrir desajustes de diversa entidad orgánica y entrar en situaciones en las que hay funciones en las que en su cuerpo empieza a procesar mal la existencia diaria. Pero la mayor parte de las enfermedades, con ser más frecuentes en la edad avanzada, no son ninguna característica propia de la vejez. Por esta razón pienso que nuestra definición de la edad avanzada (vejez, ancianidad) no debe fundamentarse en estudios estadísticos de lo orgánicamente anormal que sucede en las personas añosas.

Para referirnos a esa edad imprecisa que con gran insistencia se llama la tercera del ser humano, pienso que es una simplificación llamativa utilizar la sociología o la estadística política. Definir la vejez con el comienzo de la jubilación o aceptar sencillamente una fecha a partir de la cual las personas serían consideradas globalmente de un determinado modo, es un error que atenta contra el sentido común.

Tenemos evidencias de que el hombre de una determinada edad cronológica no puede ser considerado de un único modo y de que hay en todos los tiempos ejemplos de personas, que hoy serían llamadas ancianos, que han hecho grandes aportaciones a la humanidad con una lucidez de la inteligencia e insistencia tenaz, que otros más jóvenes o incluso ellos mismos muchos años antes no hubieran conseguido realizar. Son ejemplos de esto último importantes personajes de la reciente historia: el Mahatma Gandhi en la lucha para la pacificación de la India; la obra capital de Victor Hugo, Los miserables, se publicó después de sus 60 años; Nelson Mandela tenía 76 años cuando alcanzó la presidencia de Sudáfrica; Louis Pasteur tenía más de 63 años cuando realizó su descubrimiento de la vacuna contra la rabia; o Arthur Rubinstein, cuyo último concierto lo ofreció a los 89 años. Otros muchos ejemplos pueden ponerse en la vida cotidiana, como el del enérgico hombre que cambió en su taller las ruedas de mi coche a los 80 años de edad.

Ciertos enfoques de la edad vienen dados por conceptos puramente materialistas del funcionamiento del cuerpo y el mantenimiento de ciertas capacidades físicas, como la posibilidad de autoabastecerse o de mantener relaciones sexuales. En todo ello insiste Simone de Beauvoir en su extenso repaso de situaciones específicas y de personajes históricos, en relación con la edad avanzada, en su libro La vejez. Publicó este ensayo a la edad de 62 años. Describe la vejez como un deshecho final, cuyo único sentido son los escasos placeres que pueden alcanzarse en los últimos años de la vida. También valora en él a los viejos en su papel social y refiere que en las sociedades nómadas más primitivas los más mayores y todos aquellos que representaban una carga para su grupo social, eran abandonados o, más directamente, se les quitaba la vida. Esto sucedía tanto en las tribus del norte de Asia como entre los indígenas de América del Norte.2

Cuando los pueblos se hacen sedentarios y se fundan ciudades, la familia cobra mayor protagonismo y en el grupo doméstico se cuida al anciano y se ensalza el respeto a su autoridad. Esto es congruente con la observación y refuerza las evidencias de que la familia extensa, en las que varias generaciones conviven diariamente, ha demostrado ser la que mejor educa a la descendencia y en la que todos sus miembros encuentran mayor satisfacción.

La sociedad que respeta la sabiduría protege a sus ancianos y todavía debería promocionar a aquellos cuya trayectoria ha sido más ejemplar. Los pueblos centrados en las utilidades inmediatas de la supervivencia diaria desprecian a sus viejos porque añaden dificultades a la vida de los jóvenes y adultos, hasta el punto de marginarles incluso hasta la muerte, como ponían en práctica los nómadas prehistóricos. La dignidad del anciano es con frecuencia menospreciada también hoy porque sencillamente es una carga familiar y social.

En este libro me ocuparé de los problemas de la ancianidad desde la humanidad y desde la ciencia médica. Excluiré intencionalmente los datos estadísticos porque juzgo que no sirven para entender la vejez, aunque sean muy útiles para planificar socialmente los problemas comunitarios que se presentan en el campo de la familia, la atención sanitaria o en la economía política; también lo son en el terreno del comercio o de los servicios dirigidos a un grupo de población creciente de edad avanzada, cuyos gustos y necesidades difieren de los que muestran adultos y jóvenes. Pero ese no es el objeto de este estudio. La sociología no proporciona datos individualizados del hombre o de la mujer mayores y estandariza los problemas, de tal modo que con este enfoque no se profundiza ni en el conocimiento ni en la solución de los mismos en el plano personal.

Debemos tratar de una serie de situaciones que requieren un enfoque específico si deseamos profundizar en el conocimiento de la vida cuando se alcanza una edad avanzada, como el movimiento, el afecto, el interés por lo inmediato, la propia libertad de acción, el control adecuado del cuerpo y la capacidad de aprender y recordar.

Las personas se introducen paulatinamente en un mundo de vejez en el que la necesidad de moverse ágilmente se vuelve dificultosa: aparecen las caídas, el sedentarismo interminable, la incapacidad para levantarse y moverse al aseo, los daños de la piel por la presión de la cama o del asiento; las escaleras urbanas o el domicilio se convierten en verdaderos muros infranqueables. El pobre movimiento del anciano llega ser una pérdida total de autonomía. Aparece el miedo vital intrínsecamente unido a la incertidumbre del inmediato futuro y el disfrute del presente pierde su valor.

El amor, la necesidad de ternura, el deseo sexual y la amistad se convierten en idealizados pensamientos que no consiguen en muchas personas su satisfacción plena. Inconscientemente o no, ciertos anhelos llegan a ser una carga para una afectividad frustrada en el anciano abandonado a su suerte emocional. Y puede aparecer una actitud de desapego de lo inmediato como defensa del desencanto.

El aumento de la esperanza de vida (que debe considerarse un bien) envejece a la población, da oportunidad a la aparición del deterioro cerebral y la persona de edad avanzada con gran frecuencia presenta problemas de relación, porque al reducirse el conocimiento del entorno, aparentemente pierde la capacidad de reaccionar inteligentemente a los estímulos físicos y emocionales, por lo que su pensamiento original podría estar desorganizado. Casi nunca podemos saber en una persona que en apariencia está aislada del entorno cuál es el contenido mental de su vivencia. Me impresiona en mi trato con los ancianos con demencia que siempre reaccionan de modo positivo a aquellos que se dirigen a su verdadero ser, a quienes les cuidan con amor, a quienes les dirigen palabras cargadas de afecto. Estas reacciones, que a veces solo se expresan serenamente con la mirada, pertenecen a un plano distinto que aquellas otras, exclusivamente físicas, propias del instinto y revelan un interior espiritualmente activo, y por lo tanto no son análogas a las que observamos en la vida más primitiva no humana.

Este extremo de la vida a la que muchos ancianos llegan es objeto de controversia materialista, en el sentido de que hay muchos que defienden la única ligazón del ser humano a la materialidad y que, reducida esta, el hombre empieza a ser menos hombre; y hay quien confunde la habilidad física y psíquica con la esencia humana y la dependencia extrema con la pérdida completa de la dignidad, por lo que su vida sería ya, de hecho, despreciable, prescindible. Este pesimismo radical sobre la vejez lo plasma magistralmente Cavafis en el poema Las almas de los ancianos:

En sus vetustos y ajados cuerpos

yacen las almas de los ancianos.

¡Qué tristes que están las pobres

y cuánto les pesa la miserable vida que acarrean!

¡Cómo tiemblan de miedo por perderla y cómo la aman

esas confusas y contradictorias

almas, que yacen —tragicómicas—

en su vetusta y devastada piel!3

Al envejecer el hombre pierde sobre todo la capacidad de sentir nítidamente el exterior, pero no la repercusión emocional ni el significado de la realidad. Hasta qué punto la capacidad abstractiva, capaz de penetrar en lo que las cosas son, se mantiene en las personas ancianas es algo no bien conocido pues, ni es objetivable desde el exterior ni por consiguiente experimentable; tampoco es conocida su localización neurológica funcional, por lo que es considerada una actividad de la integralidad humana, a la que a veces nos referimos como la espiritualidad del hombre. Toda persona en el extremo de su vida, incluso aquella ya incapaz de sobrevivir sin apoyo exterior, mantiene básicamente todos los fundamentos que hacen de ella un ser humano íntegro y, por consiguiente, se han de contemplar en toda su profundidad los elementos en los que se basa lo más primordial de su humanidad: ser digno de respeto y ser libre.

Para entender bien la consistencia humana en el proceso del envejecimiento me veo obligado a comenzar con un análisis conceptual de lo que el hombre es y de lo que puede alcanzar como sustento de su vida durante los años de su edad adulta, tales como la visión de sí mismo y del mundo que le circunda, y la búsqueda de sentido y de felicidad. La explicación de las características de la vejez, así como de la ancianidad y de la fragilidad, que abocan al final de la vida, serán secuencialmente objeto del análisis con el que enfocaré el estudio del proceso del envejecer humano, con la finalidad de facilitar la comprensión del mundo del viejo para aquellos que no tienen experiencia de ese apasionante universo de la persona.

I

VIVIR ES ENVEJECER. AUTORRETRATOS

DE REMBRANDT

LA VEJEZ ES UN POZO en el que se han guardado los tesoros ganados durante la vida. La intensidad y la profundidad de la vida de cada uno y el modo en que se ha afrontado el contenido de la existencia es lo que determina el sentimiento dominante y la apariencia externa al cabo de los años. Por eso cada cual envejece a su modo y siempre sorprende cómo se presenta la vejez en uno mismo. Se es consciente de que se comienza a envejecer cuando memorizar se convierte en un tormento infructuoso; cuando uno mismo se sorprende como un testigo de lo propio; cuando el interés por la vida muestra un lento giro copernicano en la misma medida con la que se indaga en su sentido; cuando la esencia de las relaciones con el mundo circundante cambia desde la utilidad hacia el significado. La paulatina llegada a la vejez se presenta como una colección de experiencias vitales que, cuando se acerca el final del tiempo propio, muestran juntas la intensidad de su potencia y de su capacidad para sostener el alma, mantener la ilusión emprendedora y la íntima alegría.

La secuencia temporal de nuestro aspecto dice mucho de cómo hemos vivido y cómo vivimos. La postura que se ha mantenido durante años ante la vida se refleja en lo físico, visible en las huellas de una existencia imprevisible cuando éramos jóvenes: se muestra en la piel, mirada, postura, tono de voz y, lo que es más relevante, en la actitud vital, que es aquel principio intangible que define a cada hombre y a cada mujer como persona distinta. Todo ser humano muestra externamente expresión de su trayectoria. Es héroe y víctima de sí mismo. Si el hombre basa su vida en la capacidad de influir en el medio en que vive, en su papel social, en su poder, el día que se da cuenta de que el papel que desempeña para los demás ya ha perdido el valor le sobreviene un sentimiento de irrelevancia que hace de él un viejo. Pero si la vida se ha vivido con la intención de develar el oculto sostén de la existencia cimentada en un sentido íntimo del valor de la realidad, encontramos el modo de no buscar la felicidad en lo que hacemos, sino en lo que somos y así se alcanza sin sobresaltos, con insólita certeza, la vida avanzada en años con la seguridad de una identidad que nos pertenece.

Como ejemplo de evolución hacia la vejez y la resistencia vital de un hombre que alcanzó la seguridad de su identidad nos preparamos a recorrer la vida de Rembrandt, paralela a la expresividad de sus autorretratos.4

Siempre he sentido una profunda impresión ante la contemplación de la mirada penetrante de Rembrandt, desde el mismo comienzo de su pintura hasta el final de su vida. Si nos fijamos en su biografía y tratamos de intuir su temperamento y carácter, aún más llama la atención su evolución expresiva puesta en relación con los acontecimientos vitales que le fueron ocurriendo y que marcaron la sucesión de varias etapas en su vida y en el modo de concebir su arte, de la mano de su sentimiento ante las alegrías, hondas penas y desgracias. Y no solo en la concepción y evolución de su excepcional aptitud artística, sino la expresión de sí mismo ante el mundo. El arte es siempre el modo que el artista muestra su interior al mundo. Rembrandt no se oculta y los hechos que le condicionan en su vida quedan reflejados en los cuadros en los que se representa a sí mismo. Quiere mostrar la evolución de su mirada, desde la arrogancia hasta la autoafirmación en su soledad y en la tristeza final, como también todos podemos sentir que varía conforme pasan los años; pero solo aquel artista capaz de adentrarse en su propia ontología puede hacerlo. Si la biografía de cada hombre se ilustrara con imágenes de su rostro o su postura, seguramente en la mayoría de las personas se podría hacer un paralelismo de la expresión con el curso de la vida y sus acontecimientos como se observa en Rembrandt. Y la historia se refleja en el exterior del hombre, tanto en su físico como en su actitud.

Rembrandt Harmenszoon van Rijn se traslada a Amsterdam desde Leiden a los 25 años, en 1631. Previamente, durante su etapa de formación había realizado varios autorretratos. Uno de ellos muestra su rostro envuelto en oscuridad; la mirada simplemente se intuye, como si escondiera aún sus ojos, con el cabello revuelto. Quizá aún no tiene nada que decir de sí mismo. En otros autorretratos aparece riéndose (El joven Rembrandt como Demócrito, el filósofo riente) o con expresiones de perplejidad, como un aguafuerte titulado Autorretrato con los ojos abiertos, donde sí muestra su mirada pero nada se adivina en ella salvo burla —intencional o no—, aunque el título del cuadro hace pensar que no es casual su expresión. Es posible que se trate de ejercicios pictóricos, pero ya revelan su carácter juvenil socialmente abierto, risueño, atrevido y divertido. Muestra, sin embargo, interrogantes sobre sí mismo; aún no se encuentra; solo se explora. Más tarde, su expresión y su mirada comienzan la evolución hacia la franqueza, pero aún carece del gesto que irá mostrando en los años siguientes, fruto de su madurez artística y de sus vivencias personales y sociales. En Autorretrato con gorguera, realizado alrededor de los 22 años de edad, muestra ya la expresión de dignidad que siempre le acompañará en las representaciones de sí mismo y esa mirada tan suya, que se fija más allá de la pintura y parece traspasar el espacio, le representa a sí mismo de tal modo que el resto del cuadro parece carecer de sentido; sin embargo, él cuida los detalles de su vestido y su postura para expresar el estado en que se encuentra en cada momento. Si bien su alma se trasparenta en sus ojos y en ella centra todos los autorretratos, usa su apariencia como muestra de su situación personal en el mundo. Siempre hay una interpretación oculta en cada autorretrato: Rembrandt está diciéndonos algo de su vida. Al pintarse tan joven con gorguera quiere representar una incipiente posición social y el inicio de su madurez, como si fuera uno más de los trabajos que los bien situados burgueses holandeses le encargaban.

Entre 1631 y 1642, hasta los 36 años de edad, desarrolla en Amsterdam su etapa de mayor éxito social y económico, con múltiples encargos como retratista. Es admitido en la Sociedad Local de Pintores y se casa con Saskia, de desahogada posición familiar. Vive como un burgués adinerado, tiene éxito profesional, alimenta su ego, vive en una etapa de arrogancia y superficialidad. Pero sus ingresos se gastan con la misma rapidez con la que entran en caprichos de antigüedades y objetos orientales con los que hace una significativa colección. Se traslada a uno de los barrios de mayor prosperidad y en esta etapa sus autorretratos son expresivos, de expansión vital. En el autorretrato escenificado de 1635 que titula El hijo pródigo en la taberna se representa con Saskia en las rodillas, con un gran vaso de cerveza en la mano, brindando hacia el espectador, con ropa lujosa, espada y expresión divertida. Efectivamente, en esa etapa Rembrandt dilapidaba su fortuna como el hijo pródigo del Nuevo Testamento. Se retrata también en su madurez con cadenas de oro y mirada franca y segura, como un triunfador, podríamos decir hoy, o con expresión ambiciosa, postura retadora y orgullosa, revestido con amplios ropajes y sombreros amplios cortesanos, como en el aguafuerte de 1639 y en un óleo de 1640, en donde se intenta mostrar con una superioridad propia de un rico burgués gentilhombre mientras mira al espectador de tal modo que intimidaría de ser una escena real. Hasta cierto punto estos autorretratos podrían sugerir una personalidad narcisista bien asentada, alimentada por el reconocimiento público del gran artista que era, acompañado del éxito económico.

Pero la vida tiene siempre guardada sorpresas para todos, que nos hacen recapacitar; circunstancias que terminan de educarnos para que seamos capaces de contemplar la realidad como es. Los primeros sucesos trágicos aparecen en la vida de Rembrandt. Mueren tres de sus hijos al poco de nacer y solo el cuarto (Titus) sobrevive hasta la vida adulta. Además, pocos meses después del nacimiento de Titus muere Saskia. Comienza entonces el lento declive personal, económico y social de Rembrandt hasta 1660, año en que ya es casi viejo. Esta evolución tan poco esperable a la vista de su evolución artística en la década precedente a la muerte de su mujer puede sugerirnos hoy que Rembrandt entró en una situación depresiva y que se desinteresó de la vida durante años. La depresión de la mitad de la vida desencadenada por reveses vitales es una reacción comprensible y Rembrandt, que era un triunfador, de pronto se ve privado de la mujer que le había ayudado en los años de prosperidad; acaba siendo apartado de la Sociedad Local de Pintores por las múltiples deudas que había contraído y surgen problemas legales por su ruina económica, hasta el punto de que tiene que vender su colección de antigüedades y objetos orientales e incluso le embargan la casa. Para poder seguir ejerciendo como pintor tiene que humillarse y figurar como empleado de su amante, Hendrickje, y de su hijo Titus, que forman sociedad para dar cobertura a su trabajo; pero su figura de gran artista se ha difuminado socialmente tras la expulsión del gremio. La expresión triste de su rostro y su mirada, que se hace progresivamente opaca y misteriosa, pierde seguridad lentamente. Pero aun así, en 1658, realiza un autorretrato sentado, el llamado Autorretrato con bastón, en el que claramente busca mostrar a la sociedad su aplomo interior recuperado y se refleja a sí mismo, con apariencia majestuosa y con una evidente seguridad y serenidad que simboliza en ropajes y bastón dorados, con cíngulo rojo, reflejos de oro en el vestido y manto de piel. Como en todos sus autorretratos, lo importante es la firme y directa mirada que permanece simbólicamente en el límite de la sombra producida por un sombrero negro que ofrece al espectador una impresión misteriosa de su situación personal; la aureola que desprende alcanza al espectador, que contempla a un ser impenetrable que le domina desde su enigmática presencia en la pintura. Rembrandt fue menospreciado, apartado y marginado de la vida artística de Amsterdam, pero a través de su legado artístico adelantó a sus perseguidores, porque fue capaz de trasmitir toda la intensidad de su persona en los autorretratos que muestran la historia de su sufrimiento y su lucha para sobreponerse, para reconstruirse artísticamente ante sí y ante el mundo.

En los últimos años de su vida, en la pobreza, muere Hendrickje también y, con una apariencia envejecida ya, realiza dos autorretratos más; en el primero, Autorretrato con pañuelo blanco en la cabeza (1665), nos deja un verdadero testamento pictórico de sí mismo con paleta y pinceles, ropa roja y abrigo, tocado con un bonete blanco de pintor, habitual en el oficio, delante de unos enigmáticos círculos cuyo significado permanece desconocido. Podrían representar un mapamundi inacabado, de moda en la Holanda del siglo XVII, en los que querría representar la universalidad del legado de un artista pobre en soledad, que valora lo que le ha dado la vida, entregado a sí mismo y a su pintura. Comienzan a aparecer claramente signos de vejez en su porte y en su cara, pero su identidad artística predomina por encima de todo. El ropaje rojo de nuevo expresa una posición social que ya no le correspondía y su cara es inexpresiva, se muestra sin más, el único mensaje podría ser este: «Rembrandt, pintor universal»: restos de su ego y del narcisismo que mostró en su madurez.

El año de su muerte, 1669, se pinta a sí mismo (Autorretrato) con la sencillez del hombre físicamente acabado que se sabe en el final de su vida; ya muestra la mirada derrotada sin ambages, pero austera y elegante, casi diríamos que retadora desde la sencillez, detrás de unos párpados caídos; su piel es definitivamente ya la de un viejo; las manos, juntas, parecen expresar la inactividad final, aunque la sinceridad y orgullo que su expresión refleja demuestra que cree seguir siendo la persona merecedora del éxito profesional y el respeto artístico en Amsterdam. Desde sus ojos hacia el resto de la tela la imagen se difumina. Él solo quiere transmitir el fondo de su alma al que le mire para mostrarle la dignidad de la evolución de su vida: desde el apogeo de la madurez hasta la serenidad en la adversidad de la vejez.

Con respecto a su vida interior trascendente adivinada a través de la expresividad sincera de su arte merece la pena detenerse también. En 1662, ya arruinado, triste y casi retirado de la vida pública, pinta El regreso del hijo pródigo, en el que representa la vuelta a casa del hijo pecador y el perdón de un padre misericordioso. Un anciano acoge con abrazo de padre y madre a un hijo maltrecho, arrepentido y arrodillado ante él, mientras el otro hijo, erguido y soberbio, no comprende el perdón. ¡Qué diferencia con el cuadro de su madurez, El hijo pródigo en la taberna: de la expansión personal derrochadora de su talento al reconocimiento de su pequeñez!

Otra manifestación del final de su vida puede deducirse de un cuadro de 1669, terminado semanas antes de su muerte, titulado Simeón y el Niño Jesús en su brazo. Puede pensarse que Rembrandt, ya decrépito como el propio Simeón, tuvo en brazos a la hija póstuma de Titus, muerto el año anterior, y quiso mostrar magistralmente su desasimiento final de todo afecto humano en la postura de las manos que permanecen extendidas y libres. Él sabía que se moría y se le ve arrepentido ante el padre misericordioso del Regreso del hijo pródigo, y encarnarse en la esperanza evangélicamente cumplida de Simeón.

Este genial pintor, capaz de indagar en su propia ontología con la penetración en la realidad que da el verdadero arte, nos muestra su envejecimiento físico y la conservación de una actitud que asombra y conmueve al observador. Ante sus autorretratos no podemos dejar de interrogarnos sobre el mensaje que nos trasmite su mirada y su expresión. El paralelismo de los acontecimientos biográficos nos ofrece parte de la respuesta; podemos imaginar la expansión del éxito, la tristeza de la pérdida, la depresión por la aparente falta de sentido, el esfuerzo final por ser fiel a sí mismo y la vejez anticipada. Muere solo y exhausto por el sufrimiento, a los 63 años.