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La Danza de la Muerte

Vive en lo oculto.

Epicuro

En todo reina la casualidad.
Echa el anzuelo sin más;
donde menos te lo esperes
aparecerá el pez en la corriente.

Ovidio

El ser humano es una cosa curiosa.

Kenneth Patchen

Buenos amigos

Corría el año en el que los alemanes enviaron un Papa a Roma para vengarse de los italianos por lo de Trappatoni. Bávaro contra entrenador de fútbol. A pesar de su nerviosismo, Proteo Laurenti se partió de risa al oír, por la radio del coche, cómo la «suma sotana» recordaba a sus fieles que la iglesia católica no era una sopa de verduras recalentada. Al menos la gramática italiana era correcta.

Laurenti bajó el volumen y, con el coche recién comprado de su mujer, un Fiat Punto azul, cruzó el pequeño puesto de frontera de Prebenico, al pie del castillo de Socerb; las barreras de ambos lados estaban levantadas. No se veía a ningún guarda por ninguna parte, así que, en realidad, también habría podido llevarse su coche de la policía sin tener que contarle a Laura una excusa barata para que le dejase el nuevo. Un cuarto de hora más tarde había quedado con Živa Ravno, la fiscal croata de Pula. Casi cuatro años duraba ya su aventura; a Laurenti se le echaba el tiempo encima y estaba cada vez más nervioso. Aquella mujer, quince años más joven que él, llevaba meses dándole largas y, por fin, después de haberle dicho de todo para convencerla por teléfono, le había propuesto un punto de encuentro en un pequeño valle al otro lado de la frontera eslovena, donde la piedra caliza gris del Carso se convertía en suelo fértil y crecían frondosos árboles frutales y viñas.

–En la pequeña ermita de Hrastovlje –le había dicho ella–, allí es donde quiero que quedemos.

Laurenti repitió sus palabras mientras hacía sufrir al Fiat por una calleja llena de curvas. Con lo racional que era Živa en su trabajo, desde luego no se quedaba corta en cuanto a gestos teatrales. «Esa iglesia es la Biblia del pueblo llano que no sabe leer. Tiene unos frescos del siglo XV de una belleza increíble que representan el Antiguo y el Nuevo Testamento. Y una Danza de la Muerte que te llega al alma. Debería darte vergüenza no haber estado allí nunca, Proteo. ¡Después de treinta años viviendo en Trieste! Está nada más cruzar la frontera.»

–¿Y por qué allí, precisamente? –había preguntado Laurenti–. ¿Por qué no podemos quedar en algún hotel de la costa sin más, como antes?

La risa de Živa, antes de responder, sonó falsa.

–No me apetece. Hrastovlje es más adecuado para lo que tengo que decirte.

Antes de que Laurenti tuviera ocasión de preguntar qué era aquello, Živa dio por terminada la conversación con la excusa de que tenía una cita urgente.

Mientras que la franja de costa resplandecía bajo el sol, sobre las colinas del interior de Istria se habían formado pesadas nubes de tormenta. Desde lejos, Laurenti avistó ya el campanario de picudo tejado piramidal que sobresalía por encima de las gruesas murallas con las ruinas de los antiguos torreones. Aunque llegaba con diez minutos de retraso, no vio ningún otro coche en el aparcamiento que había al pie de la colina, coronada por la ermita. Laurenti cerró el Fiat y miró a su alrededor. Živa, al contrario que él, siempre había sido muy puntual. Laurenti seleccionó la red eslovena en el móvil y, de mala gana, emprendió la subida por el sendero. Se quedó desconcertado al ver que el pesado portón de hierro estaba cerrado con un candado gigantesco. Debajo de una señal que representaba una cámara de fotos tachada con una gruesa barra roja había un cartel, en dos idiomas, con el número de teléfono de la persona encargada de cuidar la iglesia. Comenzaban a caer los primeros goterones de lluvia y Laurenti decidió no esperar a Živa. Una voz femenina al otro lado de la línea telefónica le dijo que llegaría en cinco minutos para abrirle y enseñarle la ermita. Laurenti se planteó durante un instante si no sería mejor esperarla en la gostilna, la taberna que había visto más abajo, pero luego se arrimó al portón para, al menos, cobijarse un poco de la tormenta bajo el arco de piedra.

¿Cuánto hacía que no se veían? Laurenti intentó recordar la fecha de su último encuentro. Había sido justo dos meses y cuatro días atrás, y ni siquiera se habían acostado. Živa estaba nerviosa y parecía tener la cabeza en otra parte, había retirado la mano todas las veces que él había intentando cogérsela. Habían quedado al mediodía en Koper, después de una cita con el fiscal jefe de Trieste a la que Živa tenía que acudir. Durante décadas, aquella pequeña ciudad vecina al otro lado de la frontera había sido el lugar clave para aquellos atentos padres de familia que también querían hacer caso a sus secretarias durante las dos horas del descanso para comer. Laurenti siempre se había preguntado cómo se las apañarían para no encontrarse allí unos con otros todo el tiempo, aunque, desde que se podía cruzar la frontera sin problemas, también se habían diversificado mucho los destinos. Así pues, no le había sido difícil reservar una habitación de hotel en Koper, pero Živa había insistido en tomar un aperitivo en el Café Loggia, bajo los antiguos soportales. Al parecer no quería nada de intimidades de pareja. Respondía con evasivas a las preguntas de Laurenti y se limitaba a hablar del caso que estaba llevando y que, según dijo, le quitaba el sueño. Se trataba de la bancarrota de la residencia de verano Skiper, en lo alto de una colina a cuyo pie estaban las salinas de Sečolvje. Años atrás, una alianza compuesta por parientes de la flor y nata de la agitadora Lega Nord, los altos cargos financieros de Carintia y la antigua Nomenclatura croata, había acometido allí, en plena reserva natural, donde también estaba prohibido edificar nada que obstruyese las magníficas vistas sobre el golfo de Pirano, la construcción de un enorme complejo de hormigón apodado Il Paradiso di Bossi del que se rumoreaba que habría de convertirse en colonia de vacaciones de esta peculiar liga internacional de la xenofobia. Entretanto, los fiscales investigaban una bancarrota fraudulenta en la que, sobre todo, habían dado gato por liebre a los seguidores de la Lega Nord. Las investigaciones de Živa se centraban en las sospechas de sobornos para conseguir los correspondientes permisos urbanísticos, mientras que uno de sus compañeros italianos se ocupaba de rastrear la posible financiación encubierta con dinero del partido. Además, Živa había mencionado otra sospecha que tenía. Al parecer, en todo aquel asunto también estaba mezclado uno de los enemigos acérrimos de Laurenti que ahora había conseguido labrarse una buena posición en la sociedad y se movía en los círculos más altos. A pesar de que todo giraba en torno a los viejos conocidos de siempre, los que tantos quebraderos de cabeza daban al comisario, Laurenti sólo había atendido a su amante a medias.

Oyó el ruido de un motor y, al poco rato, una mujer de su edad con un imponente manojo de llaves bajaba de un destartalado Renault 4 azul y le saludaba. Si Živa no llegaba, Laurenti echaría, él solo, un rápido vistazo al interior de la ermita para, finalmente, volver a Trieste enfadado y sin llamarla. Eso era lo que Živa se merecía. Laurenti no imaginaba que su visita duraría más de lo que el exterior de la ermita le había sugerido. Para lo reducidas que eran las dimensiones de aquella edificación románica, tanto más espléndidos eran los frescos. Apenas daba crédito a sus ojos. No había centímetro cuadrado que no estuviera pintado. En la Edad Media, el horror al vacío debía de ser todavía más profundo. Atentamente prestó oídos a la mujer que, sólo para él, desplegaba todo un abanico de conocimientos, llamando su atención sobre los múltiples detalles que adornaban la nave central, con su bóveda de cañón, así como las dos naves laterales: el Antiguo y el Nuevo Testamento, la historia de la Creación y la Pasión, la Expulsión del Paraíso, Caín y Abel y dos bodegones tempranos: mesas con pan, queso y vino, una botella y una jarra.

–En aquel entonces, la gente se interesaba más por lo que no era terrenal que por la realidad –decía la señora en el momento en que sintió una corriente de aire, acompañada por el chirrido del portón. La guía dirigió la mirada hacia los delgados muros que separaban los ábsides y le mostró las imágenes de San Esteban y San Laurencio, representados como diáconos. El comisario no pudo evitar sonreír al oír su apellido y, en ese mismo instante, notó una mano mojada por la lluvia que se agarraba a la suya y, justo después, el aliento cálido de Živa en el oído.

–Lo siento –musitó ésta–, había un accidente en la autopista.

La guía hizo caso omiso de la interrupción y pasó a comentar un fresco de la nave orientada al sur.

–Un caso muy especial en la iconografía cristiana y, sin duda, el motivo por el que muchos turistas se acercan hasta aquí es la Danza de la Muerte. Fíjense bien, la idea que subyace a todo es la igualdad de todos los seres humanos ante la Muerte, la única que trata a todos con justicia y de la que nadie puede escapar. Todos están obligados a seguirla, a todos les sonríe con la misma desvergüenza mientras los conduce a la tumba recién cavada. No permite excepciones. Miren: el papa, el rey, la reina, el cardenal, el obispo, un pobre monjecillo, un rico comerciante, un mendigo decrépito, un niño. La Muerte no se deja sobornar por nadie, aunque, como ven, todos lo intentan, cada uno a su manera.

Laurenti rodeó los hombros de Živa con el brazo y la acercó a él. La guía pasó a comentar la representación de los meses del año en el techo.

–Tenías razón –susurró Laurenti–, ya era hora de que alguien me enseñara todo esto.

–Y aquí ven la inscripción en glagolítico, el alfabeto de la iglesia eslava que, gracias a Dios, se ha conservado: «Frescos terminados el 13 de julio de 1490. Maestro Juan de Kastar». Un artista de las cercanías de Rijeka. En algún momento, los frescos fueron cubiertos de cal y no se redescubrieron y limpiaron hasta siglos después, hasta 1949.

Laurenti le dio las gracias por la visita y compró unas cuantas postales que reproducían las obras de arte... tenía que enseñárselas sin falta a su mujer y traerla sin tardanza a ver aquel maravilloso lugar en persona. Para cuando salieron de la ermita, las nubes de tormenta se habían dispersado y un suave resplandor de sol bañaba el frondoso paisaje verde.

–¿Vamos a la taberna de allí abajo? –preguntó Laurenti.

Živa asintió con la cabeza y se enganchó de su brazo.

–¡Qué maravilla de ermita! Pinturas istrias del gótico tardío en un edificio que, por entonces, ya tendría otros trescientos años. La muralla no se construyó hasta la época de los asedios turcos.

–Lo que me parece especialmente trágico es el primer error de la Creación, la expulsión del Paraíso –Laurenti agarró a Živa por los hombros–. Qué dios más cruel. Ahí empezó la maldición del trabajo.

–¿Y la Danza de la Muerte, el intento de comprarle la vida a la Muerte? Me recuerda demasiado a nuestra clientela –dijo Živa.

Laurenti le abrió la puerta de la gostilna Švab. Era una estancia alargada y de techo bajo en la que predominaba la barra en la parte delantera, comunicada al fondo con el comedor. Entre semana, casi nadie frecuentaba el local al mediodía. A excepción de dos campesinos que estaban tomándose un vino en la barra, ellos eran los únicos clientes. La carta ofrecía los habituales y potentes platos de la cocina istria, que abarcan desde el jamón crudo de matanza casera o la espesa sopa de maíz hasta el guiso de gallina más apreciado entre los campesinos o el asado de ternera. Laurenti respiró aliviado al descubrir la trucha fresca. Todo lo demás le habría resultado demasiado pesado, pues la contención de Živa, que no quería más que verduras a la plancha y, como plato principal, ortigas al vapor, le había cerrado el estómago. Y muy en contra de su costumbre, consideraron que medio litro de malvasía de barril sería suficiente.

–Anda que no te has hecho de rogar últimamente –dijo Laurenti, apoyando la barbilla en las manos, con los codos sobre la mesa–. Te echo mucho de menos cuando te muestras tan inaccesible. Casi no hemos hablado, casi siempre soy yo el que te llama mientras que tú, en cambio, sólo lo haces para algún asunto del trabajo. A veces tengo la sensación de que ya no me quieres.

Y, como tantas veces, se sintió en desventaja cuando el camarero trajo el vino y así Živa pudo eludir una respuesta directa. Ella esperó a que volvieran a quedarse los dos solos. Sonrió a Proteo con dulzura, casi con compasión, y dio un pequeño sorbo a su vaso sin brindar antes con él.

Como Laurenti guardaba silencio, le cogió la mano y le miró a los ojos.

–La vida sigue, cariño. Cambia cada día. Vivimos en una época de aceleración imparable. Mañana, nada será igual que hoy. El trabajo se multiplica de día en día, sin aliento buscamos la tranquilidad, que ya no existe más que en nuestra imaginación, como el recuerdo del olor del heno fresco que conocemos de nuestra infancia. Nuestros clientes son innovadores y les mueve una sed de acción de la que carece el resto de la sociedad. Suenan las sirenas por todas partes, los teléfonos no callan un minuto, hasta las mesas parecen gemir bajo el peso de las montañas de expedientes que se acumulan en ellas cada día. No te puedes hacer idea de los problemas de organización que he tenido que salvar sólo para poder quedar contigo. Ya no sé ni dónde tengo la cabeza, Proteo.

De nuevo los interrumpieron, ahora les traían los cubiertos.

–Lo que se gana en tiempo se pierde en consciencia, Živa.

–¿Quién dijo eso?

Laurenti se hizo el interesante. En efecto, no se lo había inventado él. Un escritor francés, uno que murió hace mucho. Lo leí en un almanaque.

–Cambia eso si puedes –replicó ella.

Proteo resopló por la nariz.

–En noviembre se cumplen cuatro años... Si es que conseguimos llegar a noviembre.

–¿Cuatro años de qué? –la voz de Živa ya no sonaba dulce, sino más bien como si los lamentos sentimentales de Proteo le atacaran los nervios.

Esta vez, la interrupción redundó en beneficio de Laurenti. Oyeron el tintineo de una campanilla desde la cocina y, al instante, los pasos del tabernero. Para Živa, al final había traído las ortigas junto con las otras verduras; delante de Laurenti humeaban ahora un plato de patatas hervidas y una bandeja con una trucha a la que le habían doblado la aleta de cola hacia arriba.

–Cuatro años –Živa golpeteó la cola tiesa de la trucha con el cuchillo–. Cuatro años de disimulo, aunque todo el mundo a nuestro alrededor se hubiera dado cuenta hace mucho. Ni una sola excursión de domingo juntos, ni un viaje juntos, ni siquiera un desayuno juntos, nada de vacaciones y nada de rutina cotidiana, nada de peleas y nada de reconciliaciones.

Laurenti la miró asustado. En efecto, aquélla era la primera vez que iban juntos a ver una iglesia desde que se conocían. Pero ¿por qué se quejaba ella ahora?

–Así lo convinimos. ¿Y qué es eso de que todo el mundo está enterado? –dijo mientras fileteaba el pescado en el plato, de mal humor y sin concentración.

–Ha sido una... ¿cómo lo diría...? una fructífera colaboración. Eso es lo que ha habido entre nosotros hasta ahora, nada más. Y no es suficiente, en mi opinión.

–Que aproveche, Živa.

–No juegues al despiste, Proteo –por el momento, Živa ni siquiera había mirado sus ortigas–. Dame una única razón por la que deberíamos continuar con esta relación.

–Tú siempre has insistido en que querías libertad, Živa. Y yo nunca te he preguntado cuál es tu situación, mientras que tú, en cambio, conoces todos y cada uno de los pasos que doy.

Su voz fuerte resonó en el espacio vacío. Proteo vio que el tabernero, en la barra, hacía un marcado gesto a los dos hombres que tenía enfrente y, con los ojos, señalaba en la dirección donde estaban sentados comiendo Živa y él.

–Pues de eso mismo se trata –Živa, que por fin había tomado el primer bocado, depositó el cubierto en el plato haciendo ruido a propósito–. Hemos pasado cuatro bonitos años juntos, o mejor dicho: dos. El tiempo en que realmente estuvimos el uno cerca del otro, en que nos reíamos y bromeábamos juntos y hacíamos el amor como nos venía en gana. La segunda mitad de nuestra relación, Proteo, ya no ha sido así. Así que he decidido ponerle fin.

Ahora fue Laurenti quien estampó sus cubiertos sobre el plato. Los tres hombres de la barra se volvieron asustados hacia ellos, hacía mucho que sus matrimonios no conocían semejantes arrebatos de ira.

–Quedemos como buenos amigos y recordemos los momentos felices que hemos pasado juntos –prosiguió Živa antes de que a él le diera tiempo a replicar–. Pero nada más. Quiero ser libre. Y contigo ya no lo soy.

–Si alguien te ha dejado toda la libertad del mundo ése he sido yo, Živa –Proteo palpó su chaqueta en busca de cigarrillos, aunque llevaba dos años sin comprar, limitándose a echar mano de los ajenos cuando estaba nervioso.

–No te pongas a fumar ahora –dijo Živa–. Si no te has comido ni la mitad del pescado.

–Los peces de mar están mucho más ricos que estas truchas de charca. Y haz el favor de mirar tú tu plato –fuera de sí, señaló con el dedo el plato de verdura, casi intacto, y al hacerlo derramó su vaso–. ¡Maldita sea! –y, torpemente, trató de empapar el vino con la servilleta–. ¿Qué es lo que quieres, Živa?

–Mi libertad, Proteo. Ya te lo he dicho.

–¿Es que has conocido a otro?

Živa sonrió.

–No. Pero alguna vez podría darse el caso. Nunca se sabe.

–¿Cómo se llama?

De nuevo vino a interrumpirles el tabernero. Había visto que ya no tocaban la comida y la retiró con gesto malhumorado y sin hacer ningún comentario. Laurenti pidió la cuenta sin preguntar a Živa si quería algo de postre. Se levantaron al mismo tiempo y salieron a la calle, pasando junto a los hombres de la barra, en cuya cara se dibujaba una sonrisa socarrona.

–Pues nada –dijo Laurenti de camino al aparcamiento. Su dolor se había convertido en rabia–. A lo mejor te lo piensas dos veces. Ya tienes mi teléfono.

Sin siquiera mirarla otra vez se subió al Fiat y arrancó con un rugido del motor. Al dar marcha atrás, se dio con tanta fuerza contra el murete que separaba el aparcamiento de la calle que saltó la pintura del parachoques.

–Conduces como los triestinos –le dijo Živa riendo mientras él ya se iba.

Todo tiene su precio

Damjan y Jožica Babič tenían turno de tarde cada dos semanas y hasta la medianoche no llegaban a su casa, en el pueblo del otro lado de la frontera. A las 22.30, subían a su Škoda, abandonaban el recinto del parque tecnológico que había en la parte alta de la ciudad y, pasado un kilómetro, volvían a apartarse de la carretera de circunvalación para entrar en el aparcamiento, donde había un restaurante-grill. En realidad era una cabaña de madera que habían ampliado con unas cuantas pérgolas para no tener que pedir un permiso de obras. Había muy pocos coches, todos con matrícula extranjera. Uno de los vehículos pertenecía a uno de los numerosos consulados de la ciudad. Durante el día, el aparcamiento estaba mucho más frecuentado, iba gente de Trieste para dar un paseo por el borde del Carso o viajeros que, tras un trayecto más largo, querían estirar las piernas y entraban a tomar un tentempié.

Una moto de cross pasó casi rozando su coche y no paró hasta el extremo más alejado de toda la zona. Oyeron cómo se apagaba el motor, luego se apagaron también las luces. No se veía más que un contorno desdibujado que destacaba sobre el cielo brillante de la ciudad. Damjan y Jožica atravesaron la oscuridad en dirección al pequeño restaurante, donde les esperaba una mujer bien entrada en la treintena y llamativamente bien vestida, cuyo cabello negro –sin duda, teñido– contrastaba de forma drástica con su tez pálida y con los labios pintados de rojo cereza. La mujer los saludó de inmediato en su lengua materna y les señaló una de las mesas de la terraza.

–¿Por qué queríais verme? –preguntó mientras depositaba su bolso de cocodrilo encima del banco–. ¿Habéis tomado la precaución de que no os siguiera nadie? –e hizo un gesto con la cabeza señalando el lugar en el que debía de estar la moto; no se veía al conductor.

–No te preocupes, estamos solos –farfulló Damjan.

La mujer, en italiano, se deshizo de la camarera que había acudido a tomarles la comanda:

–Nos vamos a ir enseguida, gracias –luego se dirigió al matrimonio Babič–. Entonces, ¿qué pasa? ¿Problemas?

Damjan dejó la palabra a su mujer, tal y como habían convenido antes. Se puso a mirar a lo lejos, respirando pesadamente. Le habían dado muchas vueltas a cómo sacar más provecho de la actividad que realizaban para Petra Piskera.

El AREA SciencePark de Padriciano, en la altiplanicie que se extendía por encima de la ciudad, era el mayor centro de investigación del país, uno de los argumentos a los que podía recurrir Trieste para albergar la esperanza de convertirse en ciudad de la ciencia en el futuro; y también un juguete de los intereses políticos. En los años anteriores, más de una vez se había temido por la financiación de aquellas instalaciones de prestigio internacional, según el correspondiente gobierno de Roma estuviera a favor o en contra del gobierno de la ciudad. Era un parque científico destinado a crear una interacción productiva entre las instituciones estatales, la universidad y los empresarios particulares, a quienes se brindaba la oportunidad de establecerse allí con una serie de privilegios, siempre que pudieran presentar sus correspondientes proyectos de investigación, unidos a los habituales planes de negocios. Más de mil ochocientas personas trabajaban en aquellas extensas instalaciones. Damjan y Jožica se contaban entre ellas hacía mucho. Tenían permiso de trabajo regular desde hacía diez años, los consideraban gente sencilla pero de fiar y se arreglaban más que de sobra con los dos sueldos, pues el salario mínimo italiano era claramente superior a cualquier sueldo que pudieran llegar a cobrar en Eslovenia. Jožica trabajaba, según las necesidades, en la foresteria, el restaurante de las instalaciones, en la mensa, el comedor para los trabajadores o en la guardería, creada para los hijos de los investigadores y llamada Cuccioli della Scienza, Cachorros de la ciencia, como si también esos niños se hubieran cultivado en una retorta. A Jožica le gustaba su trabajo, sus hijos ya eran adultos hacía tiempo y trabajaban en Austria como temporeros del sector gastronómico. Damjan, electricista profesional, era uno de los porteros y una suerte de «chica para todo» que hasta el momento no había rehuido ningún trabajo. A menudo ayudaba también en la mensa, sin que nadie se lo pidiera, y así aprovechaba para llevarse sacos enteros de restos de comida con los que alimentaba a los cerdos que criaba en un pequeño establo en la parte trasera de su casa. Gracias a los dos sueldos, en los últimos años habían podido construirse una casa nueva en el terreno que pertenecía a la vieja, propiedad de la familia. Aún no habían encalado las fachadas, eso podía esperar. Damjan y Jožica llevaban mucho tiempo haciendo planes para el futuro. En algún momento tenían intención de dejar el trabajo de Padriciano y con ello el viaje diario en el coche hasta Komen, en la parte eslovena del Carso, y luego de vuelta, para dedicarse por completo a la agricultura. Por ahora, sólo les quedaba libre el rato de la mañana muy temprano, el de después del trabajo y los fines de semana que no tenían turno. Había que ocuparse de los animales y además del huerto y de tres cuartos de hectárea de vides que producían una media de unos nueve hectolitros de vino al año.

Cuando, un año atrás, la consulesa les ofreció un pequeño trabajo extra, por fin se abrió ante ellos una perspectiva razonable. Pues lo que Petra Piskera esperaba de ellos parecía una nimiedad bien pagada. Para Damjan no era ningún problema, durante sus rondas por el instituto a última hora de la tarde, entrar con una cámara digital en ciertos lugares indicados exactamente por Petra, hacer unas cuantas fotos de documentos y planos y luego dejar la cámara en las oficinas de CreaTec Enterprises para coger allí otra con la tarjeta de memoria vacía. Seis mil euros cada tres meses habían sido, hasta el momento, un buen dinero de bolsillo gracias al cual ahora podían permitirse bastantes cosas más. Incluso hablaban de realizar un largo viaje de vacaciones, aunque su pequeña explotación agrícola requería su presencia constante. Las gallinas y los cerdos esperan su pienso todos los días a la misma hora, sean laborables o no.

Desde hacía unos días, sin embargo, Damjan tenía la sensación de que alguien le observaba y, tras dudarlo un poco, se había decidido a hablarle a su mujer de sus sospechas. En realidad no era nada concreto, pero algo había cambiado. No sabía si tendría algo que ver con los artículos que aparecían en la prensa reaccionaria y en los que se hablaba del constante peligro que, al parecer, suponían todos aquellos centros de investigación para la ciudad, sobre todo el ICTP y el Abdus Salam, junto al parque de Miramare, los institutos de física teórica donde se formaban muchos investigadores del tercer mundo. Una vez había leído en uno de los diarios que en Trieste se estaba preparando la bomba atómica islámica. Vaya disparate, eso lo sabía hasta Damjan. De aquellos institutos habían salido ya varios premios Nobel, y la envidia hacia cualquier forma de éxito era igual en todas partes. Cuando Jožica, intranquila, le pidió que recordase cada detalle de los últimos días, él balbuceó algo de una joven pelirroja que, a pesar de ser verano, llevaba una gruesa cazadora de cuero y a la que había visto varias veces por las instalaciones sin conocerla de antes de ninguna de las empresas. Le había llamado la atención porque siempre llevaba una cámara al cuello y un pesado bolso con instrumentos técnicos en la mano. Tal vez viera fantasmas, pero una voz interior le aconsejaba renunciar a este sobresueldo.

Jožica había llamado a Petra Piskera al número extranjero que ésta les había dado como contacto, pidiéndole verse. En la misma conversación, ella había dado instrucciones a Damjan para los dos días siguientes. Jamás había insistido tanto en que se cumpliera con su encargo. Jožica y Damjan habían comentado largo rato aquella conversación y, finalmente, habían acordado darle la vuelta a las tornas para salir beneficiados. Y la encargada de negociarlo iba a ser Jožica.

–Nuestro trabajo se ha vuelto más difícil. Queremos más dinero, señora consulesa –le dijo con determinación.

–¿Qué ha cambiado? Para cuatro fotos que hacéis, estáis más que bien pagados –la morena de bote se encendió un cigarrillo con visible nerviosismo.

–Hemos visto en el periódico que van a aumentar las medidas de seguridad. Medidas preventivas antiterroristas, dicen. Van a intensificar los controles de entrada y salida del personal.

–Eso no os afecta a vosotros. No sacáis nada de allí. Tan sólo hacéis las fotos, el señor Babič, en su última ronda, deja la cámara enchufada en el cargador en las oficinas de CreaTec Enterprises y a cambio se lleva otra con la tarjeta vacía. Ningún controlador puede encontrarle nada encima. Entonces, ¿qué es todo esto? –con gestos groseros, aplastó el cigarrillo en el cenicero sin habérselo fumado siquiera hasta la mitad y sin preocuparse de que siguiera humeando.

–Necesitamos más dinero –insistió Jožica–. Un único pago extra de cincuenta mil euros y luego todo seguirá como hasta ahora. Para usted no es más que una minucia.

A la consulesa no se le movió ni un solo músculo de la cara.

–Ni ayer ni hoy habéis entregado ningún material. ¿Por qué?

–Por eso mismo –Damjan era un hombre apuesto de un metro noventa, con manos de agricultor en sus ratos libres, y ahora se ponía de pie para dar más énfasis a sus palabras–. Para que vea usted que vamos en serio.

La consulesa no se inmutó.

–Dile a tu marido que cierre el pico –bufó a Jožica, que no se movió.

Damjan se acercó mucho a la señora y levantó sus poderosas manos.

–¿Qué dificultad hay en entender lo que queremos? Todo tiene su precio. Y acabamos de decirle el nuestro. Así que, o acepta o lo deja. En cualquier caso, no estamos dispuestos a seguir así.

–Esta vez os daré el doble. Pero sólo esta vez. Entendido.

Damjan volvió a sentarse.

–Hace mucho que sabemos que nuestro trabajo vale para usted mucho más de lo que nos paga, señora –dijo Jožica–. Sólo queremos lo que nos corresponde. Cincuenta mil.

Antes de que Petra Piskera pudiera responder, Damjan añadió:

–Y si le parece demasiado, ya se está buscando a otro que ande espiando por ahí para usted. ¡Las cosas por su nombre! ¡No nos tome por tontos! –Damjan se levantó y cogió del codo a su mujer–. Ahora, vámonos, Jožica. Creo que nos ha entendido.

–Esperen.

No habrían dado ni cinco pasos cuando la consulesa les detuvo con voz de hielo.

–Entreguen las fotos de aquí a pasado mañana y veremos qué se puede hacer. Pero pasado mañana las necesito.

–Desde pasado mañana tenemos turno a primera hora de la mañana –dijo Damjan por encima del hombro, sin mirar a su interlocutora–. Espérenos a las tres de la tarde en la segunda planta del aparcamiento del centro comercial Torri d’Europa. Y no olvide el dinero. Nosotros no bromeamos.

Dejaron a la consulesa allí plantada y fueron hacia su Škoda. Damjan encendió un pitillo y esperó a que dejaran de verse las luces traseras del coche de la señora. Al arrancar, tuvo que frenar en seco para dejar paso al motorista; al parecer tenía prisa.

Alba Guerra tenía treinta y cuatro años y era de Treviso. Durante tres años había trabajado como portavoz del gabinete de prensa de aquel alcalde-cowboy que había ordenado desmontar los bancos de los parques de su ciudad para que los mendigos ya no pudieran pasar la noche en ellos. Sus comentarios siempre habían despertado gran revuelo, sobre todo cuando soltó que había que disparar a los inmigrantes africanos como si fueran conejos para así instarlos a volver a sus países. Cuando aquel hombre, que, en efecto, una vez se había hecho fotos vestido de sheriff del lejano Oeste, no pudo volver a presentarse tras finalizar su segundo mandato, también Alba la Roja, como la llamaban sus compañeros de derechas por su color de pelo, se despidió de la política para dedicarse otra vez al periodismo. Se puso a trabajar para un diario regional que ya en tiempos la había tomado con las instalaciones científicas de Trieste, así como con los muchos cerebros del tercer mundo que desempeñaban sus actividades allí. El discurso de sus artículos era mordaz y polémico y, desde el punto de vista político, radicalmente reaccionario. Más de una vez le había costado comparecer ante el juez, aunque siempre había conseguido salvar el pellejo gracias al apoyo de abogados famosos especializados en ese tipo de situaciones. Entre los abogados de derechas se había puesto de moda, cuando alguien los acusaba por sus comentarios revanchistas y demagógicos, remitir al derecho constitucional de la libertad de opinión que la democracia garantizaba.

A Alba Guerra la había enviado a Trieste su jefe de la redacción de Milán, la primera vez con motivo de la entrada de Eslovenia en la UE. Un puñado de neofascistas había organizado una sentada de protesta frente al consulado del país vecino de la que casi nadie informó... excepto ella. Pronto le tomó el gusto a la ciudad costera. Y, gracias a sus provocadores artículos contra sus vecinos del otro lado de la frontera, tampoco tardó en ganarse el aprecio del grupo disidente de los Inmejorables. Una sociedad cerrada que deformaba la realidad según le parecía y se creía en posesión de la verdad, a pesar de que casi nadie les hiciera caso. La violencia de extrema derecha había desaparecido de una ciudad tan multicultural como es Trieste hacía ya décadas. Y las pintadas que se veían de cuando en cuando en la fachada de alguna casa no debían tomarse en serio. ¿A quién le importaba hoy en día aquella polémica que no servía en absoluto para conseguir mayorías políticas? Además, tanto los fascistas como los comunistas se bañaban en las mismas cálidas aguas del Adriático.

Gracias a sus buenos contactos, Alba había conseguido un contrato pro forma y con ello un permiso de entrada al parque tecnológico. Enseguida había descubierto la pista del conserje Damjan Babič, cuya llave maestra, una más entre su pesado manojo, le había facilitado las cosas. Y había descubierto el pastel mucho antes de lo que esperaba. El hombre no se esmeraba demasiado en disimular. Tenía acceso a todos los cuartos, y todo el mundo lo sabía. Entraba a cambiar una bombilla, a reparar un interruptor, a comprobar la corriente... en todas partes era bien recibido y a menudo le daban alguna propina o al menos un café. Pero luego, Alba la Roja le había pillado en los laboratorios del Instituto de Tecnología Solar, ISOL, fotografiando los planos que había colgados en las paredes. Unos días más tarde, la periodista le había captado a él sacando y fotografiando los expedientes de un armario. ¿Pero qué había que robar en una empresa como aquélla? No había tecnología espacial ni armamentística, y menos todavía ningún tipo de material radioactivo que hubiera podido servir para construir una sucia bomba, como rumoreaban tantos de sus amigos políticos. Alba Guerra no tuvo más opción que seguir pisándole los talones a Babič con la esperanza de que él mismo le diera nuevas pistas. Esa noche, por fin, había llegado el momento. Desde la oscuridad había podido hacer fotos del encuentro con la dama de negrísimos cabellos sin necesidad de tomar mayores precauciones e incluso grabar la conversación en grandes fragmentos con un micrófono direccional. Por fin tenía la certeza de que Babič andaba metido en asuntos sucios, y, para colmo, él mismo le había servido en bandeja a quien se los encargaba. ¡La representante del consulado de un país del este de Europa! Aquello era un maná llovido del cielo. Ahora bien, ¿espionaje industrial en el sector de las energías alternativas? Eso sí que no se había dado nunca hasta entonces, así que tenía que tener cuidado de no acabar simplemente con un puñetazo en la nariz y siendo el hazmerreír de todos si no aportaba pruebas irrefutables. Alba Guerra tenía que ir tras aquella mujer de pelo negro como fuera.