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Desde su fundación en el siglo XII, los templarios han fascinado a todo aquel que ha sabido de su existencia. La disolución de la Orden hace 700 años, lejos de relegarlos al olvido, incrementó el interés por estos enigmáticos caballeros religioso-militares.

Jesús Ávila Granados, reconocido estudioso de la Orden del Temple, ha seguido sus pasos allá donde los templarios estuvieron presentes, y fruto de su constante trabajo surge La mitología templaria, una obra que se adentra en los enclaves más emblemáticos de la Orden y llega hasta los más desconocidos, convirtiéndose en un libro imprescindible para quienes quieran conocer fielmente los pasos de los templarios y su legado, cargado de una profunda filosofía iniciática y de fascinantes leyendas que han contribuido a aumentar el halo de misterio que siempre los ha rodeado.

Esta edición incluye nuevos capítulos, numerosas imágenes, un santoral templario, la cronología de la Orden, información sobre todos los grandes maestres y un completo diccionario de términos.

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La mitología templaria

Jesús Ávila Granados

www.diversaediciones.com

La mitología templaria

© 2014, Jesús Ávila Granados

© 2014, Diversa Ediciones

EDIPRO, S.C.P.

Carretera de Rocafort 113

43427 Conesa

info@ushuaiaediciones.es

ISBN edición ebook: 978-84-942484-1-2

ISBN edición papel: 978-84-942484-0-5

Primera edición: noviembre de 2014

Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales

Todos los derechos reservados.

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Non Nobis, Domine,

Non Nobis,

Sed Nomini Tuo Da Gloriam

No a Nosotros, Señor,

no a Nosotros,

sea la Gloria en Tu Nombre

(Lema templario)

A la memoria de Jacques Bernard de Molay,

último gran maestre de la Orden del Temple,

en el 700º aniversario de su muerte en París,

y a los demás caballeros templarios de Europa

que igualmente fueron torturados y asesinados.

Prólogo

Conozco a Jesús Ávila Granados y conozco su obra. Dos motivos, pues, más que suficientes como para hablar, siquiera sea con la licencia que puede otorgar la familiaridad, aunque sea haciéndolo desde la perspectiva de unas breves líneas, sobre una trayectoria profesional que no solo le avala como un magnífico escritor, sino que también le presenta como un fiable y a la vez experto transmisor de conocimientos. Unos conocimientos, adquiridos a lo largo de una vida dedicada a los viajes y a las investigaciones sobre el terreno, que sin duda han contribuido notablemente a facultarle como una auténtica autoridad en la materia que nos ofrece en la presente obra. Una tarea ardua, y en modo alguno fácil, lo sé por experiencia, siguiendo las huellas —en algunos casos difícilmente apreciables, interesadamente borradas en otros e incluso hábilmente ocultadas por los propios protagonistas posiblemente en la mayoría— de una orden medieval de caballería que, setecientos años después de su desaparición, todavía continúa levantando las más insospechadas pasiones y polémicas: la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón. O, como popular y mundialmente son más conocidos: la Orden de los Caballeros Templarios.

La aventura que aquí nos propone Jesús Ávila es una calculada epopeya encaminada a conseguir que el lector participe en un apasionante viaje en el tiempo, introduciéndole, de paso, no solo en esas páginas de la historia que en demasiadas ocasiones pecan de exceso de rigurosidad, remitiéndose sin misericordia a fuentes que generalmente nunca están al alcance del lector para que este las pueda consultar y constatar y que, además, carecen de ese factor arquetípico que hace de los hechos del pasado una experiencia intrínsecamente humana, sino también acercándole a esa misteriosa cosmogénesis de índole interna de la que los templarios hicieron gala. Una cosmogénesis que motivó, en parte, el acrecentamiento de su extraordinaria leyenda y también, desgraciadamente, constituyó otro de los factores que supusieron su posterior prendimiento y caída: su carácter hermético y el esoterismo añadido. Porque hemos de tener en cuenta que, durante sus aproximadamente doscientos años de existencia —en los que se constata idéntico ciclo vital que en cualquier cultura, civilización o imperio, es decir, nacimiento, auge y caída—, la Orden del Temple mantuvo, como el dios romano Jano, dos caras o facetas bien diferenciadas, una oficial u ortodoxa, de cara a la sociedad de la época, en la que como monjes y a la vez guerreros —un concepto novedoso entonces, aunque con antecedentes previos en los ribats musulmanes— no solo lucharon y murieron como mártires defendiendo y regando con su sangre los santos lugares de la cristiandad siendo soldados elegidos de Cristo, y otra cara más mística, en la que se convirtieron en buscadores y custodios de la Antigua Tradición y sus lugares sagrados. De manera que tampoco es casual que determinados asentamientos se localicen en entornos especialmente elegidos, con independencia de su posible situación estratégica; entornos, y a la vez lugares de poder —como los definen algunos autores—, en los que no solo se evidencia una determinada actividad de tipo energético o telúrico, sino que contienen además rastros inequívocos de pueblos y cultos anteriores, muchos de los cuales se remontan, curiosamente, a la época de los constructores de megalitos. Una faceta, la esotérica, reconocida en su justa medida por historiadores mundialmente conocidos, como podría ser el caso de Ricardo de la Cierva.

Es por todo esto que el lector que se sumerja en las siguientes páginas comprobará que el autor no solo demuestra sus dotes de escritor, sino que, además, consigue que la pasión con la que dirige esta obra de extraordinario valor documental desborde de vitalidad las orillas de una historia que aún está por descubrirse en su práctica totalidad. Porque no nos olvidemos, ni por un momento, de que no resulta una tarea fácil hablar de una organización tan compleja como fue la Orden del Temple. Por el contrario, intentar alumbrar las tinieblas de ese mundo alternativo, incierto y terriblemente escurridizo requiere muchos años de estudio y dedicación, numerosos desplazamientos y una infinita paciencia para encajar, con la mayor precisión posible, las diferentes piezas de un enigma histórico de monumentales proporciones.

Por eso, además de un completo honor, me resulta gratificante presentar este magnífico trabajo, donde el autor, de una manera concienzuda, profesional y metódica, nos ofrece una obra imprescindible para el conocimiento del mundo templario. A través de los distintos capítulos conoceremos, con todo lujo de detalles, qué colores utilizaban y por qué; el santoral que mayoritariamente profesaban y las razones que les motivaban a hacerlo; la estrecha relación que mantenían con los Maestros y gremios de canteros, muchos de los cuales, profesaran o no entre las filas de artesanos que constituían una parte primordial del entramado administrativo de la Orden, les acompañaron no solo en su aventura histórica, sino también en su caída, pasando posteriormente a la clandestinidad cuando aquella fue suprimida. Asimismo conoceremos su desmesurado interés por ese otro gran enigma histórico que son las vírgenes negras y muchos otros temas afines que no solo dejarán al lector con deseos de profundizar aún más en el insondable misterio de los caballeros templarios, sino que también le incitarán, estoy seguro de ello, a seguir unas huellas que, después de todo, continúan ahí, sin duda clamando justicia y reparación.

Juan Carlos Menéndez Gijón

En Madrid, a 21 de noviembre de 2013

Introducción

«El carácter universalista de la Orden del Temple sobrepasaba al de la Iglesia romana. La orden admitía en su seno a gentes de todas las religiones, sin pedirles que renunciaran a ellas, incluso a los excomulgados».

Antonio de la Riva. La cara oculta del Temple

Desde hace tres décadas estoy especialmente motivado por la Orden del Temple. Me he ocupado de estudiarla desde todos los ángulos y en todos los lugares, tanto de Europa como de Oriente Próximo.

Fue precisamente recorriendo el interior de Turquía, en concreto en la zona de Capadocia, cuando, en las iglesias rupestres del valle de Göreme, descubrí la cruz de las Ocho Beatitudes, la más esotérica de los templarios, realizada por los cristianos que, en los siglos altomedievales, en aquellos volcánicos parajes del centro de Anatolia, encontraron refugio ante las sangrientas invasiones islámicas, tras la Hégira, en el año 622. Esos frescos, realizados en pintura roja sobre la piedra volcánica, fueron los que inspiraron a los caballeros templarios que, durante la época de las cruzadas, atravesaron el país de los seldjúcidas a través de Anatolia, desde Constantinopla a Tierra Santa, en las rutas hacia Konya, la ciudad sagrada del místico sufí Mevlana, quien mantuvo una estrecha relación con los magos del Temple. Después, ya en Occidente, estos sabios del cristianismo más heterodoxo mantuvieron la cruz de las Ocho Beatitudes en numerosos enclaves. Lamentablemente, muchas de estas representaciones han desaparecido por el paso del tiempo, o por la desidia humana.

Otra cruz de gran veneración para la Orden del Temple fue, sin duda, la tau, que se corresponde con la novena letra del alfabeto hebreo, la cual también vemos representada en numerosos enclaves de la España medieval que estuvieron vinculados con los templarios, como el castillo de Ponferrada en León, la iglesia de Bordón en Teruel, la iglesia de Yanguas en Soria, Castrogériz en Burgos, etc.

Pero la cruz templaria más conocida por todos es, sin duda, la llamada cruz paté (pateada). Se trata de una cruz griega de cuatro brazos de igual longitud, cuyos extremos recuerdan a la pata de oca, de ahí su nombre; o bien termina curvilínea, evocando la circunferencia del astro rey. Esta cruz era la más utilizada, porque fue la que, desde 1143 y de color rojo, llevaron los caballeros templarios en la parte izquierda de su capa blanca. Son innumerables los lugares de la España templaria que conservan este símbolo, algunos de ellos, paradójicamente, antes vinculados con los celtas, como es el caso de la lauda aparecida en la villa de Narros, en Soria, que se alza en el centro de su plaza mayor, la cual, en el dorso de la piedra, muestra grabados los siete cielos, como el paraíso celta.

El estudio de la simbología templaria, que recojo en la presente obra, ha supuesto una gratificante experiencia en todos los sentidos; porque estudiar a los templarios, los más destacados protagonistas de la Edad Media, ha significado adentrarme en las claves del conocimiento a través de las huellas de las evidencias. Un trabajo que no dejo de llevar a cabo, porque, contra más puertas se abren al mundo gnóstico, más espacios esperan para ser descubiertos, y eso es, sin duda, el gran atractivo del Temple, que nunca se agota.

La mitología templaria se centra en los elementos más herméticos relacionados con la citada orden representados en la Península Ibérica, así como en los enclaves más enigmáticos que el Temple mantuvo en la geografía hispana. Los mismos colores que llevaban los caballeros en sus vestiduras, el blanco y el rojo, están estrechamente relacionados con hesed y geburah, cuarto y quinto céfiros de las tradiciones judías, que ocupan los brazos derecho e izquierdo del árbol cósmico; símbolos, al mismo tiempo, de la misericordia, y también de la fortaleza, la justicia y el rigor.

Durante casi dos siglos (de 1118 a 1314), el mundo medieval de Occidente y Tierra Santa tuvo un protagonista de excepción, o mejor dicho, un grupo de poder con tanta influencia que concentró en sus caballeros buena parte de los valores de su tiempo. Este grupo, sólidamente establecido en Francia, consolidado en los Santos Lugares bajo el amparo, al principio, de san Bernardo de Claraval (1090-1153) y repartido por todo el mundo occidental, no era otro que los templarios. La orden más esotérica que haya existido en el medioevo estaba formada por maestres, caballeros, servidores, criados y magos. Estos últimos, como veremos a continuación, eran los privilegiados, hábiles alquimistas, poseedores de los secretos de la sabiduría más profunda, y constituían un número reducido de personas.

Según san Bernardo, las circunstancias de entonces —comienzos del siglo xii— aconsejaban «desenvainar la espada de los fieles contra los enemigos para derribar todo lo que se levante contra Dios, no sea que digan las naciones: ¿dónde está su Dios?». En los siguientes términos describe el fundador de la orden la vida diaria de los caballeros, sujeta a estricta disciplina y obediencia:

Van y vienen a voluntad del que manda: se visten con lo que les dan, no buscan comida ni ropa por otros medios, se abstienen de todo lo superfluo… Viven en común, llevan vida sobria […] sin mujeres ni hijos. Aspiran a la perfección evangélica sin poseer nada personal, acogiendo lo que les mandan con toda sumisión.

Nunca están ociosos, ni merodean. Cuando no se ejercitan repasan sus armas, cosen sus ropas… Trabajan para el bien común… Todos arriman el hombro y así cumplen la Ley de Cristo. Ni una palabra insolente, ni una obra inútil, ni risa inmoderada ni leve murmuración… Están desterrados del juego del ajedrez o los dados. Desechan y abominan de bufones, magos y juglares.

Se tonsuran el cabello, jamás se lo rizan…, se bañan muy rara vez…, van cubiertos de polvo, negros por el sol que les abrasa bajo las mallas.

Se arman en su interior con la fe y el exterior con acero, sin dorado alguno; armados, no adornados, infunden miedo y no avaricia.

Llevan caballos fuertes y ligeros, no importa el pelo ni sus aparejos, piensan en el combate y no en el lujo. Anhelan la victoria, no la gloria; desean ser temidos, no admirados…

Nunca van en tropel o alocadamente, sino cada uno en su puesto, desplegados para la batalla, todo bien planeado, con cautela y precisión…, y aunque son pocos, no se acobardan ante la multitud, porque no se fían de sus propias fuerzas sino que esperan la victoria del poder del dios de los Ejércitos.

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San Bernardo, mentor de las órdenes del Císter y del Temple.

Ante todo esto, es fácil pensar que se produjese la paradoja de cuestionarse si eran realmente monjes o soldados. San Bernardo de Claraval apunta la contradicción: «Son a la vez mansos como corderos y feroces como leones. Para hablar con propiedad sería mejor decir que son ambas cosas». Esta lucha en doble frente suponía combatir a la vez contra hombres de carne y hueso y contra las fuerzas espirituales del Mal, ser valientes con la espada y sobresalir en la lucha espiritual. También reconocían el valor «fácil» de quienes vivían o morían en el combate, pues siempre salían ganando: «Si son dichosos los que mueren en el Señor, ¿no lo serán más los que mueran por Él? El Caballero es considerado como defensor de los cristianos y vengador de Cristo en los malhechores. Y cuando le matan sabemos que no ha perecido, sino que llegó a su meta». Si añadimos estas frases a los puntos de la orden, nos viene a la memoria una máxima de la época que ha llegado a nuestros días: «¡A Dios rogando, y con el mazo dando!». San Bernardo, como «caballero de la Virgen», designa a la Orden del Temple con el nombre de Militas Dei, y a sus miembros como Minister Christi. La categoría de Caballero no se adquiría por nacimiento, sino solo por nombramiento o investidura. En la Edad Media, tener un miembro dentro de la orden era el mayor orgullo para toda la familia e incluso para la comunidad en donde residía.

Junto a los votos tradicionales del religioso, se sumaban la obediencia plena al Papa. Vestían túnicas y capas de color blanco («seguridad de valor y salud del cuerpo»), con una cruz roja en la izquierda, como distintivo de la orden. Sus armas eran: espada, daga, cuchillo para la comida y cortaplumas. La orden entregaba como equipo de combate caballo, cota de mallas y esclavina, sobre cota blanca con una cruz griega roja.

Sus campañas militares fueron heroicas: siete de sus veintidós grandes maestres (un 32 %) murieron en el campo de batalla. El aspecto del Caballero era mayoritariamente el de un varón con espesa barba y cabeza rasurada. Vivían la disciplina castrente, la oración diaria y la confesión pública. Se les obligaba, además de apoyar a los necesitados, a tener una comida austera y parca de digestión, llevar escasa conversación y tener prohibida la caza, así como el respeto a todos los seres elementales.

Entre 1130 y 1136, el predicador de la Segunda Cruzada, dedicado a la Orden del Temple, redactó el Libro sobre las glorias de la Nueva Milicia, a los caballeros templarios. Y lo dedica a Hugo (Hugues) de Payns, primer gran maestre y receptor de los estatutos redactados por san Bernardo. Demuestra con argumentos válidos para la época que estos religiosos pueden matar, si es por Cristo, al tiempo que practican la obediencia, la virginidad y la pobreza, porque nada falta de la perfección evangélica. La literatura monacal de la época abundaba ya en las comparaciones de su reglamentada vida con una auténtica lucha: san Bernardo denominaba «Jerusalén» al monasterio o convento, el corazón espiritual de los caballeros templarios. «Las fortalezas se defienden con las armas de la oración, nadie está exento de este servicio militar si quiere alcanzar algún día el Paraíso», escribió.

Pero los templarios hispanos, a diferencia de los demás caballeros del resto de Europa, encontraron a su regreso de Tierra Santa una sociedad especialmente rica en cultos diferentes, pues convivían las tres religiones monoteístas del Occidente medieval: cristianos, judíos y musulmanes. Esto favoreció la tolerancia aprehendida en su estancia en Oriente, con lo cual es fácil comprender que, de alguna forma, sirvieron de árbitros de equilibrio en sus territorios de los reinos cristianos peninsulares, donde el poder de la Iglesia era ilimitado. No fue una casualidad que, en las ciudades donde había colectivos de judíos, estos se arropasen cerca de las encomiendas templarias en busca de su protección; y lo mismo sucedió con las aljamas moriscas y mudéjares. En la localidad de Castellote (Teruel) en concreto, los templarios utilizaron alarifes moriscos para la construcción de la iglesia, que conserva su magnífico rosetón, dedicada a la Virgen del Agua, una imagen negra. Y sabemos también que los templarios de Monzón (Huesca) tuvieron servidores judíos en su poderosa fortaleza. Pero los templarios igualmente ofrecían su apoyo incondicional a los grandes maestros constructores, como fue el caso de la villa de Bembrive (Pontevedra), donde el célebre maestro Rodrigo, a finales del siglo xii, fue protegido por el Temple tras recibir de los caballeros iniciados algunos de los secretos que estos adquirieron en Tierra Santa.

Con el paso del tiempo, los más enigmáticos caballeros del mundo medieval, fruto de sus estrechos intercambios culturales con los pueblos y civilizaciones de Oriente, se fueron enriqueciendo, en todos los sentidos, ahondando en las esencias del saber más profundo, al tiempo que su poder material no cesaba de crecer, lo que despertó grandes envidias. Ante tales riquezas —las materiales—, no faltaron voces que reclamaban al cielo una justicia contra estos caballeros que habían desafiado al Altísimo, y según declaraciones que los verdugos inquisidores arrancaron de algunos templarios durante las terribles sesiones de tortura que les aplicaron, cuatro fueron los delitos fundamentales que se les atribuyeron: la negación de Cristo, idolatría, apostasía y malas costumbres. Entre otras acusaciones, se incluía la de que los caballeros, en el momento de consagrarse como tales, tenían que escupir al Crucifijo, al tiempo que renegaban de la fe de Cristo, mientras adoraban a un ser extraño —el Baphomet— y practicaban la sodomía. Ninguna de estas difamatorias acusaciones pudo probarse, porque fueron fruto de un deseo visceral por desprestigiar a la orden y a todos sus miembros, y hacerse con el poder material del Temple.

A lo largo de las páginas de este libro, el lector tendrá oportunidad de viajar por algunos de los territorios más fascinantes del mundo templario a través de los conceptos que más influyeron, o, mejor dicho, que más estrechamente estuvieron vinculados con su cultura gnóstica; elementos recogidos del mundo oriental, de las culturas del Mediterráneo y también de las tradiciones célticas. La Orden del Temple, y concretamente el grupo de escogidos que formaron parte de los iniciados —magos—, sigue despertando un gran interés socio-cultural, porque sus conocimientos fueron tales que superaron las barreras de una época en la que el saber solo se hallaba en el silencio de los scriptórium de las bibliotecas monacales. Ellos tuvieron el coraje de hacer llegar al pueblo buena parte de aquellos profundos conocimientos en forma de claves que, en estas páginas, irán analizándose, desde los santos más estrechamente vinculados con el Temple, hasta la enigmática Cruz de Caravaca, que llegó a esta histórica población murciana portada por un ángel desde Tierra Santa a través de un ventanal que hoy evoca la luz que iluminó la estancia.

Otros de los temas que guardan una estrecha relación con la cultura más enigmática de los templarios, y que se analizan en las páginas de este libro, son el rosetón cabalístico de la ermita de San Bartolomé de Ucero (Soria), el laberinto de la catedral de Chartres, las vírgenes negras, la cruz de las Ocho Beatitudes, el culto a las aguas subterráneas, el árbol sagrado, el diablo Baphomet, el maestro constructor, la alquimia, los números y colores sagrados, el ying-yang y su representación en algunas iglesias templarias catalanas de las tierras del Ebro, la mítica tau, el Santo Grial, los cultos astrales, los símbolos serpentarios, las imágenes eróticas, hidras y otros seres fabulosos, la pata de oca, el mito del pelícano, los preparativos para el último viaje, los altares sagrados, vera cruces, algunas leyendas de templarios, el comercio… Ponen punto y final a la obra unos apéndices que consideramos de gran utilidad para comprender mejor cada concepto, desde el glosario de términos, hasta el cuadro cronológico, donde se pasa revista a los momentos cruciales que se relacionan con estos singulares caballeros, además de citar a los pontífices de las cruzadas y la relación de los grandes maestres.

Pero no hubiesen existido los templarios si no se hubiera producido en Anatolia la revolución socio-cultural que causó la invasión de los seldjúcidas, la primera oleada de pueblos turcos que, procedentes de la meseta de Asia, cambiaron los destinos de todos los territorios del Mediterráneo oriental y, con ello, de la Tierra Santa. Es lógico, por lo tanto, que le dediquemos el primero de los capítulos de la presente obra a aquel fascinante pueblo asiático que, directa e indirectamente, ejerció una notable influencia en los caballeros defensores del Templo de Salomón, tanto en el tiempo como en el espacio, porque si no hubiese sido por ellos, por los seldjúcidas, estamos seguros de que los caballeros del Temple no habrían entrado en la escena de la historia.

En Santa Perpètua de Mogoda,

cuna de Pere de Rovira (1141-1158),

primer gran maestre provincial del Temple

del Reino de Aragón.

1

LOS SELDJÚCIDAS

«El establecimiento de los turcos, y con ellos de un poder consolidado, dejó clara huella en el paisaje y el aspecto de las cruzadas; en ellas se acrecentó también la influencia de los místicos y de las cofradías: en Konya, Mevlana Djebal fundó la de los derviches danzantes, a la que aguardaba un brillante futuro».

Jacques Heers

Uno de los capítulos más interesantes y al mismo tiempo oscuros de la historia del Islam es el de los seldjúcidas (Selçuk-ogullari). Este sultanato, surgido cerca de la monumental Éfeso (Selçuk), en el extremo occidental de Anatolia (nombre griego dado por Constantino el Grande a esa península asiática, que se traduce como «la tierra por donde nace el Sol»), se desglosó en cinco ramas importantes: los grandes seldjúcidas, que reinaron en Irán e Iraq de 1038 a 1118; los seldjúcidas de Iraq, que fueron derrocados por los juarizmitas y se documentan de 1118 a 1194; los seldjúcidas de Siria, de 1078 a 1113, a quienes sucedieron diversos atabeks; los seldjúcidas de Kirmán, que dominaron esta región del Irán hasta 1186; finalmente, los seldjúcidas de Rum, que ocuparon toda la amplia meseta de la actual Turquía asiática desde 1077 hasta 1307.

Son precisamente estos últimos los que más nos interesan, debido a las estrechas vinculaciones que, en un tiempo coetáneo de desarrollo histórico, tuvieron con los templarios.

La época seldjúcida se caracterizó por el fortalecimiento del sunnismo (partidarios de la sunna y adeptos de un sistema político-religioso que niega a los descendientes de Alí todo el derecho al poder; opuestos, por lo tanto, a los chiitas), al que contribuyó de manera decisiva la difusión de las madrasas (verdaderos centros culturales), así como la enseñanza de nuevas formas de arte y arquitectura, como veremos a continuación. Los seldjúcidas ocupan, además, un importante período de la historia medieval, ya que a través de su estudio no solo podemos conocer mejor el desarrollo de las cruzadas, sino también una parte importante de la esencia misma de la Orden del Temple.

Los Oguz

Los oguz son los más célebres e importantes de los pueblos turcos. Cuando los seldjúcidas entran en la escena de la historia, los oguz ascienden al mismo puesto; se introducen, propiamente dicho, en la cabeza del mundo turco. Casi todos los turcos que viven hoy en día en Turquía, en los Balcanes, en Iraq, en Irán, en el Cáucaso y en el Kurdistán, son los oguz. Los otros turcos, es decir, los ozbek, los ouigour (oygur), los cosacos, los khirghiz, los tártaros de Crimea, los de Kazán, los checos, los yakuk y otros, no son los oguz, aunque hablen una lengua semejante. En la actualidad todos ellos, a tenor del dialecto que hablan, están divididos en tres grupos: Osmanli (Anatolia, Turquía), Azeri y Turkmen.

Los bizantinos llamaban a los oguz uz; los rusos los denominaban torkt (plural de terki, «los que vienen de fuera»). En el siglo xi, los oguz habían fundado un Estado al norte del mar Negro, exactamente en el Turkestán ruso, extendiéndose hasta Grecia, aunque no tardarían en fundirse con los demás pueblos turcos y las poblaciones cristianas. Su jefe llevaba el título de yabgu. Su territorio abarcaba una amplia franja entre el mar Caspio y el lago o mar de Aral, desbordándose sobre los territorios próximos, incluido el gélido desierto de Karakum.

Era un pueblo sedentario, dueño de una elevada cultura. Muchas ciudades oguz han sido estudiadas a lo largo de recientes campañas de excavación arqueológica. La extensión de estas ciudades y su alta geografía se pone de manifiesto, por ejemplo, en Karaspantepe, cerca de Yasi, que abarcaba una superficie de 510.000 metros cuadrados, o en Sabrán, sobre el curso del Syr Daria, que se extendía sobre 440.000 metros cuadrados, toda ella rodeada por una sólida muralla. La mayoría de las veces, estas ciudades se extendían a muy corta distancia unas de otras, lo que nos demuestra su densa población.

Origen de los seldjúcidas

Los oguz se dividieron en 24 tribus, 12 llamadas Bozok, y otras 12, Üçok. Las tribus descendían de los seis hijos de Oguz Han: Gün, Ay, Yildiz, Gök, Dag y Deniz Han. Cada uno de ellos tuvo cuatro hijos, de ahí el número de 24 tribus. Los seldjúcidas provienen de los Kinik, que eran descendientes de Üçok, mientras que los otomanos (osmanogullari) lo hacen de los Tayi, descendientes directos de los Bozok.

Los seldjúcidas reinaron en el territorio de los oguz a partir del año 990. Llevaban el título de yabgu y su geografía cubría una superficie de un millón de kilómetros cuadrados. Esta familia, que previamente había poseído el beylik de la tribu Kinik, constituía el núcleo hereditario del Estado seldjúcida, cuyo jefe llevaba el título de sübasi. El sübasi Dukak Bey, en el 903, fue reemplazado por Selçuk (Seldjouk) Bey, jefe epónimo de la dinastía. Según la leyenda, Selçuk Bey murió hacia el año 1000, a la edad de 115 años. En 915 se convirtió al Islam y, junto con el soberano, todo el prestigioso clan Kinik. En el 999, el Estado semanida de origen iraní, que dominaba la Transoxianie y el Khorassan, fue desmembrado y su territorio dividido entre dos imperios turcos, el de los karakhanidas y el de los ghaznévidas. Atacando a estos grandes estados turcos, los seldjúcidas se prepararon para tomar el sultanato.

Con los ghaznévidas, los enfrentamientos fueron excesivamente violentos. Los seldjúcidas atacaron a este Estado, afligido por la muerte del sultán Mahmoud de Ghazna en 1030. Ese mismo año, los dos hermanos menores de Selçik, Çagri (Tchagri) y Tugrul (Tougril) Bey emprendieron la conquista del Khorassan. En 1037, tras una dura lucha, entraron en la ciudad de Merv, estableciendo su Estado sobre sólidos fundamentos. Poco tiempo después, la torre inexpugnable de Nichapur era tomada, y al mismo tiempo, en agosto del año 1038,Tugrul Bey fue proclamado sultán (emperador).

La batalla de Dandanakan

Tras esta batalla, los ghaznévidas abandonaron a sus rivales un país tan vasto y rico como el Khorassan. El sultán Mes’ud de Ghazna, viendo la amenaza seldjúcida, descuidó momentáneamente sus asuntos del Indo y acudió a Khorassan con el grueso de su ejército. Tuvieron lugar algunas escaramuzas, pues los ghaznévidas eran mucho más numerosos. Al fin, una importantísima batalla ocurrida el 23 de mayo de 1040 en Dandanakan, cerca de Merv, cambiaría el curso de la historia. El ejército ghaznévida, que se alzaba delante de Çagri y de Tugrul Bey, suponía la más formidable máquina de guerra de aquella época; sus cambios de maniobra eran verdaderamente espectaculares. Sin embargo, los oguz optaron por la unidad de acción, dentro de un orden que los ghaznévidas no conseguían deshacer. El ejército seldjúcida se impuso y los ghaznévidas quedaron derrotados y humillados. De esta forma, los seldjúcidas afirmaron sus posesiones del Khorassan.

La jornada de Dandanakan es memorable en la historia turca. En el futuro, ningún obstáculo serio se interpondrá entre los turcos oguz y el mar. De hecho, la unión se operó una generación más tarde; los ghaznévidas abandonarán Irán a los seldjúcidas, retirándose a Afganistán y al Indo. Poco después, se declararán vasallos de los seldjúcidas.

Después de Dandanakan, el Gran Hakanat turco no sería más representado por los karakhanidas, que no tardaron en prestar su sometimiento a los seldjúcidas. El sultán Tugrul Bey fue el primer hakan, o emir, desde 1040 hasta 1063. Los califas Abbasidas de Iraq se sometieron a los seldjúcidas. El viernes 15 de diciembre de 1055, el califa Kaaim hizo leer el Ktutbé («Corán», en turco) en Bagdad al sultán Tugrul Bey. Los turcos oguz habían tomado la entera posesión del mundo islámico. Los seldjúcidas no tardaron en arrinconar a los chiitas al extremo noroccidental del continente africano. Más tarde, los califas se convertirán en los jefes espirituales; la pujanza temporal será el tributo de los hakan turcos.

En esa época, un escribiente árabe, Ibn-Hassul, llevó a los turcos este juramento histórico: «La calidad de los turcos es su actitud en alcanzar la cabeza y el control de una comunidad. Han sido creados para dominar y dirigir, para dar las órdenes y gobernar. Tenemos, por ejemplo, los países como Egipto e Iraq, situados bastante lejos del territorio turco, con el inconveniente de la diversidad lingüística; un puñado de seldjúcidas, introducidos en estos países, no encontraron dificultades para hacerse con el poder».

El sultán Alp-Arslan

A Tugrul Bey le sucedió su sobrino Alp-Arslan (hasta 1072), quien después de una serie de batallas pensó en conquistar más territorios.

Hasta entonces, los turcos musulmanes no habían tomado parte de las incursiones de Anatolia (Turquía), que estaba en poder de los árabes. Más tarde, a partir de 1015, los oguz comenzaron a lanzar sus propias incursiones en los confines orientales de Anatolia, dirigidas por el seldjúcida Çagri Bey. El 18 de septiembre de 1049, el seldjúcida Kutalmis Bey dispersó al ejército bizantino en la batalla de Pasin, haciendo 100.000 prisioneros y consiguiendo 15.000 carros llenos de botín. De esta forma, Çagri Bey y Kutalmis Bey fueron los primeros en abrir las puertas de Anatolia. Alp-Arslan, hijo del primero, y Süleyman-Sah, hijo del segundo, avanzaron por la ruta que sus padres habían abierto, conquistando importantes plazas del interior de Anatolia. Alp-Arslan tomó valientemente Tiflis y Kars a los georgianos, prosiguiendo las campañas en los territorios más orientales y fríos de Anatolia, a fin de allanar el terreno y, a su vez, minar la pujanza económica y militar de Bizancio. Dirigía a los seldjúcidas Bekçioglu Afsin Bey, que obedecía ciegamente a Süleyman-Sah; su cuartel general estaba situado en las proximidades de Azerbaiyán. De este modo, los seldjúcidas, a través de las constantes incursiones, se aproximaban cada vez más al Ege Deniz (mar Egeo) agitando violentamente a toda Anatolia, presa ya de la inseguridad.

La batalla de Manziquert

El enfrentamiento supremo no se hizo esperar: el 26 de agosto de 1071, frente a los arrogantes muros de la fortaleza de Manziquert, en Anatolia, tendría lugar el cambio de rumbo de la historia de Oriente, con notables repercusiones para Occidente, como veremos a continuación.

El emperador bizantino Diógenes había partido sobre los seldjúcidas con un heterogéneo ejército de más de 200.000 hombres, y se había propuesto llegar hasta el mismo Irán, tras arrojar a los seldjúcidas a los confines de Asia central, de donde habían venido. Alp-Arslan, con un ejército cuatro veces inferior, pero poseedor de numerosas unidades selectas con gran preparación militar, percibió de inmediato las maniobras bizantinas a menos de ocho kilómetros de distancia. Allí, ese mismo día, tuvo lugar una de las más importantes batallas de todos los tiempos, que sin embargo ha pasado inadvertida en los anales de la historia. El ejército bizantino incluía en sus filas a mercenarios turcos, así como a musulmanes que todavía no habían abandonado el chamanismo. Estos, cuando vieron que los seldjúcidas hablaban su misma lengua y que tenían gran confianza en su éxito, a pesar de la inferioridad numérica, no dudaron en pasarse al otro bando. Alp-Arslan desplegó su capacidad estratégica, el ejército bizantino fue aniquilado y el hermano del emperador, preso.

Süleyman-Sah, hijo de Kutalmis, penetró en Anatolia, emprendiendo rápidamente la conquista de la mayor parte de la península. En 1073, Artuk Bey venció a un segundo ejército bizantino en los alrededores de Izmit (Nicomedia). Al año siguiente, Süleyman-Sah haría lo mismo cerca de Antioquía (hoy Antalya). El hermano del emperador, que había sido hecho prisionero en Manzinquert, murió, al tiempo que el príncipe bizantino Isaakios Komminos cayó prisionero. Mansür Bey, el hermano de Süleyman-Sah, estableció su cuartel general en Kütahya.

El nacimiento del Estado turco

El gran sultán Melik-Sah, que sucedió a su padre Alp-Arslan, logró concluir la obra iniciada por sus predecesores, en el año 1077. Después de haber residido por algún tiempo en Ikonion (la actual Konya), en 1080 Süleyman-Sah eligió Nicea para la sede del trono seldjúcida. La nueva capital estaría muy próxima a Bizancio, exactamente a escasos 70 kilómetros de la ciudad de Constantinopla.

El seldjúcida Jutalmisoglu Nàrcisuddevle Eb’il-Fevàrcris Gazi, sultán Süleyman-Sah I, el conquistador de Anatolia, pasaría a la historia como el fundador del Estado turco y su primer monarca.

Después de apoderarse, el 13 de diciembre de 1084, de Antioquía, entonces una de las más grandes ciudades del mundo, Süleyman-Sah se consideraba dueño de casi toda la península de Anatolia. Los seldjúcidas controlaban todo desde las riberas del mar Negro hasta el Mediterráneo, y desde las azuladas aguas del Egeo a las costas del mar de Mármara. Usküdar (la histórica Escutari) también estaba en manos de los seldjúcidas, y ya se comenzaba a contemplar con suma admiración, desde la orilla asiática, la espléndida Bizancio (Constantinopla), considerada como la perla del mundo, en donde se concentraban más de las tres cuartas partes de la riqueza de la tierra. Centenares de miles de oguz se habían ido estableciendo en Anatolia. A finales del siglo xi, su número superaba ya el par de millones. A consecuencia de ello, los bizantinos tuvieron que huir, estableciéndose en los Balcanes.

Çaka Bey, el gobernador de Esmirna (hoy Izmir), bajo las órdenes de Süleyman-Sah, dominó el mar Egeo con una poderosa flota compuesta por 40 navíos, procedentes de Alanya, conquistando las islas griegas de Chío (Sakiz), Metilene (Midili), Lesbos, Samos (Sisam), Rodas…, y se preparó para tomar Bizancio. Los seldjúcidas que habitaban la parte europea (Rumelia) se habían acercado hasta las proximidades de Bizancio. El imperio romano de Oriente expiraba. Süleyman-Sah murió el 5 de junio de 1086, cerca de Aleppo, en el curso de una disputa. Europa entró en acción, poniéndose en marcha la Primera Cruzada.

La Primera Cruzada y Kiliç Arslan

A la muerte de Süleyman-Sah, su hijo primogénito Kiliç-Arslan le sucedió en el poder, pasando el sultán Melik-Sah a gobernar el interior de Anatolia. Con la subida al trono de Kiliç-Arslan, se contabiliza el segundo monarca seldjúcida (turco); mientras tanto, la pujanza seldjúcida en Anatolia atravesó una fase sumamente crítica.

Un formidable ejército cruzado, compuesto por más de 600.000 hombres, pasó al interior de Anatolia, junto con el ejército bizantino. Los cruzados no tardaron en apoderarse de Nicea (hoy Izmit); Kiliç-Arslan no pudo reunir nada más que 150.000 hombres y, tras lograr infligir graves pérdidas a los cruzados, se retiró, el 30 de junio de 1097, sobre las llanuras centrales de Anatolia. Los cruzados, que tenían que atravesar forzosamente Anatolia para llegar a Jerusalén, en continuas escaramuzas de desgaste sufrieron más de 100.000 bajas por el ejército seldjúcida, bien dirigido por el mismo Kiliç-Arslan. Cuando los cruzados tomaron Antioquía, el 21 de octubre de 1097, ya habían perdido a más de medio millón de hombres en toda Anatolia. A pesar de ello, los cruzados prosiguieron su marcha hacia el sur, fundando en Palestina un reino latino.

Aprovechando esta lucha encarnizada entre seldjúcidas y cruzados, Bizancio reconquistó todas las costas del mar Negro, del Mediterráneo y del Egeo, arrinconando a los seldjúcidas en Anatolia central. Kiliç-Arslan fijó la capital del sultanato en Konya, defendiéndola con coraje.

La Segunda Cruzada y Mes’ud I

En julio de 1107, a su regreso de la conquista de Mosul, cuando atravesaba con su caballo el río Hâbûr, el sultán Kiliç-Arslan I pereció ahogado. Le sucedió su hijo, el sultán Melik-Sah, de 11 años, quien murió de manera desconocida nueve años después. El segundo hijo de Kiliç-Arslan, el sultán Mes’ud, le sucedió entonces en el trono. Mes’ud I reinó durante 39 años, hasta 1155, por lo que tuvo que defender Anatolia en el curso de la Segunda Cruzada.

La nueva cruzada estaba dirigida por el emperador alemán Conrado III y el rey de Francia, Luis VII. Mes’ud derrotó al emperador germano en los profundos valles de Konya, sobre las estribaciones septentrionales del poderoso Taurus. Después de haber perdido a más de 70.000 hombres, Conrado III buscó refugio en Nicea con los escasos 5.000 soldados que seguían en pie. Con ellos, se unió a las fuerzas de Luis VII y ambos entrarían en Jerusalén por la puerta de Jaffa. El Bausán o gonfanon bausant, el estandarte templario, ondeaba al viento precediendo la triunfal comitiva; pocos metros detrás, iba la oriflama, la santa bandera capeta.

Kiliç-Arslan II, batalla de Miriokefalón y Tercera Cruzada

A la muerte de Mes’ud I, su hijo Kiliç-Arslan II le sucedió. Durante su reinado de 37 años (de 1155 a 1192) se alcanzó su período de esplendor para la cultura seldjúcida. En septiembre de 1176 venció en Miriokefalón (a orillas del extenso lago Egridir, entre Capadocia y Pamukkale), a Manuel I, el cuarto de la influyente dinastía bizantina. El emperador, cautivo, fue liberado tras el pago de 100.000 piezas de oro, 100.000 de plata y gran cantidad de caballos. Esta nueva derrota infligida a Bizancio, 105 años después de Manzinquert, alentó a los seldjúcidas a recuperar los territorios de Anatolia.

Kiliç-Arslan, excelente soldado, así como gran hombre de Estado y dirigente, asumió, tras la muerte del sultán Sancar y la desaparición de los grandes seldjúcidas, el título del más grande de los seldjúcidas.

De 1189 a 1192, el emperador de Alemania y los reyes de Inglaterra y Francia lanzaron una nueva cruzada (la tercera) para tomar Jerusalén, que, tras la derrota templaria en Hattin en 1187, había caído en manos de Salâhaddin Eyyûbi (Saladino). Los cruzados llegaron hasta las llanuras de Konya, pero los seldjúcidas no solo resistieron, sino que volvieron a infligir importantes daños a los cristianos en diversas emboscadas, sometiendo a los cruzados a lluvias de flechas tan numerosas que ocultaban el sol. Mientras tanto, el emperador teutón, Federico I Barbarroja, encontró la muerte en Cynos (Anatolia) en 1190.

Kiliç-Arslan II tuvo once hijos. Dos años después de su muerte le sucedió en el trono el sultán Giyâseddin Keyhusrev, desde 1192 hasta 1196. Tras él gobernó otro de sus hijos, Rükneddin II Suleyman-Sah (de 1196 a 1204); a continuación, el sultán Izzeddin Kiliç Arslan durante solamente un año. Posteriormente, ascendió al trono el sultán Keyhusrev (desde 1205 hasta 1211); excelente militar, como su hermano mayor Süleyman-Sah, Keyhusrev murió en una batalla contra los bizantinos. Su hijo, el sultán Izzeddin Keykâvûs, le sucederá en el trono hasta el año 1219.

El Estado seldjúcida de Anatolia, desde el reinado de Keykâvûs, había alcanzado el control de una gran parte de la región. En ese período se podía acceder fácilmente a las costas de los mares Negro y Mediterráneo. Sinope, importante plaza bizantina que controlaba el paso norte del Bósforo, fue tomada, mientras que en el sur, el reino ayyubita de Aleppo, con su poderosa ciudadela, reconocería la soberanía de los sultanes seldjúcidas. Durante el reinado de Alâed-din Keykubâd I (entre 1219 y 1237), más conocido en Occidente como Aladino, sucesor de Keykâvûs, el imperio seldjúcida alcanzó la Edad de Oro de esta dinastía islámica que tan estrecha relación tuvo con los templarios.

Un personaje de leyenda

El sultán Alâeddin tomó Kalonoros y le dio su propio nombre, Alâiye (ciudad conocida actualmente como Alanya), donde establece su centro de operaciones militares. Fijó atarazanas en los acantilados de la costa, protegidas por un sólido recinto amurallado y un poderoso torreón de piedra roja de planta octogonal.

Aladino regresó a Konya para restablecer los sólidos lazos de vasallaje del imperio griego de Trebizonda (Trabzon) y el reino armenio de Cilicia. El sultán seldjúcida envió a Crimea un fuerte ejército mandado por Çobanoglu Hûsâmeddin Bey. Tras la fortificación de Sinope, en el mar Negro, y de Alanya, en el Mediterráneo, dispuso del control de ambos mares, mientras que los de Mármara y Egeo seguían en manos bizantinas. Después de Aleppo, el reino Ayyubita de Damasco no tardaría en reconocer la soberanía del sultán Aladino.

Anatolia, gracias a la vasta red de vías de comunicación abiertas por los seldjúcidas a lo largo y ancho de esta península asiática, se convertiría en los siglos xii y xiii en uno de los territorios más ricos de la época, en todos los sentidos. Por las legendarias rutas de la seda, que habían vuelto a abrirse al comercio, numerosos caravanserais (lugares donde paraban las caravanas) fueron levantados para garantizar un incesante comercio, de este a oeste y viceversa, así como grandiosos y fastuosos edificios, civiles y religiosos, buen número de los cuales aún pueden visitarse. Anatolia alcanzó un alto nivel de desarrollo gracias al sultán Aladino, quien pasó a la historia con los títulos de Ulug y Büyük, vocablos, ambos, sinónimos de «grandeza».

Pero tras la muerte de Aladino comenzó la decadencia del imperio seldjúcida. Su hijo, Giyâseddin Keyhusrev II, que le sucedió en el trono muy joven, dio prueba de una total ineficacia. El 2 de julio de 1243, en la batalla de Kosedagi, al este de la ciudad de Sivas, 40.000 mongoles lograron vencer a un indisciplinado ejército seldjúcida de 80.000 hombres. La sombra de Kublai Khan, sucesor de Gengis Khan, planeaba como una losa sobre Anatolia.

De este modo, la civilización y el imperio seldjúcida decayeron irremediablemente bajo la dependencia de los mongoles llamados ulanos, cuyos territorios comprendían también los actuales países de Irán, Azerbaiyán, Georgia y demás repúblicas del Cáucaso. A Keyhusrev II le sucedió su hijo primogénito, el sultán Izzeddin Keykâvûs II; su reino duró de 1246 a 1256.

Varios sultanes seldjúcidas se sucedieron ininterrumpidamente durante la segunda mitad del siglo xiii y comienzos del siguiente: Rükneddin Kiliç-Arslan IV (1257-1266), Giyâseddin Keyhusrev (1266-1281), Osman I (1281-1301) y Mes’ud II (1302-1308). Durante 231 años, es decir, de 1077 a 1308, dieciséis miembros de la dinastía seldjúcida dirigieron los destinos de Anatolia.

Paralelamente, y con unas relaciones muy estrechas con los seldjúcidas, los templarios cuentan con una historia muy similar de aparición, desarrollo y desgracia, desde su creación en el marco del concilio de la ciudad francesa de Troyes, a iniciativa de san Bernardo de Claraval con el fin de custodiar los Santos Lugares, hasta su final caída en desgracia a manos de la propia Iglesia católica. Detrás, todo un cúmulo de incógnitas y misterios, algunos de los cuales intentaremos desvelar y aclarar en las siguientes páginas.