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Jueces sin Estado

La justicia colombiana en zonas de conflicto armado

 

BIBLIOTECA JOSÉ MARTÍ

Colección

DERECHO Y CIUDADANÍA

Comité Editorial

Mauricio García Villegas

Ángel Nogueira Dobarro

César Rodríguez Garavito

Rodrigo Uprimny Yepes

 

Jueces sin Estado: la justicia colombiana en zonas de conflicto armado / Mauricio García Villegas... [et al.]. – Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Dejusticia, Fundación Konrad Adenauer, The John Merck Fund, 2008.

228 p. (incluye insertos); 21 cm.

1. Jueces - Colombia 2. Administración de justicia - Colombia 3. Conflicto armado - Colombia 4. Justicia - Colombia 5. Estado 6. Filosofía del derecho 7. Derecho y sociedad I. García Villegas, Mauricio.

347.014 cd 21 ed.

A1181594

CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

© Mauricio García Villegas

La presente edición, 2008

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Diseño de carátula

Alejandro Ospina

Conversión a libro electrónico

Cesar Puerta

e-ISBN: 978-958-665-238-4

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS

INTRODUCCIÓN

Mauricio García Villegas

Capítulo 1. ESTADO, TERRITORIO Y CIUDADANÍA

Mauricio García Villegas

La formación del Estado en Europa

Estado y territorio en Colombia

Territorio y conflicto armado

Control del territorio, conflicto armado y monopolio de la violencia

Los efectos perversos de la guerra

Fragmentación institucional

La justicia

Algunas conclusiones preliminares

Referencias bibliográficas

Capítulo 2. ESTADO Y TERRITORIO EN LAS REGIONES: ESTUDIO DE CASOS

Camilo Castillo, Mauricio García Villegas y Sebastián Rubiano

Guerra y justicia en Putumayo

La justicia en Putumayo

Estado, territorio y ciudadanía en Urabá

Introducción

Aproximación geográfica

La época colonial y la República

La colonización antioqueña, la violencia política y la industria bananera

Los nuevos colonos

La violencia política y la industria del banano

La violencia guerrillera y paramilitar

Guerrilla y sindicalismo

El paramilitarismo

El Urabá de hoy

Destellos de paz

La violencia reciente

El Sur de Bolívar

La colonización del Sur de Bolívar

La Nación y la región

Referencias bibliográficas

Capítulo 3. RELATOS DE JUECES

Mauricio García Villegas

Y yo con esas ganas de ser juez

La justicia guerrillera en Pinillos

La fiscal de la funeraria

Administrando justicias en el Sur de Bolívar

El juez comunitario

Cuando sea magistrado lo cuento todo

Toledo queda en la frontera

La justicia en medio de la guerra

Capítulo 4. LA JUSTICIA EN ZONAS DE CONFLICTO ARMADO

Camilo Castillo, Mauricio García Villegas, Soledad Granada y Adriana Villamarín

La relación entre violencia y justicia

Investigación preliminar

Resultados generales

Lesiones personales y hurtos

Investigación de fondo

Análisis por características de la población (densidad poblacional)

Total entradas y salidas de casos vs. eventos de conflicto

Entradas y salidas en municipios con conflicto y sin conflicto

Distribución de las entradas y salidas de justicia en relación con la influencia de los actores armados

Total entradas y salidas de casos por homicidios vs. homicidios y muertes a causa del conflicto

La distribución geográfica de los casos y la justicia

La relación entre violencia y justicia

Conclusiones

Referencias bibliográficas

Capítulo 5. JUSTICIA CON ESTADO

Mauricio García Villegas

Instituciones y contexto social

Las condiciones para el fortalecimiento estatal

Jueces y Estado en zonas de conflicto

Referencias bibliográficas

AUTORES

 

 

AGRADECIMIENTOS

Durante la investigación que dio lugar a este libro recibimos la ayuda de mucha gente. Queremos agradecerles a todos, en particu­lar a los miembros del Centro de Estudios de Derecho, Justicia y Sociedad (Dejusticia), de quienes obtuvimos no sólo valiosos comentarios académicos, sino también el soporte administrativo necesario para llevar a buen término la investigación que dio lugar a este libro. Queremos expresar nuestra especial gratitud a Rodrigo Uprimny (director) y a Flor Elba Castro (directora de Cooperación Internacional y Programación) por ayudarnos a sortear las dificultades propias que surgen en este tipo de investigaciones.

También queremos agradecer al Consejo Superior de la Judicatura, en particular a Gloria Moreno, de la sección de análisis y estadística, por la información que nos proporcionó sobre demanda y oferta de justicia en todos los juzgados y tribunales del país. También manifestamos nuestro reconocimiento al Centro de Recursos para el Análisis del Conflicto (CERAC), y en especial a Jorge Restrepo, su director, por la ayuda prestada en la parte estadística de este libro.

Esta investigación fue financiada en gran parte por The John Merck Fund. A sus miembros, y en particular a su asistente de dirección, Nancy Stockford, también va nuestra gratitud. Lo mismo manifestamos respecto de la Fundación Konrad Adenauer —a través de Rudolf Huber director, en la oficina de México, del Programa Estado de Derecho para Latinoamérica— que nos dio su apoyo para financiar parte de la investigación y la publicación de esta obra.

Algunas personas hicieron valiosos comentarios en versiones iniciales de algunos de los capítulos de este libro, en especial, Fernán González, Gustavo Duncan, Julieta Lemaitre, Ángela Aranzazu, Héctor Abad Faciolince, Diego López, Fabio Sánchez, Ernesto Castillo, Olimpia Sánchez y Ethel Castellanos. A todos ellos mil gracias.

Finalmente queremos expresar nuestro reconocimiento a los jueces que entrevistamos. Ellos no sólo nos entregaron, de manera generosa y sincera, información definitiva para las hipótesis formuladas en este libro, sino que nos enseñaron mucho sobre el país en el que vivimos.

 

CAPÍTULO 2

ESTADO Y TERRITORIO EN LAS REGIONES: ESTUDIO DE CASOS

Camilo Castillo, Mauricio García Villegas y Sebastián Rubiano

A continuación se presentan tres breves ensayos sobre las zonas que fueron seleccionadas para hacer las entrevistas que dieron lugar a los relatos de jueces incluidos en este libro (capítulo 3). Éstas son: Putumayo, Urabá y Sur de Bolívar.

GUERRA Y JUSTICIA EN PUTUMAYO

El departamento de Putumayo es una de las regiones más conflictivas de Colombia. La implantación de la guerrilla, la proliferación de los cultivos de coca y el ingreso de los paramilitares, todo ello durante las últimas tres décadas, han convertido a Putumayo en una zona privilegiada para la concentración de la ilegalidad y la guerra.

Con una extensión de 24.885 kilómetros cuadrados, el departamento está ubicado en el extremo sur occidental de la geografía colombiana. Cuenta con una franja montañosa al occidente, la cual se desvanece en el pie de monte amazónico para luego confundirse con la selva. Las cuatro quintas partes del departamento son zonas selváticas. El clima del área montañosa es frío, tipo páramo, y el de la zona selvática es muy caliente y húmedo.

Sólo unas pocas vías atraviesan esta geografía contrastada. Una de ellas es la que comunica a la capital del departamento, Mocoa, con Puerto Asís. Otra es un pequeño tramo de vía que une los ríos Caquetá y Putumayo. En vista de la casi inexistencia de carreteras, la gente se comunica por los ríos. Sobre todo por el río San Miguel, el Putumayo y el Caquetá. Por ellos circula la carga entre Ecuador, Perú y Colombia.

El departamento está dividido en tres zonas: el alto, medio y bajo Putumayo. El alto Putumayo es una región predominantemente agrícola. Su principal fuente de recursos es el cultivo de la tierra y la cría de ganado vacuno. En el medio Putumayo está ubicada la capital del departamento, Mocoa, y su economía gira en torno a la extracción de recursos naturales, como la madera y el petróleo. El bajo Putumayo es una región predominantemente selvática, donde además de la economía extractiva existe una gran cantidad de cultivos de coca (González, Bolívar y Vásquez 2003; Ramírez, 2001).

La colonización de esta zona se inició en lo que hoy se denomina el alto Putumayo, durante la Conquista española. Allí llegaron unos pocos inmigrantes españoles, provenientes de la provincia de Pasto, y fundaron los primeros centros educativos de la región y las primeras colonias agrícolas. Por eso, los ­habitantes del alto Putumayo siempre se han considerado los auténticos residentes del departamento. Las autoridades españolas veían a Putumayo como una de esas regiones donde predominaba la barbarie (Ramírez 2001), lo que explica la bajísima población de colonos durante la Colonia. Según el Virrey Caballero y Góngora, en esos territorios

[…] se ven fertilísimos valles, cuya abundancia pide la mano del hombre, más para coger que para trabajar; y, sin embargo, se hallan yermos y sin un solo habitante, al mismo tiempo que se pueblan las montañas ásperas y estériles de hombres criminosos y forajidos, escapados de la sociedad, por vivir sin ley ni religión. (Relación de mando del Virrey Caballero y Góngora, como se cita en Zambrano 1998: 227)

En el siglo XIX hubo un primer verdadero impulso colonizador motivado por la extracción de recursos naturales; en especial por la quina, principal producto de exportación durante la primera mitad del siglo. Pero la bonanza de la quina duró poco. Luego vino el auge del caucho, a finales del siglo XIX. Esta bonanza cauchera llevó a muchos colonos a internarse en las selvas de la Amazonía colombiana. De esta ola migratoria nacieron algunos de los actuales asentamientos humanos de Putumayo. La colonización se hizo sin el acompañamiento del Estado. El poco orden social existente, si orden había, era impuesto por las compañías caucheras de Perú y Brasil. Para el gobierno colombiano, instalado en las frías mesetas de los Andes, estos territorios eran no sólo inhóspitos y salvajes, sino que no representaban mayor interés económico, menos aún social, dejando la solución de los conflictos sociales en manos de los caucheros (Pineda 2003).

Durante el siglo XX tuvieron lugar los desplazamientos más importantes de colonos hacia Putumayo. A principios de siglo llegaron los misioneros capuchinos. Ellos organizaron los pueblos que se habían fundado durante la Colonia. Además, recibieron la potestad del Gobierno Nacional para organizar el territorio bajo su custodia. Ellos eran el verdadero Estado. A comienzos de la década del veinte hubo una pequeña migración nariñense que atravesó el río Guamuez y fundó el municipio de San Antonio del Guamuez. En el camino entre Pasto y Putumayo había una pequeña extracción de oro de aluvión que tuvo su auge en esa misma década y que atrajo a algunos mineros en busca de fortuna. Esos mineros fundaron el pueblo de Orito. También hubo una migración indígena en los años cuarenta, después de que el gobierno decretara el fin de los resguardos indígenas de Nariño (Ramírez 2001; 2003).

Entre 1946 y 1962, en la llamada época de la Violencia, muchas personas se desplazaron desde la zona andina hacia la periferia del territorio nacional. Algunos de ellos llegaron a Putumayo. Esa nueva ola migratoria modificó el panorama político. El Partido Liberal perdió la hegemonía que tenía, y apareció el modelo clientelista de repartición del poder entre los partidos políticos tradicionales (Ramírez 2001). Mocoa, la capital del departamento, se convirtió en el centro de la política bipartidista. Es importante señalar, sin embargo, que los municipios del bajo Putumayo, que estaban fuera de la órbita de la capital, quedaron por fuera de la repartición burocrática bipartidista. Allí, sobre todo en Puerto Asís, prosperaron movimientos políticos ajenos al bipartidismo. No sobra agregar que entre Mocoa y Puerto Asís siempre ha habido una rivalidad que se explica por el hecho de que este último poblado tiene un mayor poder económico, lo cual hace que sus habitantes no se sometan de buena gana a lo que se decide en la capital del departamento.1

Una tercera ola migratoria tuvo lugar a mediados de los años sesenta, cuando la Texas Petroleum Company descubrió petróleo en el valle del Guamuez. Esto atrajo inmigrantes en busca de empleo. Los pozos petrolíferos convirtieron a Puerto Asís en el principal receptor de población del departamento y en el motor de la economía de Putumayo, desplazando en importancia a Mocoa. Sin embargo, la capital continuó siendo el centro de la vida política.

A finales de los años setenta se implantaron los primeros cultivos de hoja de coca. Al principio su producción se daba en pequeñas cantidades, pero a medida que la represión se fue haciendo más fuerte en el centro del país, Putumayo fue ganando interés en la estrategia expansionista de los narcotraficantes. Fue así como Gonzalo Rodríguez Gacha convirtió el corregimiento de El Azul en un gran centro de producción de coca y conformó los primeros grupos armados al servicio del narcotráfico. La función principal de estos grupos fue proteger los cultivos y los laboratorios. Por esto, simultáneamente con la llegada del narcotráfico, también se inició la actividad paramilitar.

En 1989, la lucha contra las drogas se convirtió en una prioridad para el gobierno colombiano. Se lanzó, entonces, una fuerte ofensiva contra los cultivos de coca. Pero los narcotraficantes se adaptaron a las fumigaciones: la variedad inicial de coca, conocida como la caucana, desapareció y fue reemplazada por variedades provenientes de Perú y Bolivia, más resistentes a los pesticidas. A pesar de los esfuerzos del gobierno para erradicar los cultivos ilícitos, el auge de la economía cocalera no disminuyó. Por el contrario, con el aumento de la represión —y con la reducción de la exploración petrolera— creció el negocio y aumentaron los nuevos flujos migratorios en busca de riqueza y trabajo. Así, Putumayo se convirtió en uno de los mayores productores de coca en todo el país.

Este ambiente de prosperidad económica y de migración de poblaciones fue visto por las FARC como una oportunidad para obtener recursos y hacer trabajo político (González, Bolívar y Vásquez 2003). Por eso, desde 1984, empezó a ofrecer servicios de seguridad a los traficantes. De esta manera se consolidó una efectiva división del trabajo: los narcotraficantes cultivaban, comerciaban la cocaína y le pagaban un impuesto a la insurgencia. Como contraprestación, los guerrilleros protegían los laboratorios y las plantaciones. Los comandantes guerrilleros impusieron así su ley en este territorio. Ellos decidían la cantidad de hectáreas de coca que se podían cultivar, quiénes la podían cultivar, cuánto debía pagarse por la hoja de coca, etc. y no sólo eso: los comandantes guerrilleros también resolvían los conflictos civiles y penales que surgían entre la población y mantenían el orden público.

Salvo en algunos pocos centros urbanos, el Estado brillaba por su ausencia; y ello no sólo en cuanto a su función represiva, sino también en cuanto a la prestación de servicios sociales (salud, educación, obras de infraestructura, etc.). Según María Clemencia Ramírez,

[…] como regla general el Estado limita su presencia en la región al establecimiento de servicios básicos para los colonos localizados cerca de los centros urbanos. El resto de la región carece de servicios básicos adecuados, tales como vías, acueducto, alcantarillado y electricidad, así como salud y educación. (Ramírez 2001: 44)

Fue sólo a principios de los años noventa cuando el Estado empezó a hacerse realmente presente en Putumayo. Sin embargo, dicha presencia tenía más el propósito de reprimir el mercado de la coca, que de crear institucionalidad social y democrática. Fue así como, en cooperación con el gobierno de los Estados Unidos, se puso en marcha un plan denominado Iniciativa Andina, destinado a erradicar los cultivos ilícitos.

En 1996, los cocaleros se organizaron e iniciaron una protesta contra la política gubernamental de fumigaciones aéreas. La ­represión del Estado no se hizo esperar. Después de muchos forcejeos entre ambas partes se llegó a un acuerdo —los Acuerdos de Orito— que puso fin a las protestas de los campesinos.

En 1998 los grupos paramilitares hicieron sus primeras incursiones contrainsurgentes, y establecieron su centro de operaciones en el municipio de Puerto Asís. Su expansión fue rápida en las cabeceras municipales del bajo Putumayo. Los paramilitares emprendieron una guerra sin cuartel para controlar el tráfico de drogas y acabar con la hegemonía de la guerrilla. Un año después tuvo lugar la masacre de El Tigre, cerca de Puerto Asís, cometida por las AUC (9 de enero de 1999); 26 personas murieron y otras fueron desaparecidas, en lo que fue la peor masacre de esa época en Putumayo.

Desde ese momento, según Human Rights Watch, la ­presencia paramilitar se extendió de pueblo en pueblo y de ciudad en ciudad. Un año más tarde, los paramilitares controlaban la ciudad de Puerto Asís y mantenían retenes regulares en las vías de acceso.2 Como consecuencia de la expansión paramilitar en el bajo Putumayo, muchos de los líderes de las marchas cocaleras fueron perseguidos o asesinados tras ser acusados de auxiliar a la guerrilla. Otros líderes huyeron de la región, o se enrolaron en las filas de la insurgencia. Los pocos dirigentes que se quedaron en la región se dedicaron a exigir del Estado el cumplimiento de los Acuerdos de Orito. Sin embargo, no tenían mayor fuerza política y eso hizo que los Acuerdos nunca se cumplieran. El recién posesionado presidente Pastrana desconoció esos pactos, con el argumento de que eran una obligación de la administración anterior.

Durante el proceso de paz del presidente Pastrana la lucha gubernamental contra las drogas, a través del llamado Plan Colombia, se concentró en Putumayo, que contenía el 54% del total de los cultivos de coca del país (Ramírez 2003). El principal objetivo del Plan Colombia era:

[…] asegurar el orden, la estabilidad y el cumplimiento de la ley; garantizar la soberanía nacional sobre el territorio; proteger al Estado y a la población civil de las amenazas provenientes de los grupos alzados en armas y de las organizaciones criminales; romper los lazos existentes entre estos grupos y la industria de la droga que los apoya. (Contraloría General de la República 2001)

El Plan Colombia hizo posible que el Estado hiciera presencia en muchos lugares donde nunca antes había logrado estar. Pero se trató de una presencia esencialmente punitiva, que no estaba dirigida a todos los delincuentes, sino sólo contra aquellos que le interesaban al Plan Colombia, es decir, contra los traficantes de droga y contra los subversivos. Se creó, así, una especie de institucionalidad bélica, sesgada por la necesidad de ganar la guerra contra la guerrilla y de erradicar los cultivos de coca.

LA JUSTICIA EN PUTUMAYO

En Putumayo, la presencia del Estado ha sido y es todavía muy precaria. Ella se limita casi exclusivamente a la capital departamental. Antes de ser convertido en departamento, Putumayo era una intendencia en donde la presencia institucional del Estado era prácticamente inexistente. No había jueces, por ejemplo, y la gran mayoría de los conflictos se resolvían por medio de mecanismos informales y privados —y con frecuencia violentos— de justicia. Sólo unos pocos eran ventilados fuera del sitio de los hechos, a miles de kilómetros de distancia, en Cali o Bogotá.

Parte de la influencia que ha tenido la guerrilla en esta zona se explica por el tipo de justicia que ofrece: una justicia rápida e implacable, que surge de la aplicación de lo que ellos denominan el Reglamento para la convivencia en armonía (González, Bolívar y Vásquez 2003: 160). Allí se establece todo lo relacionado con los tributos que debe pagar la población, la organización de la vida social, las actividades comunitarias, la forma de vender los bienes muebles e inmuebles de los campesinos y la explotación de los recursos naturales. Las normas consagradas en ese reglamento se suelen difundir en un afiche que se da a conocer en los sitios públicos. La guerrilla sanciona con una multa de 500.000 pesos, o con una temporada de trabajo forzoso, a todo aquel que arranque o dañe el afiche con el reglamento. La justicia guerrillera es sumaria y eficaz. Las oportunidades de escuchar al sindicado son muy limitadas. Cuando un caso es llevado ante un tribunal guerrillero, significa que no pudo ser resuelto previamente a través del diálogo, las advertencias previas o los llamados de atención de los comandantes guerrilleros. Cuando la comunidad considera que el hecho denunciado es muy grave, la guerrilla aplica la pena de muerte sin piedad.3

En muchas de estas zonas, que no tienen justicia oficial, el inspector de policía suele jugar un papel importante. En el Sur de Bolívar, por ejemplo, debido a la ausencia de jueces, muchos casos son resueltos por los inspectores de policía. En Putumayo, sin embargo, los inspectores fueron vetados y expulsados de muchos municipios dominados por la guerrilla.

A la falta de capacidad institucional del Estado se suma el hecho de que, en Putumayo, como en muchas otras zonas de colonización, los jueces no son vistos como tales, sino como funcionarios públicos que conocen asuntos de leyes pero no tienen legitimidad ni poder para resolver los conflictos. Así como los colonos y nativos piensan que el Estado no los reconoce como colombianos, los colonos experimentan cierto desprecio, o por lo menos desconfianza, hacia las autoridades del Estado.

El departamento de Putumayo está adscrito al distrito judicial de Pasto, que comprende los departamentos de Nariño y Putumayo. Las apelaciones de las providencias que dictan los jueces especializados o de circuito se deciden en la ciudad de Pasto. Los juzgados se encuentran en dos partes: los jueces especializados, los jueces del circuito y los jueces promiscuos municipales están en Mocoa y en Puerto Asís. En los otros municipios, como en el Valle del Guamuez y La Hormiga, existe un juez promiscuo municipal, quien además de atender los casos propios de su competencia, también debe realizar comisiones de los jueces de superior jerarquía.

La zona más conflictiva para la administración de justicia es el bajo Putumayo. Esa zona está dominada por los paramilitares. En La Hormiga, los paramilitares dominan el casco urbano, mientras que la zona rural está controlada por las FARC.

ESTADO, TERRITORIO Y CIUDADANÍA EN URABÁ

La región de Urabá, con su geografía deslumbrante, sus enormes riquezas naturales y sus nativos indómitos, ha fascinado a los investigadores nacionales y extranjeros desde el siglo XIX (Madariaga 2006: 16; Steiner 2000: xxvi). Antropólogos, geógrafos e historiadores han escrito abundantemente sobre temas “sociales” y “culturales” de la región de Urabá. Sin embargo, es muy poco lo que se ha escrito sobre Urabá desde el punto de vista institucional. Casi todos los estudios se refieren a la ausencia del Estado, pero de manera vaga y poco crítica. En este texto se intenta abordar esta perspectiva mediante un análisis de la historia de la región.

APROXIMACIÓN GEOGRÁFICA

El Golfo del Darién ha sido considerado desde el siglo XVI como un punto estratégico de la geografía colombiana (Steiner 2000: 1). La parte oriental del litoral del Darién —entre Punta Arenas y Punta Caimán— fue lo que los españoles denominaron Urabá.4 Esta región, situada en el extremo nororiental de Colombia, tiene una extensión de 11.664 km², limita con Panamá y tiene costa, tanto en el océano Pacífico como en el Atlántico. Está cubierta en buena parte por las selvas tropicales del Darién, y abarca territorio de los departamentos de Córdoba, Chocó y Antioquia. Desde el punto de vista de la organización territorial, Urabá está conformada por once municipios: Apartadó, Arboletes, Carepa, Chigorodó, Murindó, Necoclí, Mutatá, San Juan de Urabá, Turbo, Vigía del Fuerte y San Pedro de Urabá.

Urabá está dividido en tres subregiones que conforman lo que los estudiosos del tema denominan el Gran Urabá (Uribe 1992). Estas tres subregiones son la del norte, la del eje bananero y la del sur —que equivale al Urabá chocoano (González, Bolívar y Vásquez 2003: 121). Las tres están repartidas en tres departamentos, pero existe una interacción constante entre ellos. Es por eso que la división político-administrativa en realidad es casi irrelevante para los habitantes de la región.5

Las vías de entrada a la región son de dos tipos: fluviales y terrestres. Las vías fluviales corresponden a los ríos Atrato, Sucio y León. El río Atrato es la principal vía de comunicación del Urabá chocoano; atraviesa todo ese territorio y desemboca en el golfo de Urabá. El río Sucio une las poblaciones antioqueñas de Mutatá, Dabeiba y Uramita con el río Atrato, lo cual facilita el intercambio mercantil entre la Costa y el interior de Antioquia. Igual que el Atrato, el río León desemboca directamente en el golfo de Urabá, y comunica los municipios de Apartadó y Chigorodó, directamente con el Caribe.

La principal vía terrestre para acceder a Urabá es la carretera al mar, que va desde la ciudad de Medellín hasta el municipio de Turbo, a orillas del Caribe. Esta vía hizo posible la llegada de colonos antioqueños, a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. El resto de vías de acceso son las trochas por las que transitaron los colonos y las guerrillas liberales para apropiarse del territorio, a mediados del siglo XX. Desde la serranía de Abibe y el departamento de Bolívar, miles de personas desafiaron la espesa vegetación tropical de las selvas del Darién para crear caminos que los comunicaran con sus poblaciones de origen. Antes que los antioqueños, los sinuanos y los bolivarenses abrieron caminos para sacar sus productos hacia la ciudad de Montería y los puertos del Magdalena Medio. Estos caminos, aún existentes hoy en día, atraviesan la serranía de Abibe y el Nudo de Paramillo. Sin embargo, hoy en día la comunicación sigue siendo muy deficiente, y salvo la carretera al mar, la gran mayoría de las vías de acceso y transporte son fluviales.

LA ÉPOCA COLONIAL Y LA REPÚBLICA

Los españoles llegaron a las costas del norte de Suramérica en 1501 y se asentaron en el litoral oriental del golfo del Darién. El clima cálido era —según ellos— un indicio de que allí podía haber grandes cantidades de oro.6 Desde la llegada de los españoles hasta la Independencia, la autoridad fue ejercida, al menos formalmente, por las Juntas Reales coloniales. Sin embargo, en la práctica no se sabía muy bien quién tenía el verdadero control sobre la región.

Tras varias expediciones y concesiones por parte de las Juntas Reales, los colonizadores españoles comenzaron a asentarse en Urabá a principios del siglo XVI (Parsons 1996). En 1509 se fundó San Sebastian de Urabá, el primer pueblo de españoles en la actual Colombia (Steiner 2000: xv). Pero su existencia fue efímera; poco después de su creación, el pueblo fue destruido por los Cunas, un grupo de indígenas que llegó a la región desde el sureste y que se enfrentó con fiereza a los españoles durante los tres siglos siguientes (Steiner 2000: 24).

Entre los conquistadores había disputas por el dominio territorial y la potestad administrativa sobre la región; esos enfrentamientos impidieron la creación de poblaciones estables (Uribe 1992; Parsons 1996). Los colonizadores provenientes de otras regiones, como el Caribe y Castilla de Oro —hoy Panamá—, se interesaron también por el control de Urabá (Parsons 1996: 26), y sus disputas con los primeros conquistadores nunca permitieron un dominio estable del territorio. Este caos administrativo fue aprovechado por los Cunas para atacar y debilitar a los españoles.

La inestabilidad de la zona motivó a los españoles a buscar nuevos lugares de asentamiento y a explorar nuevos territorios. Tras la fundación de San Sebastián de Buenavista, en 1535, los colonos decidieron penetrar por las montañas de Antioquia y abrirse paso hacia el Cauca, en busca de los supuestos tesoros de oro del Sinú, Buriticá y Dabeiba (Parsons 1996: 27).

A Urabá también llegaron esclavos fugados provenientes de Castilla de Oro y de la costa norte del Caribe, para quienes el Darién era una zona de refugio. Estos antiguos esclavos lucharon al tiempo contra los Cunas y contra los españoles, pues los unos querían sacarlos de sus territorios ancestrales, y los otros querían capturarlos para castigarlos y reutilizarlos en la minería o en la agricultura. Así pues, el Urabá de la época colonial fue poblado principalmente por negros cimarrones que se asentaron cerca de los puestos de vigilancia de las autoridades coloniales, junto al Atrato (Uribe 1992: 85).

La ubicación estratégica de Urabá también atrajo a muchos comerciantes extranjeros que quisieron establecerse cerca del río Atrato para comerciar con los indígenas nativos, con los traficantes ilegales de oro de Santa Fe de Antioquia, Cáceres y Zaragoza, y con los comerciantes del Pacífico. Las mercancías que se negociaban salían sin autorización de los territorios bajo jurisdicción española, lo que generó un rico y fluido comercio ilegal entre los nativos y los forasteros, obligando a las autoridades coloniales a prohibir, bajo pena de muerte, la navegación por el río Atrato.

En el siglo XVII también llegaron piratas y bucaneros franceses, holandeses e ingleses. Todos ellos ayudaron a fortalecer el contrabando y la economía ilegal. Los piratas bloqueaban las flotas que transportaban el oro español y penetraban por el río Atrato (Parsons 1996). Ante el creciente tráfico ilegal de mercancías, las autoridades coloniales se vieron en la necesidad de enviar algunos escuadrones militares. Sin embargo, la presencia del ejército se limitaba a unos pocos puestos de guardia ubicados en las orillas del río Atrato para restringir la navegación. Pero el control de la navegación terminó incentivando el contrabando y ocasionando un alza en los precios de los productos (Parsons 1996: 39). Aunque la economía ilegal beneficiaba tanto a los contrabandistas como a los propios indígenas, ésta terminó convirtiendo a Urabá en una región pobre, atrasada y violenta (Parsons 1996: 39).

En los siglos XVII y XVIII hubo varias misiones evangelizadoras en Urabá, pero todas fracasaron. El intento de pacificar a los indígenas a través de la fe no tuvo mayor éxito.7 El discurso de la iglesia nunca tuvo la fuerza suficiente para ser una herramienta de sometimiento, y de hecho, no hubo ningún culto o credo religioso dominante en la región (Ríos 2002).

Esta historia colonial contribuyó a crear, en el interior del país, la imagen de Urabá como un territorio vedado para los blancos, la civilización y la legalidad. Dos consecuencias surgieron de esta percepción: en primer lugar, la región comenzó a sentirse alejada del interior y más afín a la cultura del Caribe, especialmente a Cartagena, debido a que los intercambios comerciales legales e ilegales se hacían preferencialmente con esa ciudad, y allí no había tantas restricciones para el comercio. En segundo lugar, se vio a Urabá como una zona de frontera. El polo de la civilización estaba ubicado en el interior de la cordillera de los Andes, y las calurosas y malsanas llanuras exteriores, como la de Urabá, eran vistas como territorios bárbaros e indómitos.8

En la era republicana, y tras la independencia de los españoles, la visión del interior andino sobre Urabá cambió muy poco. Heredera de muchos rasgos propios del período colonial, la República siguió viendo a Urabá como una región de frontera.

En el ámbito específicamente regional, la dicotomía cultural entre Antioquia y Urabá se hizo cada vez más profunda. Pero a pesar de las diferencias culturales, los antioqueños tenían un claro interés en que Urabá estuviera bajo su dominio. En 1830, los comerciantes antioqueños presionaron al gobierno central para que la administración de Urabá fuera asignada a la jurisdicción de Antioquia. De esa forma podrían monopolizar el comercio pirata que llegaba a Urabá desde Panamá y la Costa Caribe, y, sobre todo, tendrían una ruta de acceso al mar (Uribe 1992). A pesar de los intentos de Antioquia por controlar la región, ésta pasó a ser parte del departamento de Chocó en 1847, y posteriormente del departamento de Cauca (Parsons 1996: 47-49).9

Cabe señalar también que durante el siglo XIX la población negra aumentó significativamente, en buena parte debido a la manumisión general de esclavos decretada por el presidente José Hilario López en 1851 (Roldán 1998: 11). A la región también llegaron algunos colonos sinuanos que huían de la expansión del latifundismo ganadero de Montería. Como lo señala Roldán (1998), ambos grupos tenían diferentes tradiciones culturales, lo cual dio origen a formas de organización social y económica muy diferentes; mientras los sinuanos emprendieron un tipo de colonización más “agresiva” —tumbaban monte, extraían madera, sembraban cultivos permanentes—, los negros migrantes se dedicaron más a la pesca, a la extracción esporádica de recursos y a la agricultura.10

LA COLONIZACIÓN ANTIOQUEÑA, LA VIOLENCIA POLÍTICA Y LA INDUSTRIA BANANERA

Los nuevos colonos

A finales del siglo XIX, el discurso sobre las diferencias culturales en Urabá, que se tejió en Antioquia desde la Colonia —fundado en las diferencias geográficas, climáticas y económicas—, ya hacía parte del imaginario de las elites regionales (Roldán 1998: 5). Las áreas centrales de colonización, como Medellín, eran hogar de los antioqueños católicos, conservadores, defensores de las instituciones tradicionales y partidarios del capitalismo; los pobladores de las zonas periféricas, como Urabá y el Magdalena Medio, eran percibidos como “salvajes” que subvertían las creencias y los valores de los “civilizados”.11

Esta percepción cambió con la pérdida de Panamá, tras la Guerra de los Mil Días. A raíz de ello, el presidente Rafael Uribe Uribe llamó la atención sobre “la obligación de Antioquia de colonizar y preservar para Colombia esta región fronteriza, tan apetecida por extranjeros”.12 Fue así como en 1905, por decreto presidencial, la región de Urabá dejó de estar bajo la jurisdicción de Cauca y quedó bajo el dominio antioqueño. Después de casi un siglo de abandono, por fin el Estado se empezó a interesar en la región de Urabá.

El gobierno antioqueño vio la conquista de Urabá como una gran oportunidad para explotar las riquezas de la región y para tener una salida al mar. Pero el proceso de civilización requería una ardua tarea que sólo podía lograrse con la ayuda de la religión, la defensa de los valores tradicionales de Antioquia y el liberalismo económico (Steiner 2000). La colonización antioqueña en Urabá fue lenta y difícil. La falta de vías de comunicación fue un obstáculo mayor en esta aventura13 y explica la casi total ausencia de acompañamiento del Estado a los colonos. La llegada masiva de antioqueños a Urabá no tuvo lugar sino hasta ya muy entrada la década de los cincuenta, en los años previos al auge de la industria del banano. La construcción de la carretera de Antioquia al mar comenzó en 1926, pero sólo se terminó en 1954.14 Parecía entonces que por fin la anexión de Urabá a Antioquia iba a significar el comienzo de un proceso de explotación económica, civilización, modernización y, sobre todo, de institucionalización y de integración de la región con el interior andino. Sin embargo, esto nunca ocurrió. En lugar de integrarse al proceso colonizador, el Estado se contentó con asegurar una paz precaria por medio de sus intermediarios, y esa delegación terminó por marginalizar y subordinar al Estado.15

Como bien lo señala Fernando Botero (1990), el Estado no acompañó, ni tampoco orientó a los colonos. No hubo guías ni lineamientos de política pública para el asentamiento de viviendas, ni para la provisión de servicios públicos. La colonización giró —dice Botero— en torno al tal vez único aspecto que el Estado sí custodió: el apoyo a los comerciantes.16 De manera que el destino de la región fue entregado a los dirigentes regionales y a los comerciantes nacionales y extranjeros. Además, una vez llegaron los migrantes masivos a Urabá tras la colonización antioqueña, se desató un profundo problema agrario y de tierras, que el Estado —ausente— no pudo controlar (Botero 1990: 191).

La violencia política y la industria del banano

A partir de la década de 1950 aparecieron, de manera casi simultánea, la violencia política y el surgimiento de la industria del banano.

Durante la Violencia, Urabá se convirtió en refugio de los perseguidos por el régimen conservador. Centenares de habitantes de la Costa y del propio departamento de Antioquia llegaron a Urabá con la esperanza de salvar sus vidas de la ola de violencia que se vivía en el interior del país. Ante el temor de una posible arremetida de los policías conservadores contra la región, con el apoyo del directorio liberal se conformaron las primeras guerrillas liberales de autodefensa hacia 1950. Estos grupos subversivos tuvieron sus zonas de influencia en el Sinú, en el corregimiento de Camparrusia, y en los municipios de Dabeiba, Frontino, Uramita, Peque e Ituango. Gracias a un pacto realizado entre los jefes de los directorios políticos —liberal y conservador—, el municipio de Arboletes se convirtió en un refugio para los perseguidos de ambos bandos.

En esa época, los problemas sociales de Urabá se habían intensificado. Los déficit de vivienda y de servicios públicos se hicieron más agudos. Las pocas instituciones estatales no militares que hacían presencia en la región para atender dichos problemas, actuaban de manera difusa, descoordinada y limitada (Botero 1990: 42).

Pero la principal dificultad de la región fue el surgimiento de la violencia política. Los obreros contratados para la construcción de la carretera al mar eran liberales y simpatizaban con los guerrilleros. Gracias a eso, la influencia de la guerrilla se extendió por buena parte de la región, a lo largo de casi toda la carretera. Ante la perturbación del orden público, el gobierno le entregó la dirección de la obra a un ingeniero militar, y sustituyó las autoridades civiles por autoridades militares (Steiner 2000: 116).17 La respuesta represiva del Estado en una zona de la cual había estado prácticamente ausente, fue recibida con desconfianza.

Con la llegada de Rojas Pinilla al poder, en 1954, la guerrilla perdió algo del apoyo que tenía, y muchos líderes se sometieron a la amnistía decretada por el gobierno nacional. Sin embargo, también hubo grupos que no entregaron las armas, y que siguieron luchando contra el gobierno. Ante el abandono del Partido Liberal, estos grupos terminaron acercándose al partido comunista y se organizaron como autodefensas campesinas. De este grupo inicial surgió el V frente de las FARC, aún activo en la zona.

Por esos años comenzó a desarrollarse la industria bananera. Aunque el banano se venía plantando en la región desde comienzos del siglo, sólo en 1959 la compañía estadounidense United Fruit Company, a través de su filial, la Frutera Sevilla, inició un proyecto de cultivo y explotación en Urabá, principalmente en la zona de Turbo (Parsons 1996: 100). A partir de entonces, el comercio bananero se convirtió en el principal impulsor económico de la región. Ya en 1966 se exportaban hacia el mercado europeo entre 30.000 y 70.000 racimos cada semana (Bejarano 1988). En palabras de James Parsons, “de la noche a la mañana el banano se volvió un gran negocio en Urabá” (1996: 105).