Cubierta

Título original: Freiheit und Grenzen – Liebe und Respekt

Diseño de la cubierta:Arianne Faber

© 2003, Beltz Verlag,Weinheim, Basilea y Berlín

© 2006, Herder Editorial, S.L., Barcelona

ISBN: 978-84-254-2935-4

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ÍNDICE

Cubierta

Créditos

Prólogo

Límites y entorno preparado

Inseguridades a la hora de poner límites

Vivir significa estar limitado

¿Son los límites instructivos?

Libertad y límites

Amor

Respeto

Juegos

Límites y reglas

Procesos de desarrollo

Límites para adultos

Límites en una escuela libre

Bibliografía

PRÓLOGO

Cuando hablo por primera vez con alguien sobre el tema de una «educación libre», lo más común es que enseguida surjan objeciones más o menos apasionadas sobre la «necesidad de límites».

Pero las preguntas sobre este tema tampoco disminuyen cuando los padres o cuidadores se aventuran a dar sus propios pasos hacia un trato respetuoso con los niños. Más bien al contrario: en sinnúmero de situaciones nuevas y en cada nueva etapa de desarrollo asoman también nuevas dudas e incertidumbres.

Para nosotros –adultos que a menudo hemos sido educados y restringidos por límites– no es fácil comprender que en realidad los límites pueden tener la función de definir un espacio en el cual se puede actuar con independencia y libertad y en el cual se pueda dar un verdadero desarrollo humano. Pero en la medida en que logramos hacer esta distinción, nos damos cuenta de que los límites no definen el ser del otro, sino –por el contrario– sirven para mantener el entorno relajado, de manera que todos –niños y adultos– se sientan cómodos en él, vivan nuevas experiencias gracias a la toma de decisiones personales y aprendan a diferenciar entre necesidades auténticas y sustitutivas.

Las vivencias que tenemos en este entorno relajado, poco a poco van reduciendo las contradicciones que aparentemente existen entre libertad y límites y nos abren los ojos para ver que estos dos conceptos, «libertad y límites», están íntimamente relacionados con otros dos conceptos, es decir, «amor y respeto».

Con asombro comprobamos cómo para los adolescentes y los adultos jóvenes que han recorrido este camino con nosotros, libertad y límites, amor y respeto son algo concreto y resultan tan obvios y naturales como el agua para los peces. Con cierta envidia vemos que ellos son capaces de poner límites de forma natural, espontánea, afable y respetuosa, mientras que nosotros, los adultos, muchas veces entorpecemos nuestro propio desarrollo con nuestras dudas.

Últimamente el Centro Educativo Pestalozzi, que es el escenario del libro Libertad y límites. Amor y respeto, –debido al entorno que nos rodea– ha tenido que afrontar situaciones difíciles, ha tenido que poner los límites correspondientes y tomar decisiones drásticas. Los cambios socioeconómicos que desde hace algunos años ha sufrido Ecuador han hecho cada vez más difícil garantizar que el trabajo iniciado hace veintiocho años mantenga su coherencia. Cada vez menos padres han podido cumplir con sus responsabilidades para con sus hijos en el hogar y así contrarrestar el deterioro de la calidad de vida cada vez más generalizado en el país. Además, ya muy pocos padres han podido hacer sus contribuciones necesarias para el mantenimiento del trabajo.

Frente a esta situación, en julio del 2005, el Pesta [1] que –a pesar de ser un pensionado– era como un «segundo hogar» para ciento ochenta niños y jóvenes, fue cerrado como «escuela alternativa». Desde entonces los esfuerzos de la Fundación Educativa Pestalozzi se están concentrando en la construcción de un proyecto integral con nuevas estructuras de convivencia, con la meta de proteger a los padres de las presiones que les impiden dedicarse adecuadamente a sus hijos y así evitar que tengan que delegar esta responsabilidad en una escuela, aunque ésta sea «alternativa».

Me alegra saber que gracias a la presente versión española de Freiheit und Grenzen – Liebe und Respekt (Libertad y límites. Amor y respeto), las experiencias y reflexiones que durante tantos años nos han acompañado en el «Pesta» van a ser accesibles para un círculo más amplio de personas que sienten que este tema es de interés en las circunstancias de su propia vida.

Rebeca Wild

[1] Abreviatura de Pestalozzi y apodo del proyecto de jardín de infancia y de escuela de los Wild en Ecuador. [N. del E.]

LÍMITES Y ENTORNO PREPARADO

–¿No has pensado nunca escribir una novela de verdad?

Hace poco uno de nuestros invitados me sorprendió con esta pregunta a modo de saludo matinal cuando me encontraba exprimiendo naranjas para el desayuno.

Preocupada por no perder la concentración durante mi rutina de la mañana respondí con aire distraído:

–¿Una novela? ¿Por qué iba a escribir una novela?

–He leído en la cama tu primer libro, Educar para ser. Y he pensado que si has sido capaz de tratar un tema tan árido como la educación con tanta vivacidad, ¿no te atraería la idea de adornar tus vivencias con fantasía y del resultado sacar una novela?

¿Y por qué no? La idea empezó a tomar forma en mi mente entre el desayuno y la comida. Sería algo completamente distinto al sinfín de tareas que, visto lo visto, aun tras veinte años de Pesta, no puede decirse que sean menos que al principio: trabajar permanentemente en el entorno preparado [1] constituye la base de una educación alternativa; acompañar a los niños y a los adolescentes en sus actividades; charlas con las familias, reuniones de padres, asambleas de profesores, cursos, seminarios, economía alternativa, excursiones en bicicleta; sin olvidar los asuntos domésticos, los intereses personales, ese constante deseo de estar en todos los sitios… ¡Una novela! ¿No podría conjurar el pasado, encantarlo junto con el presente y con el futuro, y crear nuevos espacios y vínculos?

En ese momento, la familia se sentó a desayunar. Tenía que darme prisa para ir a la entrada de la escuela antes de que llegaran los autobuses y estar allí para recibir a los niños. En cuanto el lugar se llenó de sus saludos, preguntas, llamadas y de su búsqueda de actividades, volví a centrarme en mi ocupación. Observé cómo los niños, rodeados por nuestro soberbio paisaje andino, construían con devoción aviones de madera de balsa, cómo después los de primaria hacían las pruebas de vuelo desde la torre de seis metros, desde el borde de la quebrada. Era testigo de cómo construían sus «clubes» y casas en los árboles entre plantas de agave utilizando para ello tablones viejos, neumáticos y otros materiales de desecho. Veía cómo a lo largo de una mañana aprovechaban a fondo todo el espacio y todas las oportunidades, cómo repartían su tiempo con autodeterminación, cada uno a su ritmo, entre actividades tranquilas y agitadas, exigentes y relajantes. También aquella mañana, después de tantos años, volvía a sorprenderme la viveza de los niños. Entonces se desvaneció toda duda: ¿qué necesidad tenía de inventar una novela, si ésta transcurría cada día ante mis propios ojos?

¿No es bastante novela que los niños –siempre que sus padres se lo permitan, y siempre que ellos así lo deseen– puedan ser niños de verdad? ¿Que ellos, al revés que en casi todo el mundo, tipificados y adaptados a aquello que los adultos consideran «por su bien», puedan saber día a día lo que significa «dedicarse con cuerpo y alma» a crecer con sus propias aventuras, juegos, proyectos e ideas, con sus propias alegrías y sufrimientos?

Cuando hablé por última vez de estos niños –en mi libro Kinder im Pesta [Niños del Pesta]– tuve la sensación de que ya había dicho lo suficiente sobre nuestra experiencia en educación alternativa. Pero ahora tengo nuevos motivos para dedicar especial atención a un aspecto de nuestra relación con los niños. Sin duda alguna, el primero de ellos es que hoy en día, tras veinte años de Pesta y tras inagotables reflexiones, vemos la relación existente entre libertad y límites con más claridad que entonces.

Otra razón que me lleva a escribir es el enfrentamiento continuo a situaciones concretas que requieren constantemente nuevas posturas, pero que al mismo tiempo procuran nuevas comprensiones. En efecto, no hay una asamblea de profesores, una conversación con familiares o una reunión de padres que tengan relación con el jardín de infancia, con la primaria o con los adolescentes, donde no se plantee la problemática de la marcación de límites. Observamos este mismo fenómeno en cada uno de los seminarios que celebramos con adultos que no pertenecen al Pesta. Así es como creció en mí la necesidad imperiosa de tratar una vez más este tema, pero ahora de forma más minuciosa que en ocasiones anteriores.

La lectura del libro de Jan-Uwe Rogge Kinder brauchen Grenzen [Los niños necesitan límites] fue un aliciente más para mi propósito, ya que refleja el enorme desamparo en que se encuentran los adultos que buscan nuevas vías contrarias a los modelos de educación tradicionales y, cansados de experimentar sin ton ni son, preferirían regresar a las antiguas pero seguras normas. Obviamente, este libro ofrece información práctica sobre cómo los padres y los profesores encuentran una vía entre los métodos autoritarios y los antiautoritarios para de este modo ahorrarse a ellos mismos, y en consecuencia también a los niños, un derroche de energía y unos nervios destrozados. El autor muestra con convencimiento que es preciso poner límites a los niños para que puedan crecer rodeados de cierta paz. Y cuando los padres se atreven a comportarse con ellos con claridad y respeto, obtienen un beneficio que favorece a todos aquellos que intervienen en una situación. No obstante, cuando terminé el libro, me invadió una desagradable sensación. No basta con marcar unos límites, y el alivio que se experimenta por la osadía de hacerlo sólo será pasajero si no tomamos conciencia de la problemática real y nos enfrentamos a ella. Esta problemática tiene dos caras y en último término sólo podrá mitigarse o disiparse si tenemos ambas en consideración.

El primer problema, que aunque no es nuevo no deja de tener hoy en día graves repercusiones, es el hecho de que apenas existen entornos adecuados para los niños que están creciendo, y que éstos se ven cada vez más limitados por el «progreso». Por desgracia existen pocos indicios de que esta circunstancia sea considerada como un problema básico para un desarrollo sano de los seres humanos. Aun así, es cierto que nos rodea cierta añoranza por los viejos tiempos en los que todavía quedaba sitio para jugar en la naturaleza o en los que los niños podían estar en las calles de ciudades y pueblos sin prácticamente peligro alguno. Y con toda seguridad, en algunos lugares sigue considerándose la idea de proyectar estos espacios vitales para niños en algunas poblaciones. Pero si observamos el conjunto de la situación, estos ejemplos no son más que un grano de arena en el desierto de una civilización que pone a disposición recursos exorbitantes para carreteras, fábricas, oficinas, etcétera, mientras que apenas se preocupa de lo que necesitan las personas que están creciendo para que puedan darse procesos de desarrollo realmente humanos.

Esta situación precaria no hace referencia únicamente a las barriadas del Tercer Mundo donde reinan situaciones indignas para el ser humano. Ni a los bloques de viviendas de los llamados países «desarrollados», donde las personas que habitan los pisos inferiores apenas reciben el calor del sol, donde niños con caras pálidas andan desalentados por la acera de carreteras transitadas y, visto el panorama, prefieren volver a su casa para sentarse delante del televisor.

Incluso allí donde «realmente se hace algo por las personas» –en los agradables barrios peatonales, en los parques llenos de flores, en los parques infantiles, en las zonas verdes y en las urbanizaciones destinadas a familias–, ¿qué puede encontrarse allí que realmente fuera indicio de una conciencia cada vez mayor por un entorno adecuado para niños y adolescentes? En el mejor de los casos, no sería más que un pequeñísimo comienzo si nuestra generación realmente viera una prioridad en crear entornos adecuados para las personas que se encuentran en período de crecimiento. Hasta que este punto no adquiera un valor muy distinto, no se apreciará que estos débiles intentos, a lo sumo, pueden compararse con el «entorno preparado» de aquellos automóviles que circulaban por Europa hace cincuenta años cuando apenas se tenía una remota idea sobre cómo serían los coches del futuro. En todo caso, eso significa que también alternativas como el Pesta, donde desde hace muchos años se trabaja de forma consciente en un entorno preparado para niños, siguen estando «en pañales», y nosotros, por nuestra parte, no debemos permitir que nuestro limitada capacidad de imaginación represente un obstáculo para crear nuevas posibilidades.

Pero ¿no es injusto el rencor que muestro aquí hacia nuestra civilización? ¿Acaso no he sido testigo del avance prometedor que atañe a la construcción de jardines de infancia y de escuelas? Las ventanas amplias, las paredes de colores, el mobiliario cómodo, las moquetas y los materiales caros dedicados al juego y a la enseñanza. ¿O es que no sé reconocer la buena voluntad de las organizaciones de ayuda internacionales que apoyan la construcción de escuelas incluso en aldeas de la selva virgen o en remotos valles montañosos de países «subdesarrollados»?

¿Realmente tienen que sentirse agradecidos los hijos de los indios de los Andes porque en lugar de acompañar a sus padres al campo, al pastoreo o a realizar trabajos para la comunidad, pueden sentarse en bancos de escuelas hechas de cemento con tejado de amianto (que tienen el mismo aspecto en todo el país) para poder repetir lo que un profesor dice de memoria o leyendo en voz alta de un libro? ¿Se convertirán así en personas perfectamente válidas? ¿No estarán siendo criados para una sociedad en la que se valora más la adaptación que la consideración de los procesos humanos de desarrollo?

No obstante –al menos así se nos vende–, ¿no deberíamos alegrarnos de que los políticos y las organizaciones de ayuda ofrezcan a las mujeres la posibilidad de dejar a sus hijos lo antes posible en guarderías o en instituciones de custodia similares para de este modo no perder el contacto con los ingresos económicos, con la vida laboral ni con su autorrealización? ¿No supone un avance el hecho de que cada vez haya más especialistas dedicados de forma particular a niños que presentan todo tipo de dificultades? ¿Y no poseen muchos de ellos entornos artificiosamente preparados creados para sus clientes en los que en ocasiones hasta pueden jugar con libertad?

Lo que no quiero es criticar todos estos logros y pintar de un color lo más gris posible las condiciones que imperan actualmente en el crecimiento de los niños. Sería muy fácil afrontar estas críticas con todas las mejoras positivas que ha logrado la «época del niño» durante este siglo, al menos en algunos lugares del planeta: que ya no se pueda abusar de niños en trabajos esclavos; que ya no puedan ser maltratados de forma ilimitada –al menos al amparo de la ley–; que se hayan establecido sus derechos, al menos sobre el papel, por ejemplo, el derecho a una educación adecuada.

No quiero entretenerme más en describir cómo abusan de estas mejoras todo tipo de intereses contrarios. Por ejemplo, la industria alimentaria abusa del derecho a una alimentación adecuada utilizando todos los trucos psicológicos para hacer de los niños sus clientes. O la industria del juguete y los medios de comunicación abusan del derecho a jugar y a distraerse mediante la publicidad que emiten. Y no en último término, la fatal tergiversación del derecho a la educación por unos métodos de enseñanza y por una obligación escolar muy ampliada que ponen estos conocimientos al servicio de una adaptación libre de toda resistencia, y eso si es que se tienen en cuenta los procesos interiores de aprendizaje.

He citado todas estas circunstancias sólo por encima porque sencillamente no podemos hacer como que no existen. Pero al menos me gustaría intentar mostrar que todo esto puede ser muy distinto. Como a menudo se nos reprocha, puede que se trate de la descripción de una utopía que contrasta con la «cruda realidad» del mundo actual. Por tanto, realmente, un tipo de novela –para muchos, en el mejor de los casos, una novela futurista– que ya ha comenzado a desarrollarse en algunos lugares de nuestro mundo actual. Esta novela trata de un mundo donde los intereses económicos, el poder de los más fuertes sobre los más débiles y la lucha por obtener las mejores oportunidades no son los encargados de repartir los papeles, sino un mundo donde lo primordial es crear un entorno adecuado en el que las personas puedan experimentar la empatía y la solidaridad como cualidades principales.

Este tipo de entorno debe cumplir dos condiciones básicas que en el concepto de educación, aún válido en la actualidad, no suelen estar relacionadas. El nuevo paradigma se basa en el respeto por los procesos de vida y de desarrollo auténticos que resultan de la interacción entre organismos y su entorno. No obstante, el elemento central, y para nosotros el más crítico, es el hecho de que este tipo de interacción debe establecerse y ser guiada desde el interior si se quiere lograr auténticos procesos de desarrollo.

Si nos mostramos de acuerdo con este principio básico, entonces resultan unas perspectivas sorprendentes, por ejemplo, que «los organismos vivos nunca pueden estar en relaciones instructivas», según afirman Humberto Maturana y Francisco Varela en su obra El árbol del conocimiento. Al mismo tiempo queda claro que tanto los resultados deseados como los no deseados que se obtienen durante el proceso de desarrollo dependen tanto de la calidad como del estado del entorno, y la imperfección de dicho entorno lamentablemente no puede repararse con enseñanzas inteligentes y bienintencionadas.

Este conocimiento básico de procesos de desarrollo implica una paradoja aparente. Por un lado, salta a la vista que en la relación con la estructura interior, enormemente compleja y coherente, el medio ambiente representa siempre un caos relativo. Esta perspectiva adquirirá una importancia especial cuando más adelante abordemos la problemática de los límites y cómo ponerlos. Es preciso tener presente que la estructura interior establece diferencias en el caos relativo exterior en función de su integridad y de sus necesidades: valora lo que le es de utilidad y después elige lo que puede necesitar o, dicho de otro modo, se deshace y se desprende de lo superfluo o perjudicial.

Por otro lado, estos procesos en la naturaleza nos muestran de forma evidente que los organismos jóvenes, es decir, aún no maduros del todo, si quieren sobrevivir y madurar, deben crecer en un entorno preparado por ellos mismos en el que estarán protegidos y cuidados de acuerdo a su especie. De este modo no desaparecerá el caos, pero sí que experimentará ciertas gradaciones. Además, en la naturaleza es sin duda la tarea de los padres disponer lo necesario para este tipo de entorno protegido, a la vez que adecuado para madurar.

Ahora se trata de cómo nosotros, las personas, podemos enfrentarnos a esta tarea impuesta por la naturaleza y cómo debería ser el entorno en el que los niños puedan convertirse en auténticos seres humanos. Si nos lo planteamos seriamente, lo primero que advertimos es que debería haber entornos adecuados en todos los sitios donde haya niños: en casa, en el barrio y en todas las demás zonas donde los niños van creciendo poco a poco. Ello significaría que hasta la escuela alternativa más favorable a los niños en la que éstos puedan vivir en armonía con su propia naturaleza representaría una medida de emergencia para una sociedad en la que no hay sitio para los niños: algo así como un parque zoológico donde de cuando en cuando se refugian temporalmente seres exóticos que de lo contrario no podrían vivir entre nosotros.

Lo que pretendo con esta afirmación es sentar las bases para algunas situaciones límite que son siempre objeto de discusión a la hora de tratar iniciativas y sus dificultades cuando los padres no pueden eludir el sistema escolar reglamentario. También sitúa los esfuerzos de cada iniciativa de escuelas o de jardines de infancia en el lugar que les corresponde, es decir, como solución de emergencia pero también como una especie de laboratorio donde se intenta obtener unas circunstancias más favorables y donde nosotros podemos ensayar para descubrir y respetar los procesos de desarrollo de las personas que están creciendo.

Este tipo de decisión va visiblemente en contra de los intereses del ámbito general. Ello significa que para nuestro proyecto debemos fraguar las más diversas medidas de protección que nos permitan trabajar en cierto modo sin ser molestados. Según nuestra experiencia, poner límites significa también, en caso de emergencia, recorrer un camino solitario, soportar nosotros mismos gran parte de la carga, llevar a efecto las medidas oportunas con energía y medios propios y no esperar apoyo de fuera, es decir, del Estado.

Visto así, preparar entornos adecuados para niños no puede considerarse como un «proyecto social» que depende de la generosidad o de los recortes de una sociedad más o menos bienintencionada, por ejemplo, del presupuesto escolar. El adulto que trae al mundo a un niño de forma más o menos voluntaria, es el principal responsable de este drama, es al mismo tiempo el culpable y la víctima, ya que de sus decisiones y de los pasos que dé en este sentido depende el bienestar no sólo del niño, sino también el suyo propio. Estoy convencida de que sólo aquellas iniciativas que se soportan y se originan realmente por la desesperación y por el deseo más profundo de los padres de vivir en un «mundo mejor», a la larga, podrán subsistir, inclusive a pesar de las autoridades, quizá toleradas a medias o –quién sabe– hasta fomentadas por ellas. Después de aclarar este aspecto, me gustaría comenzar, poco a poco, a relacionar los conceptos amor y respeto, libertad y límites en la medida en que se han ido cristalizando en nuestra experiencia.

Hans-Christian Kirsch, en su temprana novela Mit Haut und Haar [Con pelos y señales] escribió la siguiente dedicatoria: «A Barbara, Meter, Oskar,The Rabbit, Dieter y a todos aquellos que pensaban en su hogar y no veían ningún ángel». En las páginas siguientes habla de su amistad con todo tipo de autoestopistas, jóvenes y no tan jóvenes, que hacían unos sacrificios extraordinarios para huir de sus hogares y así, lejos de padres y profesores, encontrar una nueva libertad en aventuras y experiencias poco habituales, aunque ello significara dormir en cabinas de teléfono o en estaciones de trenes. Contaba cómo estos autoestopistas, en su búsqueda de relaciones humanas frescas y a menudo en las condiciones más extremas, experimentaban la sensación de que «todos los hombres son hermanos» y, aun así, cuando pensaban en su hogar, no veían ningún ángel.

¿No significa esto que en los lugares donde los niños crecen dentro de nuestra sociedad, el amor no se siente muchas veces como tal porque no se encuentra en armonía con sus verdaderas necesidades? ¿No sería muy distinto si a lo largo de todos nuestros años de desarrollo –incluidos los años como adultos– pudiéramos mirar hacia el hogar y viéramos con toda claridad y certeza que no sólo éramos queridos, sino también respetados, como realmente éramos de pequeños e incluso de adolescentes? ¿No hemos podido muchos de nosotros, justo en los últimos años de vida de nuestros padres –si hemos tenido oportunidad de ello– restablecer un contacto afectuoso con las personas que han creado las bases de nuestra existencia?

Si ahora nos atrevemos a adentrarnos en el tema «límites», no podemos olvidar lo que realmente queremos decir con ello. En todo caso, no lo que la mayoría de nosotros ha experimentado, es decir, límites como medio de coacción para hacer o dejar de hacer según lo que otros esperaban de nosotros, o límites como última medida de seguridad, ya que el entorno no estaba preparado para satisfacer nuestras auténticas necesidades. En este sentido estoy de acuerdo: antes de que las cosas se tornen insostenibles, amenacen peligros, nos pongamos nerviosos unos a otros de forma insufrible, antes de llegar a ese punto es recomendable marcar límites.

Cuando en las páginas de este libro intente marcar límites con relación a la libertad, al amor y al respeto, mi intención es no dejar de revisar el entorno con gran detenimiento, siguiendo la expresión de que «los semáforos no se colocan en los dormitorios», comparación a la que acudimos en muchas de nuestras charlas con adultos «víctimas de los límites». Los límites sólo adquieren un sentido real para nosotros cuando tenemos totalmente en cuenta la dinámica existente entre el organismo, en sus más diversos estados, y un entorno más o menos adecuado a él. Establecemos una condición básica para que un entorno sea adecuado a un auténtico desarrollo: debe ser relajado, es decir, no debe incluir exigencias ni riesgos activos, y las expectativas que nosotros tenemos de otras personas e incluso de los niños, aun cuando no queramos admitirlo, no deben determinar nuestro comportamiento en este nuevo entorno.

Esta definición es un hueso duro de roer ya que mete el dedo en la llaga: en todo entorno, esté o no esté preparado de forma afectuosa, los adultos representan el peligro más activo para los niños, a no ser que hayan tomado la decisión de reconocer y respetar los procesos de desarrollo. Esta afirmación, en apariencia atrevida, es aceptable si tenemos en consideración en qué medida los niños realmente dependen del amor de los adultos.

Incluso nos atrevemos a decir que para sobrevivir un niño necesita más el amor que la alimentación. Esta perspectiva permite entender lo sencillo que resulta agriar una relación afectuosa cuando no va aparejada con respeto. Pero ¿respeto a qué? Ésa es precisamente la cuestión que debe establecerse. Pues cuando nos planteemos realmente en serio que la interacción de cada organismo con el entorno debería proceder de su interior, de lo que se trata es de tener en cuenta de forma especial esta circunstancia. No obstante, esta decisión nos sitúa en una extraordinaria contraposición con numerosas preocupaciones que en teoría son «por el bien del niño» y que han llevado hasta el florecimiento de una práctica pedagógica notable que ayuda a los niños a lograr resultados que se espera de ellos de la forma más fácil y efectiva posible.

Nuestra visión de un entorno adecuado para niños sería incompleta sin la presencia atenta, respetuosa y no directiva de adultos. Adultos que no dirigen a los niños aquí y allá de forma afectuosa, ni que dirigen su atención paulatinamente a eso «que es tan bonito e importante». Adultos que rehúsan auxiliar a los niños con rapidez en lo que les resulta difícil, anticiparse a su capacidad de iniciativa, manipular sus sentimientos o encasquetar en su pensamiento explicaciones adultas. No obstante, serían adultos que tendrían un interés verdadero por estar «en la misma onda» que el niño, no para poder dirigirle mejor, sino para preparar convenientemente, paso a paso, el ambiente en concordancia con sus verdaderas necesidades.

Si en nuestras charlas con profesores y con padres hablamos de límites lo hacemos porque para nosotros las interacciones entre necesidades, entorno adecuado, correcta dedicación y límites representan «nuevos horizontes de pensamiento». Humberto Maturana describe de forma inigualable estas relaciones en su libro Amor y juego,y no deja de señalar que cada vez que se logra una relación que coopera con los auténticos procesos vitales se están diseminando las semillas para una nueva cultura.

Para poder sentirlo y compenetrarnos con ello deberíamos, en la medida de lo posible, intentar olvidar el significado que los límites han tenido en nuestra propia tradición y en nuestra propia historia: prohibiciones, advertencias, amenazas, requerimientos para respetar los derechos de los demás, llamadas a nuestro yo «mejor». Y todo ello en un entorno que sólo en ocasiones estaba en armonía con nuestras necesidades personales y en el que hemos tenido que adaptarnos enormemente a las expectativas de los demás para apresar nuestra parte de dedicación y de reconocimiento.

Tan sólo podemos deducir las consecuencias que supondría una nueva cultura que se tome en serio los procesos de desarrollo de los niños, que confíe plenamente en ellos y que por lo tanto coopere con ellos de forma decisiva. Ésta podría ser muy bien una cultura en la que la vida familiar sería considerablemente más armoniosa de lo que podemos imaginarnos. Con toda seguridad habría menos estrés y enfados; menos palabras, acciones y gestos que de forma inconsciente obedecen a hábitos adquiridos contra los que los niños protestan con más o menos severidad, pero contra los que nadie hace realmente nada. En una cultura de este tipo no volveríamos a vivir la resignación paulatina ni la lucha abierta o subliminal contra el mundo que en la actualidad representa un problema para nosotros. Incluso desaparecerían por sí solos algunos de los llamados impedimentos y trastornos de conducta.

En su lugar, los niños y los adolescentes utilizarían como trampolín nuestros entornos preparados en los que también los adultos asumirán un lugar importante para poder «lanzarse al agua fría» con alegría de vivir y valor renovados, volver a descubrir el mundo, experimentar cosas nuevas. Entonces, seguramente tendríamos menos académicos sin puesto de trabajo, pero más personas independientes que no vivirían de la ayuda social, sino que estarían preparados para solucionar con creatividad todo tipo de problemas.

Estos niños y adolescentes interesados y emprendedores «mirarían a su hogar» siempre con una sensación positiva y en él encontrarían el origen de su alegría de vivir. No dejarían de estar «bajo nuestro techo» y comentarían con nosotros sus penas y sus alegrías. Durante su juventud se tomarían el tiempo necesario para buscar sus propios intereses, para descubrir qué quieren hacer en la vida con plena responsabilidad y perseverancia. Y finalmente, tras estos años de búsqueda y de correrías, verían como prioridad, y sin conflictos internos, la disposición de preparar para su propia familia un entorno lo más adecuado posible.

En esta nueva cultura habría con toda seguridad nuevas relaciones con las personas mayores. Apenas se tendría la necesidad de «dejarlas a un lado» con mayor o menor suntuosidad, puesto que después de haber pasado toda una vida rodeados de amor y de respeto mutuo, ¿por qué no íbamos a incluir a los abuelos –siempre que ello sea posible– en los asuntos familiares y públicos?

¿Cuántas madres agobiadas desearían poder compartir la responsabilidad que suponen sus hijos con sus madres o con sus suegras si tuvieran una buena relación con ellas y no pasaran el tiempo sermoneándose sobre cuál es la mejor forma de tratar a los niños? Podríamos imaginarnos que en una cultura en la que la cooperación y el respeto mutuo forman parte de la vida diaria, más gente mayor viviría con los jóvenes y que ambos podrían servirse de ayuda entre sí. Y cuando ello no fuera posible, las personas que viven en residencias de la tercera edad podrían seguir teniendo contacto con los niños –siempre que las fuerzas se lo permitan y así lo deseen–, hacer manualidades con ellos, contarles historias o simplemente dedicarles algo de su tiempo. Así las personas mayores podrían hacer muchas cosas a las que los padres no alcanzan en su lucha por la vida. En estas tareas se incluirían los «ejercicios sensomotrices» para las personas mayores que se ofrecen en algunas residencias con fines terapéuticos como reacción contra la reducción de neuronas.

Es posible que a muchos todo esto les parezca un cuento de hadas o una novela futurista. Pero precisamente en este género se han pronosticado en numerosas ocasiones perspectivas de nuevas realidades. Por suerte se trata también de una visión que hoy en día es compartida por un número de personas cada vez mayor, aunque éstas se encuentren localmente muy dispersas entre sí. Personas que buscan tratarse entre ellas con respeto en residencias de la tercera edad, en jardines de infancia, en proyectos escolares o en situaciones laborales.

[1] Término que utiliza la autora para referirse a un entorno adaptado especialmente a las necesidades auténticas de un niño. [N. del E.]

INSEGURIDADES A LA HORA DE PONER LÍMITES

Para muchas personas de mentalidad progresista, los límites son una cuestión problemática cargada de numerosas dudas y de malos recuerdos. Hasta ahora no me he encontrado con ningún adulto que no haya reconocido tener problemas a la hora de poner límites, salvo quizás personas simpatizantes de procedimientos militares que guían tanto su trabajo como sus relaciones sociales por los principios de una disciplina absoluta. Aun así, estoy convencida de que en algún momento de su vida privada, ellos mismos llegan a sus propios límites sin saber cómo arreglárselas con ellos.

Los padres que envían a sus hijos así sin más a una escuela regular y esperan que los profesores enseñen disciplina y orden a los niños con todas las normas de su oficio, frecuentemente no saben cómo reaccionar en las situaciones límite más comunes que se plantean en casa. En no pocas ocasiones son precisamente estas personas las que emiten las críticas más duras sobre las escuelas alternativas alegando que en ellas reina el peor de los caos y en ellas cada uno puede hacer y dejar hacer lo que se le antoja. De vez en cuando llegan a nuestros oídos este tipo de opiniones desfavorables a través de terceros, esto es, «a trasmano».

Hace poco fui testigo por casualidad de una conversación que mostraba sin rodeos cómo personas que nunca habían estado en nuestra escuela se formaban una idea del Pesta. Entré en la tienda del pueblo donde cuatro hombres con ropa de trabajo regaban el final de su trabajo con una botella de cerveza. Mientras esperaba que me pesaran el maíz tuve oportunidad de escuchar su conversación en la que con gran deleite se explayaban sobre el Pesta: «¿Sabe usted? ¡Vaya escuela! Ni se lo imagina. Se lo puede creer o no. Los niños van allí y no aprenden como Dios manda. Sencillamente cada uno hace lo que quiere. Ni siquiera les enseñan las tablas de multiplicar. Se limitan a decirles:“Si lo quieres aprender, averígualo tú mismo”. Y si uno de los niños se acerca al borde de la quebrada y dice que va a saltar, el profesor va y le dice: “Hazlo, hazlo, y tú mismo te darás cuenta de lo que pasa”. (La quebrada que hay cerca de la escuela tiene unos veinte metros de profundidad.) Los hombres estaban tan concentrados en su conversación que ninguno se dio cuenta de que pagué y salí de la tienda.

De todos modos, una escuela alternativa da mucho que hablar. Resulta mucho más cómodo pasar a un segundo plano la problemática de la educación tradicional, aun cuando en nuestro país la prensa se esfuerce por desviar la atención de la opinión pública hacia numerosas irregularidades. Pero no es sólo en Ecuador donde los profesores se quejan cada vez más de que ya no son capaces de «lidiar» con los niños. Sabemos que en otros países está en aumento la jubilación anticipada de los profesores porque ya no tienen fuerzas suficientes para desempeñar sus tareas. En algunas ciudades grandes se registra a los niños cuando entran en la escuela en busca de armas, y los profesores tienen miedo a entrar en las aulas desarmados.

Lo que probablemente sucede es que poco a poco estamos recogiendo lo que llevamos sembrando desde hace tiempo, pues la historia de la pedagogía occidental está dominada por el empeño de –con métodos más o menos drásticos– adaptar a las normas e intereses sociales a los seres incómodos que con cada nueva generación intentan cuestionar los modos de vida que los adultos han ido definiendo. Sólo con cierta vacilación –primero en los años veinte y luego de nuevo tras la Segunda Guerra Mundial– y tras siglos de incomprensión de las necesidades de los niños, se ha ido abr iendo paso en la mente de la opinión pública la idea no sólo del valor de la infancia, sino también de la exigencia de libertad. Por eso no debe sorprendernos el hecho de que en estas circunstancias el llamado movimiento antiautoritario haya anhelado deshacerse una vez para siempre de toda clase de límites y normas. Las perspectivas adquiridas a partir de estas experiencias son reveladoras. Una de ellas es que al parecer los niños necesitan límites, lo que para muchos ha significado sencillamente «volver al antiguo régimen».

A pesar de estas confusiones inevitables no ha sido posible detener la influencia ni de los ideales demócratas ni del descubrimiento sobre la relación que existe entre una infancia infeliz y neurosis posteriores. Sin embargo, ello ha sometido a presión a nuestra sociedad en lo que a temas de educación infantil se refiere. Por un lado, ha crecido la exigencia de rendimiento para no desaprovechar ninguna oportunidad en una sociedad cada vez más tecnificada. Por otro, ha aumentado el miedo a los traumas infantiles y la exigencia a los padres concienciados para que no cometan errores. No obstante, debido al hecho de que nuestra civilización sigue caracterizándose por relaciones instructivas y directivas, esta doble exigencia de la educación infantil ha repercutido también en la manera como se ponen los límites.

Por lo tanto, los padres modernos y concienciados intentan abordar la cuestión de la fijación de límites de la forma más inteligente posible, y ello principalmente por dos motivos. El primero de ellos es que desean evitar que sus hijos se sientan bien perjudicados por una limitación, bien tratados de for ma incorrecta. El segundo de los motivos es que los padres consideran su obligación que los niños comprendan el mundo en el que viven lo antes posible mediante una detallada presentación de las razones fundadas de su modo de actuar. De esta forma, observamos en todas partes cómo hasta niños pequeños hablan ya con sus padres como «personas mayores». El preguntar por qué y el producir como por encanto las respuestas no cesan en todo el santo día. A menudo se percibe el agotamiento, especialmente en las madres. Pero muchas de ellas se calificarían de incompetentes si llegaran a confesar su extenuación. Los niños, por su parte, aprenden con gran rapidez que las preguntas y las discusiones significan recibir dedicación, por lo que se convierten en auténticos especialistas de interminables debates sobre los límites.

Es cierto que los padres que deliberan con sus hijos constituyen un nuevo fenómeno de la civilización. Una rica oferta de bibliografía orientadora refleja este hecho y nos abastece con consejos sobre cómo deberíamos celebrar sesiones familiares formales con nuestros hijos para adoptar medidas de precaución contra posibles rencillas y además anticiparse a esas preguntas enervantes de «por qué» en situaciones diarias incómodas. Para estas ocasiones tenemos nuestros tratos, a los que podemos acudir en caso necesario, y además la buena sensación de ser padres con actitudes democráticas. En cambio, lo que es preciso plantearse es si estas negociaciones y tratos tienen realmente en cuenta el proceso del niño y consideran la fase de desarrollo en la que se encuentra en ese momento.

Me planteé esta cuestión, por ejemplo, cuando estábamos en casa de una familia que después de cenar deseaba hablar en calma con nosotros sobre las preocupaciones que sentían por sus hijos. La niña, de ocho años, ponía claramente en marcha todos los mecanismos para alargar la cena. A partir del postre, sus estrategias pasaron a ser cada vez más refinadas, de forma que después de más de dos horas seguía resultando imposible tener una idea de cuándo acabaría la cena. Entonces, la madre mencionó en varias ocasiones que habían hecho un trato para aquella velada. Al parecer, se trataba de que la niña debía irse a su cuarto para que los adultos pudieran hablar. Sus indicaciones eran cada vez más vehementes, hasta que a las diez de la noche, la madre, molesta, insistió ter minantemente que había llegado la hora de cumplir el trato. La niña replicó: «Lo que quieres es que me vaya a la cama. El trato lo has hecho tú sola. ¿Por qué entonces no me mandas a la cama?».

Es cierto que los motivos de tener miedo a poner límites son muy diversos. Puede que el primero de ellos sea el deseo de relacionarnos con nuestros hijos de forma distinta y con más libertad de la que nosotros mismos hemos experimentado durante nuestra educación. El miedo a no parecer cariñosos y por eso ser menos queridos por los demás es un segundo factor igual de importante. A ello hay que añadir innumerables circunstancias en las que para salir del paso resulta mucho más sencillo transigir con rapidez que plantarse ante un límite de forma consecuente. La escena más típica y extrema de esta categoría es el niño que grita y patalea en el supermercado luchando por sus chicles y convencido de su victoria, pues sabe que su madre no quiere quedar mal delante de otras personas.

Los adultos con mayor sensibilidad puede que también sean conscientes de lo poco satisfactorio que es el entorno en el que crecen los niños y es posible que tiendan más bien a hacer la vista gorda ante muchas cosas que realmente no consideran correctas. Una y otra vez se nos avisa de que los límites y las reglas impiden la creatividad de los niños, o cuando menos la reducen.

Sin duda alguna, los adultos que están especialmente afectados por el miedo a los límites son los que se sienten completamente desbordados por el milagro que supone tener un hijo propio a la vez que satisfechos con la idea de ofrecerle tanta libertad y amor como sea posible. Lo que siempre puede suceder es que no juzguen bien las circunstancias de los eventos a los que llevan a sus hijos ni las situaciones en las que les conceden libertad. Tal es el caso del deseo de los padres jóvenes de llevar a sus bebés e hijos pequeños a todos los sitios, aun cuando ello no sea conveniente ni para ellos mismos ni para otras personas, por ejemplo, a conferencias y seminarios sobre educación infantil, a reuniones de padres, a viajes largos, a visitas a museos o a cualquier otro sitio que los adultos puedan necesitar para enriquecer su propia vida.

En una ocasión nos invitaron a dar una conferencia ante un público numeroso. Era por la tarde, y antes de comenzar la disertación una niña de dos años escaló hasta el podio y se puso a correr felizmente de un lado a otro. Luego, al saltar cada vez más alto, pudimos comprobar la increíble resonancia del suelo de madera. A continuación pasó a sentirse fascinada por las caras interesadas de las innumerables personas (algunas de ellas hasta saludaban con la mano), y justo antes de comenzar el acto inventó un emocionante juego con el cable alargador del micrófono. Cuando empezó la conferencia, hasta donde la vista alcanzaba no había ningún adulto que se identificara como padre o como madre de esta aventurera y se la llevara del podio. ¿Qué podía hacer yo con la niña? ¿Pegarme con ella por el micrófono o dañar mi reputación de representante de una educación libre pidiendo «por favor, llévense a esta niña de aquí»? Al final, salí del paso iniciando así mi conferencia: «Cuando como padres comenzamos a interesarnos por la educación respetuosa, nos encontramos exactamente tan desamparados como la madre de esta niña. No teníamos la menor idea de cómo poner límites». Por suerte, no pasó ni un minuto cuando apareció una joven en la sala que recogió a la niña.

Me viene ahora a la mente otra escena que ilustra esta dificultad. Era un domingo por la mañana. Había comprado fruta en el mercado de Tumbaco y la había colocado cuidadosamente en nuestro frutero de tres niveles para que durara toda la semana. En este momento vino a visitarme una madre con su hijo de año y medio para charlar un rato. Mientras intentaba hablar conmigo, el niño se precipitó sobre la fruta y comenzó a arrojar a diestro y siniestro por la cocina mangos, naranjas, higos chumbos y mandarinas. Como por lo general, en presencia de la propia madre otros adultos pierden relevancia, esperé tensa un momento para ver la forma como ella valoraría la situación. Cuál sería mi sorpresa cuando vi cómo la madre contemplaba fascinada, e incluso aparentemente divertida, la actividad espontánea de su hijo sin mostrar intención alguna de contenerle. Así que no me quedó más remedio que poner yo misma los límites necesarios y luego pedir a mi visita que me ayudara a recoger la fruta y a lavarla.