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Jeanne-Marie
Le Prince de Beaumont

El almacén de los niños

Aurore y Aimée


Había una vez una dama que tenía dos hijas. La mayor, que se llamaba Aurore, era bella como el día, y tenía un carácter bastante bueno. La segunda, que se llamaba Aimée, era tan bella como su hermana, pero era maligna, y sólo tenía talento para hacer el mal. La madre había sido también muy bella, pero empezaba a dejar de ser joven y eso le causaba bastante pesar. Aurore tenía dieciséis años y Aimée doce; por lo que la madre, que temía parecer vieja, abandonó la región donde todo el mundo la conocía, y envió a su hija Aurore al campo, porque no quería que se supiera que tenía una hija tan mayor. Conservó con ella a la más joven; se fue a otra ciudad, y le decía a todo el mundo que Aimée sólo tenía diez años y que la había tenido antes de los quince. No obstante, como temía que su engaño fuera descubierto, envió a Aurore a una región lejana, y el que la conducía la abandonó en un gran bosque en el que se había quedado dormida mientras descansaba. Cuando Aurore despertó, y se vio sola en el bosque, se puso a llorar. Era casi de noche, se levantó e intentó salir del bosque; pero en lugar de encontrar su camino, se extravió aún más. Por fin, vio a lo lejos una luz y tras dirigirse hacia ella, encontró una casita. Aurore llamó a la puerta; una pastora le abrió y le preguntó qué quería.

-Mi buena señora, -le dijo Aurore- le ruego por caridad que me permita dormir en su casa, pues si permanezco en el bosque, seré devorada por los lobos.

-Con mucho gusto, hermosa joven, -le respondió la pastora-pero dígame, ¿cómo es que se encuentra en el bosque tan tarde?

Entonces Aurore le contó su historia y le dijo:

-¡Qué desgraciada soy por tener una madre tan cruel! ¡Más me habría valido morir al venir al mundo, en lugar de vivir para ser maltratada de esta forma! ¿Qué le he hecho al buen Dios para ser tan desgraciada?

-Mi querida niña, -replicó la pastora-; no hay que murmurar nunca contra Dios. Él es todopoderoso, sabio, la ama y debe estar convencida de que sólo ha permitido su desgracia para su bien. Confíe en Él, y métase bien en la cabeza que Dios protege a los buenos, y que las cosas desagradables que les suceden no son desgracias: permanezca aquí conmigo, yo le serviré de madre y la amaré como a una hija.

Aurore aceptó la propuesta. Al día siguiente, la pastora le dijo:

-Voy a darle un pequeño rebaño para que lo cuide; pero temo que se aburra, mi querida hija, así que coja una rueca y póngase a hilar, eso la entretendrá.

-Madre, -respondió Aurore- yo soy una chica de buena familia, por lo tanto no sé trabajar.

-Entonces coja un libro, -le dijo la pastora.

-No me gusta la lectura, -le contestó Aurore ruborizándose.

Y es que se sentía avergonzada de confesarle al hada que no sabía leer como es debido. Pero no tuvo más remedio que confesar la verdad; le dijo a la pastora que cuando era pequeña no había querido aprender a leer y que cuando se hizo mayor no había tenido tiempo.

-Entonces tenía muchas cosas que hacer -dijo la pastora.

-Sí, madre, -contestó Aurore-. Todas las mañanas iba a pasear con mis amigas; después del almuerzo me peinaba; por la tarde asistía a reuniones, iba a la ópera, al teatro, y por la noche al baile.

-Sí, realmente tenía muchas ocupaciones, -dijo la pastora- y sin duda no se aburría.

-Le pido perdón, madre, -contestó Aurore-. Cuando estaba un cuarto de hora sola, lo que me ocurría a veces, me aburría soberanamente; pero cuando íbamos al campo era aún peor y pasaba el día peinándome y despeinándome para distraerme.

-Entonces, ¿no se sentía feliz en el campo? -dijo la pastora.

-Tampoco lo era en la ciudad, -contestó Aurore-. Si jugaba, perdía mi dinero; si estaba en una reunión, veía a mis compañeras mejor vestidas que yo y eso me disgustaba mucho; si iba al baile, sólo me preocupaba de buscarle defectos a las que bailaban mejor que yo; en fin, que no he pasado ni un solo día sin tener disgustos.

-No se queje, pues, a la Providencia -le dijo la pastora-; al traerla a esta soledad, le ha quitado más disgustos que placeres; pero eso no es todo. En el futuro habría sido más desgraciada aún, pues no se es siempre joven: el tiempo del baile y del teatro pasa; cuando una envejece y quiere seguir asistiendo a las reuniones, los más jóvenes se burlan; además ya no puede bailar, ya no se atreve a peinarse, por lo tanto se aburre absolutamente y es muy desgraciada.

-Pero, mi buena madre, -dijo Aurore- una no puede estar sola, el día se hace largo como un año cuando no se tiene compañía.

-Perdón, mi querida hija -contestó la pastora-; yo estoy sola aquí pero los años me parecen cortos como días; si quiere, yo le enseñaré el secreto para no aburrirse jamás.

-Me parece muy bien -dijo Aurore; -ordéneme cuanto considere oportuno, yo estoy dispuesta a obedecer.

La pastora, aprovechando la buena disposición de Aurore, le escribió en un papel todo lo que debía hacer. La jornada estaba dividida entre la oración, la lectura, el trabajo y el paseo. En aquel bosque no había reloj, y Aurore no sabía qué hora era, pero la pastora conocía la hora por la posición del sol; ésta le dijo a Aurore que fuera a almorzar.