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Anatole France
Francia: 1844-1924

 

La isla de los pingüinos

 

PROLOGO

 


A pesar de la diversidad aparente de ocupaciones que me solicitan, mi vida sólo tiene un objeto, la consagro a la realización de un propósito magnifico: escribir la Historia de los pingüinos, en la cual trabajo asiduamente sin desfallecer nunca si tropiezo con dificultades que alguna vez parecen invencibles.

Hice excavaciones para descubrir los monumentos de ese pueblo sepultados en la tierra. Los primeros libros de los hombres fueron piedras, y estudié las piedras que se pueden considerar como los anales primitivos de los pingüinos. A orillas del Océano escudriñé tumbas que no habían sido aún violadas, y encontré, según costumbre, hachas de pedernal, espadas de bronce, dinero romano y una moneda con la efigie de Luis Felipe, rey de los franceses en 1840.

Para los tiempos históricos, la Crónica de Johannes Talpa, monje del monasterio de Beargarden, fue mi guía segura, y me abrevé tanto más a esta fuente cuanto que no es posible hallar otra en justificación de la historia pingüina durante la Edad Media.

Pero a partir del siglo XIII contamos con mayor abundancia de documentos, aunque no sean más afortunadas nuestras investigaciones. Resulta difícil escribir la Historia; nunca se averigua con certeza de qué modo tuvieron lugar los sucesos, y las incertidumbres del historiador aumentan con la abundancia de documentos. Cuando un hecho es conocido por una referencia única, lo admitimos sin vacilación; pero empiezan las perplejidades al ofrecerse varios testimonios del mismo suceso, pues no suele haber manera de armonizar las contradicciones evidentes.

Hay fundamentos científicos bastante poderosos para decidirnos a preferir tales referencias y a desechar tales otras, aunque nunca lo sean bastante para avasallar nuestras pasiones, prejuicios e intereses y vencer la ligereza de la opinión común a todos los hombres graves. Por este motivo presentamos constantemente los hechos en una forma interesada y frívola.

Referí a varios sabios arqueólogos y paleógrafos de mi país y de países extranjeros las dificultades en que tropezaba mi propósito al querer escribir una historia de los pingüinos, y su indiferencia, rayana en desprecio, me anonadó. Me oían sonrientes y compasivos, como si quisieran decirme: «Pero ¿acaso escribimos historia nosotros? ¿Acaso nos importa deducir de un escrito, de un documento, la menor parcela de vida o de verdad? Limítase nuestra misión a publicar nuestros hallazgos pura y simplemente, letra por letra. La exactitud de la copia nos preocupa y nos enorgullece. La letra es lo único apreciable y definido: el espíritu no lo es. Las ideas no son más que fantasías. Para escribir historia se recurre a la vana imaginación».

Algo así me insinuaban los ojos y la sonrisa de los sabios paleógrafos, y sus opiniones me desanimaron profundamente. Un día, después de conversar con un sigilógrafo eminente, y cuando me hallaba mucho más desconcertado que de costumbre, se me ocurrió esta reflexión: «Digan lo que digan, existen historiadores; la especie no ha desaparecido por completo; en la Academia de Ciencias Morales se conservan cinco o seis que no se limitan a copiar textos; escriben historias, y no me dirán que sólo una vana imaginación puede consagrarse a este género de trabajo».

Me animé con semejante idea, y al día siguiente fui a casa de uno de ellos, anciano sutil.

—Vengo, señor mío —le dije—, a solicitar un consejo de su experiencia. Me propongo escribir historia y no consigo documentarla.

Encogióse de hombros y respondió: —¿Por qué se preocupa de buscar documentos para componer su historia y no copia la más conocida, como es costumbre? Si ofrece usted un punto de vista nuevo, una idea original, si presenta hombres y sucesos a una luz desconocida, sorprenderá usted al lector, y al lector no le agradan las sorpresas, busca sólo en la Historia las tonterías que ya conoce. Si trata usted de instruirle, sólo conseguirá humillarle y desagradarle; si contradice usted sus engaños, dirá que insulta sus creencias.

Los historiadores se copian los unos a los otros, con lo cual se ahorran molestias y evitan que los motejen por soberbios. Imítelos y no sea usted original. Un historiador original inspira siempre desconfianza, el desprecio y el hastío de los lectores. ¿Supone usted que yo me vería honrado y enaltecido como lo estoy, si en mis libros de historia hubiera dicho algo nuevo? Y ¿qué son las novedades? ¡Impertinencias!

Levantóse. Agradecido a sus bondades me despedí, y él insistió:

—Me permito darle un consejo. Si quiere usted que su obra sea bien acogida, no pierda ninguna ocasión de alabar las virtudes que sirven de sostén a las sociedades, el respeto a las riquezas y los sentimientos piadosos, principalmente la resignación del pobre, que afianza el equilibrio social. Asegure que los orígenes de la propiedad, de la nobleza, de la gendarmería, sean tratados en su historia con todo el respeto que merecen semejantes instituciones; propale que se halla dispuesto a tomar en consideración lo sobrenatural cuando convenga, y así conseguirá el beneplácito de las personas decentes.

Medité sus juiciosas observaciones y las atendí cuanto me fue posible.

No me incumbe tratar de los pingüinos antes de su metamorfosis. Empiezan sólo a interesarme cuando, al salir de la Zoología, entran en la Historia y en la Teología. Sin dudar que fueron pingüinos los transformados en seres humanos por San Mael, conviene esclarecer este punto. En las circunstancias actuales pudiera el nombre inducir a confusiones.

Llamamos «pingüino» a un ave de las regiones árticas, perteneciente a la familia de los alcidios, y «manco», al tipo de los esfeniscidios, habitante de los mares antárticos. Los distingue de este modo, por ejemplo, el señor Lecointe, cuando relata el viaje de La Bélgica: «Entre todas las aves que pueblan el estrecho de Gerlache —dice—, los “mancos” resultan las más interesantes. Con frecuencia los llaman, impropiamente, los “pingüinos” del Sur…». El doctor J. B. Charcot le contradice y afirma que los verdaderos y únicos pingüinos son esas aves del Antártico llamadas «mancos», y aduce, como fundamento de su opinión, que recibieron de los holandeses llegados en 1598 al cabo de Magallanes el nombre de «pingüinos», probablemente por su grasienta gordura. Pero si los «mancos» reciben el nombre de «pingüinos», ¿cómo se llamarán los pingüinos en adelante? Nada le preocupa esto al doctor J. B. Charcot.

De todos modos, ya recobre para ellos ese nombre o lo usurpe, le concederemos que los mancos se llaman pingüinos. Al describirlos adquirió el derecho de bautizarlos, pero ha de tolerar que los pingüinos septentrionales continúen siendo pingüinos. Habrá pingüinos del Sur y pingüinos del Norte, los antárticos y los árticos, los alcidios o auténticos pingüinos y los esfeniscidios o antiguos «mancos». Tal vez sea un inconveniente para los ornitólogos preocupados en describir y clasificar los palmípedos, que se preguntarán si es oportuno conceder el mismo nombre a dos familias que viven en polos distintos y que se diferencian de varios modos: en el pico, los alones y las patas; pero yo acepto esa confusión y me acomodo a ella sin dificultad. Entre mis pingüinos y los de J. B.

Charcot, por muchos que sean los caracteres que los distinguen, son muchos más los que determinan una semejanza notable y profunda. Unos y otros se caracterizan por su aspecto serio y plácido, por su dignidad cómica, por su familiaridad atractiva, por su bondad solapada y por sus movimientos a la vez torpes y solemnes; unos y otros son pacíficos, les encantan los discursos, les atraen los espectáculos, les interesan los negocios públicos y les preocupa la jerarquía.

Mis hiperbóreos, a decir verdad, no tienen alones escamosos, pero los tienen cubiertos de cortas plumas; aun cuando sus patas son menos traseras que las de los meridionales, andan como ellos, con el busto arrogante, la cabeza erguida, y contonean el cuerpo, que rebosa dignidad. Estos caracteres y su pico sublime determinaron el error del apóstol, que los creyó seres humanos.

El presente libro pertenece, lo reconozco, al género de la historia vieja, la que ofrece una sucesión de hechos cuyo recuerdo se ha conservado, y procura indicar en lo posible los efectos y las causas, lo cual es más arte que ciencia. Se dice que tal manera de historiar no satisface a los espíritus ansiosos de exactitud, y que la vieja Clío es al presente reputada como una chismosa. No dudo que se pueda trazar en lo por venir una historia verdadera de las condiciones de la vida para enseñarnos lo que tal pueblo, en tal época, produjo y consumió en todas las formas de su actividad. Esa historia será no un arte, sino una ciencia, y ofrecerá la exactitud que al historiador más avisado le falta, pero es imposible trazarla sin acudir a una multitud de estadísticas de las cuales aún carecen todos los pueblos, y, sobre todo, el de los pingüinos. Acaso las naciones modernas procuren algún día elementos para esa historia, pero en cuanto se refiere a la Humanidad fenecida, será forzoso contentarse con historias al modo antiguo. El interés de semejantes producciones depende sólo de la perspicacia y de la honradez del narrador.

Como dijo un famoso escritor de Alca, la vida de un pueblo es un tejido de crímenes, de miseria y de locuras. Ocurre, lo mismo en la Pingüinia que en las demás naciones, por lo cual su historia ofrece puntos admirables que imagino haber aclarado bien.

Los pingüinos se conservaron belicosos durante mucho tiempo. Uno de sus conciudadanos, Jacobo el Filósofo, ha trazado su carácter en un cuadrito de costumbres que voy a reproducir y que sin duda será del gusto de mis lectores.

«El sabio Graciano recorría la Pingüinia en tiempo de los últimos dracónidas. Cierto día cruzaba un fértil valle, donde los cencerros de las vacas resonaban en la quietud del aire puro, y se detuvo a descansar en un banco, al pie de una encina, cerca de una cabaña. En el quicio de la puerta, una mujer daba de mamar a un niño; un mozalbete jugueteaba con un perrazo, y un anciano, ciego, sentado al sol, con los labios entreabiertos, bebía la luz.

El dueño de la casa, hombre joven y robusto, ofreció a Graciano pan y leche.

Después de tomar aquel refrigerio, dijo el filósofo marsuino:

—Amables habitantes de un bello país, agradezco vuestra delicadeza. Todo aquí respira gozo, concordia y paz.

En aquel momento pasó un pastor que tocaba la dulzaina.

—Es una música heroica —opinó Graciano.

—Es el himno de guerra contra los marsuinos —respondió el labriego—. Todos lo cantamos. Los niños lo aprenden antes de hablar. Somos buenos pingüinos.

—¿Odian a los marsuinos?

—¡A muerte!

—Y ¿por qué razón los odiáis a muerte?

—¿No son los vecinos más próximos?

—Ciertamente.

—Pues bien: ¡por eso los pingüinos odian a los marsuinos!

—¿Es una razón?

—¡Claro que sí! Quien dice vecinos dice enemigos. Mira el campo lindante con mi propiedad; es del hombre a quien más odio en el mundo. Mis mayores enemigos, después de él, son los habitantes del pueblo próximo, que arraiga en la otra vertiente del valle al pie de un bosque de álamos blancos. En el angosto valle hundido entre montañas no hay más que dos pueblos, y son enemigos. Cada vez que nuestros mozalbetes encuentran a los otros se cruzan insultos y porrazos. ¡Cómo es posible que los pingüinos no sean enemigos de los marsuinos! ¿Ignoras lo que significa el patriotismo? Constantemente asoman dos gritos a mis labios: “¡Vivan los pingüinos!” “¡Mueran los marsuinos!”».

 

* * *


Por espacio de trece siglos los pingüinos pelearon contra todos los pueblos del mundo; su ardor fue constante y varia su fortuna. Luego, durante algunos años, cambiaron de opinión y abogaban por la paz con el mismo convencimiento que antes por la guerra. Sus generales acomodáronse perfectamente a la nueva situación, y todo el ejército, jefes y oficiales, sargentos y soldados, reclutas y veteranos, aceptó gustoso la tranquilidad reinante; pero los escritorzuelos, los ratones de biblioteca y demás bicharracos impotentes lo lamentaban desconsolados.

El mismo Jacobo el Filósofo compuso una especie de relato moral, en el que, al ofrecer de una manera cómica y contundente las varias acciones de los hombres, intercaló episodios de la historia de su país. Algunos personajes le preguntaron por qué razón había escrito aquello y qué provecho reportaría su obra a la patria.

—Uno muy considerable —respondió el filósofo—. Cuando vean sus actos al desnudo, sin el manto de seducciones lisonjeras que los revestían, los pingüinos los juzgarán serenamente, y acaso, en adelante, mejoren de condición.

Hubiera sido mi gusto no prescindir en esta historia de nada que pueda interesar a los artistas, los cuales encontrarán un estudio acerca de la pintura pingüina en la Edad Media, y, si bien dicho estudio es menos completo de lo que yo deseaba, no ha sido ciertamente por culpa mía, corno podrán comprender los que lean este prólogo hasta el fin.

En junio del año pasado tuve la ocurrencia de consultar acerca de los orígenes y progresos del arte pingüino con el malogrado Fulgencio Tapir, el sabio autor de los Anales universales de la Pintura, de la Escultura y de la Arquitectura…

En su despacho se me apareció entre montones de papeles y folletos como un hombrecillo maravillosamente miope, cuyos ojos parpadeaban sin cesar bajo las gafas de oro.

Su nariz alargada, movible, con un tacto exquisito, suplía las funciones de la vista y exploraba el mundo sensible. Fulgencio Tapir usaba ese órgano para el estudio de las bellezas artísticas. En Francia es cosa corriente que los críticos musicales sean sordos y los de arte ciegos, lo cual les permite un recogimiento indispensable para el desarrollo de las ideas estéticas. ¿Supondrán ustedes que con ojos hábiles para percibir las formas y los colores en que se envuelve la misteriosa Naturaleza le hubiera sido posible a Fulgencio Tapir elevarse sobre una montaña de documentos impresos y manuscritos hasta la cumbre del espiritualismo doctrinario, para concebir la teoría poderosa que hace converger las artes de todos los países y de todas las épocas en un sitial académico, su objetivo único?

El suelo y las paredes, ¡hasta el techo!, hallábanse invadidos por carpetas rebosantes, legajos abultados, cajas donde se oprimían papeletas innumerables. Yo contemplaba, poseído de admiración y espanto, aquellas cataratas de erudición a punto de surgir y desbordarse.

—Maestro —dije con la voz emocionada—, recurro a su bondad y a su deber, ambos inagotables. ¿Tendría usted algún inconveniente en guiar mis arduas investigaciones acerca de los orígenes del arte pingüino?

—Caballero —me respondió—, poseo todo el arte, ¿comprende?, todo el arte, dispuesto en papeletas clasificadas alfabéticamente por orden riguroso de materias, y me produciría una verdadera satisfacción poner a su alcance cuanto se refiere a los pingüinos. Ahí tiene una escalera; saque la caja de más arriba y en ella encontrará lo que busca.

Obedecí tembloroso. Al abrir la caja fatal, un torrente de papeletas azules comenzó a escurrirse entre mis dedos y a derramarse como una cascada. Por simpatía, sin duda, y al mismo tiempo, abriéronse las cajas próximas y comenzaron a llover papeletas rosas, verdes y blancas… Unas tras otras reventaron las carpetas, y un diluvio de colores invadió aquel espacio. Al posarse apiñadas en el suelo formaron alfombra que subía y engrosaba por instantes. Hundido hasta las rodillas, Fulgencio Tapir, con las narices alerta, observaba el cataclismo. Al descubrir la causa ocasional, no pudo por menos de palidecer espantado.

—¡Cuánto arte! —dijo en tono lastimero.

Lo llamé; quise llevarlo hasta la escalera, donde podría ponerse a salvo de la inundación; pero todo fue inútil. Había perdido su casquete de terciopelo y sus gafas de oro, y abrumado, exasperado, humillado, luchaba inútilmente por salir de aquella charca de erudición que le cubría ya los hombros. Luego se alzó un remolino de papel. Durante un segundo vi el cráneo reluciente y las manecitas gordinflonas del sabio que se agitaban para defenderse. ¡Imposible ya! Cerróse de pronto el abismo, siguió el diluvio y reinó al fin sobre aquella tumba de papeletas el silencio y la inmovilidad.

Rompí el cristal más alto de la ventana, y gracias a esto pude salvarme.

 

LIBRO PRIMERO LOS ORÍGENES

 

 

I. VIDA DE SAN MAEL

 

 

Mael, descendiente de una familia regia de Cambray, entró a los nueve años en la abadía de Yvern, adonde lo llevaron para que se instruyera en las letras sagradas y profanas. A la edad de catorce años renunció a su herencia y se consagró al Señor.

Distribuía sus horas conforme a la regla, entre los cánticos religiosos, el estudio de la gramática y la meditación de las verdades eternas.

Un perfume celeste reveló a los monjes las virtudes que adornaban a Mael, y cuando el bienaventurado Gal, abad de Yvern, pasó a mejor vida, el joven le sucedió en el gobierno del monasterio. Fundó una escuela, un hospital, una hospedería, una fragua, talleres de todas clases, astilleros para la construcción de navíos y obligó a los monjas a cultivar los eriales. También él trabajaba en el jardín de la abadía y en los talleres, instruía a los novicios, y su vida se deslizaba plácidamente como un río que refleja el cielo y fecunda los campos.

Al atardecer acostumbraba este siervo de Dios a sentarse en el acantilado, y aquel sitio aún se llama «la silla de San Mael». A sus pies, las rocas, semejantes a dragones negros, cubiertas de algas verdosas y de ovas leonadas, ofrecían a la espuma de las olas sus pechos monstruosos. Contemplaba el sol mientras se hundía en el Océano como una hostia enrojecida, cuya sangre gloriosa cubriese de púrpura las nubes del cielo y las crestas de las olas, y al santo varón se le presentaban como la imagen del misterio de la Cruz, por el cual la sangre divina ha ennoblecido la Tierra. A lo lejos, una línea oscura indicaba las playas de la isla de Gad, donde Santa Brígida, a quien San Malo impuso el velo, regia un convento de monjas.

Enterada Santa Brígida de los méritos del venerable Mael, envióle a pedir, para estimarla como un rico presente, alguna obra de sus manos. Mael fundió una campanita de bronce, y cuando la tuvo acabada la bendijo y la tiró al mar. La campana fue agitándose y sonando hasta las playas de Gad, donde Santa Brígida, advertida por las vibraciones del bronce entre las olas, salió a buscarla con recogimiento, y, acompañada por las monjas, la llevó en solemne procesión hasta la capilla del monasterio.

Así, el santo varón aumentaba de día en día sus virtudes. Llevaba ya recorridos dos tercios de la senda de la vida y esperaba plácidamente el fin de su existencia terrenal entre sus hermanos espirituales, cuando le fue revelado que la sabiduría divina lo dispuso de otra manera y que el Señor le destinaba a trabajos menos tranquilos, pero no menos meritorios.

 

 

II. VOCACIÓN APOSTÓLICA DE SAN MAEL

 

 

Una tarde iba de paseo por la orilla de una ensenada solitaria. Llegó, abstraído en sus meditaciones, hasta el extremo donde las rocas, en lucha con el mar, forman un escabroso dique, y vio una piedra cóncava que flotaba como una barca sobre las aguas.

En receptáculos semejantes había ido San Guirec, el venerable San Colombán y otros tantos monjes de Escocia y de Irlanda a evangelizar la Armórica. Precisamente, Santa Avoye, llegada de Inglaterra, acababa de cruzar el río Auray metida en un mortero de granito rosa, en el cual, más adelante, meterán a los niños para fortalecerlos. San Vouga cruzaba de Hibernia a Cornouailles sobre una roca, cuyos fragmentos, conservados en Penmarch, curarán las fiebres a los peregrinos que apoyen en ellos la cabeza. San Samsor llegaba a la bahía del monte de San Miguel en una pila de granito; que será Ilamada con el tiempo la taza de San Samsor. Por esto, al ver flotar aquella piedras cóncava, el santo varón de Mael comprendió que el Señor le destinaba al apostolado de los paganos que poblaban todavía las playas de las islas de los bretones.

Entregó su báculo de fresno al monje Budoc para investirle como superior de la abadía. Luego, provisto de un pan, de un barril de agua potable y de un ejemplar de los Santos Evangelios, metióse en la piedra cóncava, que lo condujo suavemente hasta la isla de Hoedic, de continuo azotada por los huracanes. Las miserables gentes que vivían allí pescaban en las hendiduras de las rocas y cultivaban a fuerza de trabajo sus legumbres en huertas arenosas protegidas por vallas, tapias de piedra tosca y setos de tamarindo. Una magnífica higuera, que arraigaba en una hondonada de la isla, extendía horizontalmente sus largas ramas protectoras y era adorada por los habitantes.

El santo varón Mael les dijo:

—Adoráis este árbol por su hermosura, lo cual me induce a suponer que la belleza os agrada. Yo vengo a revelaros la belleza oculta.

Y les enseñó el Evangelio. Después de haberlos instruido en las santas verdades, los bautizó.

Las islas de Morbihan eran más numerosas que hoy en aquel tiempo. Desde entonces hundiéronse muchas en el mar. San Mael evangelizó sesenta.

Luego, en su barca de granito, remontóse por el río Auray, y, después de navegar tres horas, desembarcó ante una casa romana. Salía del tejado una tenue columna de humo. El santo varón traspuso el umbral, donde un mosaico representaba un perro en actitud amenazadora.

Fue acogido por un matrimonio anciano, Marco Combabeo y Valeria Moerens, que vivían del producto de sus tierras. Rodeaba el patio central un pórtico, cuyas columnas estaban pintadas de rojo desde la base hasta la mitad de su altura. Una fuente de conchas marinas se apoyaba en la pared, y bajo el pórtico alzábase un altar con hornacina, donde el dueño de la casa había puesto varios idolillos de tierra cocida blanqueados con lechada de cal. Unos representaban niños alados; otros, a Apolo o a Mercurio, y otros, mujeres desnudas en actitud de recogerse el pelo. Pero el santo varón, Mael descubrió entre aquellas figuras la hermosa imagen de una madre que tenía un niño sobre sus rodillas, y al punto dijo:

—Esta es la Virgen, Madre de Dios. El poeta Virgilio la anunció, antes de que hubiese nacido, al cantar con voz angélica Jam redit et virgo. Y se hicieron de Ella, entre los gentiles, figuras proféticas, como la que tu colocaste, ¡oh Marco!, en este altar.

Sin duda, protegió sus modestos lares. Así, los que observan estrictamente la ley natural se preparan para el conocimiento de las verdades reveladas.

Marco Combabeo y Valeria Moerens, instruidos por este discurso, se convirtieron a la fe cristiana, y fueron bautizados por su joven liberta Caelia Avitella, a la que amaban tanto como a la luz de sus ojos. Todos sus colonos renunciaron al paganismo aquel día.

Marco Combabeo, Valeria Moerens y Caelia Avitella vivieron desde entonces virtuosamente, murieron en gracia de Dios y fueron incluidos en el canon de los santos.

Durante treinta y siete años, el bienaventurado Mael evangelizó a los paganos de tierra adentro.

Mandó construir doscientas dieciocho capillas y setenta y cuatro abadías.

Pero un día, mientras predicaba el Evangelio en la ciudad de Vannes, tuvo noticia de que los monjes de Yvern habían relajado en su ausencia las reglas del santo fundador, y con la ternura de la clueca que recoge sus polluelos, volvió hacia sus hijos descarriados. Cumplía entonces los noventa y siete años de edad. Su cuerpo se había encorvado, pero sus brazos manteníanse robustos y sus palabras fluían abundantes, como en invierno cae la nieve sobra los hondos valles.

El abad Budoc devolvió a San Mael su báculo de fresno y le informó del estado lamentable en que se hallaba la abadía. Los monjes habían disputado acerca de la fecha en que debe celebrarse la Pascua; decidiéronse unos por el calendario romano y otros por el calendario griego. Los horrores de un cisma cronológico desgarraban el monasterio.

Hubo, además, otra causa de desórdenes. Las religiosas de la isla de Sad, tristemente olvidadas de sus virtudes primitivas, a cada instante desembarcaban en la costa de Yvern. Los monjes las instalaban en la hospedería, lo cual daba lugar a escándalos y era un motivo de desolación para las almas piadosas.

Al acabar su fiel información, el abad Budoc pronunció estas palabras:

—Desde que se presentaron las monjitas, nuestros monjes perdieron la inocencia y el reposo.

—No lo dudo —respondió el bienaventurado Mael, porque la mujer es un cepo mañosamente construido: basta olerla para quedar prisionero. ¡Ay! La atracción deliciosa de estas criaturas se ejerce de lejos más poderosamente aún que de cerca.

»Provocan tanto más el deseo cuanto menos lo satisfacen. Bien lo expresan estos versos de un poeta, dirigidos a una de ellas:

 

Te huyo por no rendirte mi albedrío,

y cuanto más me aparto más te ansío.

 

Así vemos que las dulzuras del amor carnal son más tiranas para los solitarios y para los monjes que para los hombres que viven en el siglo. El demonio de la lujuria me ha tentado en varias formas durante mi vida, y las más rudas tentaciones no me las produjo la presencia de una mujer, ni aun la más hermosa y perfumada: me las produjo la imagen de una mujer ausente. Ahora mismo, bajo el peso de la edad y próximo a cumplir noventa y ocho años, con frecuencia el Enemigo me induce a pecar contra la castidad, por lo menos con el pensamiento. De noche, cuando tengo frío en la cama y crujen sordamente mis huesos helados, oigo voces que recitan el segundo versículo del tercer libro de los Reyes: ¡Dixerunt ergo servi sui!. Quaeramus domino nostro regi adolescentulam virginem, et stet coram rege et foveat cum, dormiatque in sinu suo, et calefaciat dominum nostrum regem.

«Y el diablo me presenta una mujercita en capullo, que me dice:

—Soy tu Abisag, soy tu Sulamita. ¡Oh dueño mío! Déjame lugar en tu lecho.

—Creedme —añadió el anciano—: sólo con una protección especial del Cielo puede un monje guardar su castidad de pensamiento y de obra».

Aplicóse inmediatamente a restaurar la inocencia y la paz en el monasterio, rectificó el calendario según los datos de la Cronología y de la Astronomía y obligó a todos los monjes a que lo aceptaran; devolvió al monasterio de Santa Brígida las monjas pecadoras, pero no las arrojó brutalmente de la abadía; las condujo, entre salmos y letanías, hasta el navío que debía llevarlas.

—Respetemos en ellas —decía— las hijas de Brígida y las esposas del Señor. Librémonos de imitar a los fariseos, que ostentaban su desprecio por las pecadoras. Hay que humillar a esas mujeres en su pecado, pero no en su persona, y procurar que se avergüencen de lo que hicieron y no de lo que son, porque son criaturas de Dios.

Y el santo varón exhortaba a sus monjes para que observaran fielmente la regla.

—Cuando la barca se resiste a obedecer al timón —les dijo—, el escollo la impone obediencia.

 

 

III. LA TENTACIÓN DE SAN MAEL

 

 

Apenas el bienaventurado Mael acababa de restaurar el orden en su abadía, supo que los habitantes de la isla Hoedic, sus primeros catecúmenos y entre todos los más gratos a su corazón, hallábanse de nuevo dominados por el paganismo y colgaban coronas de flores y cintas de lana en los brazos de la higuera sagrada.

El marinero portador de tan dolorosa noticia temía que aquellos hombres descarriados pudieran en cualquier momento destruir la capilla alzada en la costa de la isla, y el santo varón se dispuso a visitar inmediatamente a los infieles para impedir que realizasen violencias sacrílegas y para restaurar su fe.

Al dirigirse hacia la ensenada donde quedó su barca de piedra, volvió los ojos hacia los astilleros por él establecidos treinta años antes en la bahía para la construcción de navíos, donde a tales horas atronaban los martillazos y el chirriar de las sierras.

El diablo, siempre infatigable, salió de los astilleros, acercóse al santo varón bajo la figura de un monje llamado Samson, y le tentó con estas palabras:

—Padre mío, los habitantes de la isla Hoedic pecan sin cesar. A cada momento se alejan de Dios.

Ya están a punto de destruir la capilla que alzaron vuestras manos venerables en la costa de la isla. El remedio urge. Comprenderéis que vuestra barca de piedra os conduciría con mayor rapidez si estuviese aparejada, provista de un timón, de un mástil y de una vela. Entonces el viento la empujaría. Vuestras brazos aún son robustos para gobernar una barca.

Tampoco fuera inoportuno ponerle una proa cortante. Supongo que se os habrá ocurrido, antes que a mí, todo esto.

—Sí, ciertamente urge el remedio —respondió el santo varón—; pero hacer lo que acabáis de decirme, ¿no sería obrar como los hombres de poca fe que desconfían del Señor? ¿No sería un desprecio de la gracia con que me favorece Aquel que me envió la barca de piedra sin timón ni velamen?

A estas preguntas, el diablo, que es un buen teólogo, respondió con esta otra.

—Padre mío, ¿es laudable aguardar con los brazos cruzados la ayuda del Cielo y pedírselo todo al que todo lo puede? ¿No es más meritorio esforzarse con prudencia humana y valerse cada uno a sí mismo?

—No, ciertamente —respondió el anciano Mael—. Confiarlo todo a la prudencia humana sería ofender a Dios.

—A pesar de todo —repuso el diablo—, ¿no es prudente aparejar la barca?

—Sería prudente si no hubiera otro modo de llegar al fin. —¡Eh! ¡Eh! ¿Luego confiáis mucho en la velocidad de vuestra barca de piedra?

—Depende sólo de la voluntad de Dios.

—Va tan despacio como la mula de Budoc. Es una verdadera carraca. ¿Os ha prohibido Dios que la pongáis en condiciones de avanzar de prisa?

—Hijo mío, vuestras razones son claras y de sobra convincentes. Pero reflexionad que la barca de piedra es milagrosa.

—Sin duda, padre mío. Una mole de granito que flota en el agua como un pedazo de corcho, es una barca milagrosa. ¿Qué deducís?

—Mi apuro es tremendo para contestaros. ¿Conviene perfeccionar por medios humanos y naturales una máquina milagrosa?

—Padre mío, si tuvierais la desgracia de perder el pie derecho y Dios lo rehiciera, ¿sería milagroso el nuevo pie?

—Sin duda, hijo mío. —¿Lo calzaríais con el zapato?

—Seguramente.

—Pues bien: si creéis que se puede calzar con un zapato natural un pie milagroso, debéis creer igualmente que se pueden poner aparejos naturales a una embarcación milagrosa. Esto es clarísimo. ¡Ay! ¿Por qué los más santos varones han de tener sus horas de incertidumbre y decaimiento? Sois el más ilustre apóstol de la Bretaña, podríais realizar obras dignas de alabanzas eternas…; ¡pero la inteligencia es tarda y la mano perezosa! Adiós, padre mío. Viajad tranquilamente, y cuando al fin de muchas jornadas lleguéis a las costas de Hoedic, veréis humear las ruinas de la capilla levantada y consagrada por vuestras manos. Los paganos la habrán incendiado, y el diácono que allí dejasteis habrá sido puesto en la parrilla como una chuleta.

—Mi turbación es grande —dijo el siervo de Dios, mientras se enjugaba con una manga el sudor de su frente—. Pero advertid, hijo mío, que no es una empresa fácil aparejar la barca de piedra. ¿No es posible que al emprender tal obra perdamos tiempo en vez de ganarlo?

—¡Ah, padre mío! —exclamó el diablo—, en un abrir y cerrar de ojos la cosa está hecha. Encontraremos los aparejos necesarios en el astillero que años atrás fundasteis en esta costa y en los almacenes abundantemente provistos por vuestros cuidados.

Yo mismo colocaré la quilla y el timón. Antes de ser fraile fui marinero y carpintero. Tuve también otros varios oficios. ¡Manos a la obra!

Y condujo al santo varón hasta un cobertizo próximo donde abundaban toda clase de aparejos de mar.

—Aquí tenéis lo que os hace falta, padre mío.

Púsole sobre los hombros la vela y el mástil, cargó con la proa, el timón y un saco lleno de herramientas de carpintería, y se dirigió hacia la costa en compañía del santo varón encorvado, sudoroso y jadeante bajo el peso de la madera y del lienzo.

 

 

IV. NAVEGACIÓN DE SAN MAEL SOBRE EL OCÉANO DE HIELO

 

 

Con el hábito recogido hasta los sobacos, el diablo arrastró la barca de piedra sobre la arena y la dejó aparejada en menos de una hora.

Así que se hubo embarcado el santo varón, la barca de piedra, con todas las velas desplegadas, tomó tal velocidad que a los pocos momentos había perdido de vista la costa. El anciano empuñaba el timón deseoso de correrse al Sur para doblar el cabo Lands End, pero una corriente irresistible lo arrastraba al Sudoeste.

Bordeó la costa meridional de Irlanda y giró bruscamente hacia el Septentrión. Al atardecer aumentó el viento. En vano Mael quiso recoger velas: la barca de piedra corría desatentada hacia mares fabulosos.

A la claridad de la luna, las rollizas sirenas del Norte, con cabelleras de color de cáñamo, mostraron en torno de Mael sus pechos alabastrinos y sus caderas sonrosadas, y azotaron con sus colas de esmeralda las aguas espumosas, mientras cantaban a coro:

 

¿Adónde corres, Mael,

desatentado en tu barca,

ya sin timón que la guíe

y con las velas hinchadas,

como los pechos de Juno

al brotar de la vía láctea?


Un momento le persiguieron a la luz de las estrellas entre risas armoniosas, pero la barca de piedra corría cien veces más rápida que el navío rojo de un Viking. Y los petreles, sorprendidos en su vuelo, enredábanse las patas en la cabellera del santo varón.

De pronto se alzo una tormenta poblada de sombras y de gemidos, y la barca, impelida por un viento furioso, voló como una gaviota entre la bruma y el oleaje.

Después de una noche que duró tres veces veinticuatro horas, rasgáronse de pronto las tinieblas y el santo varón descubrió en el horizonte una playa más resplandeciente que un diamante. Aquella playa fue aumentando por momentos. A la claridad glacial de un sol inerte y bajo, Mael vio alzarse por encima de las olas una ciudad blanca, de calles silenciosas, la cual, más vasta que Tebas la de las cien puertas, extendía hasta perderse de vista las ruinas de su foro níveo, sus palacios de escarcha, sus arcos de cristal y sus obeliscos irisados.

Cubrían el Océano témpanos flotantes, en torno de los cuales nadaban hombres marinos de ojos claros y ariscos. Leviatán, a su paso, lanzó una columna de agua hasta las nubes.

Entretanto, sobre una mole de hielo que avanzaba a la par de la barca de piedra, hallábase recostada una osa blanca y tenía a su hijuelo entre los brazos. Mael oyóla murmurar suavemente este verso de Virgilio: Incipe parve puer, y, sobrecogido por la tristeza y la turbación, lloró.

El agua de sus provisiones, al congelarse había hecho estallar el barril que la contenía; para calmar su sed, Mael chupaba pedacitos de hielo. Comió su pan empapado en agua salada; los pelos de su barba y de su cabellera quebrábanse como si fueran de cristal; su hábito, recubierto de una capa de hielo, le cortaba las articulaciones a cada movimiento que hacía. Las olas monstruosas lo amenazaron y abrieron profundas fauces sobre su cabeza. Veinte veces se le inundó la barca, y el mar se tragó el libro de los Santos Evangelios que el apóstol guardaba cuidadosamente bajo unas tapas rojas con una cruz de oro.

A los treinta días inicióse la calma, y aconteció que entre un espantoso clamoreo del cielo y de las aguas, una montaña de blancor deslumbrante y de trescientos pies de altura avanzó hacia la barca de piedra. Mael quiso evitar el choque y se agarró al timón, cuya barra se rompió entre su manos. Para disminuir la velocidad acortó la vela, y al asir el cabo, el viento se lo arrebató y el roce le abrasó las manos.

Entonces vio tres demonios con alas de piel negra, provistos de garfios, que, agarrados al aparejo, soplaban para hinchar la vela.

Comprendió que le combatía y le arrastraba el enemigo. Se armó con el signo de la Cruz, y de pronto un viento huracanado, entre lamentos y aullidos, alzó la barca de piedra y le arrancó la proa, el timón, la vela, el mástil.

Así, libre de los diabólicos artefactos, se abandonó a la corriente sobre las aguas tranquilas.

El santo varón arrodillóse, dio gracias al Señor, que le había librado de las garras del demonio, y reconoció sobre la mole de hielo a la osa madre que había murmurado el verso de Virgilio entre los rugidos de la tempestad: oprimía contra su pecho al Hijo y tenía en la mano un libro de tapas rojas con una cruz de oro. Acercóse a la barca de granito, saludó al santo varón con estas palabras: Pax tibi, Mael, y le presentó el libro.

El santo varón reconoció sus Evangelios, y asombrado por lo que veía, entonó un himno al Creador y a la creación.

 

 

V. BAUTISMO DE LOS PINGÜINOS

 

 

Después de navegar abandonado a la corriente durante una hora, el santo varón llegó a una playa estrecha, cerrada por montañas cortadas a pico. Avanzó por la costa durante un día y una noche, junto a las rocas, que formaban una muralla infranqueable. Convencióse al fin de que se hallaba en una isla redonda, en medio de la cual había una montaña coronada de nubes. Respiraba satisfecho la frescura del aire húmedo. La lluvia caía sin cesar, y era una lluvia tan suave que el santo varón dijo:

—Señor, ésta es la isla de las lágrimas, la isla de la contrición.

La playa estaba desierta. Extenuado por la fatiga y el hambre, Mael sentóse a descansar sobre una piedra en cuyas oquedades había huevos amarillos con pintas negras del tamaño de los de cisnes, pero no los tocó, y dijo:

—Las aves son alabanzas vivas de Dios. No quiero que por mi culpa se pierda una sola de tales alabanzas.

Mascó líquenes arrancados de las piedras.

Había dado casi por completo la vuelta a la isla sin encontrar habitantes, cuando llegó a un amplio circo formado por rocas abruptas y rojizas con sonoras cascadas y cuyas cimas azuleaban entre las nubes.

La reverberación de los hielos polares había cegado los ojos del anciano, pero una débil claridad filtrábase aún entre los párpados hinchados. Distinguió bultos animados que se oprimían en filas sobre las rocas, como una muchedumbre humana en la gradería de un anfiteatro, y al mismo tiempo sus oídos, embotados por la ruidosa bravura del mar, percibieron débilmente voces. Creyó hallarse entre hombres que vivían según la ley natural, supuso que el Señor le acercó a ellos para que les revelara la ley divina, y los evangelizó:

Desde un alto pedrusco, en el centro del circo agreste, les dijo:

—Habitantes de esta isla, aunque sois menuditos, más que una muchedumbre de pescadores y de marineros parecéis el senado de una ilustre república. Por vuestra gravedad, por vuestro silencio, vuestra apostura tranquila, formáis sobre estas rocas agrestes una asamblea comparable a los Padres Conscriptos de Roma deliberando en el templo de la Victoria, o más bien aún a los filósofos de Atenas discutiendo en los bancos del Areópago. Probablemente no poseéis ni su ciencia ni su genio, pero acaso a los ojos de Dios resulten más meritorias vuestras virtudes. Adivino que sois bondadosos y prudentes. He recorrido las costas de vuestra isla sin encontrar ninguna imagen del asesinato, ningún signo de crueldad, ni cabezas ni cabelleras de enemigos colgadas de altos mástiles o clavadas a las puertas de los pueblos. Me parece que no tenéis arte ni trabajáis los metales, pero vuestros corazones son puros, vuestras manos inocentes, y la verdad se infiltrará fácilmente en vuestras almas.

Los que Mael juzgaba seres humanos de poca talla y de grave aspecto eran pingüinos reunidos por la primavera y alineados por parejas sobre la gradería natural formada por las rocas. En pie, lucían majestuosamente sus anchos vientres blancos. De cuando en cuando agitaban como brazos sus alones y lanzaban voces pacíficas. No temían a los hombres porque no los conocieron y, por tanto, nunca recibieron sus ofensas. Tenía el anciano monje una ternura que tranquilizaba a los animales más temerosos y que agradó extraordinariamente a los pingüinos, los cuales fijaron en Mael sus ojillos redondos, prolongados en su parte anterior por una manchita blanca y oval que les daba expresión de ojos humanos.

Conmovido por su recogimiento, el santo varón les enseñó los Evangelios.

—Habitantes de esta isla, la luz terrestre que se alza sobre vuestras rocas, es imagen de la luz espiritual que se alza en vuestras almas. Porque yo vengo a traeros la claridad interior, os ofrezco la luz y el calor del alma. De igual modo que se derriten al sol ardiente los hielos de vuestras montañas, se derretirán ante la imagen de Jesucristo los hielos de vuestros corazones.

Así habló el anciano, y como en la Naturaleza siempre la voz provoca la voz, como todo lo que vive a la luz del día se goza respondiendo con un cántico a los cánticos, los pingüinos respondieron al discurso del monje con sonidos de su garganta. Su voz era suave y acariciadora porque la endulzaba el celo amoroso en aquellos días.

Convencido el santo varón de que se hallaba entre un pueblo idólatra, que a su manera y en su lenguaje le prometía adhesión a la fe cristiana, los invitó a recibir el bautismo.

—Supongo —les dijo— que os bañáis con frecuencia, porque los huecos de vuestras rocas están llenos de agua pura, y he visto, al acercarme a vuestra asamblea, a varios de vosotros sumergidos en esas bañeras naturales. La pureza del cuerpo es imagen de la pureza espiritual.

Les enseñó el origen, la naturaleza y los efectos del bautismo.

—El bautismo —les dijo— es Adopción, Renacimiento, Regeneración, Iluminación.

Explicóles sucesivamente cada uno de estos puntos.

Después de bendecir el agua de las cascadas y de recitar los exorcismos, bautizó a aquellas aves durante tres días y tres noches. Echaba sobre cada cabeza una gota de agua pura y pronunciaba las palabras rituales.

 

 

VI. UNA ASAMBLEA EN EL PARAÍSO

 

 

Al saberse en el Paraíso que los pingüinos fueron bautizados, la noticia no alegró ni entristeció a nadie, pero sorprendió mucho a todos. Hasta el Señor quedóse preocupado, y reunió una asamblea de letrados y doctores para consultarles si juzgaban válido aquel bautizo.

—Es nulo —dijo San Patricio.

—¿Por qué ha de ser nulo? —preguntó San Galo, que haba evangelizado a los cornubios y educado al santo varón Mael en los oficios apostólicos.

—El sacramento del Bautismo —argumentaba San Patricio— ha de ser nulo concedido a las aves, como el sacramento del Matrimonio lo es cuando se lo concede a un eunuco…

Pero San Galo respondía:

—¿Qué relación establecéis entre el bautismo de un ave y el matrimonio de un eunuco? No puede haber ninguna. El matrimonio es, como si dijéramos, un sacramento condicional, eventual. El sacerdote bendice un acto que ha de consumarse. Si el acto no se consuma, la bendición anticipada quedará sin efecto. No puede ser más claro. He conocido en la ciudad de Autrim a un ricacho llamado Sadoch que vivía amancebado con una mujer y la hizo madre de nueve criaturas. Ya en la vejez, por instancias mías, consintió en casarse con ella, y bendije su unión. Desgraciadamente, los muchos años de Sadoch le impidieron consumar el matrimonio. Poco tiempo después arruinóse por completo, y Germinia —tal era el nombre de la mujerfalta de resignación para soportar la indigencia, pidió que se anulara el matrimonio que no se había consumado, y el Papa estimó justa su petición. Ya veis lo que puede ocurrir con el sacramento del Matrimonio. Pero el bautismo se confiere sin restricciones ni reservas de ninguna clase. Luego no es dudoso que los pingüinos quedan irremisiblemente bautizados.

Solicitado para que diera su opinión el Papa San Dámaso, se expresó en estos términos:

—Para saber si el bautismo es válido y si producirá sus consecuencias, es decir, la santificación, hay que tener en cuenta quién lo da y no quién lo recibe. En efecto: la virtud santificadora de este sacramento resulta del acto exterior por el cual es conferido, sin que el bautizado coopere a su santificación por ningún acto personal. En otras condiciones no podría ser administrado a los recién nacidos. Y no es necesario para bautizar cumplir condiciones particulares, ni es necesario hallarse en estado de gracia: es suficiente la intención de hacer lo que hace la Iglesia, pronunciar las frases consagradas y observar las formas prescritas. Como no podemos suponer que el venerable Mael faltase a estas condiciones, resulta que los pingüinos quedan bautizados.

—¿Estáis seguro? —preguntó San Guenolo—. En este caso, ¿qué pensáis que sea el bautismo? El bautismo es la forma de la regeneración por la cual el hombre nace a la verdadera vida; entra en el agua cubierto de crímenes, para salir de ella neófito, criatura nueva abundante en frutos de justicia. El bautismo es el germen de la inmortalidad; el bautismo es la garantía de la resurrección; el bautismo es el enterramiento con Cristo en una muerte y la comunión a la salida del sepulcro. No es, pues, un regalo que puede hacerse a las aves.

Razonemos. El bautismo borra el pecado original, y los pingüinos no fueron concebidos en pecado; limpia de todas las penas de pecado, y los pingüinos no han pecado; produce la gracia y el don de las virtudes, une a los cristianos con Jesucristo como se unen los miembros al tronco, y es natural que los pingüinos no pueden adquirir las virtudes de los confesores, de las vírgenes, de las viudas, recibir gracia y unirse a…

San Dámaso no le dejó acabar.

—Eso prueba —dijo vivamente— que el bautismo en este caso era inútil, pero no que deje de ser efectivo.

—Según ese razonamiento —replicó San Guenolo— podrían ser bautizados en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, por aspersión o inmersión, no solamente un ave o un cuadrúpedo, sino también objetos inanimados, como una estatua, una mesa, una silla, etc. Si el animal se cristianizara, el ídolo, la mesa, la silla, también podrían cristianizarse, ¡y es absurdo!

San Agustín tomó la palabra y se prepararon a oírle con atención.

—Me propongo —dijo el fogoso obispo de Hipona— demostrar con un ejemplo el poder de las fórmulas. Se trata, es verdad, de una operación diabólica, pero si se prueba que las fórmulas inventadas por el diablo producen efecto en los animales privados de inteligencia y hasta en los objetos inanimados, ¿cómo dudar que los efectos de las fórmulas sacramentales no ejerzan acción sobre los brutos y sobre la materia inerte?

»Ved el ejemplo que os propongo:

»He conocido en la ciudad de Madaura, patria del filósofo Apuleyo, una hechicera que solamente con poner al fuego en unas trébedes entre ciertas hierbas y con ayuda de ciertas palabras algunos cabellos cortados de la cabeza de un hombre, conseguía llevarle a su lecho. Pero una vez que se propuso lograr de esta manera el amor de un mozo, quemó, engañada por su sirvienta, en lugar de los cabellos de aquel mozo, pelos arrancados de un pellejo de macho cabrío que se hallaba colgado en una taberna. Y por la noche el pellejo, lleno de vino, atravesó la ciudad hasta llegar a la puerta de la hechicera. El hecho es evidente. En los sacramentos, como en los encantamientos, es la forma lo que prevalece. El efecto de una fórmula divina no puede ser menos, en fuerza y extensión, que el efecto de una fórmula infernal».

Después de hablar así, el sabio San Agustín se sentó mientras le aclamaban sus oyentes.

Un bienaventurado de edad avanzada y de aspecto melancólico pidió la palabra. Nadie le conocía. Se llamaba Probo y no estaba inscrito en el canon de los santos.