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Para la vasta e imprescindible familia Maury

Un breviario romano
Un pequeño diccionario francés y español del año del noventa y ocho con firma del finado cura Don Miguel Hidalgo
Un librito de oraciones con nombre de Doña Juana Pavón
Una bolsa de cuero con útiles de sacar lumbre y fumar, con su nombre
Un paño de sol grande y bordado de seda
Un sombrero copa alta
Una capa de paño de grana

Relación de objetos recibidos por el señor Don Alfonso Quiroz, Notario del Curato y Juzgado Eclesiástico de San Cristóbal Ecatepec, a la muerte del presbítero rebelde Don José María Morelos y Pavón.
22 de diciembre de 1815

I

Existen momentos, frases, sonidos, imágenes que definen la vida de las personas. Aunque con la distancia esta perspectiva tiende a perderse —se olvida el detalle preciso que nos hizo virar en un sentido muy distinto al que teníamos previsto— siempre, creo yo, es así. Al paso del tiempo se diluye la certeza de que fue un destello de luz, un grito a la distancia, un suave aroma, lo que nos condujo a cambiar de parecer, lo que nos hizo recapacitar, pensarlo dos veces… y modificar nuestro destino. Porque nos gustaría creer que todos nuestros actos están determinados por análisis más severos, más concienzudos que el solo hecho de dejarnos conmover por una puesta de sol, una nota fugaz de violines, una caricia justa. Pero no es así. La vida de las personas se define por frases, imágenes, sonidos, momentos. La brisa del mar en el rostro, la forma en que pega el sol sobre la vegetación, la llamada a abordar, todo eso combinado en las dosis precisas en el instante exacto pueden llevar a que alguien desista inexplicablemente de subir al barco, abandone el puerto y camine en sentido contrario, se aleje de la playa y se pierda por dos años en el follaje. Así sucede. Un momento tienes tu bagaje pronto y el corazón dispuesto; al otro, simplemente ya no. Una frase, una imagen, un sonido… y la vida sigue otro curso, pese a que nos empeñemos en creer lo contrario.

No es mi caso. A pesar de los años, de las decenas de acontecimientos, de los cientos de leguas recorridas, a mí nunca me cupo duda de que lo que definió mi vida fue la tarde en que llegué a Cuautla y decidí aceptar el plato de estofado que me ofreció mi tía Carmela. Porque mientras Lorenzo y yo degustábamos el buen sazón de mi tía, ocultos por las sombras de la cocina, inclinados sobre nuestros platos, dispuestos a terminar el guiso y seguir nuestro camino, apareció ella, Claudia, en el marco de la puerta de entrada. Y el sol de la tarde moribunda, el ruido de los niños jugando en la calle, la forma en que crepitaba la leña en el fogón, todo se conjugó para que yo no volviera a ser el mismo nunca más.

Nos acompañaba mi tía Carmela a la mesa, con las manos entrelazadas como quien interrumpe una oración, sonriendo y comentando ciertas trivialidades del pueblo, del clima y, ¿para qué negarlo?, del incierto ambiente político que prevalecía en toda la nación. Yo no la había visto jamás en mi vida. No tenía sentimientos hacia ella, ni buenos ni malos. El encargo de mi padre representaba un fastidio para mí: desviar mi curso hacia México para entregar a mi tía una caja de la que desconocía el contenido y que, por minúscula, me parecía un enfado innecesario. Todo era una molestia y he de confesar que si acepté sentarme a la mesa fue debido a que en verdad tenía hambre y porque algo bueno tendría que salir de mi paso por Cuautla; aunque fuese una comida caliente. Hasta que apareció ella en la puerta. Y desde entonces me he preguntado qué habría sido de mí si no hubiese aceptado el ofrecimiento de mi tía para que mi cochero y yo probáramos alimento antes de continuar con nuestro viaje.

Es imposible describir lo que sentí. Yo, tan entregado a la música, tan encerrado en la hacienda de mis padres, tan ajeno a los avatares del mundo. Sólo sé que ya jamás quise irme de Cuautla cuando ella apareció por la puerta de la cocina y dijo:

—Buenas tardes, señores. Disculpe, mamá, ¿hay habas en la bodega?

Apenas era un año mayor que yo, mi prima Claudia. Tenía, pues, dieciséis años. Y no obstante, ya dominaba al mundo, ya era capaz de detener el tiempo con una brevísima aparición desenfadada. Claudia Antares ya era capaz de causar más estragos en mi espíritu que todos los que podría jamás ocasionar la incipiente revolución, a la cual yo era, todavía, indiferente.

Mi tía le reprochó su descortesía y la obligó a saludar. Al instante Lorenzo y yo nos pusimos de pie y nos limpiamos apresuradamente la boca; yo, con la servilleta de las tortillas; él, con el dorso de la mano.

—Tu primo Bruno Bellini, de Oaxaca.

El rubor corrió a mis mejillas. Hice una repentina reverencia que ella tomó a juego y replicó:

—Encantada, Bruno —mientras me ofrecía la mano.

Tomé su mano y la llevé a mis labios. En seguida me percaté de que no se trataba de la mano delicada de una señorita ociosa que no sabe más que de bordados y pasar cuentas de rosario, como todas las que había conocido en Oaxaca a expensas de las relaciones de mi padre con otros hacendados. La mano de mi prima Claudia era firme, recia y con callosidades, la mano de quien atiende una tienda en un pueblo cualquiera, de quien carga sacos de cereal y cuenta los dineros, de quien hace las labores de la casa y se despierta al alba. Aun mis manos de trompetista eran más tersas que las de ella y, por alguna razón, esto me hizo sentir un poco avergonzado.

—¿Piensa vuestra señoría pasar algunos días con nosotros?

Había un tono discretamente juguetón en su pregunta. Me parecía que no se daba cuenta de que yo, con mi peluquín de coleta, mi saco de vueltas claras, los puños y la pechera con encajes, mis chinelas con hebilla de oro y mis medias de seda, mis uñas bien cuidadas, mi pinta, pues, de niño importante, estaba ya por completo a su merced, a los dictados de sus caprichos. Si no hubiera aceptado la comida de mi tía, si ella no hubiera entrado por la puerta, si el destino hubiese decidido otra cosa. Pero no había sido así. Y yo ya estaba irremediablemente rendido a sus pies.

—Naturalmente. Si usted, tía, no se opone.

Estoy convencido de que ella, mi tía Carmela, supo al instante la razón por la cual la prisa que había demostrado hacía apenas unas horas por seguir mi camino hacia México se había esfumado tan repentinamente. Sonrió. Sonrió como sólo lo hacen las mujeres sabias y con más vista que un águila. El que no lo tomó muy a gracia fue, desde luego, Lorenzo.

—Pero… señor Bellini, su maestro lo espera en la capital.

Sentí el irrefrenable deseo de ser majadero con él, como solía serlo con muchos de los criados de mi padre. Pero me contuve. Sólo porque ahí estaba Claudia, sólo porque había llegado a deshacer y rehacer el mundo con su entrada a esa pequeña cocina, sólo porque ya no podía volver a ser el mismo después de esa tarde.

—Bueno… si tiene usted compromisos que atender, señoría… —añadió gentilmente ella, aunque sin perder la travesura en la sonrisa.

—Pueden esperar —insistí cortante, tal vez, sí, un poco majadero.

Lorenzo se encogió de hombros a sabiendas de que no le quedaba sino obedecer.

—Tía… ¿hay algún lugar donde podamos guardar el coche y los caballos?

Estaba decidido. Unas horas antes mi urgencia era llegar a México, mostrarle a mi maestro que tenía puestos al dedillo los conciertos que me había encomendado, partir para Francia con él, dejar atrás la absurda guerra que se estaba metiendo en todos lados, en la conciencia de todas las personas… y ahora, súbitamente, no quería dejar Cuautla jamás en mi vida. Como era de esperarse, mi tía Carmela se percató de que algo no andaba bien en mi irreflexiva decisión y aguardó a que estuviéramos solos, cuando Claudia guió a Lorenzo al establo en el que podía guardar el coche y los caballos, para abordar el tema.

—Bruno… tu padre me encomendó mucho que…

—Sí, tía, lo sé —arremetí, adivinando lo que decía la carta que también le había entregado de parte de mi padre—. Pero serán sólo unos días.

Calló, reflexiva, un tanto apesadumbrada. Era prima segunda de mi padre. No se parecía en nada a ninguno de los Bellini; si acaso, sólo en la manera de fruncir el entrecejo. Pero en el modo en que se veía que conducía su vida, la forma en la que se podía adivinar que enfrentaba los problemas, en el modo en el que seguramente formulaba sus resoluciones… no se asemejaba a ninguno de los Bellini. Mi tía Carmela Hernández Bellini era una mujer de voluntad férrea y convicciones inmarcesibles. No se parecía en nada a ninguno de los Bellini de Oaxaca. O no, al menos, al que tenía en ese momento frente a ella.

—No es una buena época para estar tan al sur. Tu padre lo sabe bien. Y por eso te manda a México.

—Lo sé, tía. Y créame… si usted se opone…

—No. No me opongo. Sólo quiero que lo sepas. Que en verdad lo sepas.

—Lo sé —repetí, como un loro.

¡Qué iba yo a saber nada! Lo único que quería era estar lo más cerca posible de esa nueva luz que se me revelaba en los ojos de Claudia. Había dicho que sólo serían unos días cuando yo lo que deseaba es que fueran todos los días, todo el tiempo que me restara de vida. Una mirada, una frase, un sonido… y el mundo se vuelve otro. La casa de mi tía Carmela se encontraba sobre la calle de las Carreras, hacia el oeste del pueblo. Se trataba —como casi todas las pequeñas construcciones de Cuautla, a excepción de los conventos y las haciendas—, de una vivienda de cal y canto con cierta dignidad rústica. De cinco piezas bien distribuidas, la casa tenía, para mi fortuna, una habitación para huéspedes con dos camas de madera gruesa de ocote; al frente se hallaba la pequeña tienda donde despachaban todo tipo de enseres domésticos (jabón, galletas, maíz, frijol, carbón); atrás se ubicaba la bodega que daba a un patio o solar minúsculo. Tan acostumbrado a los lujos de la hacienda de mi padre, el cambio sería para mí como dormir con la servidumbre. Pero no me importaba. En ese entonces nada me importaba como no fuese prorrogar mi partida.

Aun ahora que lo pienso, cuando mi tía Carmela me llevó a la que sería la habitación que compartiría con Lorenzo, estando ya mis efectos personales sobre una de las camas (mi ropa, mis partituras, mi trompeta), me di cuenta de que nada en mi vida me había hecho sentir la pasión que en ese momento experimentaba. Ni siquiera cuando ejecuté de manera magistral a Haydn ante los más notables españoles de la Intendencia de Oaxaca sentí lo que en esos instantes había despertado la sola presencia de Claudia en mi vida. Al estar ahí solo, esperando la hora de la cena, desempacando mis cosas, pensé que habría cambiado todo, mi ascendencia napolitana, los bienes que algún día heredaría de mi padre, la amistad de mi familia con el virrey, mi futuro en Europa, mi facilidad para ejecutar a los grandes maestros de la música, por la feliz certidumbre de poder pasar el resto de mis días en compañía de Claudia.

Era, simplemente, un enamoramiento arrebatado como el que casi todo el mundo ha sentido en alguna ocasión. El asunto es que yo, a mis quince años, tan absorto en mi música, tan recluido en la hacienda de mis padres, tan ajeno al mundo, jamás había sentido algo así de fuerte y devastador. Y me encantaba. Habría sido capaz de renunciar al universo entero a cambio de que nunca se acabara esa sensación.

Jamás me imaginaría cuán cierto se volvería eso en los meses por venir.

Para la cena —sin tanto preámbulo y afectación como solía ser en mi casa—, me vestí con las ropas de viaje que me había puesto mi madre y que no había querido usar en todo el trayecto. Me deshice de toda huella de presunción, utilicé sólo aquello que denotara una simplicidad que, aunque falsa en mi persona, al menos no desentonara con el cuadro: un pantalón, una camisa holgada y un chalequito. No me equivoqué. Era Lorenzo el que, sentado a la mesa, parecía no venir a cuento, con el traje de lacayo que mi padre le forzaba a portar. No obstante, él y Claudia ya eran amigos y eso me hizo sentir un poco celoso. Ella insistió en que habláramos acerca del viaje desde Oaxaca.

—Sin complicaciones, señorita —dijo Lorenzo—, excepto por las zonas escarpadas.

—Lo supuse —apuntó ella—. Trasladar un carro como ese por estas regiones debe ser, en ocasiones, un problema. ¿No, su señoría?

Y me dirigió su limpia mirada, sus grandes ojos castaños, luminosos. Nada me haría jamás lamentar esos contactos, aunque con ellos hiciera mofa de mí y mi estampa de niño consentido.

—No seas impertinente, Claudia —me rescató mi tía Carmela. No es necesaria tanta fórmula con tu primo.

—Sí, Claudia, por favor —confirmé.

Naturalmente, nunca lo había pensado. Pero si ella lo decía, así sería.

—Y dime, Bruno… —recalcó ella—. ¿No es un problema venir desde tan lejos en un carro tan bonito como ése?

Tal vez se refería a la posible presencia de los asaltantes en los caminos, a las dificultades propias de la guerra, a la incomodidad que sufre el trasero después de uno o dos días de valles y mesetas. Pero yo temí, entonces, que ella ya supiera, con sólo haberme mirado en dos ocasiones, que su primo le tenía un miedo ridículo a los caballos. Sospeché de Lorenzo, de que me hubiera delatado, de que le hubiera comentado que me rehusé a hacer el camino a lomo de animal porque los caballos me daban pánico. Lo odié por un fugaz instante. Muy fugaz porque él comentó al fin:

—El señor Bellini insistió. Es decir… el señor Bellini padre. Había que proteger el instrumento.

—¿El instrumento? —cuestionó mi prima.

—Sí. La trompeta del señor Bruno. Es de llaves. Y no se puede tratar sin consideración. En el coche iría bien cuidada.

—¿Cómo es una trompeta de llaves? —preguntó Claudia muy intrigada.

Si para algo habría de servir el instrumento tendría que ser para eso: para que Claudia se interesara, probablemente, en mí. Fui a mi habitación y llevé el estuche de madera con el sello de Anton Weidinger —el maestro constructor— al comedor donde degustábamos el chocolate y el pan. Me descolgué la pequeña llavecita del cuello y lo abrí en presencia de todos. Una trompeta en mi bemol dorada de cinco llaves, reluciente, recién inventada. Y era mía, traída para mí desde Viena. Y acaso por eso Claudia se interesaría en mí.

—Está muy bonita. ¿Y para qué sirven las llaves?

Me llevé el instrumento a la boca e interpreté, para ilustrar mejor mi respuesta y el efecto de las escalas cromáticas. Un extracto del concierto de Haydn que presentaría a mi maestro en México. No demasiado porque aun eso podría ser motivo de que ella pensara que yo era un arrogante insufrible. Hubo aplausos y yo agradecí con una venia, tratando de no envanecerme por ello, aunque en el fondo me hubiera gustado hacer un lucimiento descomunal, presumir lo que mejor sabía hacer y, quizás, arrojar sobre Claudia una luz similar a la que ella había echado sobre mí.

—Muy bien, Bruno. Tocas espléndidamente —dijo mi tía.

—Gracias.

—Cierto, Bruno —asintió Claudia.

Y ojalá ahí hubiera cerrado la noche, ojalá el embrujo inicial de mi estancia en Cuautla hubiera culminado con ese broche de oro. Ojalá me hubiera ido a la cama con esa imagen de Claudia mirándome fascinada, sorprendida; esa imagen que me hizo, por unos instantes, tan feliz. Porque después, ni siquiera recuerdo cómo, surgió en la mesa el tema de la insurrección y yo tuve la mala estrella de expresar mi postura y la de mi familia.

—En poco tiempo todos esos revoltosos terminarán fusilados o en la cárcel. Como debe ser.

La expresión de Claudia primero fue de incredulidad, después, de espanto al percatarse de que su primo hablaba en serio.

—¿No estás a favor de nuestra libertad? —inquirió, quizá un poco molesta.

Siento admitirlo, pero dejé escapar una ligera risita burlona.

—¿Nuestra libertad? Tú y yo somos libres, según creo yo. Todos en esta mesa.

—No, mientras nuestra patria siga regalándole su trabajo a los gachupines. Vaya ceguera la tuya.

Sentí un extraño golpe en la boca del estómago. Nadie en mi casa se expresaba de esa manera. No cuando todos nuestros amigos eran españoles de sangre pura ni cuando mi padre vendía todo el producto de su hacienda al gobierno. Además, lo dicho por mi prima sonaba falso. Era como si estuviera repitiendo lo expresado por alguien más. Me sentí desconcertado.

—Claudia —advirtió mi tía—. No seas desconsiderada. Bruno es nuestro invitado. Si él no está de acuerdo con lo que pensamos no tienes por qué agredirlo.

Claudia me miró con decepción. Luego, con arrepentimiento.

—Discúlpame, Bruno.

—No. Discúlpame tú a mí.

Mi tía trató de poner las cosas en paz y aclarar lo necesario.

—El general Morelos estuvo aquí en Navidad. Habló con nosotros. Y toda Cuautla está con él, Bruno.

Clavé la mirada en mi insulsa trompeta, en mis ropas de viaje, en mis manos bien cuidadas. Mi tía hablaba del cura Morelos como si fuese un gran militar, no un párroco rebelde al que había que meter en cintura, como decían mi padre y todos sus amigos. Me sentí tan fuera de lugar que sólo una cosa podía retenerme de salir corriendo para México. Y ocurrió. Claudia me tomó de la mano.

—No te preocupes, Bruno. Aunque seas realista todavía podemos ser amigos.

Me fui a la cama con un amargo sabor en la boca y una gran confusión en la cabeza. El haber descubierto ante todos —incluso ante Lorenzo, que sólo Dios sabe cuál sería su postura ante tales hechos— que yo era fiel al virrey Venegas y a su gobierno, me arrastró a un sueño intranquilo y lleno de imágenes perturbadoras. Sólo una cosa me salvó de la locura de saberme en una población llena de gente que no dudaría en odiarme a muerte al segundo siguiente de conocer mi filiación: que dicho pueblo se trataba de Cuautla, el único lugar en la tierra en el que vivía Claudia Antares Hernández, la muchacha más hermosa de toda la Nueva España. Y si a esto añadimos que, durante la cena, me había mirado a los ojos en el instante mismo en que me tomaba de la mano, esto ya era razón suficiente para morir feliz aun si no despertaba a la mañana siguiente.

II

Cuautla de Amilpas se localiza sobre un bajío llano un poco sobresaliente del paisaje en general; es decir que por todas partes domina. Además, se encuentra rodeada de platanares, sembradíos de caña y arboledas. Incluso en el tiempo medio del invierno, justo cuando yo llegué, la vegetación es un estallido verde que casi lastima los ojos. Cuautla se debe imaginar como si corriese de norte a sur, con una distancia de poco más de media legua, ya que de este a oeste apenas es de un cuarto de legua. Sus casas, todas, son humildes. Y las de los naturales, aún más: chozas de madera y techos de hoja. Al oriente de la población, por las lomas de Zacatepec, corre un río que semeja más un riachuelo. Hay un acueducto, un par de plazas, varias haciendas y dos conventos. Y eso es todo. Ni más ni menos. Eso es todo. Pero Cuautla es hermosa. Muy hermosa. Eso hasta yo, un muchacho poco sensible a la belleza que emanan las cosas naturales, podía afirmarlo.

Además, estaba la gente de Cuautla. Sin ambages, hay que decir que todos los hombres, mujeres y niños de Cuautla me recibieron como si yo fuese un viejo amigo de la comunidad. Y eso, de una manera u otra, hace que las localidades se hagan de un corazón entrañable, un corazón que lo acompaña a uno por años y años.

Con la licencia de su madre, Claudia me llevó a conocer todo el pueblo y a su gente desde el día siguiente a mi llegada. (Por supuesto, pedí a Lorenzo que herrara los caballos, los lavara y peinara sólo para darle alguna ocupación y no tuviera modo de acompañarnos ese primer día). Y desde el principio pude percibir que Claudia era una especie de tesoro, una joya de la que todos se sentían orgullosos. Hablaba en mexicano con los naturales, conocía a todo el mundo por su nombre, ayudaba de manera desinteresada a los ancianos… en fin, que en ese primer reconocimiento del pueblo no sólo conocí la geografía del lugar sino también la del espíritu de mi prima. Y eso contribuyó a que la luz que había arrojado sobre mí en primera instancia, se volviera enceguecedora, casi divina. Terminé de enamorarme perdidamente de ella al segundo día de haberla conocido.

En particular, ejercía una atracción natural hacia los muchachos del lugar. Tal vez por razones evidentes: no había joven en toda la población que siquiera fuese la mitad de hermosa que ella. O quizá que no se andaba con tonterías y a todo el mundo trataba de la misma manera confiada y amigable; lo mismo a los niños que a los viejos, a los blancos que a los morenos, a los hombres que a las mujeres.

Sus mejores compañías eran dos muchachos (uno indio, de unos veinte años, otro mestizo, como de mi edad) y un niño muy vivaracho. Y, aunque parezca increíble, no era otra la razón de su mutua simpatía sino que en toda Cuautla sólo ellos cuatro abrazaban la causa insurgente como si fuese más trascendente que sus propias vidas. Naturalmente que yo no sólo no comprendía tal arrebato de pasión (no hay que olvidar que jamás había sentido ardor semejante por ninguna cosa en mi vida; ni siquiera, siendo honestos, por la música), sino que lo veía como una total pérdida de tiempo. De acuerdo con mi percepción, la rebelión no tardaría en desaparecer y la vida del país volvería a la normalidad en breve. Pero no todos pensaban como yo; y Claudia y su grupo, menos que nadie.

Con todo, he de admitir que si me sentí acogido desde el principio por toda la gente de Cuautla, no hicieron la excepción los amigos de mi prima Claudia. Acaso tuviera que ver el hecho de que de inmediato comprendí que ellos no la veían con intenciones románticas sino más bien como si ella fuese un colega más en la causa que habían decidido adoptar los cuatro. Nacho, el indígena, era muy divertido, era imposible verlo apesadumbrado y, además, era un jinete impresionantemente bueno considerando que yo no había visto jamás a un natural sobre un caballo (en la hacienda de mi padre les estaba prohibido montar). Lucio, el otro muchacho, tocaba el bandolón en la banda del pueblo, así que nos entendimos bien desde el principio; y Narciso, el más pequeño, de doce años, chispeante y lleno de energía, no podía dejar de pensar todo el tiempo en unirse al cuerpo de soldados del cura Morelos.

Parecería imposible que un reaccionario como yo pudiera entenderse con tan singular asociación. Pero así fue. A partir del día siguiente a mi llegada, si mi prima no estaba trabajando en la tienda (y yo, por consiguiente, practicando la trompeta), estábamos ambos en la plaza de San Diego jugando, oyendo las chanzas de Nacho o especulando la suerte de la guerra. Por fortuna, mi prima Claudia nunca delató mis afinidades (ni, peor aún, que mi padre se entendía con el virrey por su nombre de pila, por poner un ejemplo) lo cual contribuyó a que la camaradería entre nosotros fuese más factible, menos accidentada. Y aunque en ocasiones me hartaba de oír tantos elogios para el cura Morelos y sus allegados, y tantos denuestos contra el general Félix Calleja (jefe de las fuerzas realistas del centro), aquellos fueron días particularmente buenos para mí. Todas las tardes las ocupaba en compañía de mi prima Claudia y eso, por mucho, era lo más cercano al paraíso que yo podía imaginar.

Fueron tan buenos esos días, que el 2 de febrero, cuando desperté y no vi a Lorenzo en la cama de al lado, no sólo no me enfadé sino que hasta lo celebré secretamente. Pasaban de las ocho de la mañana. Claudia ya estaría atendiendo a los primeros clientes del día. Mi tía Carmela estaría volviendo de la misa de siete. Y yo, todavía en pijama, debía practicar una hora el instrumento antes de lavarme y presentarme a almorzar, tal y como hacía en Oaxaca. Pero Lorenzo no estaba en su cama y preferí aprestarme a averiguar. Me vestí y acudí a la tienda, a robarle a la mañana un gusto prematuro: la visión de Claudia detrás del mostrador.

—Buenos días, Claudia.

—Bruno, hola… ¿no piensas practicar?

—En un momento. ¿No viste a Lorenzo?

—Salió temprano. Te dejó esto.

Era una hoja enrollada y atada con una cinta. La tomé. Seguía celebrándolo en secreto. Y por eso la abrí a la vista de Claudia, porque ya sabía de qué se trataba.

—¿Qué pasa? —me preguntó ella mientras añadía pesas a la balanza para despachar frijol a una señora.

—Se regresó para Oaxaca. Dice que le haga saber cuando piense seguir hacia México. Creo que le colmé la paciencia.

Sonreí ampliamente. El mundo admitía tácitamente que me quedara en Cuautla. Sí, el mundo. Aunque Claudia…

—¿Y no sería buena idea, Bruno?

—¿Qué?

—Que siguieras tu camino. Ya llevas casi dos semanas aquí.

Me dolió. La fiesta en mi interior terminó de improviso. Me hubiera gustado que ella celebrara la indefinición de mi partida con una sonrisa o un beneplácito. Pero en vez de ello, me hablaba con la voz de la conciencia, la voz de mi padre o la voz de mi maestro. Desde luego que, después de casi dos semanas en Cuautla, ya era obvio para mí que Claudia no estaba enamorada de mí ni una décima parte de lo que yo lo estaba de ella. Sin embargo el tiempo, el estar juntos todas las tardes, el que mi habitación estuviese a un muro de distancia de la suya, el que en mis plegarias de todas las noches incluyera mi anhelo, todo conformaba esa frágil esperanza que me retenía aún en Cuautla y tan de buen talante, a pesar de que ya casi se me acababa el dinero para ayudar a mi tía con mis gastos o para comprarme otras ropas que las que usaba todos los días. A pesar de no ser tan ciego como para no reconocer que Claudia no me espiaba de cuarto a cuarto, a pesar de que no la sorprendía nunca mirándome cuando yo miraba hacia otro lado, a pesar de que ella no escribía mi nombre con una vara en la tierra a hurtadillas, como yo sí hacía.

—No es tan importante —contesté con recelo, sintiéndome herido.

—Bueno. Si no es tan importante… —dijo ella, sin mirarme, contando el vuelto de la señora, quizás indiferente a lo que me pasara, fuese bueno o malo.

Y en ese momento sentí que probablemente así fuera. Si me iba o me quedaba, Claudia continuaría viendo a sus amigos en la Plaza de San Diego, seguiría soñando con la causa de la Independencia, permanecería atendiendo clientes y seguiría viviendo en Cuautla. Conmigo o sin mí. Yo sólo era un accidente circunstancial. En nada afectaba su vida, para bien o para mal. Y en verdad, acaso le diera lo mismo si me iba a México o seguía durmiendo en la habitación de al lado. Decidí que tenía que hacer algo o la situación nunca mejoraría, pese a que ya no tenía encima la molesta presión de Lorenzo para que prosiguiéramos nuestro camino a la capital.

—Se me ocurrió una cosa, ya que pienso quedarme un poco más de tiempo —repliqué, ufano.

—¿Qué cosa? —era mi tía, en la puerta de entrada de la tienda, con su chal negro sobre la cabeza; venía de la iglesia, de la misa que ofrecía todos los días por el alma de mi tío, el bachiller Antares, que Dios lo tuviera en su santa gloria.

—Quiero ofrecer un recital en el pueblo para ayudarles a ustedes con mis gastos.

Se miraron entre sí. Luego, como si con sólo ese contacto se hubiesen puesto de acuerdo, voltearon hacia mí.

—No es necesario, Bruno —contestó mi tía—. Te puedes quedar el tiempo que quieras sin que aportes nada. Ya suficiente dinero me diste a tu llegada. Además, tu padre haría lo mismo si…

—Pues insisto —interrumpí.

—No sé…

No pensaba negociar. Volví a sentirme como en la hacienda de mi padre, como si no fuese posible que a mí, Bruno Bellini Fernández, se me negase nada. Me dirigí a mi prima.

—Véndeme papel y tinta, por favor.

Volvieron a mirarse y mi tía tuvo que hacer un gesto con la cabeza para que Claudia me despachara lo solicitado. Le extendí dos pesos (que con creces cubrirían el precio de lo que pedí) y ella, a regañadientes, los tomó. No me esperé a recibir el cambio. Volví a mi cuarto y, en vez de ensayar mis escalas, me puse a fabricar letreros para pegar en las calles y las plazas. Cincuenta reales por persona para oír un programa de dos conciertos. Me pareció justo. ¿Qué estaba tratando de hacer? Con el tiempo, entendí que sólo estaba tratando de sacudir el mundo de Claudia. No era sólo un berrinche. Era mi forma de hacerle ver que si yo quería podía trastocar su ambiente, su rutina, la quieta superficie de sus aguas. Era mi modo de hacerle notar que, si me marchaba, ella también acabaría por extrañarme. Pretendía hacerle pagar su evidente indiferencia ante mi posible partida hacia México o París o hacia el fin del mundo.

Ya antes Lucio y los músicos del pueblo me habían rogado que tocara para ellos (o cuando menos que les mostrara mi reluciente trompeta de llaves, toda una novedad de este lado del océano Atlántico). Ya antes me habían escuchado varios habitantes del pueblo practicar en mi habitación y le habían suplicado a Claudia o a mi tía, sin éxito, que los dejara entrar a oírme. Ya antes se había corrido una subrepticia fama de que el visitante de las Antares era un gran trompetista en su paso hacia Europa. Ya antes había sentido un cosquilleo de arrogancia picándome bajo el pecho para que abandonara tan inusual modestia en mí. Mas no había querido sucumbir al lucimiento público sólo porque Claudia no mostraba tanta admiración por mi música. Y yo, por todos los medios, me sentía incapaz de defraudarla. Aunque ahora era distinto. Ahora quería que me viera a través de los ojos de los demás y, en cierta forma, la alcanzara un poco de mi luz o, si acaso, sólo el reflejo.

A las tres de la tarde, después de la comida, antes de que volviésemos a su inquebrantable rutina de todos los días (buscar a los muchachos, ir a la plaza, entregarnos al coloquio especulativo o a los juegos de batalla), yo añadí el toque de cambio: llevaba bajo el brazo las hojas de mis letreros.

—¿Puedo ver? —me dijo, mientras andábamos sobre el callejón de Verdín, hacia la casa de Lucio.

—Claro.

Y en sus ojos no había nada. Ni admiración ni nada. Aunque yo no sé qué quería ver en ellos.

—Te quedaron bonitos. ¿Quieres que te ayudemos a pegarlos?

—Sí.

A los otros tres camaradas les pareció maravilloso que yo saliera de mi encierro para demostrar mis dotes. Y eso, según yo, era precisamente lo que necesitaba: que ella escuchara en la boca de los demás lo grandioso que era su primo para que, con el tiempo, acabara por convencerse de que era cierto y terminara por quererme. Además, según el grupo de fanáticos revolucionarios, el asunto del concierto que se celebraría el próximo día cuatro era un giro refrescante en nuestras tardes ociosas. Sólo Claudia no se mostró tan entusiasmada como los demás, pero de todos modos ayudó en la labor de propaganda.

Así, por una vez, los nombres de Morelos, Calleja, Larios, De Llano, Galeana y otros más, fueron sustituidos en nuestras conversaciones por los de Haendel, Mozart, Haydn y Purcell. Y aunque Claudia no fue especialmente participativa, no se quedó a la zaga convenciendo a la gente del pueblo de la conveniencia de asistir al concierto de su primo el trompetista. Lucio, pidió para él y otros músicos, lugar en la primera fila. Nacho convocó en su lengua a varias localidades aledañas. Narciso dejó por unas horas su fascinación por todo lo referente a la artillería y aprendió algo de los grandes maestros europeos. El éxito prometía ser seguro.

Terminaron por dolerme los labios, la boca del estómago, los nudillos. Mas no me separé de mis hojas de música en todo el día, como si estuviese endemoniado. Tal vez así fuera. Ella misma me llevó el almuerzo, la comida y la cena. Y yo, obcecado, decidido a ni siquiera mirarla a los ojos mientras no pudiera herirla con la misma luz con que ella me había lastimado, seguía en lo mío.

Para el 4 de febrero, lo tenía todo dispuesto para las cuatro de la tarde. Por eso descansé toda la mañana. Y sólo salí de mi habitación para pedir a mi tía que hiciera favor de disponer mis ropas, las mismas ropas con que debería haber tocado para mi maestro Louis Thierry el día primero de febrero allá en México con el fin de continuar mis estudios en París (un día antes de que Lorenzo se volviera para Oaxaca, quizá convencido de que, si había perdido mi audición, ya nada tenía sentido y lo mejor era dejarme atrás con mi locura), las mismas ropas que mi madre llevara a la catedral a bendecir para que no perdiese la oportunidad de encumbrarme como un gran músico, las mismas ropas que ya no tendrían mayor utilidad que la que pudiera darles esa tarde en Cuautla. Y sólo volví a salir de mi habitación para recuperar estas mismas ropas, recién planchadas, cepilladas, almidonadas, el calzado lustrado y las hebillas brillantes, la peluca peinada, los moños tirantes.

Y me encaminé en silencio desde la tienda hasta la plaza de Santo Domingo, donde se había convocado a la gente, todo el camino seguido por Lucio, Narciso, Nacho, Claudia y mi tía, y una procesión de gente que ya aguardaba a todo lo largo de la calle de Carreras. Casi como si se tratase de una experiencia mística, nadie se atrevió a romper el silencio que yo llevaba encima como una investidura cuando salí de la casa con el rostro inmutable. Y a mi paso, como parte de un sortilegio, absorbía todos los sonidos, todos los murmullos, el eco de mis propios pasos.

Llegué a la plaza y me detuve en el centro mismo. Ni siquiera me preocupó si habrían cobrado los cincuenta reales a todos los que se encontraban ahí. El silencio de la muchedumbre que me seguía se contagió al instante a los que ocupaban un sitio en la plaza. Y yo sólo extraje mi reluciente trompeta de la caja de madera brillante con el sello del maestro constructor… la levanté… y la llevé a mis labios apretados con fuerza.