Huesos de lagartija

Federico Navarrete

 

 

A Emma, Roberto y Gabriel, mis abuelos, que me enseñaron el placer de educar a los viejos

Navarrete, Federico

Huesos de lagartija / Federico Navarrete; ilustraciones de Iñaki Garrido. – México : SM, 2021 Primera edición digital – Gran Angular

ISBN : 978-607-24-0051-1

1. Literatura mexicana 2. Novela mexicana – Literatura infantil 3. México – Historia – Descubrimiento y conquista, 1517-1521 – Literatura infantil

Dewey 863 N38 2005

Introducción

 

HUESOS de lagartija es una historia de ficción basada en hechos reales. Los personajes principales, Cuetzpalómitl, el narrador, su hermano Cuahuitlícac, su padre y su madre, el gran sacerdote, el viejo español, son inventados, pero su historia es la historia del pueblo mexica que vivió la conquista y la destrucción de su ciudad por los españoles entre 1519 y 1521. Esta historia la conocemos por varios libros de la época, escritos por españoles y por indígenas. El más importante es el “Libro XII. De cómo los españoles conquistaron la ciudad de México”, contenido en la Historia general de las cosas de la Nueva España de fray Bernardino de Sahagún, en el que los mexicas presentan su propia versión de estos sucesos. Huesos de lagartija se apega en lo fundamental a esta narración para describir los grandes acontecimientos de la conquista, desde los presagios que la anunciaron hasta la guerra y el sitio de México.

A través de las palabras y los ojos de Cuetzpalómitl y de los personajes imaginarios, la novela procura ofrecer una reconstrucción lo más apegada posible del mundo y las ideas de los mexicas en el siglo XVI, pero una que resulte interesante y comprensible para los lectores de los siglos XX y XXI.

Para que los lectores puedan identificarlos fácilmente, los lugares del valle de México son llamados por sus nombres actuales: así, Tlacopan se llama Tacuba, Coyohuacan se llama Coyoacán, Atlacuihuayan, Tacubaya, etc. En el libro se llama mexica al pueblo que vivía en la ciudad de México y que se decía originario de Aztlan, que también es conocido como azteca. Su ciudad se llama México, pues llamarla solamente Tenochtitlan sería injusto para Tlatelolco, la otra mitad.

Con el fin de facilitar la lectura, se han empleado pocas palabras en náhuatl y otras han sido traducidas a nuestro idioma. Se incluye un glosario al final del libro que explica el significado de las palabras que puedan crear alguna dificultad y que a lo largo del texto aparecen en cursivas.

Ciudad de México

Valle de México

I. En el que cuento por qué decidí escribir esta historia

 

QUERIDOS hijos y nietos míos, esta es la historia de la conquista de México, nuestra ciudad, y de la derrota de los mexicas, nuestro pueblo. Antes de ella nosotros los mexicas gobernábamos sobre toda la tierra, mandábamos sobre todas las naciones. Pero entonces llegó por el mar, del rumbo de oriente, gente que nadie había visto, de la que nadie había oído hablar. Eran hombres diferentes, extraños, ruidosos, que usaban armas muy poderosas, como rayos, y que venían montados en animales desconocidos, grandes como venados y temibles como fieras. Esos españoles guerreros nos llenaron de miedo, nos asustaron al punto que no supimos qué hacer con ellos, no supimos cómo enfrentarnos a su fuerza. Más tarde, cuando les hicimos la guerra, los extraños nos derrotaron y nos destruyeron, a nosotros los mexicas, los guerreros más fuertes, los más temidos. Arrasaron nuestra ciudad y nuestras casas. Se apoderaron de nuestras riquezas y tomaron a nuestras mujeres. Derribaron a nuestros dioses y quemaron nuestros templos. Así cayó nuestra ciudad, la afamada México, y así cayeron sus grandes mitades, Tenochtitlan y Tlatelolco.

Todo eso lo vi yo, Francisco Cuetzpalómitl, el viejo, su abuelo. Yo lo sufrí y lo lloré, yo viví hambres y miedos, yo combatí y fui herido, yo maté a varios de los enemigos. Y ahora han pasado tantos años que soy el único que lo recuerda. Quienes lo vivieron conmigo, quienes vieron esos tiempos, mis padres, mis hermanos y mis amigos, han muerto todos. Su carne ha regresado a la tierra y sus ánimas han ido al cielo, junto a Dios Nuestro Señor. Pues todo eso sucedió en verdad hace ya mucho, en los años del Señor 1519, 1520 y 1521, que en nuestro antiguo calendario eran los años 1-caña, 2-pedernal y 3-casa. Fue antes de que ustedes nacieran, nietos míos, antes de que construyéramos la casa en que ahora vivimos, la casa de nuestra familia.

Al presente, que es el año 1573, ustedes me preguntan si en verdad conocí esos tiempos, si en verdad existió una época en que no había españoles en esta tierra y en que nosotros los mexicas éramos los guerreros más valientes y todos los pueblos nos temían y nos obedecían. Si en verdad recibíamos todas las riquezas y tributos desde las regiones más lejanas, desde las costas y las montañas y los bosques. Y me preguntan también si había fiestas como ahora. Si los niños eran diferentes a ustedes. Si también comíamos maíz, frijoles, chile, calabazas y jitomates.

Es mucho lo que ustedes no vieron, hijos míos, muchas las cosas que no conocen. Por eso ahora escribo esta historia, la narración verdadera de la conquista de nuestra ciudad y de lo que sucedió con nosotros los mexicas y de lo que le sucedió a nuestra familia. La historia de cómo sobrevivimos, pese a todas las desgracias, pese a todas las muertes. Así pues, me he sentado a escribir este libro. He comprado hojas y hojas de papel español y de tinta negra como capulines y he practicado cómo trazar bien las letras de los españoles para escribir rectamente todo lo que recuerdo. Y también he preguntado con los otros viejos, con la gente sabia, para que me cuenten lo que ellos conocen y lo que ellos vieron.

Decidí escribir esta historia hace unos días, nada más pasada la Pascua Florida, cuando se casó mi nieto Francisco. Él lleva mi nombre por ser hijo de Francisco, mi hijo mayor, que murió en una de las grandes enfermedades que asolaron a nuestra ciudad. Por eso lo quiero tanto como a mis propios hijos, porque él va a heredar esta casa y va a velar por todos los de la familia. Por eso ordené que la suya fuera la boda más hermosa y grande que se pudiera recordar y convidé a todos nuestros amigos y compadres, los del barrio de Yopico del Espíritu Santo, que es el nuestro. Días antes fuimos al mercado, a Tlatelolco, a comprar la comida: gallinas de Castilla, jitomates, yerbas, chocolate, todo lo que se necesitaba para el banquete. Y doña Isabel, mi querida esposa, y todas mis hijas y las mujeres de mis hijos se dedicaron a preparar la comida. Días enteros estuvieron en la cocina, atareadas, sin dejar de conversar y reír, cocinando el mole y el pozole.

En la mañana del día de la boda me desperté muy temprano, con el olor dulce de las tortillas cocinándose en el comal. Después de levantar mi cuerpo cansado, fui a la cocina y una de mis nietas, Ana, me sirvió una tortilla con frijoles y chile.

—Coma usted, abuelo. Está muy flaco —me dijo.

Todas las mujeres callaron mientras yo comía, en señal de respeto. Hacía calor junto a la lumbre aunque el sol apenas se asomaba sobre la barda del patio. Entonces llegó mi compadre el pulquero con su mula cargada de dos inmensos odres de pulque y aguamiel para que todos tuvieran qué beber.

Después fui a tomar mi baño de vapor y me restregué con ceniza y yerbas, pues quería estar más limpio que nunca. Me puse mi camisa blanca de brocado. Es mi camisa más fina y sólo la uso para ocasiones importantes, como las reuniones de los viejos en el patio del templo del Espíritu Santo. En esas reuniones discutimos y decidimos las cosas de nuestro barrio: dónde vamos a tomar agua, cómo vamos a repartir las tierras, cómo vamos a pagar el tributo al virrey y a sus ayudantes. En esas reuniones se escucha mi voz pues todo el mundo reconoce mi experiencia de anciano, de hombre que ha vivido mucho y llevado a cabo muchas obras, y todo mundo me respeta. Por eso me vestí así, para que todos supieran que soy un anciano respetable, un hombre de palabras fuertes, un guía de la gente, alguien que conoce las cosas y las enseña a los demás.

Cuando terminé de ponerme elegante ya se sentía el calor del sol, por lo que me senté en el centro del patio, a la sombra del gran ahuehuete cerca de donde toman el sol las lagartijas. Vigilé desde ahí cómo colocaban las flores blancas sobre las puertas y las ventanas y alrededor de las columnas, para que todo el patio estuviera adornado y aromático. Todos los que pasaban frente al árbol se detenían a saludarme. Los niños salieron a jugar, después de haberse bañado, y sus gritos llenaron el aire de la mañana, que se hacía cada vez más caluroso. Más tarde, cuando arreció el sol, se sentaron a mi alrededor, bajo la sombra del árbol.

—Cuéntenos algo, abuelo —me pidió Domingo, el más inquieto de todos mis nietos, y los demás voltearon a verme con los ojos bien abiertos para imaginar mejor lo que les iba a contar.

Les hablé de cuando yo era niño, antes de que vinieran los españoles. Entonces me llamaba Cuetzpalómitl, huesos de lagartija. Les conté que un día caluroso, igual a ése, se había casado mi hermano mayor, que se llamaba Cuahuitlícac, árbol erguido.

Ese día igualmente me desperté muy temprano y corrí a la cocina. El olor de las tortillas recién hechas llenaba toda la casa y mi madre me esperaba con un taco de frijoles. El sabor del maíz era igual entonces. Siempre ha sido nuestra carne, nuestro principal alimento y mientras lo comamos, seguiremos siendo los mismos. Pero esa vez las mujeres no dejaron de hablar, siguieron conversando mientras yo comía, porque no era más que un niño. Todas comentaban lo orgullosas que estaban de mi hermano Cuahuitlícac. Mi madre me sonrió:

—Todos estamos muy contentos por tu hermano Cuahuitlícac, pequeño Cuetzpalómitl, hijo mío. Estamos orgullosos de que sea un gran guerrero. Ya ha demostrado que es valiente. Ha tomado dos prisioneros en la guerra. Por eso ya puede pintarse el rostro de amarillo y rojo y ya puede vestir las mantas de colores y el máxtlatl rojo que le ha regalado el emperador Moctezuma. Gracias a ello todos los que lo ven por la calle saben que es un valiente y por ello ahora se va a casar con una buena muchacha. La que será su esposa es una mujer recta, discreta y obediente. Y tu padre le va a regalar mantas de algodón azul y rojo y también algunos chalchihuites y plumas de quetzal.

”Y tú, hijito querido, tú debes ser como él. Ya eres un joven fuerte. Pronto irás a la guerra y capturarás un enemigo. Todos esperamos que seas tan valiente como tu hermano. Si no, todos lo sabrán y se burlarán de ti. Y entonces, ninguna mujer te querrá como esposo y nunca te podrás casar.”

Mi madre me hablaba en tono serio, para que supiera que me decía cosas importantes. Ella quería que fuera tan valiente como mi hermano y yo también sentía deseo de ir a la guerra para hacer prisioneros y vestirme como él y llevar la cara pintada de amarillo y rojo. Pero eso no se lo podía decir, porque un joven no debe hablar cuando un mayor se dirige a él, menos cuando usa un tono tan serio.

Cuando terminó de hablar, mi madre me acarició la cabeza y me sonrió.

—Pero ahora diviértete, hijito. Va a haber música y baile. Va a haber mucha comida. Van a venir nuestros amigos de todo el barrio de Yopico.

Más tarde, cuando arreció el sol, fui a tomar la sombra con los viejos, al pie de un gran ahuehuete. Conversaban en voz baja, como siempre. Me encantaba estar junto a ellos para sentir su fuerza, su sabiduría y para escuchar sus palabras, aunque muchas veces no alcanzaba a entenderlas bien.

En esos tiempos, hijos míos, había muchos más ancianos que ahora, pues los hombres vivían más y enfermaban menos. Todos llegaban a los cincuenta y dos años, que es la edad de los ancianos. Era porque comían mejor y porque seguían las reglas para vivir rectamente; trabajaban mucho e iban a la guerra, se mantenían apartados de la suciedad y el pecado, hacían penitencia y se sacaban sangre para alimentar a sus dioses. Así prosperaban, así eran felices y veían crecer a sus hijos y nietos y les daban sabios consejos para que siguieran el buen camino.

No era como ahora, que somos pocos los que llegamos a viejos. Duramos menos porque sufrimos viendo morir a nuestros familiares con las nuevas enfermedades y porque tenemos que trabajar mucho para pagar el tributo a los españoles. Por tal motivo muchos se dan a la bebida y terminan sus días tirados en las calles, como animales. Y la gente ya no es virtuosa, ya no obedece ni respeta las reglas del recto vivir ni las palabras de los viejos.

Ese día también los ancianos hablaban de mi hermano Cuahuitlícac.

—Claro que es un buen guerrero ese muchacho—decía uno de ellos—. Nació en un día pedernal, cuando hablaba la estrella de Huitzilopochtli. Ese es el signo de los grandes combatientes.

—Sí, pero también de los que mueren jóvenes en la guerra —respondió otro.

—Morir en la guerra es un gran honor —continuó el primero—. Si es capturado y sacrificado por nuestros enemigos, irá a acompañar al sol en su camino. Estará con él cuatro años y luego regresará a la tierra en forma de colibrí.

Estuve a punto de interrumpir al anciano. Yo no quería que mi hermano muriera. Apenas iba a casarse, todavía le faltaba tener hijos y verlos crecer. Pero sentí más curiosidad por conocer mi destino.

—Abuelo, disculpe —dije tímidamente—. ¿Qué va a ser de mí? ¿En qué signo nací? Yo quiero ser guerrero como mi hermano.

Los viejos rieron, como si hubiera dicho algo muy gracioso.

—Tú eres diferente, Cuetzpalómitl —me respondió el anciano—. Tú no naciste en un signo de guerra. Naciste el día de la lagartija, por eso te llamas así, huesos de lagartija, y por eso eres como eres, flaco pero duro y nervudo. Tú vas a sobrevivir, vas a llegar a viejo. No importará lo que te pase: vas a caer y a levantarte como una lagartija que cae de lo alto de un muro y sale corriendo por el piso como si no le hubiera pasado nada. Y vas a prosperar también. No pasarás hambre porque las lagartijas siempre encuentran alimento.

Las palabras del anciano me dejaron contento y triste a la vez, hijos míos. Sentí gusto de saber que viviría mucho tiempo y que llegaría a ser como él y los otros ancianos, y que quizá sería tan sabio como ellos. Pero sentí dolor al pensar que no sería un gran guerrero como mi hermano Cuahuitlícac, pues quería que todos me admiraran y me quisieran como lo querían a él. ¿Quién decía que los lagartija no podíamos ser combatientes? Yo les demostraría que no era ningún cobarde.

Pero entonces los ancianos cambiaron de tema y empezaron a hablar con voces graves y preocupadas de algunos sucesos extraños, de algunos agüeros que habían ocurrido no hacía mucho, cosas inusitadas y temibles.

—Todo eso anuncia grandes calamidades —dijo uno y todos asintieron en silencio—. El otro día se incendió el templo de nuestro dios Huitzilopochtli. Ardió solo, sin que le cayera un rayo. Se prendió desde adentro y se consumió todo, nada quedó de él. De nada sirvió el agua que llevaron para apagarlo. ¿Querrá decir que nuestro dios está enojado con nosotros? ¿Que nos quiere abandonar?

Sentí miedo, hijos míos. Huitzilopochtli siempre había sido nuestro dios, nuestro protector. Él fue quien guió a los mexicas desde Aztlan hasta México. Él consoló y ayudó a nuestros abuelos todos los años que anduvieron caminando por el desierto, sin poder detenerse a descansar. Gracias a él encontramos nuestra verdadera casa, en Tenochtitlan y en Tlatelolco, en el centro del gran lago del Anáhuac. Él fue quien nos dio fuerzas para vencer a nuestros enemigos en la guerra. Por él nos hicimos el pueblo más poderoso y temido. Si nos abandonaba, todo estaría perdido. Si Huitzilopochtli se enojaba con nosotros, entonces sería el fin de los mexicas.

—Han sucedido muchas cosas extrañas —continuó otro anciano—. ¿Qué me dicen de los cometas que han cruzado el cielo? ¿Y de la vez que hirvió el agua del lago? Son cosas que nunca habían sucedido. Algo quieren decir.

—Anoche escuché a una mujer que daba gritos por la calle. Llamaba a sus hijos y no dejaba de llorar. Decía que venía por ellos porque ya era tiempo de que se fueran de aquí, de México.

—Yo también la escuché y decía las mismas cosas terribles.

Los ancianos bajaron la cabeza y guardaron silencio por unos instantes. Después uno de ellos, el más sabio, el dueño de las palabras más luminosas, habló en voz muy baja y todos lo escucharon sin levantar la vista:

—Todos estos sucesos son signos de algo. Son cosas nuevas y nunca vistas. Eso quiere decir que pasará algo que nunca antes ha sucedido. Los viejos me contaron los portentos que han acompañado a los mexicas desde que vivimos en la tierra. Cada vez que algo importante va a suceder, nuestro dios nos avisa por medio de esos sucesos temibles y extraordinarios. Por ello, tenemos que estar atentos para conocer nuestro destino.

—Hace poco escuché una historia que viene de la tierra caliente. Cuentan que un pescador estaba en medio de un río cuando lo atacó un gran caimán. Nada pudo hacer para defenderse y el animal se lo llevó entre los dientes. Pero no lo mató, simplemente lo llevó a una casa que estaba en el fondo del río. Ahí lo soltó y le contó que él era el dios-caimán y que tenía un mensaje para su rey. Le encargó que le dijera que ya habían nacido los hombres que habrían de destronarlo. Que esos hombres destruirían su reino y se apoderarían de su tierra para siempre.

Nadie habló más. Tal vez todos estaban tan atemorizados como yo. ¿Qué cosas nuevas y extraordinarias nos esperaban? Entonces recordé que los viejos habían dicho que mi hermano moriría joven y me preocupé mucho.

Pero el día era alegre. Era un día bueno para bodas, un día del mono. Así lo había elegido el sacerdote que conocía los destinos, pues era un buen día para los juegos y las bromas, para escuchar música y bailar. Ya todo estaba listo para la fiesta. Mi padre regresó del mercado con los granos de cacao para el chocolate que todos beberíamos en la noche.

—¿Ya te bañaste, hijo mío?

Corrí con él y fuimos juntos al temazcal, que ya estaba preparado con las piedras candentes. Juntos nos metimos al vapor y juntos nos restregamos con hierbas aromáticas. Mi padre estaba feliz y me dijo alegremente:

—Hoy es un día muy importante. Estoy muy orgulloso de Cuahuitlícac. Yo nunca fui un gran guerrero como tu hermano, pues ese no era mi destino. Por eso siempre quise que mis hijos fueran buenos capitanes. Ahora él ya ha capturado dos enemigos y pronto será tu turno, Cuetzpalómitl. No me decepciones.

—Pero, papá, yo soy del signo de la lagartija... —traté de explicarle.

—Sé que tú eres tan valiente como tu hermano —me interrumpió y no me escuchó más.

Entonces salimos del temazcal y nos vestimos.

Así pasó el día. En la tarde, al oscurecer, recibimos a la novia de mi hermano, que venía con su familia. Formaban un cortejo muy vistoso y todos nuestros vecinos se asomaron a sus puertas para admirarlo. Al frente venían sus padres, vestidos con mantas finas y plumas azules y rojas. El padre había sido un gran capitán y era ahora un calpixque del palacio del emperador Moctezuma. Detrás venían las ancianas venerables de nuestro barrio de Yopico, las abuelas queridas y admiradas por todos. La novia venía al final, con la cara pintada de amarillo brillante y los brazos cubiertos de plumas rojas. Su cabello largo brillaba con los aceites y perfumes que le habían untado. Se veía muy hermosa. Todos le gritaban que era una afortunada.

El cortejo entró al patio de la casa y los novios se juntaron y se acercaron al hogar. Ahí les ataron las mantas que llevaban puestas y les dieron a comer un solo tamal para los dos. Así fue como se convirtieron en esposos. Eso no lo vi yo, pues no alcancé a entrar a la cocina. Me quedé en el patio, entre los invitados, admirando los tambores y los caracoles de los músicos. Después, mi hermano y su esposa se retiraron a una habitación y se encerraron. Tenían que hacer cuatro días de penitencia y sólo podrían salir al quinto.

Pero no pensé más en ellos. Empezó el banquete. La gente se acercaba a los calderos y tomaba tamales y tortillas con mole con carne de guajolote, pues entonces no teníamos gallinas de Castilla. Luego se reunían a conversar. Los ancianos seguían sentados bajo el árbol a beber pulque y traían a cuento mil cosas. Se veían alegres, quizá habían olvidado su conversación. Yo tomé atole de chía endulzado con aguamiel. Después sirvieron el chocolate y empezó la danza. La música sonó durante toda la noche y no dejamos de cantar y bailar. Mi padre era el más contento y sus risas se escuchaban por todo el patio.

No dormí esa noche, hijos míos, y en la mañana muy temprano me fui de la casa, pues tenía que volver a mi calmécac, el de Yopico, donde yo vivía y hacía penitencia, como les contaré más adelante.

Mientras contaba la historia de la boda de mi hermano Cuahuitlícac, mis nietos no dejaron de verme para no perder un solo detalle. Recordaba tan bien todo lo sucedido aquel día, que a veces no sabía si era un viejo que se acordaba de cuando había sido niño o un niño que imaginaba que algún día sería viejo.

En cuanto terminé de hablar llegaron a la casa los parientes de la novia de mi nieto. Venían arreglados de la manera más elegante, aunque ya no usaban las antiguas plumas ni las viejas mantas de colores. Los recibí y me sentí muy orgulloso. La familia de la novia de mi nieto era tan conocida y tan buena como lo había sido la familia de la novia de mi hermano: el padre era un principal, encargado de recoger los tributos de todo el barrio para entregárselos a los españoles.

Ella era muy hermosa. Estaba recién bañada y perfumada y llevaba ropa de algodón muy fina, como la que usan las mujeres de los españoles. A su alrededor había muchas niñas, vestidas todas de blanco, con palmas en las manos. Los vecinos también se asomaron a verlo todo.

Pero ahora la boda no se hizo en la cocina, frente al hogar. Fuimos todos a la iglesia de nuestro barrio, la capilla del Espíritu Santo, construida en el mismo lugar en el que antes estaba el templo y el calmécac de Yopico. Ahí nos esperaba un fraile. La ceremonia fue rápida, porque había muchas otras parejas de indios que se querían casar ese día. Pero ahora yo estuve en el mero centro, muy cerca de mi nieto y de su esposa.

Después regresamos a la casa para comer tamales y mole, con carne de gallina de Castilla.

A mi nieto Francisco le regalé mis tesoros, cosas que había guardado durante años para él. Le di telas de Flandes de las más finas, con brocados y dibujos, varias monedas españolas de oro y la espada que me regaló un oidor hace ya mucho tiempo, cuando ayudé a construir la casa de la Audiencia.

Bebimos un poco de chocolate, aunque está tan caro siempre que apenas alcanzó para un trago para cada invitado. Los hombres seguimos tomando pulque. Los músicos empezaron a tocar sus vihuelas y sus trombones, los instrumentos nuevos que han traído los españoles. Todos bailaron durante varias horas mientras yo los veía desde mi lugar junto al fogón. La gente se acercaba a conversar conmigo y yo me quejaba de la música ruidosa y horrible que escuchan ahora los jóvenes. Todos reíamos.

Entonces volví a recordar la boda de mi hermano y me sentí muy triste, hijos míos, porque pensé que ya habían muerto todos los que estuvieron conmigo ese día. Mi dolor es como los rescoldos de un fogón que siguen dando calor mucho tiempo después de que la lumbre se ha apagado. Cada vez que recuerdo el mundo de mis padres y mis abuelos, el mundo de los antiguos mexicas, antes de que llegaran los españoles, siento la misma tristeza en lo más profundo de mi corazón.

Estaba pensando en eso cuando se aproximó mi nieto Domingo, que es el hermano menor de Francisco. Se sentó junto a mí y apoyó su cabecita en mi brazo. Después de un rato volteó a verme.

—Abuelo. Esta fiesta se parece mucho a la fiesta que hicieron cuando se casó su hermano.

—Sí, hijo, sólo que ahora ya soy viejo.

—Y dígame, ¿qué más ha cambiado?

Cuando vi sus ojos curiosos supe que tenía que contarle lo que había visto, que era mi deber escribir esta historia para que todos mis nietos y luego los nietos de mis nietos supieran siempre lo que sucedió con nosotros los mexicas, y también lo que sucedió conmigo y con mi hermano Cuahuitlícac y con mi padre y con los hombres y mujeres del barrio de Yopico. Entonces resolví escribir este relato.