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ÓSCAR GUARDIOLA RIVERA

Cómo construir
sociedades

Diez cosas que nunca
nos dicen sobre la paz
y la guerra

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Reservados todos los derechos

© Pontificia Universidad Javeriana

© Óscar Guardiola Rivera, Hollman Morris

Coordinación editorial:

Irina Florián

Corrección de estilo:

Nelson Arango

Diseño de pauta y diagramación:

Kilka Diseño Gráfico

Diseño de cubierta:

Santiago Mosquera

Desarrollo:

Lápiz Blanco SAS

Primera edición: Bogotá, D.C.,

diciembre de 2014

ISBN: 978-958-716-753-5

Número de ejemplares: 400

Impreso y hecho en Colombia

Printed and made in Colombia

Editorial Pontificia Universidad Javeriana

Carrera 7a núm. 37-25, oficina 13-01

Edificio Lutaima

Teléfono: 3208320 ext. 4752

www.javeriana.edu.co/editorial

editorialpuj@javeriana.edu.co

Bogotá, D. C.

Guardiola Rivera, Óscar

Cómo construir sociedades: diez cosas que nunca nos dicen sobre la paz y la guerra / Óscar Guardiola Rivera/Hollman Morris. --1a ed.-- Bogotá: Editorial Pontificia Universidad Javeriana, 2014.

174 p.; 11 cm X 21 cm.

Incluye referencias bibliográficas (pp. 169-172).

ISBN: 978-958-716-753-5

1. GUERRA Y SOCIEDAD. 2. GUERRA. 3. DEMOCRACIA. I. Pontificia Universidad Javeriana-Instituto Pensar.

CDD                 303.66 ed. 21

Catalogación en la publicación - Pontificia Universidad Javeriana. Biblioteca Alfonso Borrero Cabal, S.J.

dff.                                                 Diciembre 16 / 2014

Prohibida la reproducción total o parcial de este material,

sin autorización por escrito de la Pontificia Universidad Javeriana.

Para abrir las ciudades

Óscar Guardiola Rivera hace parte de esa inmensa mayoría de colombianos que no conocen un solo día de paz en su país. Él y yo pertenecemos a esa generación de colombianos a la que nos mataron los sueños a finales de la década de los ochenta del siglo pasado y que sin embargo, en vez de resignarse al pesimismo y los instintos de destrucción, rápidamente se inventa otro sueño más grande y poderoso: la Constitución Política de 1991. Esa búsqueda de sueños y sabiduría, tanto como el impacto personal y colectivo de la guerra, lo hace radicarse durante años en tierras inglesas. Con los sueños que cargaba en sus mochilas, y los encontrados en esas tierras, se reinventa hasta convertirse en unos de los pensadores jóvenes más brillantes de Iberoamérica.

Así lo reconoce el periódico inglés The Guardian, uno de los más leídos e importantes del mundo anglosajón. En octubre de 2014, este diario británico incluyó a Óscar Guardiola Rivera entre los autores más vendidos del país gracias a su último libro. En 2010, el Financial Times había recomendado otro de sus libros, el genialmente titulado What if Latin America Ruled the World? como uno de los mejores en el género de no-ficción durante ese año. El libro fue galardonado con el Premio Frantz Fanon, que compartió con nadie menos que Gabriel García Márquez.

En diciembre de 2013, el dominical The Observer seleccionó su reciente Story of a Death Foretold como uno de los mejores libros de crónica del año; y como ya he anotado, en la tercera semana de octubre de tal año ese título logró lo que ningún otro autor latinoamericano de esta generación, de ficción o no ficción, al entrar en la lista de los más vendidos en Inglaterra. El crítico del Washington Post había calificado Story of a Death Foretold como "fascinante”. En el también estadounidense The Nation, la crítica literaria y antigua redactora del London Review of Books, Lorna Scott-Fox, afirmó que se trataba de una historia "inspiradora”, capaz de mover a sus lectores a cambiar las cosas. A mediados de 2014 el libro fue seleccionado en la lista corta del premio Bread & Roses en Londres. Para rematar, Booklist, la revista de la prestigiosa Asociación de Bibliotecarios Americanos, dijo de Guardiola Rivera: "Tiene una historia importante que contar... y la cuenta muy bien”.

Se trata de un logro impresionante que pone muy en alto el nombre de Colombia en el mundo. Quizás por ello fue reconocido en 2014 como uno de los cien colombianos más destacados e influyentes en el exterior. Ya es hora de que uno de los mejores contadores de historias, pensadores y cronistas de Colombia, reconocido en el mundo de habla inglesa como una de las voces noveles más importantes de la crónica, el análisis político y la filosofía del continente latinoamericano, también lo sea por los lectores de su país de origen. Este ensayo, que ha escrito en su lengua materna especialmente dedicado a los esfuerzos que sus compatriotas realizamos por alcanzar la paz, debería consagrarlo.

Su tesis es simple: Debemos aprender de figuras ejemplares como John F. Kennedy, Martin Luther King, y Salvador Allende, quienes con firmeza se rehusaron a ceder ante la tentación de la violencia desatada. Pero también debemos aprender de quienes, como el caribeño Frantz Fanon antes, o Gabriel García Márquez y Julio Cortázar durante las deliberaciones del II Tribunal Russell, nos enseñan que allí donde persiste la injusticia la lucha continúa. Por ello, y sobre todo, debemos aprender de quienes distinguen entre una "paz negativa”, atenta solo a una versión muy reducida de los derechos y las libertades, que se niega a discutir las dimensiones sociales y económicas más profundas del conflicto, como el despojo y el desplazamiento, de otra que Guardiola llama "positiva”.

Si bien es cierto que en el primer caso, el enfoque en la responsabilidad criminal puede ayudarnos a establecer la obligación de quienes violaron los derechos civiles y políticos de tantos y tantas, también lo es que solo si optamos por una paz constructiva, innovadora e inventiva como la generación que se inventó la Séptima Papeleta y la Constitución del 91, una paz que parte del reconocimiento del otro para llegar a la aceptación de lo que ha sido tomado de otros y la necesidad de restituir, solo entonces habremos dispuesto las bases para una paz duradera. Positiva.

Guardiola nos recuerda que a esta última aspiraban los principios de Núremberg nacidos del Holocausto y las guerras mundiales; y fue a esta última que se refirieron los grandes escritores latinoamericanos, García Márquez, Cortázar y Juan Bosch, entre otros, cuando asumieron, con los aborígenes del continente, con los más golpeados y despreciados, el reto de reinventar el legado de Jean-Paul Sartre y Bertrand Russell para la época de los que Cortázar llamó "vampiros multinacionales”.

La clave de la paz positiva y duradera está en ir más allá de los debates sobre impunidad y responsabilidad criminal, y más acá del lenguaje supra-terrenal y muchas veces abstracto del perdón, el olvido, y la reconciliación sin respeto o dignidad para las víctimas por parte de quienes se han beneficiado económica y políticamente de la guerra. Se trata, pues, de volver a la tierra. Ello quiere decir, por una parte, conectar la responsabilidad de los "vampiros” de que hablara Cortázar en 1975 con las herramientas más corrientes de los derechos humanos y la justicia transicional hoy, con el fin de dar lugar a la verdad y la restitución. Por otra, dar lugar a una interacción diferente entre tierra, ciudades y campo. Ello quiere decir, en una frase, abrir las ciudades; dar lugar a ciudades no segregadas ni excluyentes.

Volveré más tarde sobre esto último. Para comenzar deberíamos preguntarnos: ¿pero cuál verdad?, ¿qué restitución? Guardiola Rivera piensa que son los escritores latinoamericanos del II Tribunal Russell, y a través de ellos el legado más amplio de las que llama "literaturas del dinero”, cuyo origen se confunde con el comienzo mismo de la escritura en estas y otras tierras en la crónica y la crítica, quienes pueden ayudarnos a encontrar respuesta a esas importantes preguntas.

Por lo pronto, Guardiola Rivera arriesga algunas verdades, que por serlo de seguro invitarán controversia: Primera, que no somos ni nunca hemos sido sociedades de inspiración europea, sino sociedades "creolizadas”, como dicen los caribeños, y mestizas, de inspiración india y aborigen. Y que no expresarlo o expresar otra cosa es condenarnos al analfabetismo existencial. Si hemos de construir sociedades en paz, afirma, deberemos comenzar por ese reconocimiento. Segunda, que hablar de reconciliación solo comenzará a tener sentido cuando el punto de partida sea el reconocimiento y la restitución. Si ello es cierto, el momento de la justicia es ahora; y constituye un insulto, sumado a la tremenda injusticia ya cometida, esperar de las víctimas que además de serlo sean ahora pacientes, pues la justicia, se supone, "toma tiempo”.

Guardiola Rivera no oculta su impaciencia frente a tales peticiones de "virtud moral” por parte de quienes hablan de los altos costos de la paz; pues en verdad, afirma, los tales solo buscan asegurarse de que el momento en el cual los beneficiarios deban pagar o restituir lo que han tomado por la fuerza tarde en llegar o no llegue nunca.1

La tercera verdad es una que me interesa mucho en este momento: hay que abrir las ciudades. Ya lo dije, el concepto de fondo aquí es el de ciudades no segregadas ni excluyentes. Ello significa que las ciudades más pujantes y progresistas, como Bogotá, deberán liderar con su ejemplo el dar los pasos necesarios para abrir el camino hacia una paz positiva y duradera.

Bogotá es el escenario de una ciudad que quiere ser abierta, es decir que se abre a las diferencias, que de los negros y blancos pasa a la ciudad multicolor. La Bogotá del siglo veintiuno no es la Atenas suramericana del diecinueve, sino la tenaz suramericana, lo que implica reconocer que también es una de las ciudades más segregadas en un continente de ciudades excluyentes. Sin embargo, hoy la marcha de esos casi siete millones de habitantes se propone acabar con los estratos sociales, ordenar su territorio teniendo en cuenta el medio ambiente y fortaleciendo lo público.

Bogotá es la ciudad receptora de mayor cantidad de víctimas en un país de víctimas y por eso esta ciudad se propone llevar a esas víctimas no a los extramuros de la ciudad, sino a sus centros económicos, allí donde están las clases pudientes, no con el fin de provocar, sino para romper con la segregación —lo que es provocador y clasista es precisamente la existencia de la segregación que condena a otros a no existir, o no hacerlo del todo— para integrar las clases antes que enfrentar a una contra las otras, para que los niños ricos interactúen en los parques con los niños pobres y aprendan unos y otros a no tenerse miedo por sus diferencias sociales. En fin, y por el contrario, para que aprendan a borrarlas. Ese es el inicio de una ciudad abierta, de un país abierto que por fin aprenda a aceptarse en las diferencias y especialmente a abrazar a sus víctimas y convertirlas en sujetos plenos de derechos.

En tal sentido, Bogotá puede ser el modelo de ciudad del postconflicto, en un momento donde el mundo la está mirando para ver cómo se construye ese modelo en la ciudad capital del conflicto más viejo del mundo. Bogotá debe entonces, y puede, convertirse en la gran capital de la paz de Iberoamérica.

Ello también quiere decir que quienes hemos tenido la fortuna de vivir en las ciudades debemos comenzar por reconocer al campo como teatro privilegiado (o mejor, infortunado) de la guerra, y a quienes en el campo —en el Urabá antioqueño, en Ovejas, Sucre, en El Salado, Belalcázar o en San José— han sufrido los embates más cruentos de la guerra; a reconocerlos y reconocernos en ellos, como iguales.

Ese es el primer paso. El segundo consiste en que una vez dado el reconocimiento podremos comenzar a trabajar en construir relaciones diferentes entre la ciudad y el campo colombianos. A encontrar qué cosas podemos hacer juntos y de mejor manera. En las ciudades podemos aprender del campo que necesitamos más campo y más verde, más parques. Parques pequeños, pero numerosos y amigables para las familias jóvenes, los mayores, y la comunidad que se construye precisamente alrededor de esos espacios. Quienes residimos en los centros urbanos podemos aprender que nuestros espacios no tienen por qué dividirse a la manera de las diferencias de clase de antaño, unos arriba o al norte y otros al sur o debajo, de manera que consideremos posible, y más que posible deseable, el que clases diversas compartan un mismo espacio urbano, y ¿por qué no?, hasta un mismo estrato. En las ciudades podemos aprender del campo, y de los indígenas y los y las afro-latinoamericanas, que construir sociedades es también construir un medio ambiente propicio y que entonces debemos buscar maneras de movilizarnos que no nos maten de asfixia y de rabia por los trancones y el hacinamiento en el transporte. Quizás debamos aprender a movernos más lento, sobre dos ruedas como hacen nuestros campesinos en sus bicicletas. De seguro no será más lento que nuestros proverbiales trancones causados porque hemos optado por tener más carros, con lo cual, por supuesto, todos terminamos por movernos más lentamente y dar al traste con cualquier plan de red vial o de transporte masivo. Podemos aprender a desacelerar y dar un paso a la vez, y gradualmente encontrar cosas que podemos hacer juntos.

En otras palabras, dice Guardiola Rivera, quien encuentra inspiración para sus ideas pioneras en el pasado aborigen, entre otros, se trata de entender que la "reconciliación” no es un evento, algo que sucede de una vez y para siempre. No es una excusa o pedir perdón, dice Guardiola Rivera, aun cuando el dar excusas y el pedir perdón sea necesario. Y sobre todo, nos dice, no se trata de llenar palabras como "paz” con sentimientos tristes como la mera tolerancia, la simpatía y la caridad; pues estos carecen de respeto y dignidad, y aunque de labios para afuera expresen admiración tienen mucho más que ver con la envidia.

Cuando se trata de las víctimas —las gentes del campo, los desplazados en las ciudades, quienes han sido despojados, nuestros indígenas, las mujeres, las comunidades negras del Pacífico... la enumeración amenaza el absurdo— la "simpatía” de los que Guardiola Rivera llama outsiders, sin pedido de disculpas, es la nueva forma del racismo, la discriminación, el clasismo, la desigualdad y el resentimiento. En suma, la nueva forma de la guerra. Y quienes la practican no tienen pudor alguno en llamarse a sí mismos creyentes y demócratas, aunque nieguen a otros su existencia.

¿Pero qué podrían significar la paz o la simpatía si vienen precedidas por la negación de la existencia de otros? Este libro habla de muchas cosas. Habla de la democracia y las constituciones —en particular la del 91, de la cual Guardiola Rivera fue protagonista junto al movimiento estudiantil de la época. Habla del amor y del sexo, y por improbable que parezca, de lo mucho que tienen que ver con la política, en el buen sentido de la palabra, que Guardiola defiende como más cercano a "popular” antes que "populista”. Habla de literatura y de "escrituras”, en plural y en general, como espacio y vehículo de la voluntad general. Habla de diez cosas que se necesitan para construir sociedades de paz. Pero creo que en últimas habla de una sola: existir. Existir como sociedad, como pueblo y pueblos, en el plural. Existir en paz. En ciudades abiertas.

Estamos avisados por Guardiola Rivera: no será tarea fácil. ¿Pero a quién le gustan los problemas fáciles? Ciertamente no a gente como él. A Guardiola —o a "Pocho”, como lo conocemos sus amigos desde aquel día en quinto de primaria cuando firmó con ese seudónimo uno de sus primeros cuentos— lo atormenta, lo trasnocha, llora y sueña con la paz de Colombia. ¿Qué colombiano sensato no lo hace? Todos hemos sido marcados por el conflicto que vive nuestro país de una manera u otra. Pero hoy hay una generación que se levanta decidida a no tolerar un día más de guerra. Guardiola Rivera es un inspirador de esas nuevas generaciones de latinos, de colombianos, a los que invita a encontrar, encontrarse y reinventarse en sus raíces, en su presente, en sus memorias, desdichas y esperanzas, para inventar o reinventar un país, una nación, un continente en una tierra al alcance de los sueños de nuestros hijos.

 

Hollman Morris

noviembre de 2014

Diez cosas que nunca nos dicen sobre la paz y la guerra

Cosa 1: La democracia tiene como objeto sustituir la guerra total por una guerra ritual

Ello significa reconocer y organizar las prácticas mediante las cuales una sociedad se compone a sí misma, incluyendo las prácticas violentas, con el fin de evitar que estas se separen de la sociedad y se devuelvan contra ella al ser impuestas desde arriba por parte de quienes hablan de la necesidad de contener a un "enemigo interno”, real o imaginario, con la pretensión de acabar con el mal en la sociedad.

Quienes hablan de tal manera abusan del lenguaje, minan la confianza y la voluntad que dan origen y legitimidad al orden social, y contribuyen a nuestra incapacidad para pensar y responder en forma práctica a los males que nos aquejan. Es más, quienes hablan de tal manera desde dentro del establecimiento y creen que al hacerlo contribuyen a su existencia y conservación, a la del orden, el bien y la razón, en verdad niegan el mal y a la sociedad, y al hacerlo contribuyen no a su conservación, sino a su destrucción. Son malos conservadores, y peores ortodoxos. Ello porque la suya no es la palabra correcta que dialoga, conserva en el diálogo, y contribuye a la superación práctica de los males mediante la búsqueda de la verdad, el uso común de la imaginación creativa y la acción razonable.

Al contrario, su acción está guiada por lo que podríamos llamar el "sueño de la razón”, tomando a préstamo un término acuñado por Francisco de Goya, para quien el sueño de la razón "produce monstruos”. En su grabado del mismo nombre, de 1797, el pintor español que abrazó los ideales de igualdad, fraternidad y libertad de la Revolución francesa, en contra de muchos de sus compatriotas, expresa su horror profundo a la vista de las masacres del terror. La imagen nos muestra a un hombre a quien ha vencido el sueño en su escritorio. Se cubre la cabeza, pesadamente posada sobre la mesa, con los brazos, mientras le rodean las creaturas de pesadilla que desde la noche del mundo se agitan para horadarle la testa, murciélagos vampiros, búhos que le acechan, y un gato —¿por qué no llamarle Teodoro Adorno?— haciendo sus cosas de gato.

Las diez cosas de este libro son cosas de gato, del gato que observa rígido e inmóvil un punto en el aire en el que para la mayoría de nosotros no habría nada: ni confianza, ni orden, ni conflicto, ni paz, ni nada de nada. Las señoras inglesas, cuenta Cortázar, dirían que el gato ha visto un fantasma matinal. ¿Qué vio entonces el gato de Goya? El sueño que pinta Goya no es solamente aquel que corresponde al habernos quedado dormidos en la oscuridad de la noche o al amanecer, mientras ocurrían las masacres. Por supuesto que el sueño de quienes dormitan mientras algo terrible ocurre ya tiene mucho de trágico. Pero más sobrecogedor y terrible es el segundo significado: no es el eclipse de la razón el que produce monstruos, sino su momento más brillante y poderoso, cuando el sol se encuentra en el cenit del cielo y la razón fantasea pesadillas. Es entonces cuando la razón puede desatar la violencia, que no es otra cosa sino los demonios de la imaginación.

La razón, lo sabemos, como todas las demás instituciones humanas —como la ley y el orden, el mercado y el intercambio, la escritura y el arte— provienen de o fueron establecidas al mismo tiempo que la religión. Es en tal sentido que se afirma, por ejemplo, que quienes abusan del lenguaje y minan la voluntad general con el fin de conquistar el mal para lograr el bien, lo hacen con el pretexto de que es necesario dirigir la violencia común en contra de algún chivo expiatorio. Pero ni toda religión ni toda institucionalidad se sostiene en la firme creencia de que es necesario negar el mal, o los males, tan humanos como estos sean, en un momento final de redención y trascendencia de todo lo humano, visto como erróneo o maldito, cuya condición es la negación violenta y colectiva del chivo expiatorio.

Por ello cabe decir que la democracia cumple con su cometido cuando en vez de negar el conflicto o rebautizarlo de manera eufemística, cómica y absurda, lo nombra, y al hacerlo, lo contiene. Esto es lo que hace una constitución democrática. En tal sentido, la democracia y sus instituciones son lo contrario de y aborrecen la idea práctica de la violencia común dirigida en contra de este o aquel chivo expiatorio, llámesele "terrorista”, "populista” o "fanático”, "fundamentalista” o "enemigo interno”, o como quiera llamársele. Estos últimos aparecen en la realidad como demonios desatados por nuestra imaginación, sin duda, pero es crucial recordar que las más de las veces lo hacen para ocultar lo real. Y en nuestro tiempo, nada es más real que el dios Capital, que como se sabe, posee más derechos hoy por hoy que la mayoría de las personas. Esto es algo que también niegan quienes niegan la existencia del conflicto, y en cambio exteriorizan el mal en algún chivo expiatorio para culparlo por la crisis y la ruptura del orden. A estos falsos dioses Julio Cortázar los llamaba "vampiros multinacionales” en su novela Fantomas contra los vampiros multinacionales, fruto de la decisiva experiencia que él y un grupo de los más importantes escritores latinoamericanos, entre ellos Gabriel García Márquez, tuvieron como miembros del II Tribunal Russell. La experiencia política e intelectual plasmada en esos escritos y las deliberaciones del II Tribunal Russell es crucial para nuestros procesos de paz. Especialmente en lo que hace a la responsabilidad de las corporaciones y de quienes se han beneficiado económicamente de la guerra.

¿Quiénes son estos beneficiarios? En columnas escritas para los diarios El Espectador y The Guardian, y en sendas intervenciones radiales y conferencias en el Museo Británico de Londres y otros lugares, me he referido al costo humano de la explotación de nuestras naturalezas y recursos. Ello implica, de un lado, reconocer fenómenos tales como la "recuperación de dineros”, "retenciones” o secuestros con fines económicos, la mal llamada "impuestación” a multinacionales, el “gramaje” y control de las cadenas productivas de sustancias, y en general la construcción de economías de guerra por parte de los combatientes. Y del otro, tan o más grave que lo anterior, a los empresarios que han “usado el combate contra la insurgencia como pretexto para justificar operaciones militares y paramilitares y así generar desplazamiento forzoso que despoja a los verdaderos dueños de los territorios requeridos”.2

Según uno de los economistas más influyentes del mundo, el surcoreano Ha-Joon Chang, y la pensadora estadounidense Drucilla Cornell, entre otros, se trata aquí del tema obvio pero indecible del uso de la fuerza para “abrir” mercados y desatarles de cualquier límite moral. En un libro anterior llamado Story of a Death Foretold he encontrado que tal modelo fue establecido cuando menos desde los acontecimientos de Chile en 1973. Hoy, documentos como la Propuesta de Conpaz, Comisión de la Verdad, entregado por la Comisión Intereclesial de Justicia y Paz al presidente Juan Manuel Santos, a la sociedad y los combatientes en julio de 2014, antes citado, y numerosas denuncias periodísticas y judiciales publicadas en medios reputados como El Espectador, Forbes, por organizaciones como Greenpeace, investigados por grupos de corajudos juristas asociados a la Clínica Jurídica de la Universidad Javeriana y el Instituto Pensar, así como la propia Fiscalía General de la Nación — para no mencionar los archivos de casos judiciales en curso en jurisdicciones extranjeras— mencionan los nombres de quienes se alega han obtenido beneficios económicos del conflicto: Pacific Rubiales Energy, Perenco Colombia Ltd., Gran Colombia Gold Corp., Muriel Mining Corporation, Maderas del Darién filial de Pizano S.A., Oleoflores, Daabon Organic, Urapalma S.A., la multinacional sudafricana Anglo Gold Ashanti/Anglo American (cuya larga historia incluye desde operaciones durante el régimen de apartheid surafricano hasta el dudoso honor de ser declarada "la empresa más irresponsable del mundo” en los premios Ojo Público en Davos, Suiza), y Chiquita Brands, la antigua United Fruit Company, cuya infamia quedó plasmada en Cien años de soledad.

Dicho sea de paso, de acuerdo con lo anterior nuestros falsos conservadores son también, y como se dijo antes, peores ortodoxos religiosos. Pues lejos de dar testimonio de la verdad, se rinden al paganismo cuyo nombre en nuestra época nos ha llegado desde la antigua Grecia: pánico. Si en algo creen nuestros "negacionistas” es en el profundo terror que según los relatos antiguos inspiraba la aparición del dios Pan. Y es a este a quien producen continuamente sus febriles imaginaciones: un demonio que viene, el próximo ataque terrorista, la crisis inevitable, el bárbaro a las puertas del imperio. Y así nos convencen para que temerosos de nuestra seguridad les entreguemos nuestro consentimiento. Olvidan también, y nosotros con ellos, que el dios Pan representaba no solo una fuerza de destrucción, sino que el acto de huir en pánico también lo es de huir del pánico. Se trata del tipo de fenómeno que notaron los biólogos chilenos de los setenta en el mundo de los sistemas naturales, y después de ellos algunos antropólogos de la religión, críticos literarios y, antes que ellos, sus informantes nativos: que existen momentos en los cuales el desorden interno — y no hay otro tipo de desorden— da un paso más allá de sí mismo y puede contemplarse, como si así fuese, desde fuera.

Este otro ejercicio de la imaginación que hace visible lo real en vez de ocultarlo es diferente del sueño del que trató Goya, pues antes que desatar a los monstruos, los ata una vez más bajo una nueva orientación, en la dirección de un orden nuevo, positivo y justo, sostenible, con razón. En este caso, el desorden causado por nuestros comportamientos individuales desordenados y los de las partes en conflicto es puesto en una relación jerárquicamente inferior respecto del orden nuevo que los contiene y los supera.

Este es el momento que actualmente vivimos en Colombia. Tras haber huido en pánico, ahora observamos nuestro terror y nuestro desorden como si fuese desde afuera, y buscamos contenerlo. Ello para dar lugar a un orden diferente y más justo, en el cual no tengan lugar ya ni el sacrificio del chivo expiatorio, ni las economías de guerra, ni los beneficios destructivos, ni las fuerzas negativas de quienes los imaginan. A eso, antes que a una imagen de la libertad sin impedimento alguno, es a lo que llamamos paz y su proceso. Significa reconocer que en tiempos de crisis global, como ocurre entre nosotros desde 2008 si es que no antes —esto es, tiempos de pánico de mercado— es el comportamiento de masas y la voluntad general de acción lo que cuenta. Antes que conformarnos con la unidad y el Uno, habremos de formar entonces un nuevo pacto social desde afuera, desde el punto de vista del expulsado, del espectador en el mercado, y del espectactor en el teatro.

Corolario 1