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Índice

 

 

 

 

Portada

Nota preliminar

Prólogo

Recuerdos de un periodista centenario

Charles de Gaulle

Simenon

Vuelos de prueba y otros viajes exóticos

Franco y las bicicletas

Luis Miguel Dominguín de caza con Franco

París

Balenciaga y otros diseñadores de moda

La época de Saint-Germain-des-Prés

Con Picasso en Cannes

Juan Carlos, de cadete a Rey

La Bélgica de Balduino y Fabiola

En Brasilia con el presidente Kubitschek

Viajes a la cerrada URSS

Viajes al Japón

El entierro de Kennedy

Con el Papa en Tierra Santa y en la India

El rey Faysal de Arabia Saudí

Palomares y Efe

Equilibrios en el mar de China

La experiencia del 'Tele/eXprés'

'Le sourire de la Catalogne'

Un vuelo con el general Prim

Pau Casals y la televisión

La China de Mao

Cuando el Rey 'reinó'

Los años de UCD

Tarradellas y la transición

África de primera mano

El 23-F vivido

OTAN, de entrada no

Col·legi de Periodistes de Catalunya

Sobre el libro

Sobre el autor

Créditos

Nota preliminar

 

 

 

 

La edad, con sus limitaciones, ha contribuido a que este libro aparezca con un retraso que no estaba previsto cuando se publicó en 2006 Memorias de un espectador, el cual, como terminaba con temas y situaciones no más allá de 1950, invitaba a pensar en un segundo volumen. Pero si Cervantes tardó diez años en acabar una segunda entrega, me perdonarán la dilación cuando además no se trata tan siquiera de una continuación. Si hubiera seguido el ritmo expositivo del primer libro, no habría bastado ni un segundo libro ni un tercero.

Cien años de sociedad tiene vida propia, sin vínculo con una obra anterior ni perspectiva de preceder a ninguna otra. Recoge trazos que corresponden a la segunda mitad del siglo pasado, pero sin lazos muy estrictos con la cronología. Memorias, todo lo son cuando recordamos acontecimientos pretéritos. Pero una cosa es sistematizar el tiempo y otra dejarse llevar por los recuerdos que están ordenados en el cerebro como tomos en una estantería. Estos son, pues, capítulos sobre acontecimientos de mi vida recordados con la libertad de un escritor que está a punto de dejar atrás el hecho de ser nonagenario.

 

 

Carles Sentís

Prólogo

 

 

 

 

 

Cuando hace algunos meses recibí en mi despacho del Club de Madrid la llamada de mi buen amigo Jaime Arias, no podía imaginar que el objeto de la misma era ofrecerme la posibilidad de escribir el prólogo del nuevo libro que estaba a punto de publicar Carles Sentís. Por supuesto, no podía, ni quería, negarme a aceptar este honor, pero inmediatamente surgieron en mi mente algunas dudas. ¿Era yo realmente la persona indicada para asumir esta tarea?

 

Conocía evidentemente la trayectoria profesional, política y diplomática del autor, pero mis últimos contactos con él se remontaban a varios años atrás, cuando mi mujer y yo habíamos disfrutado de su hospitalidad en su casa de la Costa Brava en tiempos en que veraneábamos aún en Llafranc, antes de regresar a una infancia nunca perdida en aquel Camprodon que mi bisabuelo, Bartolomé Robert, recomendaba, entre otras razones por su “humedad seca”.

 

Si a veces amigos comunes me hablaban de él, me contaban que aún le veían por las aguas de Calella pilotando bravamente un gondolís con bandana de pirata en la frente adornada además –como más tarde me enteré– por una hoja de marihuana… por supuesto sin tener la menor idea de ello. Me decían también que seguía empeñado en dar la razón a Gabriel García Márquez cuando escribía que “la vida no es solo lo que uno vive sino lo que uno recuerda y cómo lo recuerda para contarlo”.

 

Pero lo que no podía imaginar y lo que, aliviado y apasionado, fui comprobando al leer el texto de las memorias era que, salvando espacios y tiempos, muchas de las experiencias y muchas de las personas que habían marcado la vida de Carles Sentís me resultarían tan curiosamente próximas.

 

Cuando evoca por ejemplo la figura del embajador Casa-Rojas, no pude dejar de recordar una divertida anécdota: cuando el año 1959 tuvo la amabilidad de recibir a mi promoción en nuestro viaje de fin de la carrera de Derecho en aquellos espléndidos salones de su residencia de la Avenue Georges V, el embajador Casa-Rojas nos preguntó: “¿Alguno de ustedes piensa ser diplomático?”. Y ante nuestro silencio –yo por entonces pensaba hacer oposiciones a la abogacía del Estado– nos dijo: “Pues entonces tal vez alguno llegará a ser Embajador”.

 

Cuando leí el capítulo titulado “OTAN, de entrada no” en el que se refiere al referéndum que, llegado el PSOE al poder, decidió organizar Felipe González, no pude tampoco dejar de pensar en aquellos difíciles meses cuando, como subsecretario de Asuntos Exteriores, tuve que contribuir en la medida de mis posibilidades a explicar el porqué de las condiciones que el llamado modelo español exigía para nuestra permanencia en la Alianza.

 

Y sobre todo, lo que más me impresionó fue el altísimo número de amigos a los que cita el autor y que habían enriquecido también mis recuerdos, a veces ligados íntimamente a la memoria de mi padre. Como Alberto Puig Palau, como Mauricio Torra Balari, con su gran erudición recibiéndonos en su piso de la rue du Bac, como Xavier Valls, el gran pintor y delicioso conversador, a quien tuve el privilegio de conocer en París poco antes de que nos abandonara, como Enrique Tierno Galván, el viejo profesor, en mucho responsable de mi ingreso en la carrera diplomática, como Ángel Zúñiga, siempre divertidamente impertinente quien, tras una interpretación de El Relicario por una conocida artista en los salones del cónsul general de España en Nueva York, comentó en voz muy alta: “Esto, la que lo cantaba bien era Raquel”.

 

Si hay una ciudad en la que los recuerdos de Carles Sentís y los míos propios se confunden estrechamente, esa ciudad es París. Y no sólo cuando habla de nuestra embajada y sus titulares, sino en especial cuando evoca Saint-Germain-des-Prés o el Quai des Orfèvres y la Place Dauphine del comisario Maigret, el Pont Neuf o la Brasserie Lipp. ¿Cómo dejar de revivir los tres últimos años de mi larga vida diplomática pasados en la ciudad, para mí, más hermosa del mundo?

 

Tras la lectura de las páginas de esta obra no hay más remedio que concluir que el cúmulo de experiencias que, a lo largo de los años, fue atesorando Carles Sentís es realmente asombroso. Y no sólo por las fases en que jugó un papel de gran importancia en la historia reciente de nuestro país, como el que protagonizó en los primeros contactos entre el president Tarradellas y el presidente del Gobierno español Adolfo Suárez así como con el Rey. Y no sólo tampoco por los puestos de responsabilidad que desempeñó en la política, en la diplomacia o en el periodismo, sino sobre todo por haber tenido el privilegio de ser testigo de momentos inolvidables junto a personalidades de todo género.

 

A este último capítulo pertenecen, entre otras múltiples anécdotas que relata Carles Sentís, su primer encuentro con el general Franco y su curioso y sorprendente interés por el ciclismo, o la que le sitúa en una recepción con motivo de la fiesta nacional en París, cuando el embajador le encargó que diera conversación al nuncio de Su Santidad que “está un poco perdido” y que resultó ser después el maravilloso Juan XXIII, o la de su baño en las aguas de Palomares junto al ministro Fraga Iribarne y el embajador norteamericano Biddle Duke o la de su entrevista con el rey Faysal de Arabia Saudí dos meses después de destronar a su hermano mayor Saud y poco antes de ser asesinado por su sobrino.

 

En un momento determinado, declara Carles Sentís en este libro que “no me quería convertir en un político profesional, sino que había aportado mi colaboración dentro de una etapa política para volver al periodismo”, que era su opción fundamental. Creo que algo semejante podría decirse de su paso por la diplomacia, a la que dedicó también su gran capacidad de trabajo y su habilidad para las relaciones humanas.

 

Es cierto, como escribe, que en el mundo de los diplomáticos de carrera existe a veces cierta resistencia ante los denominados embajadores políticos. Esta actitud, que podría estar justificada en ciertos casos, no lo está en absoluto cuando un nombramiento de este género tiene una clara razón de ser, como fue el caso de Juan Antonio Samaranch, extraordinario embajador en Moscú, o el del propio Carles Sentís como embajador itinerante.

 

La vida del autor de estas memorias es pues un tesoro riquísimo de experiencias de todo género que quedan muy bien recogidas en estas memorias redactadas cuando ya ha alcanzado una edad y experiencia envidiables, una edad a la que sería aplicable aquella frase de un viejo sabio saudí: “Cuando te haces viejo pierdes las ilusiones, pero sólo te haces viejo si pierdes las ilusiones”.

 

 

Fernando Perpiñá-Robert

Recuerdos de un periodista centenario

Cien años de sociedad

Charles de Gaulle

 

 

 

 

Había visto a De Gaulle en circunstancias excepcionales, tanto cuando lo conocí en el palco del estadio de fútbol de Brazzaville, como después como corresponsal en la Segunda Guerra Mundial donde combatió. De vez en cuando, en Argel, nos concedía una conferencia de prensa y era admirable seguir sus razonamientos, para cuyo despliegue utilizaba un idioma riquísimo. A veces empleaba términos antiguos que la gente desconocía, lo que se explicaba por su formación clásica, tanto literaria como militar. Desde una edad temprana era conocido como monarquizante –leía L’Action Française– y, sin dejar de ser fiel a la República, sostenía teorías muy personales. Sobre todo en cuestiones técnicas o militares, donde se opuso al concepto de guerra defensiva, que era la tónica del Estado Mayor. Fue él quien creó la guerra de movimiento. Es decir, romper el frente en un punto determinado y profundizar hacia la retaguardia del adversario, sirviéndose de vehículos ligeros todo terreno, como por ejemplo motocicletas con sidecar. El Estado Mayor no estaba de acuerdo con esas teorías y otorgaba más confianza a la Línea Maginot, unas fortificaciones fantásticas que cubrían toda la frontera franco-alemana. Y he aquí que las teorías de De Gaulle fueron las que aplicó al pie de la letra el ejército alemán, que atacó por Bélgica. Los franceses fueron invadidos, pues, según las reglas técnicas configuradas un día por De Gaulle. La población civil del norte y de París se lanzó hacia el sur en su huida por carreteras y autopistas, colapsando todo movimiento del ejército francés. Paul Reynaud se apresuró a nombrar al coronel De Gaulle jefe de operaciones, pero a duras penas tuvo tiempo de tomar posesión pues todo se hundió cuando los ingleses, que previamente habían desembarcado tomando posiciones para defender Francia, se vieron obligados a reembarcar sus fuerzas en Dunkerque.

Como también es sabido, tras firmar el armisticio, los franceses desolados oyeron por Radio Londres (BBC) una voz conmovedora: “Hemos perdido una batalla pero no la guerra”. Pocas veces se ha dicho algo tan esperanzador...

El mariscal Philippe Pétain siempre demostró interés por Charles de Gaulle, al que nombró profesor de Estudios de la Defensa. Además Pétain fue padrino en el bautizo del hijo de De Gaulle, que por eso también se llama Philippe.

El día o, mejor, la noche más dramática que presencié fue cuando, llamado De Gaulle por la Asamblea Nacional y el presidente de la República, René Coty, para ser convertido en instrumento de renovación, en principio aceptó, pero exigiendo una serie de condiciones. En realidad los cambios que pedía De Gaulle equivalían a la muerte de la IV República y al nacimiento de la V. Sucedió el día 5 de junio de 1958. Hacía tiempo que Francia se hallaba en una situación muy difícil. Se producían crisis de Gobierno cada dos por tres. Había diputados socialistas, pero eran más numerosos los comunistas, y por su lado los de formaciones republicanas se peleaban entre sí. Resultaba muy complejo, pues, mantener un Gobierno. Debe recordarse que en aquellos momentos la guerra de Argelia –entonces no se la llamaba guerra, pero lo era– había alcanzado una gran virulencia. Tuvo lugar la batalla denominada de Argel, que demostró hasta que punto los argelinos del FLN (Frente de Liberación Nacional) tenían recursos y se movían como guerrillas urbanas, pues encontraban refugio en la Casbah, o sea, el barrio llamado indígena donde todo estaba comunicado entre terrazas y sótanos.

 

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Carles Sentís junto a Carlos de Rafael saliendo de la estación de metro Mirabeau, en París, frente a la plaza que un grupo de comerciantes catalanes de la capital francesa consiguieron que se bautizara con el nombre de ‘place de Barcelone’

 

No hacía demasiado tiempo que, con otros corresponsales, nos habían llevado a un lugar del desierto argelino donde unos ingenieros habían encontrado un importante yacimiento petrolífero. El descubrimiento constituía una razón suplementaria para que los franceses quisieran conservar Argelia pero, al mismo tiempo, era también un motivo para que los combatientes argelinos se lanzaran a la lucha a vida o muerte. Se debían enviar más tropas a Argelia, pero Francia, acabada la Segunda Guerra Mundial, no se veía con ganas de volver a luchar como lo acababa de hacer por retener Indochina. Esta experiencia había resultado negativa y los franceses sufrieron un duro revés en un pequeño valle denominado Dien Bien Fu.

Fue entonces cuando el personal político recordó que doce años antes De Gaulle, fastidiado con lo que él consideraba “politiquería”, había abandonado la presidencia del Gobierno y se había retirado a su casa, concretamente al pueblo de Colombey-les-deux-Églises. “Si queréis, ya sabéis dónde estoy”, dijo. Fue en aquellos momentos cuando, a toda página, publiqué en el ABC un artículo titulado “Au revoir, mon général”. Muchos estuvieron en desacuerdo y quedé como un iluminado que pensaba que en Francia, donde siempre han surgido políticos extraordinarios, necesitaban aquel general un tanto extravagante. Pasó algún tiempo y Francia conoció buenos gobernantes y otros no tan buenos. El asunto más grave era la situación de Argelia. Obligada Francia a liberar Marruecos y Túnez, quería conservar Argelia como una especie de provincia en la que vivían cerca de tres millones de franceses o europeos que habían contribuido a modernizar un país que ya era casi más europeo que africano en ciertos aspectos.

Aunque las cosas estuvieran muy mal, y algunos diputados apuntaran la posibilidad de llamar a De Gaulle, otros –sobre todo comunistas y socialistas– se resistían. Finalmente, y en gran parte por el peso del presidente de la República, se tomó por votación la idea de llamar a quien había salvado a Francia ya una vez convirtiéndola en uno de los países victoriosos de la Segunda Guerra Mundial. En 1958, De Gaulle ya no era aquel hombre delgaducho de Argel, sino que había engordado bastante. Había adquirido, además, una dicción menos seca y en su lenguaje se inclinaba por modulaciones más suaves. Por eso aquella noche, cuando hablaba desde la tribuna, un diputado comunista dijo: “en Argel fue la sedición –cuando se erigió en jefe del Gobierno de Francia– y hoy es la seducción”, donde se refería a su voluntad de convencer a los diputados de algo que parecía imposible: cambiar la estructura constitucional. Esta era la situación: él aceptaba, como se le pedía, el Gobierno de Francia, pero no tal y como estaba organizada la estructura política, sino que exigía emprender algunas reformas que equivalían a una República semi-presidencialista. Se respetaría el Parlamento, que elegía al jefe de Gobierno, pero a su lado figuraría un presidente de la República que no era representativo, sino ejecutivo. El presidente, por otra parte, se reservaba la iniciativa en política internacional. El hecho de que el presidente de la República pudiera tener un color político y el presidente del Gobierno otro, era visto por De Gaulle como una ventaja para tomar unas decisiones políticas más equilibradas. Además, con el afán de evitar crisis de Gobierno, el presidente de la República, votado directamente por el pueblo, debía permanecer en el cargo un septenio y no un cuatrienio. O se aprobaban sus propuestas, o se volvía a casa. Al mismo tiempo, sin embargo, adoptaba maneras nada dictatoriales y cuando algunos le criticaban en ese sentido decía: “A mi edad no se empieza una carrera de dictador”. A los pocos días, ya instalado en el palacio del Eliseo, en una conferencia de prensa repitió esta frase que aquella noche había escuchado poca gente. La frase dio la vuelta al mundo.

Parecía que todo estaba decidido y él ya había abandonado la Cámara cuando, de pronto, volvió atrás. Pidió que la sesión continuara aquella noche en lugar de dejarla para el día siguiente. Había un proyecto de ley que, dado el planteamiento, podía hacerle perder una votación. Quiso rectificar sobre la marcha y pensó que si no retomaba el auditorio en caliente, se exponía a complicaciones. Fue entonces cuando se volvió más persuasivo y próximo y, por lo tanto, la seducción de la que había hablado el diputado comunista se acentuó. Incluso Mendès France, el diputado que había pronunciado el mejor discurso de oposición al plan de De Gaulle, cambió de opinión y después de escucharlo nuevamente, aceptó las modificaciones de lo que ya se denominó la V República.

A la última votación siguió un espeso silencio. De pronto se rompió por una voz surgida de la tribuna pública. Fue una voz femenina que con un profundo suspiro de liberación gritó: “¡¡Ah!!”... Los diputados comunistas desde sus escaños se dirigieron hacia la tribuna pública protestando airadamente contra aquella exclamación de una señora elegante. Así acabó la sesión de la Asamblea Nacional. De madrugada, saliendo hacia la plaza de la Concordia, pensé en la parte personal de aquel acontecimiento histórico. Doce años después había resultado profético mi artículo, que fue publicado nuevamente en el ABC y también en Clarín de Buenos Aires, del cual era corresponsal en París. Su director muchas veces me había tomado el pelo sobre mi convencimiento de un retorno de Charles De Gaulle.

Si Paul Reynaud hubiera podido dar a De Gaulle el mando antes de que empezara la verdadera guerra, en 1940, las cosas habrían tomado un rumbo muy distinto.

 

La ‘place de Barcelone’

Fue una media victoria aunque los promotores lo consideraran un éxito total. Unos barceloneses de vieja raigambre en París y yo mismo intentamos restablecer un equilibrio inexistente: mientras en Barcelona hay una calle París en el Eixample, en París no existía correspondencia.

Para negociar una calle o plaza para Barcelona en un París de principios de los sesenta, no cabía esperar ayudas políticas o diplomáticas puesto que una cierta enemistad franco española, por lo menos oficial, se mantenía. Pero siempre puede haber un atajo, y eso es lo que vieron unos pocos catalanes de la cámara de comercio española en París, con tintes poco políticos. El más fuerte económicamente era Joan Garrolera, dueño del hotel Montabor, que pudo considerarse, a lo largo del siglo XX, el vivo espejo de la política española: cuando llegaban refugiados monárquicos hacían sus maletas los republicanos, y con la Guerra Civil aumentó el trasvase. Garrolera era de Arbúcies, aunque la referencia para muchos catalanes en el extranjero ha sido y sigue siendo Barcelona. Estaba en el comité José Vert importador/exportador, Fèlix Ferrer dueño del viejo restaurante Barcelona que a pesar de su nombre presentaba espectáculos de flamenco. Cuando Ferrer se retiró, vendió el negocio a sus empleados porque le garantizaron conservar la denominación Barcelona. Otro integrante era Carlos de Rafael, consejero de la importante compañía Saint Gobain, y puede que olvide alguien más.

El caso es que todos teníamos fácil acceso al presidente del consejo municipal, el cual comprendió enseguida el tema. Le recordé que en la Belle Époque casi todos los grandes artistas barceloneses habían residido en París llevados por la corriente del mundo del arte, que lo consideraba como su centro o polo de atracción: Ramon Casas, Rusiñol, Créixams, Grau Sala, el escultor Fenosa, Picasso que, aunque malagueño, vivía en Barcelona cuando con sus amigos se trasladó a París, o Dalí aunque fuera de Figueres.

El presidente del consejo municipal nos prometió ocuparse del asunto, cosa que hizo muy bien. Nos dijo que no quería echar mano de ninguna ubicación fuera del París clásico como el quartier de la Défense, entonces en construcción. París es una ciudad muy hecha y bien terminada. Resultaba difícil encontrar algún lugar vacante en un buen barrio céntrico. Finalmente un día nos llamó: en el Ayuntamiento habían encontrado la solución. Se trataba de un cruce de varias calles que al prescindir de una gasolinera emplazada en una de las esquinas se podía considerar una verdadera plaza. El lugar no podía ser mejor: junto al Sena, no lejos del Trocadéro y a la vera misma de la Maison de la Radio –toda una referencia–. En la orilla opuesta del majestuoso Sena, la Tour Eiffel rendía honores en el campo de Marte.

Sólo apareció un inconveniente insalvable: la estación de metro que caracteriza el lugar no podía tomar el nombre de Barcelone porque desde su creación se llamaba Mirabeau. Cambiar el nombre hubiese significado modificar no sólo todos rótulos sino todos los mapas de la red que desde tiempo antiguo cuentan con unos paneles de consulta luminosos en casi toda las estaciones. De manera que la place Barcelone debe convivir con Mirabeau, el conde economista y diputado en tiempos de la revolución, partidario de una monarquía constitucional y puente entre ésta y la asamblea. Los nombres de las estaciones de metro van ligadas al sector urbano que ocupan y por lo tanto Barcelone ha quedado ensombrecida.

 

 

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Simenon

 

 

 

 

Lo descubrimos, si se puede decir así, al mismo tiempo Josep Pla y yo. Estábamos en Marsella hacia finales del año 1936, y los libros del escritor belga Georges Simenon se vendían solamente en los quioscos de las estaciones de los ferrocarriles. Aunque tal vez empezaban a apuntar en las librerías ya que Pla me dijo un día que André Gide había escrito que Simenon era el Balzac moderno. En todo caso, nosotros lo leíamos y comentábamos con fruición. Buscábamos sus libros de años anteriores, cuando de periodista de un diario popular de París se convirtió en novelista. Pasé en blanco alguna noche abstraído en su lectura, que en aquel momento consistía en la serie del comisario Maigret. Me marché pronto de Francia, pero Pla, que permaneció en Marsella, viajó una vez a la vecina isla de Porquerolles, donde sabía que se albergaba Simenon. Quería hacerle una entrevista. Si no recuerdo mal, la cosa no funcionó porque la conversación tuvo lugar mientras Simenon se interesaba por el juego de la petanca, y Pla se sintió desconsiderado.

Por mi parte escribí a Simenon desde Nueva York, cuando supe que se hallaba en el Cape Cod, en el norte de Estados Unidos, junto a Canadá. Le expliqué que estaba interesado en hablar con él sobre la posibilidad de editar en España alguno de sus libros. Me respondió muy rápidamente diciéndome que había hablado previamente con otro catalán y había pactado la edición de algún libro. Sin embargo existía la posibilidad de editar otro porque no quería dar ninguna exclusiva de su producción. La persona aludida era el egarense Ferran Canyameres, el cual, precisamente, enterado de mi contacto con Simenon, vino a encontrarme meses después cuando yo estaba en París. Recuerdo que lo recibí en la habitación de mi hotel, el Scribe, porque estaba en cama a causa de un resfriado. Canyameres, simpáticamente, dijo que podríamos llegar a un acuerdo, y nos citamos para vernos después de que yo regresara de un viaje que debía emprender en tanto que enviado especial de mis diarios. Desde los primeros tiempos de la Segunda Guerra Mundial hasta el proceso de Nuremberg y la Asamblea General de la ONU viajaba constantemente y no podía pensar en otras cosas que exigieran un tiempo de dedicación pausada.

Por otra parte, consideré que el éxito de Simenon no estaba asegurado entre los lectores de un idioma como el español, pues entonces no era posible la publicación en catalán. El idioma catalán es más permeable para recibir un estilo como el de Simenon, un poco retorcido, frente al español, más académico. Yo mismo realicé la prueba traduciendo un cuento breve que fue publicado en una revista literaria de Madrid y comprobé la dificultad de la traducción simenoniana al español. El caso es que no pensé más en ediciones y, eso sí, proseguí leyendo, aunque con menos interés, los Simenon que iban apareciendo, ya en época alejada del comisario Maigret, adentrada la nueva etapa en la novela psicológica donde el detectivismo no contaba para nada. Me enteré por amigos belgas de la manera de escribir de Simenon. Se medio encerraba y pasaba noches enteras tomando cafés y escribiendo en un estado de tránsito, que consistía en ponerse en la piel del protagonista o de otro personaje del libro. De todas formas, tanto como en el retrato literario, Simenon sobresalía en la evocación de atmósferas y de ambientes. Una vez estuve en un bar de Montparnasse donde él había situado gran parte de una novela psicológica titulada La tête d’un homme. El ambiente del bar era realmente idéntico al que había volcado sobre papel.

Más en Barcelona que en Madrid, Simenon gozó de un recorrido bastante destacado. Tal vez menos que el merecido. Entre el conjunto de libros de detectives, los suyos merecen un punto y aparte.

Sucedió, sin embargo, que a la larga Simenon se volvió repetitivo. Casi todas sus novelas eran parecidas y carecían de la calidad que habían mostrado al principio. Bajó de nivel al tiempo que se convertía en más famoso, en especial a causa de las películas que se rodaron basadas en sus novelas. En los años setenta, con mucho dinero proveniente de la tirada de sus libros y de la exhibición de sus películas, Simenon se alojó en una magnífica finca muy cercana a Ginebra. En aquella época lo conocí personalmente. Fue en el festival de cine de Cannes, al que yo acudía cada primavera y de cuyo jurado incluso formé parte en una ocasión. Coincidimos en una mesa de dirigentes del festival y tuvimos una conversación muy confortable en la que recordó la carta que había recibido en Cape Cod.

 

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Carles Sentís y Josep Pla, que compartieron la admiración por Simenon, en el hotel La Gavina de S’Agaró

 

Después, bastante distraídamente, seguí la curiosa etapa en que dejó de escribir novelas por cansancio o agotamiento. Sólo de vez en cuando agarraba un micrófono y grababa lo que le pasaba por la cabeza. A continuación, una de sus secretarias lo ponía sobre papel. Con este método, produjo unos pocos libros. Gran error. Se equivocaba porque las cosas improvisadas y no noveladas que decía ante el micrófono eran banalidades. Se adivinaba un hombre poco culto y con ideas muy extravagantes. La realidad de Simenon era mucho más adocenada que su proyección novelesca. Incluso grabó el número de veces que había practicado lo que se llama hacer el amor. Y explicaba que lo había hecho con todas las secretarias y con todas las domésticas de la casa, así como con profesionales. Lo tenía contado y no hablaba ni una sola vez de ningún enamoramiento ni de personalidad femenina que lo hubiera atraído espiritualmente. Además, demostró una gran falta de discreción. Escribió que el suicidio de su hija se debió a que se había enamorado de él y la pobre chica no encontró otra salida. Tal vez era cierto, pero al escribirlo, hizo gala de una gran insensibilidad. Muchos años antes Simenon ya lo había dejado patente. En el libro Je me souviens explica recuerdos de su infancia y vida familiar. Cuenta que no quería en absoluto a su madre, que sentía preferencia por su hermano. Éste se inclinaba más por la tendencia flamenca, ya que su familia era mixta: valona y flamenca. Además, por lo que parece, había colaborado, mucho o poco, con los alemanes ocupantes de Bélgica. Pero una cosa es evocar recuerdos de infancia, incluso defectos de la madre, y otra es poner en juego el suicidio de su hija.

No sé si por los hechos de esa última etapa o por un cambio de apreciación literaria, el caso es que, de simenonista decidido, pasé a no ser su lector.

 

 

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