EL CAMINO DE LAS BALLENAS

 

 

ROBERT LOW

 

 

 

 

 

EL CAMINO

DE LAS BALLENAS

 

 

La ira de los hombres del norte I

 

 

 

 

Traducción de David León Gómez

 

 

 

 

 

 

 

En nuestra página web: www.edhasa.es encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

 

Título original: The Whale Road

 

Diseño de la cubierta: Enrique Iborra

 

Primera edición impresa: marzo de 2011

Primera edición en e-book: enero de 2012

 

 

Originally published in the English Language

by Harper Collins Publishers Ltd.

© Robert Low, 2007

© de la traducción: David León, 2011

© de la presente edición: Edhasa, 2012

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ISBN: 978-84-350-4553-7

 

Depósito legal: B-2.659-2012

 












 

A mi querida esposa, Katie, que se encarga,

en todo momento, de que tenga la lana tesa

y la cruz derecha.

 

Capítulo I

 

 

Las runas se labran en bandas semejantes a la serpiente que ciñe el mundo de los mortales y se muerde su propia cola. Todas las sagas son como nudos ornamentales de culebras, pues el relato de una vida no siempre comienza con el nacimiento y termina con la muerte. El de la mía, de hecho, empieza el día en que regresé de la muerte.

Ante mí, como nadando en el campo de mi visión, tenía una viga nudosa, alisada por el desgaste en los lugares en que pendían las redes y las velas para los barcos, y una araña que, muerta por el frío y suspendida del más delgado de los hilos que puedan imaginarse, se balanceaba impulsada por la brisa. Conocía bien aquella viga, la que sustentaba el cobertizo para embarcaciones de Björnshafen, donde, con regocijo infantil, me había columpiado en aquellas redes y aquellas velas hacía ya una eternidad, en tiempos en los que no conocía preocupación alguna. Ahora estaba tendido de espaldas y tenía la vista clavada en ella sin acabar de entender qué función podía tener allí, porque no albergaba la menor duda de que estaba muerto. Aun así, mi aliento creaba vaho en la frialdad de aquel lugar.

–Ha vuelto en sí.

Aquella voz llegó a mí como un gruñido, y todo comenzó a balancearse cuando traté de volver la cabeza hacia ella. No estaba muerto: estaba acostado en un jergón y tenía ante mí, como flotando, un rostro de mentón prominente y barba poblada como un seto vivo. A su alrededor, había otros que también me escudriñaban, desconocidos todos para mí, y tan trémulos como si estuviesen sumergidos en el agua.

–¡Atrás, cipotes malcarados! Dejad respirar al muchacho. Tú, Finn Caracaballo, serías capaz de espantar a la mismísima Hela con esa jeta tuya; así que más te vale largarte afuera e ir a buscar a su padre.

El de las barbas de arbusto arrugó el entrecejo y desapareció. El propietario de la voz que había oído también tenía rostro, aunque su barba estaba bien recortada y sus ojos eran amables.

–Soy Illugi, godi de los juramentados –me dijo dándome unos golpecitos en el hombro–. Tu padre viene para acá, mozuelo: estás a salvo.

«A salvo.» Si un sacerdote, un godi, me dice que estoy a salvo, sin duda debe de ser cierto. La visión de un instante, como algo apenas atisbado en medio de la noche a la luz de las centellas azuladas de una tormenta, cruzó mi mente en forma de rayo: un oso que atraviesa el techo en medio de una tromba de nieve y maderos, rugiendo y con el cuello erguido; una verdadera montaña blanca…

–¿Mi… mi padre?

Ni siquiera reconocí como mía la voz que tal cosa preguntaba, y sin embargo, el extraño de mirada afable que decía llamarse Illugi asintió con un gesto sonriente. Quienes lo acompañaban se movían como sombras, y sus voces iban y venían como oleadas sonoras.

Mi padre…; de modo que había venido al fin por mí. Éste fue el pensamiento que me acompañó mientras el rostro de Illugi se transformaba en un orbe pálido y los otros se esfumaban también como las burbujas de una estela, a medida que me sumergía de nuevo en las negras aguas del sueño. Aun así, el godi me había mentido, pues ni estaba a salvo ni jamás volvería a estarlo.

Cuando llegó el momento en que pude incorporarme y beber un poco de caldo, ya no había en Björnshafen una sola alma que ignorase la historia de Orm, el que había matado al oso blanco. Cuando éste, la maldición de Rurik, se dispuso a tomar venganza en el hijo, y presumiblemente también en su padre a continuación, aquel valiente, que no pasaba de ser un simple niño en edad de hacerse adulto, le había plantado cara sobre el cuerpo decapitado de la bruja Freydis, y después de un día con su noche, había acabado por clavar una lanza en la cabeza del animal y una espada en su corazón.

La cosa no acababa ahí, por supuesto, tal como me reveló mi padre cuando vino a verme y, encorvándose sobre mi lecho, se frotó la barbilla entrecana y se pasó la mano por los cabellos lacios que en otro tiempo habían sido dorados. Mi padre, Rurik, el hombre que me había confiado al cuidado de su hermano Gudleif. Me había llevado a Björnshafen al abrigo de su capa cuando yo no era más que un renacuajo de rodillas gruesas y puños rollizos, en el año en que Erik Hacha Sangrienta perdió el trono de Jorvik al ser vencido en Stainmore. Ni siquiera estoy seguro de que tal recuerdo sea verdadero, y no un remiendo añadido al manto de mi vida por Halldis, la esposa de Gudleif, quien, por ser yo sangre de la sangre de su marido, me tuvo en más alta estima que a los demás prohijados que iban y venían.

Fue ella quien me enseñó a cuidar ovejas y gallinas y a cultivar la tierra, y la que llenó los vacíos de mi memoria, sentada ante el hogar mientras los vientos que bramaban en las vigas de Björnshafen hacían estremecerse los colosales arambeles que adornaban la sala y evitaban el paso del aire. Respondía a todas mis preguntas con paciencia y sosiego, acompañada por el castañeteo de las pesas de hueso mientras tejía brillantes festones de lana.

–Rurik sólo volvió una vez, con un cachorro de oso blanco –me decía–, y pidió a Gudleif que se lo cuidara porque, según dijo, valía una fortuna; aunque él, claro, no podía quedarse el tiempo suficiente para sacarle provecho. Siempre se hacía otra vez a la mar en cuanto cambiaba la marea. Desde que murió tu madre, nunca ha vuelto a ser el mismo.

Y ahora lo tenía ante mí, surgido como una ballena que salta de pronto de unas aguas en apariencia vacías: mi padre. Contemplé su rostro curtido por el sol, y como todos decían que nos parecíamos, traté de ver en él un mayor atractivo del que quizá poseía. Era un hombre de altura mediana, más cano que rubio, con la tez endurecida por el viento y las inclemencias del tiempo, y la barba corta. Con todo, pese a la preocupación, sus ojos azules se mostraban alegres bajo unas cejas densamente pobladas.

¿Y qué fue lo que vio él? Un niño crecido para su edad, de hombros bien formados, sin apenas asomo de la flaqueza propia de la juventud y con el cabello castaño que le caía sobre los ojos cuando no lo esquilaban. Mientras vivió lo había hecho Halldis, aunque después de que se la llevara la tisis nadie se había molestado en encargarse de ello. Yo miré con los mismos ojos azules aquel rostro de nariz respingona, y de pronto, conmovido, reparé en que aquél sería el aspecto que tendría yo de viejo.

–Así que has regresado, después de todo –dije, y me sentí estúpido a medida que lo decía, pues saltaba a la vista que había vuelto, y no solo, precisamente: a su espalda se hallaba la curtida tripulación del barco que gobernaba, alojada de manera temporal en el cobertizo de Björnshafen, tal como había señalado Gunnar el Rojo.

–¿Y por qué no iba a volver? –respondió sonriente.

Los dos conocíamos bien la respuesta, pero a mí me hubiese gustado oírla decir en voz alta.

–Ningún padre puede quedarse de brazos cruzados después de saber que su hijo está amenazado por los de su propia sangre –prosiguió, serio como una roca.

–Claro –repuse, pensando que se había tomado no poco tiempo para dejar de cruzar los brazos, y que diez años eran algo más que un alto para tomar aliento en el camino que lo llevaba a su vástago. Sin embargo, no dije nada al percibir en sus ojos que lo asombraba en lo más profundo el que yo pudiese dudar de su disposición a correr en mi ayuda.

Aún habría de recorrer un buen trecho de la senda de la vida para caer en la cuenta de que Rurik había afrontado la labor de criarme tan bien como le había sido posible, y mejor que la mayoría de los padres. De cualquier modo, en ese momento, mientras observaba a aquel desconocido, aquel hombre rudo y huesudo sacado de una ruda tripulación, y me dejaba llevar por la obsesión de que me había abandonado sin ofrecer explicación alguna ni dejar esperanza de que algún día regresase, sentí tanta rabia que ni siquiera fui capaz de hablar.

Él entendió de otro modo mi reacción, provocada, a su entender, por la emoción del reencuentro, el horror de lo que había ocurrido con el oso blanco y el viaje por la nieve…, y sonrió mientras asentía con la cabeza.

–¡Quién iba a pensar que ese condenado cachorrillo iba a causar semejante destrozo! –señaló rascándose la barbilla con sus largas uñas–. Se lo compré a un comerciante de Gotland que aseguró haberlo adquirido de un finlandés. Tenía la intención de venderlo en Irlanda para que le hiciesen una capa a cualquier jarl o lo usaran de mascota; pero ese pendejo de Gudleif lo soltó. ¡Si será huevón! Mira lo que ha pasado: ¡por poco pierdo a mi hijo!

Gudleif había maldecido a su hermano, a aquel oso y, al cabo, a quien, según sus sospechas, lo había dejado escapar. Había crecido demasiado para caber en la jaula en la que llegó, y hubo que sacarlo y dejarlo atado con una cuerda, además de alimentarlo con montañas de arenque de calidad. A los esclavos les daba miedo acercarse a él. El día que se descubrió que se había escapado, cundió entre todos un regocijo que no tardó en verse transformado en pánico cuando repararon en que semejante monstruo andaba suelto. Gudleif, Bjarni y Gunnar el Rojo habían pasado todo un año tras él, sin más resultado que la pérdida de uno de sus mejores perros.

Las palabras se agolpaban en mi interior, pugnando entre sí como borrachos que tratan de salir de una sala en llamas. Lo de mi padre no tenía nombre: ni siquiera dijo nada de dónde había estado, por qué me había dejado tanto tiempo solo ni cuál había sido mi vida durante el lustro que había transcurrido antes de que me llevara con su hermano. Tampoco se le ocurrió reconocer, por supuesto, que, al fin y al cabo, todo lo que tuviese que ver con ese puñetero oso era responsabilidad suya. Resultaba exasperante. Yo abría y cerraba la boca como un bacalao recién pescado, y él no lo pasó por alto, aunque lo atribuyó a la emoción que me había provocado el reencuentro, al que hacía tanto que había perdido, y optó por afrontarlo del modo más viril: dándome un golpecito en el hombro y preguntando sin más preámbulo:

–¿Puedes andar? Einar está en la sala y quiere verte.

«¡Que le den a Einar! –fue lo que quise decir–, ¡y que te den por el culo a ti también! Freydis está muerta por tu condenado osito, y porque no estabas aquí para decidir qué hacer con él antes de que alguien acabara harto del animal y lo dejase escapar. ¿Dónde estabas? Háblame de mí, de mi madre y del lugar del que provengo. No sé nada.» En vez de eso, hice un gesto de asentimiento y me enderecé como pude, en tanto él me ayudaba a ponerme los calzones, los zapatos, la túnica y la capa. Apoyado en él, pude sentir la fuerza de su cuerpo enjuto y nervudo, que olía a sudor añejo y a piel y lana húmeda. De su túnica sobresalían mechones de vello que se arremolinaban alrededor de su garganta, un vello entrecano y más oscuro que el que le poblaba la cabeza y la barbilla.

En ningún momento dejaban de asaltarme pensamientos que gritaban como charranes arracimados en torno a su presa. Los años transcurridos entre nosotros, y el sino de ese oso blanco… ¿Cuánto tiempo llevaba en libertad? ¿Seis años?; ¿ocho, quizás? Aun así, aquel invierno me había buscado, había dado conmigo y había hecho que mi padre regresara a mi lado, como si fuera un sacrificio ofrecido a Odín. Su destino me estremecía: las tres Nornas, las hermanas que tejen la vida de cada una de las criaturas, habían comenzado a elaborar un extraño tapiz para mí.

Al fin, cuando me ajusté el cinturón, mi padre se enderezó tras atarme los cordones de la pantorrilla y me tendió la espada de Bjarni. La habían limpiado de todo rastro de sangre. De hecho, la habían dejado mejor de lo que estaba, porque tenía menos manchas de óxido que cuando la robé.

–No es mía… –anuncié entre avergonzado y desafiante, y al verlo ladear la cabeza como un pájaro lo desembuché todo.

Era la espada de Bjarni, quien tanto tiempo había remado al lado de Gudleif. Los dos me habían enseñado con ella algunos golpes, hasta que Gunnar el Rojo acabó por perder la paciencia y, tomándola, soltó un escupitajo entre sus pies y me mostró cómo había que usarla en un combate de verdad.

–Más te vale dejarte de ejercicios elegantes cuando estés tras una empavesada: ataca a los pies del cerdo que se te ponga delante; rebánale los tobillos; métele la espada por debajo del escudo, burla la malla y clávasela en las mismísimas pelotas. De todos modos, eso va a ser lo único que vas a poder ver o alcanzar.

Luego me enseñó a servirme de la empuñadura, el escudo, las rodillas, los codos y los dientes. Gudleif y Bjarni asistieron en silencio a la lección, y fue entonces cuando reparé en el temor que les inspiraba. Más tarde supe, por boca de Halldis, como no podía ser menos, que Gunnar se hallaba en Björnshafen porque los había traído a los dos de vuelta de una incursión a Dyfflin de resultados desastrosos. Dos estaciones después, cuando todos los daban ya por muertos, arribaron a bordo de una embarcación robada, cargada de esclavos e historias relativas a la audacia de Gunnar, a quien debían sus vidas y a cuya disposición habían de poner, en consecuencia, un amarradero mientras viviese.

–Se la robé a Gudleif –hice saber a mi padre–, cuando supe que me quería muerto en medio de la nieve de camino al hof de Freydis.

Él se frotó la barba y arrugó la frente mientras asentía con un movimiento de cabeza.

–Sí; eso fue lo que dijo Gunnar cuando nos hizo llegar la noticia.

Fue el día que el Raudi había hecho trizas mi mundo, un día que comenzó con la visión de Gudleif sentado en su trono, flanqueado por los mascarones de proa de su nave y envuelto en pieles, tratando de conducirse como un jarl respetable, y sin lograr más que cierto parecido con un gato arisco.

Bjarni había muerto el año anterior, y Halldis un año antes que Bjarni. Llegado aquel tiempo, Gudleif había empezado a quejarse del frío, y evitaba salir con asiduidad. Se mostraba encorvado y con el ceño fruncido, sin más compañía que la del viejo Caomh, uno de los esclavos apresados en los templos cristianos de Dyfflin. A escasa distancia se encontraba Helga, mujer de no menos edad que, mientras hacía ir y venir el telar, me sonreía hasta dejar al aire la última muela, en tanto que Gunnar el Rojo, apenas visible en la penumbra caliginosa, reparaba un cinturón de cuero.

–Este año no estoy en condiciones de ir a los pastos altos –me anunció Gudleif–. Hay que bajar la manada y llevar a Freydis un par de cosas que le van a ser necesarias.

El invierno se había adelantado: la nieve se arremolinaba en el exterior de Snaefel, y el frío había robado el color a la tierra, en la que sólo eran visibles las osamentas negras de los árboles recortadas sobre un cielo gris. Incluso el mar parecía hecho de pizarra.

–Ya ha nevado –le recordé–, quizá demasiado para aventurarse a sacar los caballos. –Omití añadir que yo ya había planteado la necesidad de acometer aquella labor varias semanas antes, cuando aún era fácil llevarla a término.

Gudleif se revolvió en su asiento y me respondió:

–Tal vez sí. En ese caso, tendrás que pasar allí el invierno y traerlos en primavera. Freydis debe de estar preparada.

No se trataba de una proposición atractiva, precisamente: Freydis era una… persona extraña, por decirlo de un modo amable, y a decir verdad, todos la tenían por völva, o bruja. Yo no la había llegado a ver en mis quince años de vida, aunque su hof no estaba a más de un día de camino de las faldas más bajas. Cuidaba en los pastos altos de los sementales y las yeguas más preciados de Gudleif, y lo hacía bien.

Pensé en todo ello y advertí que, aun cuando estuviese bien abastecida, era difícil que dispusiera del forraje necesario para sustentar a los caballos a lo largo de un invierno que prometía ser duro. De hecho, cabía la posibilidad de que ni siquiera hubiese alimento suficiente para nosotros dos, y así se lo hice saber a Gudleif, quien se limitó a encogerse de hombros. Reparé también en que Gunnar era, sin duda, el más apropiado para acometer semejante misión, y también se lo comuniqué, aunque él contestó con el mismo gesto. Cuando miré a Gunnar, lo encontré al lado del hogar, al parecer demasiado absorto en su cinturón de cuero como para alzar siquiera la vista.

De modo que, sin más objeciones, lié mis bultos y elegí al más robusto de los ponis. Estaba considerando qué era lo mejor que podía llevar a Freydis, cuando Gunnar vino al establo y, en la cálida y susurrante penumbra de aquel lugar, lo echó todo por tierra con una sencilla frase:

–Ha mandado llamar a sus hijos.

Ya estaba todo dicho: Gudleif veía cerca su muerte. Sus hijos, Björn y Steinkel, regresaban de las casas en las que los habían acogido para reclamar su herencia; y yo… me había convertido en un estorbo. Tal vez mi tío tenía la esperanza de que muriese y pusiera fin a aquel insidioso problema.

Gunnar el Rojo leyó todo esto en mi rostro mientras se sucedían en mí los pensamientos con la velocidad del rayo. Pasó unos instantes sin decir nada, inmóvil como un bloque de piedra de afilar en medio de aquella fétida oscuridad. Uno de los caballos resopló y dio una patada que hizo crujir la paja, y a mí sólo se me ocurrió decir:

–Ya había visto que faltaba un faering

A lo que Gunnar respondió con una sonrisa triste.

–No: la noticia la ha enviado por el valle: si echas de menos uno de los botes en el amarradero, es porque he mandado a Krel y al Napias a Laugarsfel para que avisen a Rurik.

Lo miré con aire preocupado.

–¿Lo sabe Gudleif?

Y él, meneando la cabeza, repuso mientras se encogía de hombros:

–Últimamente no lo informamos de gran cosa. De todos modos, si lo averigua, ¿qué puede hacer? Quizá lo habría hecho él mismo si alguien se lo hubiera sugerido.

–La oscuridad hacía de su rostro un conjunto de planos ensombrecidos imposible de descifrar. Aun así, añadió–: Una jornada a través de la nieve no es algo tan malo como pueda parecerte, y, de todos modos, vas a estar mejor que aquí cuando llegue Rurik.

–Si eso es verdad, ¿por qué no haces tú el viaje y yo me quedo aquí? –contesté con amargura, suponiendo que recibiría por respuesta una risilla sarcástica rematada con un gruñido.

Sin embargo, tuve ocasión de sorprenderme, y él mismo también, según pensé más tarde, cuando me puso una mano en el hombro para decir:

–Mejor no, muchacho: lo que trae consigo Rurik es mucho peor que helarse la nariz.

Semejante comentario resultaba demasiado escalofriante para que pudiera abstenerme de preguntar a qué se refería. Sus ojos brillaron entonces en la oscuridad.

–Vendrá con Einar el Negro y su tripulación –respondió, y el modo en que pronunció la frase me reveló cuanto necesitaba saber.

Solté una carcajada que hasta a mí me sonó forzada.

–Eso si viene… –dije.

Lo miré fijamente y él me aguantó la mirada, y ambos supimos la verdad de aquel asunto. Como con el oso blanco, estábamos hablando de la propiedad de otra persona que venía de camino sin que nadie hubiese solicitado su presencia. Podía ser que la noticia no llegase a donde estaba mi padre, y si lo hacía, cabía pensar que tal vez le diera igual.

Al oír aquella parte del relato, mi padre gruñó como si hubiese recibido un golpe violento en las costillas, y su mirada feroz hizo que me avergonzase de haberla pronunciado. Le dije entonces que no sentía remordimientos por haber tomado la espada de Bjarni, ni una cantidad generosa de sal ni los demás víveres que consideré necesarios. Por mí, le podían dar por el culo a Björnshafen, y ya de paso, a Gudleif y a sus dos hijos. Él sonrió al oírlo.

Lo más difícil para mí fue coger la espada, porque, en aquel entonces, no se podía tomar a la ligera una arma así, que, además de ser costosa, constituía la seña de identidad de un guerrero y hombre de enjundia. Los griegos de Constantinopla, que se tienen por romanos aunque no hablen latín, piensan que todos los nórdicos son daneses, y que todos los daneses combaten con cota de mallas y espada, cuando lo cierto es que como mucho disponemos sólo del escramasajón, un cuchillo de cocina del largo de nuestro antebrazo que lo mismo sirve para trocear un pollo o destripar un pescado que para matar a un hombre. Uno acaba por manejarlo con pericia, porque es lo único que tiene a mano durante el aprendizaje. Por otro lado, las cotas son demasiado caras para la mayoría. Y un golpe certero puede matar a cualquier hombre que no lleve cota de malla, y más aún si tiene reparos para pararlo con su triste y preciado escramasajón, cuyo filo quiere mantener intacto.

La espada, en cambio, era un objeto mágico y rico que, además, distinguía al guerrero, y por lo tanto no era algo con lo que pudiera jugarse. Sin embargo, yo no dudé en llevarme, por rencor, la del difunto Bjarni, que pendía de un gancho en la sala, mientras Gudleif dormía soltando ronquidos y ventosidades. Me marché al amanecer, antes de que pudiese echarla en falta. Bjarni sí iba a notarlo, pero yo hice las paces con él por cuenta propia y recé por la intercesión del bueno de Thor. A esta plegaria añadí otra a Odín, quien, para obtener sabiduría, se comunicó con los muertos haciéndose colgar en el Árbol del Mundo durante nueve noches, y otra más a Jesús, el Cristo Blanco, a quien también asieron a un leño.

–Hiciste bien, pero que muy bien –aseveró mi padre cuando se lo dije–. Toda ayuda sagrada es poca, por extraña que sea esa caterva de los seguidores de Cristo, que aseguran no ser amigos de la lucha y al mismo tiempo adiestran a sus hombres para la guerra y afilan aceros. En cuanto a la espada…; en fin: a Bjarni ya no le va a hacer falta, y a Gudleif tampoco le va a importar. Pídele permiso a Einar para quedártela, quien después de lo que has hecho, dudo que te lo niegue.

Guardé silencio. ¿Qué le iba a decir: que después de mearme encima había echado a correr dejando morir a Freydis? En cuanto mi anfitriona se topó con las primeras huellas de aquel animal descomunal, unas dos semanas después de que yo me hubiese abierto paso hasta su hof, decidió atrancar las puertas por la noche y me advirtió que anduviera con mucho ojo cuando saliera al exterior. La noche que vino a visitarnos habíamos tomado caldo con nabos a la luz trémula de las ascuas del hogar, y teníamos el oído atento al crepitar de las vigas y al crujido de la paja del establo.

Yo me acosté aferrado a la espada de Bjarni, que, junto con una lanza de madera de fresno que había pertenecido al difunto esposo de Freydis y sus cuchillos de cocina, constituía nuestro único armamento. Tenía la vista clavada en las brasas, tratando de apartar el pensamiento del animal, al que imaginaba merodeando, olisqueando y dando vueltas alrededor de la casa. Sabía muy bien de qué oso se trataba, y me figuraba que había venido en busca de venganza tras todos aquellos años.

Me despertó un canto suave. Freydis se hallaba sentada, desnuda y con las piernas cruzadas, y el fuego del hogar se reflejaba en su cuerpo, en tanto que su rostro quedaba oculto por las largas guedejas de su cabello. En una de las manos sostenía, enhiesta, la lanza de madera de fresno, y ante ella tenía… una serie de objetos, entre los que vi el cráneo de alguna alimaña de escaso tamaño, con los dientes teñidos del rojo de la sangre por la luz del fuego, y las cuencas de los ojos más negras que la noche misma. También había piezas talladas y una bolsa, y por encima de todo ello, el tarareo de Freydis como un zumbido prolongado, casi continuo, que había logrado ponerme el vello de punta.

Así con fuerza la empuñadura de zapa de la vieja espada de Bjarni mientras se apiñaban a nuestro alrededor los muertos, cuyos ojos refulgían en las oscuras órbitas de sus rostros, pálidos como la bruma. Aún soy incapaz de determinar si los había invocado en nuestro auxilio, si estaba llamando al oso o si trataba de tejer un escudo que nos protegiese de él. Lo único que sé es que, cuando el animal arremetió contra la pared, la sala resonó como una campana, y yo me puse en pie de un salto, a medio vestir y con la espada en la mano.

 

* * *

 

Agité la cabeza para sacar de ella el recuerdo de aquel instante aterrador como quien se sacude el agua que le ha caído encima. Con un único zarpazo, fugaz y curvo, la cabeza de ella salió dando vueltas por los aires y salpicando de sangre las vigas. En su rostro sin vida me pareció percibir un gesto que no supe si identificar con una sonrisa o una mirada acusadora. Mi padre supuso, con razón, que me había dejado llevar por la evocación del momento, aunque se equivocó al asumir que lloraba la pérdida de Freydis, y esta vez acompañó las palmaditas en el hombro con un ligero estrujón y algo semejante a una sonrisa. Entonces, me encaminó con lentitud a la casa de Gudleif por entre la nieve, reluciente por el sol. De los aleros pendían carámbanos que habían comenzado a derretirse.

Nada parecía haber cambiado, aunque los esclavos humillaban la cabeza para evitar cruzar su mirada con la mía. Vi a Caomh de pie en la orilla, al lado de una pértiga rematada en esfera, y di por supuesto que debía de ser una de las representaciones sagradas de los seguidores del Cristo Blanco. Un monje nunca cuelga el hábito, tal como gustaba de decir él mismo: el simple hecho de que lo hubiesen despojado de su claustro no lo hacía menos puro a los ojos de su Cristo. Levanté una mano en señal de saludo, y aunque no dudé que me había visto, él no hizo el menor movimiento.

El interior de la casa estaba sumido en la penumbra, iluminado sólo por la luz fría y neblinosa que entraba por la salida de humos. El hogar crepitaba, y el vaho se arremolinaba en la parte alta de la estancia; al oírnos entrar, las figuras que se encorvaban al pie del asiento elevado se volvieron en nuestra dirección. Cuando mis ojos se acostumbraron a la oscuridad, reparé en que el trono de Gudleif estaba ocupado por otra persona cuyo cabello, negro como ala de cuervo, le caía hasta los hombros.

Era un hombre de ojos brunos y un gran bigote del mismo color, ataviado con calzones a cuadros azules como los que se usan entre los irlandeses, y una túnica de finísima seda azul ribeteada en rojo. Tenía una mano posada sobre el voluminoso pomo de su espada, envainada y con la punta orientada hacia sus pies. Se trataba de una pieza de gran calidad, con la empuñadura de pesada plata rematada en un motivo trilobulado, y el guardamano recargado de adornos. Con la otra asía en torno a su garganta una capa de pieles en la que reconocí enseguida la de Gudleif. Aunque el trono era también el de éste, las máscaras de proa que lo habían flanqueado se hallaban arrumbadas en un rincón, sustituidas por imponentes cabezas de una bestia astada de narinas encendidas.

Sin duda eran gentes curtidas los compañeros de bancada de mi padre, a quien tenían en alta estima por ser quien gobernaba su nave y saber leer las olas como leían otros las runas. Sesenta de ellos habían acudido a Björnshafen para apoyarlos, aun cuando no fuese él el cabecilla de aquellos varegos, aquellos navegantes juramentados, y su esbelta embarcación, el Alce de los Fiordos.

Era Einar el Negro quien la presidía, y quien se había apropiado del asiento de Gudleif. Gunnar estaba sentado cerca de él; con las manos en las rodillas, cubierto con una capa y muy quieto, había apartado de su cara la pelambrera rojiza, descolorida ya, con una correa de cuero. Me miró sin pronunciar palabra, con sus ojos vidriados de color azul verdoso semejantes a un mar de verano.

A los otros no los había visto nunca, aunque creí reconocer entre ellos a Geir por la colosal nariz veteada de venas púrpura que le había valido el sobrenombre, y que temblaba en su rostro mientras refería el momento en que me había encontrado, medio congelado y cubierto de sangre, a escasa distancia de la anciana decapitada. Steinthor, que había ido con él a buscarme, meneaba la testa greñuda en señal de asentimiento. La jovialidad que desplegaban contrastaba con el miedo que los había invadido al dar con el descomunal oso blanco tendido sin vida, con una lanza en los sesos y la espada de Bjarni ensartada en el corazón. Steinthor, de hecho, no mostró reparo alguno en reconocer que se había cagado en los calzones.

Había entre ellos otros dos extraños. Uno de ellos era el hombre más grande que había visto yo en mi vida. Todo era exagerado en él: la barba, la panza, la voz… Llevaba puesto un abrigo azul de pesada lana y las botas de agua más desmesuradas que pudiese imaginar nadie, en las que había remetido los calzones, a rayas plateadas y azules, más anchos con que haya topado mortal alguno. Para hacerlos habían hecho falta no pocos codos de tela. Tenía, además, un gorro de piel con remate de plata que emitía un sonido de campana cada vez que, por accidente, lo hacía chocar contra la hoja de la monumental hacha danesa que sostenía, y con cuya asta golpeaba, de cuando en cuando, el suelo compacto de la sala, al tiempo que sacaba de las profundidades de su garganta un carraspeo de aprobación cada vez que Geir ornaba su relato con una observación particularmente aguda.

El otro era un hombre lánguido y enjuto que se hallaba apoyado en uno de los puntales de la techumbre, atusándose los bigotes serpentinos que tan al uso andaban por entonces. Me observó como observaba Gudleif un caballo nuevo, sopesándolo y estudiando su forma de moverse. Cabe decir que este último no estaba presente. Tras la última hipérbole de Geir, aquel forastero oscuro como un cuervo que ocupaba el asiento de Gudleif alzó la mano y se dirigió a mí:

–Soy Einar el Negro. Bienvenido seas, Orm, hijo de Rurik.

Lo dijo como si le pertenecieran la sala y el trono.

–Debo decir –prosiguió, inclinándose ligeramente hacia delante y haciendo girar la espada con lentitud sobre su punta redondeada– que las cosas han resultado ser mucho más interesantes y provechosas de lo que imaginé cuando acudió a mí Rurik para proponerme navegar hasta aquí. La verdad es que tenía otros planes…; pero cuando el piloto de la nave de uno habla, es de ley que el hombre prudente lo escuche.

Mi padre, a mi lado, asintió levemente y esbozó una sonrisa, a la que respondió con otra Einar al tiempo que volvía a reclinarse en el trono.

–¿Dónde está Gudleif? –quise saber, y todos enmudecieron ante mi pregunta.

El del trono miró a mi padre, y yo me volví también hacia él, que se encogió de hombros con un gesto desgarbado.

–Tengo entendido que te mandó a una muerte segura al monte nevado, y a eso siguió el asunto del oso, que aún no ha quedado aclarado del todo…

–Gudleif ha muerto, muchacho –lo interrumpió Einar–. Su cabeza está clavada en una lanza en la playa, para que sus hijos la vean cuando se decidan a arribar y sepan que ya se ha lavado con sangre su agravio.

–¿Qué agravio? –gruñó el gigantón, haciendo girar su hacha de tal modo que la hoja refulgió en la penumbra–. Cuando lo matamos, fue porque creíamos que el hijo de Rurik había muerto.

–¿Y qué me dices del oso, Skapti Seso de Trol? –replicó con calma–. Era un animal muy caro.

–Entonces ¿fue Gudleif quien lo mató? –preguntó el canijo mientras se acariciaba el mostacho y bostezaba–. Yo diría que acabo de oír a Geir relatar la saga de Orm Ruriksson, el matador del oso blanco.

–¿Estás diciendo que el chiquillo tenía que haber considerado el coste de ese animal cuando se abalanzó sobre él al abrigo de la noche? –protestó mi padre–. Seguro que tú te habrías puesto a calcularlo, Ketil Grajo, aun a sabiendas de que antes de que te hubieses quitado las botas para usar los dedos de los pies, habría sido tu cabeza la que habría acabado por los suelos.

Ketil reconoció con una risita y un movimiento de la mano que no le faltaba razón.

–Vale, vale: es verdad que no sé contar; pero no por eso se me escapa cuántas habas son cinco.

–Claro está –siguió diciendo Einar haciendo caso omiso de sus hombres– que también hay que tener en cuenta la muerte de Freydis. Era una mujer libre, no una esclava, y su fallecimiento exige el pago de una compensación, pues, a fin de cuentas, no se habría producido si Gudleif no hubiera dejado escapar al oso. De todos modos, el animal era mío, y valía una fortuna.

Mi padre no pronunció palabra alguna acerca de la propiedad del oso, y yo no dije nada en absoluto, ya que acababa de caer en la cuenta de que la pértiga con la esfera que había visto cerca de Caomh no era otra cosa que la lanza en la que habían espetado la cabeza de Gudleif.

Einar volvió a removerse en su asiento y se arrebujó aún más en la capa que lo envolvía. El frío de la sala hizo salir vaho de su boca cuando sentenció:

–En resumidas cuentas: podemos pasar el día debatiendo sobre quién es el responsable sin llegar a ninguna conclusión clara, pues tanto podría ser Rurik, por haber dejado el oso en manos de Gudleif, como este último por haberlo dejado escapar. Quizá por eso envió al muchacho a una casa perdida en las nieves del monte.

¿No será que había preparado el ataque del oso, después de poseer su espíritu?

Aunque lo dijo entre burlas y veras, Skapti y Ketil no dudaron en conjurar los malos espíritus con una serie de signos apresurados, al tiempo que se aferraban al martillo de Thor que llevaban al cuello. Ya entonces paré mientes en que Einar conocía muy bien a sus hombres.

No dije nada, pero me asaltó un aluvión de imágenes como murciélagos salidos de una oquedad del suelo. Después de atravesar el oso la pared, se hizo el silencio, aunque juro que llegué a oír sus jadeos y el crujido de sus garras. Freydis seguía con su runrún. Las dos vacas lecheras bramaron de terror, y la respuesta del animal las enloqueció a ellas y a mí me heló la sangre hasta el extremo de hacer que me sentara en el suelo con el farol a los pies, la respiración cortada y la boca seca.

–Di, Gunnar Rognaldsson: ¿vas a dar explicaciones a los hijos de Gudleif cuando lleguen?, ¿o tal vez prefieras unirte a nosotros? Nunca andamos sobrados de hombres útiles.

Me estremeció lo abrupto de la propuesta, aunque necesité unos instantes para darme cuenta de que se estaba dirigiendo a Gunnar. Jamás había oído su nombre verdadero, pues para nosotros había sido siempre y simplemente Gunnar el Rojo. Y lo cierto es que, tal como consideré entonces, se hallaba en una posición muy delicada, pues al fin y al cabo se había contado entre los hombres de Gudleif, y era un guerrero violento y mortal. Si le habían respetado la vida hasta entonces, había sido sin duda por haberse encargado de dar noticia de mí a mi padre.

Con todo, era evidente que él y Einar se conocían bien, así como que Einar no confiaba en Gunnar y que éste lo sabía. Aun así, no me costó entender que Einar no viera con buenos ojos la posibilidad de dejar atrás a Gunnar para que advirtiera a los hijos de Gudleif. Sin él, éstos se lo pensarían dos veces antes de tomar venganza.

Gunnar se encogió de hombros y se rascó la cabeza entreverada de canas: un gesto que hacía pensar que estaba reflexionando, cuando en realidad no tenía opción alguna.

–Yo tenía la intención de atracar aquí para siempre, porque ya tengo una edad… –rezongó–, pero quienes tejen son las Nornas, y a nosotros sólo nos es dado vestir lo que ellas hacen. Te acompañaré, Einar, contra viento y marea.

A continuación, se dedicaron el uno al otro la sonrisa propia de dos lobos que se estudian sin dejar de caminar en círculo.

–¿Y tú, Mataosos? –preguntó entonces Einar volviéndose hacia mí–. ¿Piensas unirte a tu padre a bordo del Alce de los Fiordos? Yo, desde luego, te recomiendo que lo hagas.

No tuvo que decir nada más: allí no había ya nada que pudiera interesarme, y lo cierto es que, si me quedaba, los hijos de Gudleif no iban a dudar en vengar en mi persona su muerte. De modo que asentí con un movimiento de cabeza, y él me respondió con el mismo gesto, en tanto que mi padre sonreía satisfecho y Skapti pedía cerveza.

Y así se hizo: me uní a los juramentados, aunque aún habría de tardar algún tiempo en saber que la promesa de sangre exigía algo más que una inclinación de cabeza y un guiño. Aquella noche comí por última vez en casa de Gudleif. Se arrancaron –no sin cierto desdén, según me pareció– las colgaduras que separaban las distintas partes para hacer sitio en el interior a todos. El jarl belicoso tiene por distintivo una estancia sin particiones, mientras que quien las introducía estaba admitiendo que había renunciado a la necesidad de disponer de hombres suficientes para emprender incursiones y, en consecuencia, de un lugar espacioso en que alojarlos. Los juramentados eran gentes chapadas a la antigua, y no sentían el menor afecto por aquellos adornos domésticos.

Comimos en torno al fuego, acurrucados mientras oíamos el azote del viento en las vigas. Las llamas se encogían y centelleaban empujadas por las ráfagas ocasionales que irrumpían en la sala a través de la salida de humos, mientras los navegantes malhumorados que se habían hecho como si tal cosa con Björnshafen pescaban en la olla trozos de carne de carnero, se soplaban los dedos y hablaban de cosas y lugares de los que jamás había oído hablar. También bebían grandes cantidades de recia cerveza, llenándose la barba de espuma mientras intercambiaban bromas y acertijos. Steinthor, quien sin lugar a dudas se las daba de escaldo, empezó a componer versos acerca de la muerte del oso, y los demás se dedicaron a aporrear las mesas o a arrojarle exabruptos, según fuera la calidad de sus kenningar. Tampoco dejaban de alzar en mi honor los cuernos en que bebían, sin que ninguno de ellos prodigase más brindis ni alabanzas que mi padre reencontrado, quien sonreía con el orgullo propio de quien ha ganado un caballo de hermoso porte. Gunnar el Rojo, no obstante, lo observaba todo encorvado e inmóvil desde el banco en que había tomado asiento.

Aquella noche, cuando los hombres, ociosos, se pusieron a departir con más calma, semejantes a mis ojos al humo que subía a la deriva desde los rescoldos, acabé por dormirme y soñé con el oso blanco, y en el modo en que había caminado en derredor de las paredes de la cabaña antes de quedar mudo. Me volví para asegurar a Freydis que los muros de su casa eran de construcción sólida, y convencido de que habían logrado disuadir al oso y de que éste se había marchado, y estaba sonriendo con convicción cuando, de pronto, se desplomó el tejado, cubierto de hierba, por la acción de dos zarpas descomunales que llenaron el interior de nieve y tierra, y a las que siguió, con un estruendo que hacía pensar que nos hubiesen arrojado el martillo del mismísimo Thor, el resto de su cuerpo: una avalancha blanca anunciada por un atronador rugido triunfal.

Paralizado, no pude evitar mearme encima. El oso entró de un salto, se sacudió como un perro, lanzando a su alrededor terrones y puñados de nieve, y se puso a cuatro pies. Era una verdadera montaña de pelo, una mole hedionda que balanceaba un cuello de serpiente rematado en una cabeza aterradora, con un ojo rojo a la luz del fuego y el otro convertido en una cuenca negra y añosa. Los labios se habían separado en aquel lado de la cara, dejando al aire un colmillo amarillo como en una sonrisa siniestra. Su rabia salpicaba baba densa y viscosa.

Sin duda había sido el olor de los ponis lo que le había atraído, pero ahora, al vernos, no acababa de decidir por quién ir primero. Fue entonces cuando eché a correr y determiné así el camino que habrían de tomar las vidas de todos nosotros. Él se volvió al percibir mi movimiento, con una velocidad que no parecía propia de semejante mole. Me vio buscar a tientas la tranca de la puerta, y yo lo oí, lo sentí rugir con fétido aliento de dragón. Entonces, arrancando casi la barra en mi desesperación, abrí la puerta de golpe. Oí un crujido, y giré la cabeza a medias para mirar por encima de mi hombro mientras salía casi a gatas. El oso se había erguido sobre las patas traseras y avanzaba pesadamente hacia mí. Sin embargo, era demasiado alto para aquel techo, y se golpeó la colosal cabeza con una de las vigas, partiéndola antes de desplomarse sobre el fuego.

Lo vi clavar con furia, lo juro, su único ojo en mí, al tiempo que lanzaba un grito penetrante, y también vi a Freydis ponerse en pie con calma, como si no fuera humana, y, alzando la vieja lanza, clavarla con fuerza en las fauces temibles de aquel animal. Aun así, el golpe no fue lo bastante certero: el conjuro no resultó del todo provechoso. El arma le quebró los dientes del lado que ya tenía dañado antes de partirse, con lo que quedaron dentro el hierro y parte del asta.

El oso se puso a repartir manotadas a diestro y siniestro, y en una de ellas, salió disparada de espaldas Freydis, alzando al cielo un roción de sangre y hueso. Su cabeza se despidió entonces del cuerpo que la había llevado sobre sí toda la vida, y yo me abrí paso tambaleante en medio de la nieve. Corrí como un esclavo cobarde. Si hubiese topado con un recién nacido en mi camino, no habría dudado en lanzarlo hacia atrás con la esperanza de tentar al animal con un refrigerio, y ganar así tiempo para escapar.

 

* * *

 

Me desperté de nuevo en la casa de Gudleif, en donde abrí los ojos a la mancha de leche agria del amanecer y a la vergüenza del recuerdo; pero todos parecían estar demasiado ocupados como para fijarse en mí: al parecer, dejaríamos Björnshafen aquella misma mañana. Estaba a punto de abandonar, para siempre, el único hogar que había tenido; de alejarme de él con una tripulación de perfectos desconocidos, hombres rudos, curtidos por la navegación y las incursiones, y lo que era aún peor, con un padre al que apenas conocía. Un padre que había visto separar la cabeza de su hermano del resto de su persona sin siquiera encogerse de hombros.

El desasosiego que me producía todo ello me impedía respirar. En Björnshafen había aprendido cuanto aprende todo niño: del viento, las olas y la guerra. Había recorrido sus prados y henares; robado huevos de gaviota en sus negros acantilados; surcado sus aguas a bordo de un faering y engrosado la dotación del barco largo con Bjarni, Gunnar el Rojo y otros. Incluso había llegado a navegar hasta Skiringssal el año en que Diente Azul enterró a su padre, Gorm el Viejo, y se erigió en rey de los daneses.

Conocía de memoria el lugar, desde los escollos cuya roca negra regaba de espuma cremosa el agua al romper, hasta la risa chillona de las golondrinas de mar. Me había adormecido por la noche acunado bajo el crujido de las vigas, mientras el viento sacudía la hierba del tejado, sintiendo el calor y la seguridad que prodigaba el mismo fuego que hacía bailar las sombras de los telares y las convertía en gigantescas telas de araña. Caomh me había enseñado allí a leer en la lengua latina (pues nadie conocía lo suficiente las runas para instruirme), siempre que lograba hacer que me aviniese a prestar atención a los garabateos que iba haciendo en la arena. Allí había aprendido también todo lo que sé de potradas, pues Gudleif era célebre por la cría de caballos destinados al combate.

Y de pronto, todo había cambiado en un abrir y cerrar de ojos.

Einar se hizo con algunas barricas de carne en salazón y otras vituallas, y de algunos barriles de cerveza, considerado todo ello parte del «resarcimiento» por lo del oso, y a continuación dio orden de enterrar a Freydis y transportar a rastras el cuerpo sin vida del animal para desollarlo, pues tenía intención de dejar a los hijos de Gudleif la piel, el cráneo y la dentadura, artículos de comercio cuyo valor superaba el de los toneles. El que tal cosa pudiera compensar la pérdida de su padre era, a mi modo de ver, harina de otro costal. Yo me limité a recoger mis escasas pertenencias: una bolsa, un cuchillo de mesa, una fíbula de hierro, mis ropas y una capa de lino; y la espada de Bjarni. Me había olvidado de preguntar si podía quedarme con ella, y como nadie la había mencionado siquiera, decidí no devolverla.

El mar era una hoja de pizarra gris con vetas blancas. Abriéndose paso entre las acumulaciones de algas rojas que poblaban la arena ondulada y salpicada de nieve, los juramentados acarrearon, encorvados, los cofres de equipaje y los barriles de víveres hasta el Alce de los Fiordos, metiéndose en el agua helada con gran griterío y las botas atadas alrededor del cuello. En el azul del cielo, nubes blancas y el sol como un orbe de latón: hasta el tiempo parecía querer atarme a aquel lugar.

Detrás de mí, Helga raspaba pieles de carnero para ablandarlas, sin dejar de observarlo todo, pues la vida no se acababa con una muerte, ni aun con la del mismísimo Gudleif. Caomh tampoco nos quitaba ojo, a la espera, pensaba yo, de que nos tragara el horizonte y pudiese dar entierro a la cabeza de su antiguo señor, conforme a la costumbre de los seguidores del Cristo Blanco.

Cuando se lo dije a Gunnar el Rojo al verlo pasar a mi lado, se limitó a aseverar con un gruñido:

–Gudleif no se lo va a agradecer, desde luego. Él pertenecía a Odín, de los pies a la cabeza y de la cuna a la tumba.

Se volvió hacia mí, encorvado por el peso de su cofre, y me miró por debajo de sus cejas pelirrojas para advertirme:

–Ten cuidado con Einar, muchacho: te tiene por un elegido de los dioses, porque, según él, ha sido Odín quien ha enviado a ese oso.

Yo ya lo había pensado, y se lo hice saber. Él se rió.

–Pero no a ti, chiquillo: a él. Cree que todo esto estaba destinado a traerlo aquí, hasta ti, porque tú tienes algo que ver con su saga. –Y tras cambiar de posición el cofre para mayor comodidad, añadió–: Aprende de él, pero no te fíes, ni de él ni de ninguno de los otros.

–¿Ni de mi padre? ¿De ti tampoco? –repliqué en cierto tono burlón.

Él me miró con sus ojos de mar estival.

–En tu padre puedes confiar siempre, muchacho.

Y con esto, se dirigió chapoteando al Alce de los Fiordos, llamando a los de a bordo para que lo ayudasen a embarcar su carga, con el cabello al viento veteado de gris y rojo, como ramas de helecho que crecieran en la nieve. Allí, de pie bajo el altísimo bordo de serpiente de la nave, que se alzaba imponente, más grande que mi propia vida e igual de azaroso, sentí… sentí de todo: excitación y desasosiego, frío y un acaloramiento febril. Tal vez era eso, esa… incertidumbre, lo que comportaba hacerse hombre.

–¡Muévete, pasmarote, si no quieres que te dejen con las gaviotas!

Quien así gritaba, con ceño marcado, no era otro que mi padre, que se había asomado por encima de la regala. Su rostro desapareció para dar paso al de Geir, que se inclinó para ayudarme a subir mi modesto hatillo, ligado con el único cinturón que tenía además del puesto.

–Bienvenido al Alce de los Fiordos –me dijo riendo entre dientes.

Capítulo II

 

 

Sé que los viajes de los nórdicos son legendarios, y que aun los marineros de Constantinopla, la reina de las ciudades,