HIJOS DE HERACLES

 

TEO PALACIOS

 

 

HIJOS

DE HERACLES

 

El nacimiento de Esparta

 

 

 

 

 

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Primera edición impresa: enero de 2010

Primera edición en e-book: marzo de 2012

 

© Teo Palacios, 2010

© de la presente edición: Edhasa, 2012

 

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ISBN: 978-84-350-4570-4

 

Depósito legal: B-8.309-2012

 

 

 

A Mari,

por despertar el sueño dormido de escribir.

 

Y a Scott,

por los trece años que me regaló.

Nota del autor

 

 

La información de que se dispone sobre la Esparta arcaica, período en el que transcurre esta novela, es sumamente escasa, pues no hemos de olvidar que los acontecimientos narrados tuvieron lugar hace casi 3.000 años. De hecho, apenas quedan unas pocas ruinas de la que fue una de las polis griegas más importantes. Esta escasez de información ha dado pie a que los distintos especialistas recurran a diferentes tesis y razonamientos para explicar el desarrollo de la cultura y sociedad espartanas.

Posiblemente la más aceptada es que fue Licurgo, quien habría vivido hacia el año 800 a.C., el responsable de llevar a cabo la revolución legislativa que se menciona en esta obra, incluyendo el régimen de instrucción militar para los niños, la creación del eforado, etc. Sin embargo, hay una corriente de especialistas que cuestiona seriamente la realidad histórica de Licurgo. Esto no es nada nuevo, pues, de hecho, Plutarco, que vivió entre los siglos I y II, ya advertía al hablar del mítico espartano que «nada se puede decir de Licurgo que no esté sujeto a dudas».

Esta novela basa buena parte de su argumento en esa hipótesis, es decir, en el hecho de que Licurgo no fuera una persona real. Partiendo de esta base, hay una serie de datos que permiten pensar que Teopompo elaboró, al menos, una parte de las leyes atribuidas a Licurgo. Plutarco, por ejemplo, menciona que fue en tiempos de Teopompo cuando se instauró el colegio de éforos, y que el primero de ellos se llamaba Elato. Así mismo, algunos especialistas creen que fue en tiempos de Teopompo cuando se instauró el sistema de educación espartano.

Sabemos, además, que durante la primera mitad del siglo VII a.C. Esparta era una ciudad con un nivel cultural muy rico, habitada por muchos grandes poetas y músicos, y con una belleza inusual en sus productos manufacturados, lo que no encaja demasiado bien con la imagen tradicional de Esparta, militarista y austera, que ya debería formar parte de la idiosincrasia de la ciudad de haber establecido Licurgo dichas leyes.

Esa misma falta de información afecta, como no podía ser de otro modo, a diferentes aspectos de la novela.

En cuanto a la cronología, no puede asegurarse con certeza en qué año de la historia de la humanidad sucedieron los hechos narrados. La cronología presentada se ha establecido a partir de los datos disponibles de acuerdo con una de las corrientes de pensamiento actuales y, evidentemente, puede presentar variaciones al ser comparada con otras. Fue contrastada con uno de los principales especialistas sobre la Esparta antigua, autor de una de las obras claves para desarrollar esta novela, quien consideró que la cronología que se expone «es plausible», si bien no se podría ratificar con seguridad absoluta dada la falta de datos fiables sobre dicho período.

Respecto a la genealogía de los reyes espartanos, nos encontramos en una situación similar. Suele aceptarse que a la muerte de Teopompo siguió un vacío dinástico en la Casa Euripóntida, en el que algunos especialistas creen que reinó Zeuxidamas y que a éste le sucedió Anaxidamo. No obstante, otros especialistas creen que a Teopompo le sucedió su hijo, Anaxándridas, y a él, Arquidamo. Hay incluso quienes opinan que a Teopompo le sucedió Arquidamo; sin embargo, otros defienden que éste murió antes que Teopompo, mientras que algunos más opinan que Arquidamo no era hijo de Teopompo, sino su nieto.

En todos los asuntos mencionados la verdad es esquiva y, al menos por ahora, nadie ha sido capaz de probar fehacientemente los hechos, siendo todo hipótesis con mayor o menor fundamento.

En cualquier caso, no debe confundirse al Anaxándridas que aparece en esta obra con Anaxándridas II, rey de la Casa Agíada que vivió hacia el año 550 a.C.

Dramatis personae[1]

 

 

Acanto. Joven compañero de Anaxándridas durante la agogé.

Aclis. Sacerdotisa del templo de Ártemis cuando se instaura la diamastigosis.

Ademia. Sierva de Tira.

Agneta. Sacerdotisa a cargo del santuario de Ártemis Ortia.

Alcamenes. Rey de la dinastía Agíada. Padre de Polidoro. Ejerce la diarquía hacia el 740 a.C. hasta el 715 a.C.[2]

Alcmán. Es considerado uno de los mayores poetas líricos griegos. Su cronología es confusa. Algunos estudiosos lo sitúan antes de la II guerra mesenia, otros después. Su florecimiento se sitúa en torno al 650 a.C. Probablemente se crió en un ambiente musical y poético muy favorecedor, ya que conoció a Terpandro, Tirteo o Tales de Gortina, quien, al igual que Terpandro, también creó una escuela de música en Esparta. La fama de Alcmán fue tal, que los espartanos le levantaron una estatua junto a los templos de Helena y Heracles.

Adara. Amante mesenia del joven Alkander. Alkander. Hijo de Laertes.

Anaxándridas. Hijo y sucesor de Teopompo, rey de la dinastía Euripóntida. Nacido hacia el 719 a.C. Subió al trono hacia el 675 a.C. Reinó hasta 655 a.C.

Antandro. General de Eufaes. Muerto junto a su rey en la I guerra mesenia al intentar salvarlo.

Antíoco. Padre de Eufaes, rey de mesenia. Muerto antes de las guerras mesenias.

Arion. Miembro de la Gerusía en tiempos de Nicandro.

Aristócrates. Rey de Arcadia. Durante la II guerra mesenia traicionó a los mesenios, de quien era aliado, abandonando la que se conoce como «batalla de la zanja». Aceptó un soborno de parte de Esparta para que abandonara el campo de batalla en plena refriega. Por este motivo, hubo una revuelta en Arcadia y en una asamblea fue lapidado, al igual que lo había sido su abuelo. Como resultado, Arcadia abolió la monarquía.

Aristodemo. Rey de mesenia elegido por el pueblo. Infligió una grave derrota a los espartanos a pies del monte Itome.

Aristómenes. Héroe nacional mesenio durante la II guerra contra Esparta. Aunque Pausanias lo encuadra en la II guerra mesenia, algunos estudiosos opinan que vivió en el siglo V.

Arquelao. Rey de la dinastía Agíada. Padre de Teleclo. Ejerce la diarquía hacia el 786 a.C. hasta el 760 a.C.

Arquidamo. Segundo hijo de Teopompo. Es un personaje especialmente polémico debido a las contradicciones que hay sobre él. Sin embargo, en general se acepta que murió antes que su padre, Teopompo.

Arquidamo. Hijo de Anaxándridas. Rey de Esparta. Atis. Anciano miembro de la Gerusía.

Calícrates. Joven compañero de Anaxándridas durante la agogé.

Carilo. Rey de la dinastía Euripóntida. Padre de Nicandro. Ejerce la diarquía hacia el 775 a.C. hasta el 750 a.C.

Circe. Muchacha espartana, esposa de Anaxándridas.

Cleonis. General de Eufaes que participó en las batallas de la I guerra mesenia junto a Eufaes y, posteriormente, junto a Aristodemo.

Damis. Rey de Mesenia. Sucedió a Aristodemo.

Dídimo. Joven compañero de Anaxándridas durante la agogé.

Domis. General mesenio a las órdenes de Aristodemo. Dirigió una de las alas del ejército del rey en la batalla de Itome.

Elato. Es el primer éforo del que se tienen noticias, nombrado en tiempos de Teopompo. En la novela aparece como miembro de la Gerusía después de su mandato como éforo.

Erato. Rey de Argos. Derrotó a Teopompo en la batalla de Asine y destruyó la ciudad hasta los cimientos. Sus habitantes fueron masacrados o huyeron hacia Lacedemonia.

Eufaes. Rey mesenio, hijo de Antíoco. Según la mitología, descendiente de Afrodita y Faetón. Responsable de las primeras derrotas espartanas en la I guerra mesenia.

Eurícrates. Hijo de Polidoro, rey de Esparta.

Eurileonte. General espartano que participó en las batallas de la I guerra mesenia.

Falato. Lideró un intento de sublevación en Esparta por parte de los partenios hacia el 706 a.C. Fue expulsado de la ciudad y, junto a sus seguidores, fundó Taras, la actual Tarento italiana, única colonia espartana de la época.

Fébidas. Soldado espartano miembro de la enomotía a la que sirve Anaxándridas durante un banquete. Erastés de Polemarco.

Fidón. Tirano de Argos. Personaje de muy difícil cronología. Se le considera el primer tirano de la antigua Grecia. A él se le reconoce el mérito de adoptar el sistema de pesos y medidas vigente en Babilonia, así como de introducir las monedas de plata en Grecia. Fue responsable del «rapto» de las Olimpiadas y se le atribuye el mérito de organizar, por primera vez, un ejército hoplita plenamente efectivo.

Laertes. Joven compañero de Anaxándridas y Polemarco durante la agogé y, posteriormente, fiel amigo de Anaxándridas.

Lampis. Espartano vencedor de la primera prueba olímpica de Pentatlón, celebrada en el 708 a.C.

Nicandro. Rey de la dinastía Euripóntida, padre de Teopompo. Ejerce la diarquía hacia el 750 a.C hasta el 720 a.C.

Ofelia. Sierva de Tira.

Ofira. Hija de Teopompo y Tira.

Pisandro. Miembro de la sissitía a la que Anaxándridas se une tras superar la agogé.

Pitarato. General de Eufaes que participó en las batallas de la I guerra mesenia.

Polemarco. Miembro de la nobleza espartana. Se le atribuye el asesinato narrado en la novela.

Polidoro. Hijo de Alcamenes. Rey de la dinastía Agíada. Ejerce la diarquía hacia el 715 a.C. hasta el 665 a.C.

Procles. Miembro de la Gerusía.

Tales de Gortina. Nació en Gortina, Creta, pero pasó parte de su vida en Esparta. Se le conoce como compositor de cantos para lira, pero también por ser legislador. Sus cantos eran exhortaciones para el cumplimiento de las leyes. Estableció en Esparta la segunda escuela de música después de Terpandro, y se le considera también parte importante en la creación de las gimnopedias.

Teleclo. Rey de la dinastía Agíada. Padre de Alcamenes. Ejerce la diarquía hacia el 760 a.C. hasta el 735 a.C.

Teopompo. Hijo de Nicandro. Padre de Anaxándridas. Rey de la dinastía Euripóntida. Ejerce la diarquía hacia el 720 a.C. hasta el 675 a.C.

Terpandro. Poeta nacido en la isla de Lesbos a principios del siglo VII. Fue llevado a pacificar Esparta por consejo del Oráculo de Delfos. Se le considera el creador de la lira de siete cuerdas y añadió la nota mi a las anteriores de la escala pentafónica. Creó la primera escuela poética y musical de Esparta.

Timeo. Eirén a cargo de la agelai de Anaxándridas.

Timómaco. Héroe espartano durante la I guerra mesenia. Según Aristóteles, su escudo era portado durante las fiestas Jacintias.

Tira. Esposa de Teopompo. Madre de Anaxándridas, Arquidamo y Ofira.

Tirteo. Poeta espartano que vivió hacia la mitad del siglo VII. Aunque algunas fuentes dicen que nació en Atenas, seguramente lo hizo en Esparta, pues al parecer combatió en la II guerra mesenia. Su obra es base fundamental para el estudio de la Esparta arcaica. Se le considera el poeta nacional espartano. Se han conservado unos 230 versos en los que exalta la constitución lacedemonia y elogia la muerte valerosa por la patria.

Prefacio

 

 

El paisaje que me rodea es hermoso. Eligieron mis antepasados este lugar por muchas razones, aunque la belleza no se encontraba entre ellas. Es un paraje resguardado, recóndito, a salvo de miradas curiosas. Un lugar de profundos valles y altas paredes rocosas. Hermoso, sí, pero duro. Hermoso, aunque de piedra y roca, de fría tierra y aire gélido. Hermoso, sin duda, pero con la suficiente crueldad, inclemencia y aspereza para templar el carácter de los que vendríamos después. Y tan adecuadamente cumplió este lugar su propósito que ahora, tras muchos años, contemplo por primera vez el esplendor que alberga, porque la hermosura es algo que mi gente tuvo que pasar por alto para dedicarse a otros menesteres.

Me encuentro en un punto elevado al oeste de mi ciudad, Esparta. A mi espalda, se alzan las altas montañas que la defienden. El griterío del pueblo ha quedado atrás. Las mujeres y los niños nos han despedido. Ahora reina la calma. Nada excepto el soplo del aire hiere mis oídos. Es un día cubierto de nubes grises, con una claridad que presagia una fuerte nevada. El viento azota mi capa, y aunque mi torso se encuentra desnudo y el frío es penetrante, soy inmune a él. Porque yo, que incluso vine al mundo de forma violenta, no cuento las calamidades como otros. Muchos años de preparación lo hacen posible. Muchos años de severidad, de dureza impuesta, de ruda disciplina, me permiten mirar a la cara de la adversidad esbozando una sonrisa donde cualquier otro perecería o, al menos, lloraría igual que un perro apaleado.

Y no hablo sólo de mí.

Tres mil de mis hermanos me acompañan.

Todos tan preparados como yo. Todos tan dispuestos como yo. Todos tan felices como yo, tan duros y abnegados como yo. Todos vistiendo la misma capa de color rojo sangre. Cada uno dispuesto a morir. Es nuestro designio.

Un bosque de espadas se alza ante mi vista. Destellos de bronce fulguran con cada exiguo rayo de luz solar con poder suficiente para atravesar el manto de nubes que cubre nuestras cabezas.

Tres mil almas resueltas las portan.

Tres mil rostros que muestran la mirada decidida del que se ha sobrepuesto a un millar de calamidades para llegar al día de hoy. Pues, desde los tiempos de los heráclidas, mi pueblo se ha preparado para este momento. Éste es nuestro destino. Se nos enseña orden y pureza. Se nos enseña a despreciar cualquier banalidad. Todo en nuestra vida nos lleva a no temer a la muerte, a luchar por la libertad a cualquier precio.

Mucho hace ya que los descendientes de Heracles constituyeron la ciudad; sin embargo, ese derecho a gobernar esta tierra cedida por el propio Zeus, lejos de caer en el olvido, se ha ido renovando con la sangre de muchas generaciones.

Y ha llegado el momento de hacerlo valer.

Miro a mis hermanos, y veo tres mil corazones que esperan la señal. Pues vamos a la guerra. Para eso estamos aquí. Para eso hemos nacido.

Desde la más tierna infancia se nos ha preparado, se nos ha impuesto el extremo rigor que domina nuestras vidas.

Lo hemos aceptado con gozo, pues ésa es la tradición; y es nuestro honor, así como nuestra libertad, lo que está en juego.

Es, además, la única manera de llevar a cabo nuestra venganza.

De modo que observo las huestes que me acompañan y no puedo evitar que el orgullo me invada, pues al fin se hará justicia.

Y en el preciso momento en que descubro que estamos cerca de la gloria, la euforia me domina. No puedo retener por más tiempo el grito que inflama mi garganta. Mis pulmones estallan soltando todo el aire retenido, y los espíritus de incontables generaciones de hombres de dureza inigualable, de increíbles hazañas y proezas que deberían ser recordadas cuando mi pueblo desaparezca, vuelven a la vida a través de él: «¡El Juramento! ¡La Muerte!».

Y otras tres mil gargantas elevan su voz repitiendo estas palabras para llevarlas hasta el Olimpo, para elevarlas hasta los dioses. Para que sepan que vamos a cumplir nuestra promesa. Que mi pueblo conoce lo que es el honor.

Soy el general que comanda un ejército como no se ha visto ningún otro en el mundo. Para eso estoy aquí. Éste es mi destino.

Me llamo Anaxándridas, y soy rey de Esparta.

CAPÍTULO

Alumbramiento

 

 

El grupo de ancianos de las familias más importantes que formaban la Gerusía se hallaba reunido junto a Nicandro, uno de los reyes de la ciudad. Veían las cumbres del Taigeto al fondo, con su blanco perenne cubriendo el paisaje. Los presentes se mostraban inquietos mientras se congregaban alrededor del lugar consagrado a Ártemis, cuyo pavimento, sacado del Eurotas hacía casi un siglo, estaba rodeado por un muro trapezoidal. Las noticias que escuchaban los presentes no eran buenas. Prestaban atención a las palabras de Agneta, sacerdotisa al cuidado del témenos consagrado a Ártemis Ortia.

–Como expliqué a Nicandro esta mañana, ha sido un insulto, una completa profanación. La noticia me llegó cuando la ciudad ya dormía, aunque la diosa me había estado preparando para ella mediante sueños. –Las murmuraciones de los miembros de la Gerusía subían y bajaban al ritmo que lo hacía el relato en boca de la sacerdotisa–. Los mesenios han ultrajado a las doncellas que se preparaban para el culto a Ártemis Limnatis.[3]

–Hizo una pausa, permitiendo que los gritos de los que la escuchaban se alzaran en el aire durante un rato–. No es eso solamente lo que ha sucedido, ancianos de Esparta. –Ante estas palabras, un nuevo silencio expectante se apoderó del lugar, a la espera de las siguientes noticias. Nada había preparado a los miembros del Consejo para lo que escucharon a continuación–. Las doncellas que fueron deshonradas se han quitado la vida, incapaces de soportar semejante vergüenza. –Agneta alzó los brazos ante el tumulto que se elevó tras sus palabras. Las malas noticias no habían terminado–. Además, Teleclo, hijo de Argelao, rey de Esparta, ha muerto. Los mismos mesenios que ultrajaban a las jóvenes le arrebataron la vida mientras el rey intentaba, inútilmente, evitar tal profanación.

El alboroto que siguió a tales palabras se derramó entre las piedras, levantando ecos durante un buen rato. El agravio había ido demasiado lejos. Teleclo era casi un héroe para los espartanos. Consiguió la anexión de Amiclas para la capital del reino hacía unos veinte años, y había fundado en la llanura de Macaria tres colonias, a saber: Poesa, Equeas y Taigo, de estatuto perieco, los habitantes de Esparta que se encargaban del comercio y la artesanía. Desde entonces, y ante el temor de que los espartanos continuaran con su política expansionista, la tensión entre los habitantes de Mesenia y los nuevos colonizadores había ido en aumento.

Nicandro, el rey de la dinastía Euripóntida que formaba la diarquía junto a Teleclo, de la casa Agíada, tomó la palabra ante la Asamblea de ancianos.

–Desde que sucedí en el trono a Carilo, mi padre, siempre he admirado a Teleclo. Su fuerza era contagiosa. Fue él quien anexionó, para la gloria de Esparta y de Ártemis, a Amiclas, que dejó al fin el culto a Jacinto para unirse al culto de Ortia. El deseo de Teleclo de que los espartanos dispusiéramos de más y mejores tierras, con las que cubrir nuestras necesidades sin depender de otras ciudades de la Hélade, hizo posible la creación de aldeas en territorio tan fértil como Macaria.

»Bien sabéis todos –continuó tras una breve pausa–, que no era el deseo de Teleclo, y tampoco el mío, entrar en una lucha contra nuestros hermanos mesenios. –Nicandro guardó silencio de nuevo durante unos instantes, tanto para tomar aire después de su apasionado discurso como para pensar qué debía decir para enaltecer los corazones de los miembros de la Gerusía–. ¡Pero necesitamos tierras de las que extraer su fruto! –explotó al fin–. ¡Y ellos no tienen derecho a negarnos la posibilidad de cubrir esa necesidad!

»Aquí, a mi lado, se encuentra Alcamenes, hijo de Teleclo, hijo de Arquelao, hijo de Agesilao, hijo de Doriso, hijo de Labotas, hijo de Equéstrato, hijo de Agis, hijo de Eurístenes, cuarto nieto de Heracles. Ahora que su padre ha muerto, ¡es rey por derecho de sangre! A él corresponde, con el apoyo de la Asamblea y la Gerusía, el derecho a dirigir la ciudad y vengar a su padre.

–Nadie se opondrá, por supuesto, a que Alcamenes suceda al malogrado Teleclo –aseguró Arion con voz fuerte para acallar las voces que daban la bienvenida al nuevo rey–. Sin embargo, debemos considerar qué vamos a hacer con respecto a esta afrenta. ¡No es sólo Esparta la que ha sido injuriada! La misma Diosa ha sufrido la vergüenza por sus doncellas y, aunque Ella es poderosa para defender su honor sin ayuda de simples mortales, ¿quién diría que es espartano si no hiciera correr la sangre tras semejante insulto?

El torrente de voces creció hasta que Ártemis sonrió desde el Olimpo. Los espartanos no dejarían que su nombre quedara sin venganza. La guerra contra los mesenios ya era una realidad.

 

* * *

 

La noche era muy fría. El alba se haría esperar. El invierno estaba en todo su esplendor. Un viento cruel rugía con fuerza en el valle y entre las casas de Limnas, una de las cuatro aldeas primitivas que habían dado paso a la ciudad de Esparta.

El hombre parecía insensible a la dureza del clima, pues aunque se tapaba lo hacía únicamente con una capa ligera. Estaba acostumbrado a combatir las adversidades sin inmutarse, fueran climáticas o de cualquier tipo y, de hecho, si las circunstancias hubieran sido diferentes, puede que una sonrisa se estuviera dibujando en su rostro al pensar en otros hombres, otros pueblos que hubieran tiritado en la gélida noche, o incluso hubieran muerto congelados antes de que el sol viniera a saludar un nuevo día. En cambio, él continuaba su espera, imperturbable, ajeno a lo que ocurría a su alrededor. Era un momento importante. Una noche en la que permanecer en vigilia.

En el patio de la casa, austero, como todos en Esparta, había una sorprendente actividad. De vez en cuando, alguna de las esclavas aparecía corriendo en busca de los utensilios que las amas la enviaban a buscar, y era inevitablemente perseguida por los ojos de los catorce varones que acompañaban al rey y que permanecían congregados en el lugar mientras ella realizaba su tarea a toda prisa.

Teopompo, sin embargo, no prestaba demasiada atención a todo ese movimiento. Continuaba expectante, en silencio, alejado de sus compañeros, sus amigos, a quienes confiaba a diario su propia vida, tragándose la inquietud que amenazaba con apoderarse de él, curtido en cien combates y que hoy, por primera vez, era consciente de la fragilidad de una vida humana.

Sus compañeros de armas, aquellos con los que pasaba más de doce horas al día, se apelotonaban en el extremo del patio, alborotando. Era lo habitual en esos casos. Él mismo había participado ya en multitud de ocasiones similares. Y nunca entendió el nerviosismo del protagonista. Nunca, hasta esa misma noche.

Sin saber por qué, Teopompo pensaba en su padre, Nicandro, muerto algunos meses atrás. El rey cavilaba acerca de si su padre habría sentido aquellas mismas sensaciones durante las horas previas al nacimiento de su primogénito.

La guerra contra los mesenios continuaba. Diez años atrás, los espartanos habían tomado Anfia sin que nadie pudiera preverlo, en un ataque tan repentino como audaz. La ciudad, situada en la frontera entre ambos estados helenos, se había de convertir en una lanzadera para las tropas de Esparta. Días después, el rey mesenio Eufaes había obrado un ardid con el que pudo calibrar la fuerza del ejército espartano sin arriesgarse a que las tropas pudieran, siquiera, entrar en contacto unas con otras. Tras conseguir que los representantes de las ciudades mesenias citados en Esteniclaro dieran el visto bueno a la guerra contra Esparta, el rey preparó durante unos días al ejército y salió en busca del invasor. Sin embargo, astutamente, Eufaes colocó a sus hombres tras la protección de un vado profundo. Cuando el enorme ejército espartano llegó hasta el lugar, se encontró con que, aunque estaban separados por apenas unas brazas, era imposible trabar batalla. Sólo algunos hombres de caballería, junto a algunos de infantería ligera, participaron en una escaramuza sin importancia. Con el siguiente amanecer, cuando los espartanos pensaban que al fin podrían iniciar la batalla postergada, se encontraron con una nueva sorpresa. El hábil rey mesenio ordenó preparar largas estacas, y durante la noche construyó una empalizada alrededor de su campamento. El ejército espartano tuvo que abandonar el campo de batalla sin cruzar más que algunos insultos contra sus enemigos.

Al año siguiente, los espartanos volvieron a la carga, si bien no lograron la supremacía sobre el enemigo. Desde entonces, la lucha continuaba: Esparta hostigaba a su adversario por el interior, y los mesenios hacían lo propio por mar, lanzando razias imprevistas y rápidas para debilitar a los lacedemonios y obligarlo a no enviar todas sus tropas al granero mesenio.

Todo esto, sin embargo, ocupaba ahora un rincón de la mente del rey, relegado por un acontecimiento más importante: el nacimiento del que habría de ser su sucesor.

La luna caminaba con lentitud exasperante. La espera estaba resultando más larga de lo que había creído. Teopompo era un hombre devoto. Lo primero que hizo cuando asumió su puesto como diarca fue promover la construcción de dos santuarios, uno dedicado a Zeus Silanio y el otro a Atenea Silania. El rey estaba acostumbrado a conseguir lo que necesitaba por sus propias manos, sin confiar en nadie más que en sí mismo y en sus compañeros, aquellos a los que debía la vida, pero en esa noche de ventisca sus deseos estaban muy por encima de su poder. Necesitaba que Ártemis le fuera favorable. De modo que respiró con fuerza, cerró los ojos a cuanto le rodeaba e, inclinando la cabeza, oró como nunca lo había hecho.

En el interior de la casa, las mujeres se afanaban. Más acostumbradas a este tipo de espera, sabían mantenerse ocupadas, de manera que su mente y su corazón no se angustiaran en exceso. Ya hacía rato que esperaban. Tenían preparado todo lo necesario: suficientes trapos limpios y agua caliente, aunque el fuego se mantenía vivo, preparado para poner más a hervir.

El momento se acercaba. La más anciana de las presentes palpaba el vientre abultado, y emitía señales inequívocas de que el alumbramiento sería complicado. Miró a la parturienta, que permanecía tumbada y sudorosa, hablándole sin rodeos.

–Será difícil. Viene de nalgas.

Y, efectivamente, fue difícil.

La matrona le aconsejó que diera a luz apoyándose sobre las palmas de las manos y las rodillas.

Resultó largo y doloroso.

La mujer apretaba los dientes, haciendo esfuerzos por expulsar al bebé, su primer hijo, el hijo del rey, mientras procuraba que ni un gemido partiera de sus entrañas, por el bien del propio niño.

El dolor la atravesaba como si una espada estuviera desgajando su interior, dividiendo sus entrañas, separando las fuentes de la vida que los dioses habían otorgado a las hembras.

Finalmente, el tormento la superó y un grito aterrador surgió de su garganta. Las mujeres se detuvieron al oírlo, presas del pánico. La matrona dudó sólo un segundo. Luego, mirando a una joven esclava, le habló con urgencia.

–¡Ve! ¡Rápido!

 

* * *

 

En el patio, el lamento resultó más que audible, llenando de temores a los allí congregados. Sus hembras no gritaban durante el parto. No, a menos que... Elevaron de inmediato los ojos a los cielos. Nada acontecía en ellos, ni el más leve movimiento.

Teopompo no podía creer que ocurriera lo impensable. Escrutaba la oscuridad, atento al menor movimiento de los astros. Entonces apareció la esclava en el patio y, cuando la cuenta atrás estaba a punto de concluir, una estrella fugaz de enorme magnitud cruzó la negrura que invadía sus cabezas, manteniéndose visible a lo largo de la oscura bóveda como un águila perezosa que regresa cansada a su nido.

La joven regresó al interior, dejando atrás el tenso ambiente que se respiraba entre los hombres, el frío del patio. La matrona la miró, áspera y ansiosa, pues las noticias que trajera darían un significado u otro al grito de la mujer. Pero la doncella sonrió y declaró en voz alta:

–Todo está bien. Ella lo bendice.

Las mujeres respiraron aliviadas. Podían concentrarse en su tarea.

Al fin, con un nuevo empujón, la criatura vio la luz, rasgando a su madre y cubriendo el suelo de sangre y restos de placenta. No hizo falta ayudarla a llorar. Como enviada de Ártemis, un rabioso llanto brotó de la flamante garganta. Era un varón. Saludable como la madre y fuerte como el padre. Tira había cumplido el deber de toda mujer: engendrar un guerrero para su pueblo. Aquel bebé, su primer hijo, era un nuevo motivo de orgullo y esperanza para ellos.

 

* * *

 

–¡Teopompo! –La mujer corría en el crepúsculo hacia las puertas de la vivienda, atravesando el corredor central. Su marido llevaba todo el día fuera, ejercitándose, preparándose con sus hermanos, debatiendo con la Gerusía. Sólo al caer el sol regresaba al hogar–. ¡Teopompo, no te lo vas a creer! ¡Ya gatea!

Tira se mostraba eufórica, con el niño en brazos, alzándolo para que su padre pudiera ver que crecía día a día, mostrando la pujanza de sus antepasados. El orgullo irradiaba del rostro de la mujer. Una sonrisa afloró a los labios del hombre.

–Eres una buena madre. –Cogió al pequeño en brazos encaminándose al asiento. Comprimió suavemente, con manos rudas, las piernas y brazos del pequeño, que gorjeaba sin decidirse entre el reconocimiento o el terror, ante aquel hombre con el que apenas tenía trato. No eran caricias lo que el padre dedicaba a su hijo. Lo estaba estudiando, comprobando el crecimiento de sus huesos y los aún insignificantes músculos.

–Todavía es pronto para eso, esposo. –La felicidad de la mujer iluminaba la estancia mientras observaba cómo el bebé se relajaba y extendía las manos en busca de la cabellera de su padre.

–¿Cuándo le pondrás las cadenas?

–Aún no tiene cinco meses. No ha llegado el momento.

–Debe crecer fuerte.

–Lo hará. Ella lo bendice. Ha comenzado a gatear mucho antes que la mayoría. Podrás sentirte orgulloso de tu hijo.

–Ha nacido para cumplir el destino de los heráclidas. Es el hijo del rey. ¿Merecerá ser rey?

–Lo hará si así lo quiere Ella. Nosotros sólo podemos darle la atención adecuada, la que Ella indicó que debían recibir los hijos de nuestro linaje. Y así lo haremos.

–Sí. Así lo haremos.

 

* * *

 

El niño miraba a su hermano de dos años caminar con las cadenas mientras el perro, un enorme animal de caza que se mostraba dócil cuando estaba junto a su pequeño amo, correteaba alrededor. No podía recordarlo, pero él también había llevado aquellos apéndices en brazos y piernas.

Se encontraban en la parte superior de la casa, donde Tira se dedicaba al hilado. El techo, abuhardillado, dejaba oír el repiqueteo de la lluvia. Anaxándridas se giró y preguntó a su madre por qué le ponía los grilletes al pequeño Arquidamo. La mujer dejó el huso para fijar su mirada en él mientras respondía con una sonrisa.

–Para que crezca fuerte, Anaxándridas. Así lo dice la tradición de la casa de tu padre. Así lo hacemos con todos los varones. Incluso tú las llevaste.

–¿Por qué?

Los grandes ojos marrones, con aquel matiz verde tan particular del linaje paterno, la observaban admirados. Veneraba a su madre. Era la que dominaba su vida, en todos los sentidos, y para él, un niño de cuatro años, representaba la única fuente de cariño y protección. A su padre casi no lo veía, como les ocurría a todos los demás niños con sus respectivos progenitores. Y cuando lo hacía, se mostraba rudo, distante, sin mostrar grandes emociones. No entendía la dureza con la que era tratado. Era cierto que todos los progenitores trataban con férrea disciplina a sus vástagos, pero el rey exigía más que ningún otro. Anaxándridas sufría a menudo, desalentado por las continuas críticas de Teopompo, ante quien parecía no hacer nada de la forma adecuada; tal vez por ello disfrutaba tanto de los lánguidos atardeceres, antes de que su padre volviera a la casa.

–Hijo, nuestro pueblo tiene un pasado glorioso, descendemos de los mismos dioses. El futuro debe ser igual de importante. Para que eso sea posible, vosotros, los hombres, debéis ser fuertes, mostrándoos valerosos. No podéis llorar, como los niños de los esclavos, sólo por tener hambre o sed.

–¿Por qué no puedo llorar, mamá? –Acariciaba a Ortro, el enorme perro, que se tumbó panza arriba disfrutando del momento.

–Porque eso te haría débil, vulnerable. Y tú no quieres que los demás jóvenes se puedan reír de ti, ¿verdad, hijo?

–Yo no lloro por esas cosas –zanjó el chiquillo con altivez.

–No, hijo, no lloras por esas cosas. Pero sí por otro asunto. Y eso también te debilita.

El niño se encogió de hombros, agachando la cabeza. Dio la espalda a su madre y se hizo el distraído, mirando a su hermano, que arrastraba las cadenas que lo fortalecían, mientras pensaba en las palabras de Tira. Ortro, notando el cambio de actitud de su amo, comenzó a lamerle la cara, arrancándole una sonrisa y obligando al pequeño a reír, haciendo desaparecer sus preocupaciones. Tira los observó sin decir nada, adusto el semblante. Sabía qué hacer para enderezar a su hijo.

 

* * *

 

Anaxándridas se detuvo ante su padre dándole la bienvenida con respeto, intentando que Ortro se comportara bien. Esperaba estar a la altura de lo que se le exigía. Tenía en las manos la pequeña espada de bronce, forjada a su medida, con la que se encontraba practicando, como hacía a diario, los movimientos que, con la salida del sol, le encomendaba su progenitor. Teopompo lo miró, evaluando su actitud.

–No tienes bien asida el arma. Eso puede ser la diferencia entre matar o morir. –La voz era grave, tensa, y mostraba su desagrado ante la ineptitud del niño, mientras el rey colocaba de forma adecuada las manos de su hijo–. Por la forma en que la empuñas, diría que has estado practicando durante mucho tiempo. No debes agotar tus fuerzas al principio de una lucha. Debes mantener reservas para la parte final, cuando tu enemigo ya está cansado. Entonces podrás darle el golpe definitivo. Y mientras eso sucede, jamás dejes de vigilar a tu rival hasta que la batalla haya finalizado. Recuérdalo.

–Sí, padre.

Teopompo entró en la casa. Hizo el saludo habitual a la estatua de la diosa, presente en cada patio, en cada hogar, mientras dejaba atrás al pequeño, que volvía a concentrarse en el uso de la espada, esforzándose por agradar a su padre y ganar así alguna de las escasas sonrisas de aquel rostro hosco y esquivo. Ortro esperaba paciente en una esquina, alejado del peligro de aquellas manos torpes, a que su joven dueño concluyera sus ejercicios para volver a sus juegos habituales.

Cuando el rey entró en el hogar, Tira comprobó que su esposo estaba alterado.

–¿Qué te ocurre? Tiene algo que ver con los mesenios, ¿no es cierto? No se habla de otra cosa en la ciudad.

–Así es. Partimos a la guerra. Esta noche no descansaré. Tengo mucho que preparar. Esta vez acabaré con ellos.

Tira dejó a Arquidamo en el suelo. El menor de sus hijos se fue correteando, intentando escapar de las cadenas que Ademia, una de las esclavas, pretendía colocarle. La reina cogió un peine, sentó a su esposo en el taburete y comenzó a peinarle los largos cabellos con deliberada lentitud, sabiendo que, al llevar a cabo aquel ritual, contribuiría a que su inquieto marido se relajara. Esta vez, sin embargo, no obtuvo el efecto deseado.

–Algo más te preocupa –comentó con delicadeza.

–Así es. –La voz de Teopompo sonaba velada y profunda en el interior de la habitación.

–Pues entonces, ábrete a mí. ¿Para qué sirve una esposa, además de traer niños al mundo, si no es para aconsejar a su marido?

–Tira..., no puedo luchar si mi alma no me acompaña –estalló el rey en un sordo gemido.

–¿Y por qué no habría de hacerlo? –preguntó ella, alarmada ante la inusual reacción.

–Estoy inquieto, mujer. Mi hijo, mi primogénito, chilla como una vulgar rata al encontrarse en la oscuridad. Aquel que debe ocupar mi lugar no parece digno de ello. No cumplirá con su deber si continúa por ese camino, y yo no puedo preocuparme por ello mientras lucho. Todo lo que se ha hecho para eliminar el problema no ha servido de nada, y ya tiene cuatro años. Hay que solucionarlo. De inmediato.

–Así se hará, esposo. Déjalo en mis manos.

Tira continuó su labor, paciente. El silencio descendió sobre la estancia. Los ojos de Teopompo se centraron en el camastro, austero, como indicaba la Ley, y dio un repaso al pulcro orden de la habitación. La paz que debía, por norma, reflejar el hogar, se establecía para contribuir a la relajación de los hombres, habitualmente excitados por la tensión de su vida soldadesca y el ejercicio diario. Cuando terminó de acicalarlo, Tira se desprendió de la túnica, dejándola caer al suelo, mostrando unos senos turgentes hacia los que atrajo los labios de su marido. Tal vez no volvieran a verse en un tiempo. Debía dejar su semilla en ella. El día era propicio.

Cuando ambos desahogaron su pasión y las fuentes del deseo se agotaron, Teopompo alzó la voz a la vez que clavaba la mirada en los profundos ojos de su esposa, rendida casi por el sueño.

–En caso de que no vuelva, ama a otro hombre, y sigue dando hijos a nuestro pueblo.

Y tras decir eso se incorporó, abandonó el lecho y desapareció en la oscuridad.

 

* * *

 

Acababa de caer el sol. Anaxándridas jugaba con Arquidamo. Las risas de los dos hermanos inundaban la estancia mientras correteaban y Ortro alborotaba a su alrededor. Tira apareció junto a Ademia, que se llevó al menor de los niños. La dueña del hogar miró a su hijo mayor con seriedad. Lo tomó de la mano y salió presurosa de la casa.

La noche era oscura. Fresca. El aire de las montañas rolaba por el valle, arrancando murmullos de los adormecidos árboles. Tira caminaba guiando a Anaxándridas. Las calles de la ciudad habían quedado atrás y madre e hijo avanzaban por terreno cada vez más abrupto. Los sonidos de la noche eran intensos. El niño empezó a temblar, pues llevaba poco abrigo. El perro los seguía, excitado por la excursión nocturna.

–¿Adónde vamos, mamá?

–A solucionar un problema.

Anaxándridas ya sabía a qué se refería. Siempre que su madre hablaba del «problema» lo miraba con dureza, y ahora, aunque no podía ver sus ojos, sí percibía la tensión de la mano, la severidad en la voz. El «problema» empezó un año atrás, cuando empezó a temer la oscuridad. Ignoraba el motivo, pero no conciliaba el sueño y a veces gritaba de terror ante una sombra más profunda que las demás. De nada sirvieron las enseñanzas de su madre al respecto, ni tampoco las admoniciones de su padre, que cada vez lo trataba con mayor dureza. Oía sus palabras cuando las sombras crecían: «Eres un espartano, descendiente de Heracles. Debes ser valiente. Tienes que controlar el miedo, todas tus emociones, de lo contrario no cumplirás con tu deber. Tienes que ser fuerte. Ése es tu deber. Si no lo haces, serás la deshonra de tu pueblo». A medida que pronunciaba las palabras, el rostro de su progenitor se ensombrecía cada vez más y, finalmente, le daba la espalda, ante la mirada perdida de su hijo. Pero la mente del niño se vaciaba ante el miedo, y Anaxándridas se veía incapaz de prestar atención a la voz de su padre.

Y ahora se encontraba con su madre, a quien amaba, quien siempre se mostraba paciente y razonable en sus enseñanzas, en medio del bosque, en mitad de la noche, acompañados por un débil jirón de luna, que acababa de iniciar su viaje mensual en un cielo iluminado sólo por las estrellas.

Llegaron a un lugar donde los árboles se alzaban al borde de una amplia depresión natural, inclinando las altas copas a favor de un viento que campaba a sus anchas por el lugar. La oscuridad era absoluta. El frío crecía. La voz de Tira se alzó en el silencio del lugar, mostrando matices que hasta ahora Anaxándridas nunca había percibido. Quizás era lástima, o incluso temor.

–Anaxándridas –la voz de la mujer sonó cortante–, eres mi hijo, mi primogénito. Eres lo más importante para mí. Jamás haría nada que te hiciera daño. Lo que voy a hacer ahora es por tu propio bien. La oscuridad no es mala en sí misma. Nada tiene que pueda dañarte. Las cosas que se esconden en las sombras son animales, u hombres. Por tanto, permanece tranquilo. Ella está cerca.

–Mamá, siempre hablas de Ella, pero nunca me has dicho quién es.

–Ella es Ártemis. La diosa de la caza y la fertilidad, y también de los partos. La protectora de nuestro pueblo. Tú no lo sabes, pero Ella cuida de ti. Siempre. Así lo dijo en el momento de tu nacimiento.

–¿Aunque sea de noche? –preguntó el niño, asustado.

–Especialmente de noche y en la oscuridad. –La mujer sufría mientras hablaba. No resultaba fácil para una madre ejecutar el acto de disciplina que tenía preparado. Pero otras muchas lo habían llevado a cabo, según contaban las historias, y casi todas alcanzaron su propósito. Ése era el matiz: casi todas–. Hoy podrás advertir su protección. Espera aquí, pequeño. Volveré con las primeras luces.

Tira dio la espalda a su hijo, que se quedó mirándola, incrédulo. Comenzó a descender la colina dejando atrás al niño, que era incapaz de moverse. Tira corría riesgos al actuar de esa forma. Era posible que algún animal atacara al chiquillo, o que se perdiera en el bosque confundido por el temor. Pero se trataba de un riesgo calculado, Ártemis debía cuidar de él. Pese a todo, instantes antes de marcharse había contemplado a Ortro y, en un momento de debilidad, lo dejó junto a su pequeño en lugar de llevarlo de vuelta con ella, pensando que tal vez pudiera servirle de protección. Su decisión podría llegar a ser peligrosa, sí. Pero el niño, su niño, tenía miedo a la oscuridad, y eso era inaceptable. Quedaba poco tiempo para que abandonara el hogar y, si no era capaz de dominar su temor, jamás podría cumplir con su deber. En ese caso, sería inútil para su pueblo, incapaz de cumplir con su cometido. Sería un despojo, como otros niños similares. Sí, corría riesgos, pero entre morir o vivir como un cobarde, la elección era simple. Si un espartano no temía a la muerte, su hijo no temería a la oscuridad. O dejaría de ser su hijo.

Lo último que pudo ver entre la maraña del bosque fue a su hijo arrodillándose, haciéndose un ovillo contra el cuerpo de aquel que nunca lo abandonaría: su perro.