NUEVAS AVENTURAS

DE ROBINSON CRUSOE

 

 

DANIEL DEFOE

 

 

 

 

 

 

 

 

NUEVAS AVENTURAS DE ROBINSON

CRUSOE

 

que incluyen la segunda y última parte de su vida y los extraños y sorprendentes relatos de sus viajes alrededor de las tres partes del mundo.

Escrito por él mismo

 

Traducción de Enrique de Hériz

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En nuestra página web: www. edhasa. com encontrará el catálogo completo de Edhasa comentado.

 

 

Título original: The Further Adventures of Robinson Crusoe

 

Ilustración de la cubierta: © iStockphoto. com/Classix

 

Diseño de la sobrecubierta: Edhasa basada en un diseño de Pepe Far

 

Primera edición impresa: enero de 2012

Primera edición en e-book: junio de 2012

 

© de la traducción: Enrique de Hériz, 2012

© de la presente edición: Edhasa, 2012

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ISBN: 978-84-350-4573-5

 

Depósito legal: B. 19. 147-2012

 

Prefacio

 

 

 

El éxito obtenido en el mundo por la parte anterior de esta obra no es sino el que cabía esperar por la sorprendente variedad de sus asuntos y por la agradable manera en que se nos presentan. Todos los esfuerzos de la gente envidiosa por reprocharle su condición de romance o rebuscar en su interior errores geográficos, incongruencias en el relato y contradicciones en los sucesos han demostrado ser estériles y tan impotentes como maliciosos.

El justo uso de cada incidente y las inferencias religiosas y de utilidad que se extraen de cada parte dan testimonio de la buena intención con que se dio a publicar y han de legitimar cualquier parte de la historia que pueda tildarse de invención, o de parábola.

La segunda parte, si de algo vale la opinión del editor, es (al contrario de lo habitual en las segundas partes) tan entretenida en todos los sentidos como la primera, contiene sucesos igual de extraños y sorprendentes, con la misma variedad; sus usos no son menos serios y apropiados y sin duda resultarán, para el lector serio, así como para el divertido, en la misma medida provechosos y entretenidos: eso hace que la abreviación de esta obra resulte tan escandalosa como bellaca y ridícula; visto que, para acortarla, como parecen reducir su valor, la despojan de todas las reflexiones, tanto religiosas como morales, que además de constituir la mayor belleza de esta obra están calculadas para el infinito provecho del lector.

De ese modo, dejan la obra desprovista de sus más brillantes ornamentos; si al mismo tiempo fingen que el autor ha extraído esta historia de su invención, le roban también el provecho que por sí mismo haría recomendable esta obra a los hombres sabios y buenos.

El daño causado por esos hombres al propietario de la obra es una práctica que todo hombre debe aborrecer; el propietario cree que puede desafiarlos a demostrar si existe alguna diferencia entre eso y asaltar por los caminos o allanar las moradas.

Si no son capaces de demostrar diferencia alguna en el delito, debería serles difícil explicar por qué ha de haberla en el castigo. Él se encargará de poner cuanto sea necesario de su parte para que se haga justicia.

 

Recién publicada la cuarta edición de Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York que vivió veintiocho años solo por completo en una isla deshabitada en la costa de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco, tras ser arrojado a tierra en un naufragio en el que perecieron todos los hombres menos él. Con un relato de cómo fue extrañamente rescatado por piratas. Escrito por él mismo. En dicha edición se ha añadido un mapa del mundo en el que se traza el rumbo de los viajes de Robinson Crusoe. Impreso por W. Taylor en el Ship de Paternoster Row.

 

NOTA: La supuesta abreviación de dicho libro, impresa clandestinamente por T. Cox en el Amsterdam Coffe-House, consiste en apenas unas cuantas páginas sueltas, reunidas sin ninguna coherencia, en las que se malinterpreta por completo el sentido del autor, se representan mal los hechos y se cometen errores en la aplicación de las reflexiones morales. Esperamos que el público no preste su apoyo a una práctica tan vil y el Propietario actuará, conforme a la ley, contra quienes la vendan.

 

El sencillo proverbio que afirma que «no puede borrarse de la carne lo que está impreso en el hueso», de uso tan común en Inglaterra, nunca fue tan cierto como en la historia de mi vida. Cualquiera habría pensado que, tras cincuenta y cinco años de aflicciones y de toda una variedad de infelices circunstancias que pocos hombres, si no ninguno, habían sufrido jamás; tras siete años de paz y regocijo en la plenitud de todas las cosas; envejecido y dispuesto, si es que alguna vez fue posible, a disfrutar de la posibilidad de experimentar todas las circunstancias de la vida mediana hasta averiguar cuál era la que más se adaptaba a la obtención de la completa felicidad del hombre; tras todo eso, digo, cualquiera habría pensado que aquella propensión a deambular, de la cual en el relato de mi primera salida al mundo ya advertí que se imponía en mis pensamientos, debería haberse gastado, evacuada por completo su parte volátil, o condensada al menos, de modo que, a los sesenta y un años de edad, yo podría haberme inclinado por permanecer en casa y por poner fin a mi tendencia a arriesgar la vida y la fortuna.

Más aún, me había quedado sin el motivo más común para las aventuras viajeras, pues no tenía necesidad de hacer fortuna, ni andaba en busca de nada; ganar diez mil libras no me hubiera hecho más rico, pues cuanto tenía era suficiente para mí y para quienes debían heredarlo, aparte de que crecía a ojos vista; al no tener una gran familia, no podía gastar todo lo que ingresaba, salvo que me hubiera entregado a un costoso estilo de vida con una familia numerosa, sirvientes, equipajes, grandes alegrías y cosas por el estilo, de las que apenas tenía noción, y por las que no sentía inclinación alguna. De modo que no tenía nada que hacer, salvo permanecer sentado, disfrutar plenamente de cuanto poseía y ver cómo crecía a diario entre mis manos.

Y sin embargo todo eso no tenía efecto en mí, o al menos no el suficiente como para resistir la fuerte inclinación por viajar de nuevo, que pendía sobre mí como un moquillo crónico; en particular, el deseo de ver mi nueva plantación en la isla, así como la colonia que allí había dejado, invadía de continuo mi mente. Soñaba con ello noches enteras y lo repasaba todo el día con mi imaginación; ocupaba el primer lugar en mis pensamientos y mi cerebro se centraba con tal fuerza y regularidad en ello que hasta hablaba de eso en mis sueños; en resumen, nada podía quitármelo de la mente; incluso irrumpía con tal violencia en todos mis discursos que volvía cansina mi conversación, pues no hablaba de otra cosa y toda mi charla se centraba en eso hasta el extremo de la impertinencia, según yo mismo podía apreciar.

A menudo he oído a personas de juicio sensato decir que todo el revuelo que causan en el mundo los fantasmas y las apariciones se debe a la fuerza de la imaginación y al poder del capricho en las mentes de la gente; que no se aparece ningún espíritu, ni camina fantasma alguno, ni nada por el estilo. Cuando alguien recuerda con extremo afecto las conversaciones mantenidas en el pasado con sus amigos difuntos, éstas se vuelven reales y la gente es capaz de imaginar extrañas circunstancias en las que ve a dichos amigos, habla con ellos y hasta obtiene de ellos respuesta, cuando, en verdad, no hay más que sombras y vapores; y en realidad no saben nada del asunto.

Por mi parte, a día de hoy no sé aún si existen las verdaderas apariciones, los espectros, si la gente camina después de muerta o si en las historias de ese tipo que se nos cuentan hay algo más que el producto de los vapores, de las mentes enfermizas y las fantasías peregrinas. Sin embargo, sí sé que mi imaginación se calentó en tal medida, y me generó tal exceso de vapores, o como se les quiera llamar, que en verdad me supuse a menudo trasladado al lugar, a mi viejo castillo parapetado tras los árboles, vi a mi viejo español, al padre de Viernes y a los marinos castigados que abandoné en la isla. Más aún, inventé que hablaba con ellos y que, pese a estar completamente despierto, los miraba con la misma fijeza con que miro a quienes tengo delante; y así seguí hasta que empecé a asustarme con frecuencia por las visiones que la imaginación me representaba; una vez, mientras dormía, el primer español y el padre de Viernes me contaron las villanías de los tres marinos piratas con tal viveza que llegué a sorprenderme; me contaron que habían protagonizado bárbaros intentos de asesinar a todos los españoles, habían incendiado todas las provisiones que éstos tenían preparadas, con el propósito de molestarles y hacerles pasar hambre; cosas que en verdad jamás oí y que, sin embargo, resultaron ser ciertas; mas aparecían con tal calidez en mi imaginación y se me aparentaban tan reales que, en el momento de verlas, no podía sino persuadirme de que eran verdaderas o terminarían por serlo. Lo mismo ocurría con respecto a mi enfado al oír las quejas del español y mi decisión de someter a los marinos a la justicia: hice que fueran juzgados delante de mí y ordené que los colgaran a los tres. Lo que había de cierto en esto se sabrá en su momento; ignoro cómo esas cosas llegaron a formar parte de mis sueños y qué cháchara de espíritus las inyectaron, mas debo decir que buena parte de ellas eran ciertas. Sé que no había en mi sueño nada que fuera literal y específicamente verdadero; mas era tan cierta la parte general, el comportamiento abyecto y malvado de aquellos tres granujas envilecidos, tanto peor fue con respecto a cualquier descripción mía, que el sueño conservaba una gran similitud con los hechos; y como más adelante tuve que castigarles severamente, si los hubiera hecho colgar a todos habría sido en pleno derecho, un acto justificable tanto por las leyes de Dios como por las de los hombres.

Mas debo regresar a mi historia. Llevaba ya algunos años con ese ánimo, sin disfrute alguno en la vida, sin ratos placenteros, sin ninguna diversión agradable que no tuviera algo de esto o de aquello; así que mi esposa, que veía cómo mi mente se cernía de tal modo en el asunto, me dijo una noche, con gran seriedad, que creía que yo era objeto de algún impulso secreto y poderoso de la Providencia; que eso me había decidido a marchar me de nuevo; y que el único obstáculo eran mis ataduras con esposa e hijos. Me dijo que, ciertamente, no podía ni pensar en separarse de mí. Sin embargo, estaba segura de que si ella moría, lo primero que yo haría sería partir; como además le parecía que ya estaba decidido, no quería convertirse en mi único obstáculo, de modo que, si a mí me parecía apropiado y decidía irme… Aquí se dio cuenta de que yo seguía con gran atención sus palabras y la miraba con toda solemnidad, así que se desconcertó un poco y se detuvo. Le pregunté por qué no seguía y decía cuanto había pensado decir. Mas me di cuenta de que tenía el corazón henchido y había lágrimas en sus ojos. «Habla, querida mía –le dije–, ¿acaso deseas que me vaya?» «No –contestó ella con cariño–. Lejos estoy de desearlo. Mas si estás resuelto a partir –añadió–, antes que convertirme en el único obstáculo me iré contigo; aunque me parece absurdo para alguien de tu edad, y en tu condición, si ha de ser así… –insistió, en pleno llanto–, no te dejaré. Si así lo quieren los cielos, debes hacerlo; no hay modo de resistirse. Y si el cielo te dicta la obligación de partir, también me obligará a acompañarte pues, en caso contrario, dispondrá de mi ser de tal modo que no me convierta en un obstáculo.»

Este comportamiento tan amoroso por parte de mi esposa me sacó un poco de mis vapores y empecé a reconsiderar lo que estaba haciendo. Corregí mis peregrinas tendencias y empecé a argumentar conmigo mismo en calma qué sentido tenía, después de tres veintenas y tras una vida de tan tediosos sufrimientos y desastres, por otra parte cerrada de modo tan cómodo y feliz, qué sentido tenía, digo, lanzarme en pos de nuevos riesgos y someterme a aventuras válidas sólo para alguien más joven y más pobre que yo.

Con esos pensamientos reconsideré mis nuevos compromisos: tenía una esposa, un hijo y otro en camino en el vientre de mi mujer; tenía todo lo que el mundo podía darme y ninguna necesidad de correr riesgos en busca de beneficio alguno; estaba ya en el declinar de los años y debía pensar más en repartir mis ganancias que en acrecentarlas. En cuanto a lo que había dicho mi esposa acerca de que pudiera tratarse de un impulso de los cielos y, por tanto, partir fuera mi obligación, no era ésa mi idea. De modo que, tras dichas cavilaciones, luché contra el poder de mi imaginación, me convencí por medio de la razón, tal como creo que debería hacer siempre la gente en estos casos, si así lo tiene a bien; en pocas palabras, vencí al capricho.

Me serené con los razonamientos que se me iban ocurriendo, para los que mi situación presente me brindaba plenitud de ocasiones; como método más eficaz decidí entretenerme con otras cosas e involucrarme en algún asunto que me atara fehacientemente para evitarme más devaneos como aquéllos; había descubierto que el asunto retornaba a mí sobre todo cuando estaba ocioso, cuando no tenía qué hacer, o cuando no había delante de mí nada que me interesase.

Con ese propósito compré una pequeña granja en el condado de Bedford y decidí mudarme allí. Había en ella una casa muy apropiada y me pareció que la tierra que la rodeaba era susceptible de grandes mejoras y que se adaptaba a mis apetencias en muchos sentidos, pues me gustaba cultivar, controlar, plantar y mejorar la tierra; en particular, al tratarse de tierra firme, me evitaba las conversaciones sobre barcos, marinos y cosas relacionadas con la parte remota del mundo.

En pocas palabras, fui a mi granja, instalé a mi familia, compré arados, rastras, una carreta y un carro, caballos, vacas, ovejas; luego me puse a trabajar en serio y en medio año me convertí en todo un caballero de campo; mi pensamiento estaba ocupado por completo en dirigir al servicio, cultivar la tierra, cercar, plantar, etcétera; y me parecía vivir la vida más agradable que la naturaleza era capaz de brindar, o a la que podía retirarse un hombre acostumbrado de siempre a padecer desgracias.

Trabajaba mi propia tierra, no tenía que pagar renta alguna ni me veía limitado por ningún artículo: podía cosechar o segar a voluntad; lo que plantaba era para mi propio consumo y los beneficios que obtuviera eran para mi familia; como así logré abandonar los pensamientos peregrinos, no sentía ni la menor incomodidad con respecto a ninguna parte de mi vida, al menos de este mundo. Entonces sí me parecía que de verdad disfrutaba de la estación media de la vida que tan solemnemente me había recomendado mi padre, una especie de vida celestial, algo similar a lo que describe el poeta a propósito de la vida campestre: «Libre de vicios, libre de preocupaciones, sin los dolores de la edad ni las trampas de la juventud». [*]

Sin embargo, en medio de tanta felicidad, un golpe de la impredecible Providencia me desquició al instante; y no sólo logró quebrarme de modo inevitable e incurable, sino que me llevó, por sus consecuencias, a una profunda recaída en la actitud peregrina; debo decir que ésta, por habitar en mi misma sangre, recuperó enseguida su dominio sobre mí y, como las recidivas de una enfermedad violenta, me cayó encima con una fuerza irresistible; ya nada podía volver a impresionarme. Ese golpe fue la pérdida de mi esposa.

No pretendo escribir aquí la elegía a mi esposa, ni describir sus virtudes particulares y cortejar a las de su género con el halago de un sermón funerario. En pocas palabras, ella era el sostén de todos mis asuntos, el centro de todas mis empresas, el motor que, gracias a su prudencia, me reducía al alegre estado en que me hallaba, lejos del proyecto más extravagante y ruinoso que, como se ha contado más arriba, aleteaba en mi mente; hizo más ella por guiar mi errático talante que cuanto pudieran hacer las lágrimas de una madre, las instrucciones de un padre, el consejo de un amigo o el poder de mis propios razonamientos. Me hacía feliz escuchar su llanto y emocionarme con sus súplicas y su pérdida me dejó desolado y descolocado en este mundo en grado máximo.

Al irse ella, el mundo que me rodeaba se volvió incómodo y me sentía tan extraño en él con mis pensamientos como me sentí cuando desembarqué por primera vez en Brasil; y tan solitario, salvo por la ayuda de los sirvientes, como lo había estado en mi isla. No sabía ni qué hacer, ni qué dejar de hacer; veía cómo se ajetreaba el mundo alrededor, una parte trabajando para ganarse el pan y la otra despilfarrando en perversos excesos de placeres vacíos, igual de desgraciados porque el fin que perseguían también se les escapaba: pues los hombres de vida placentera se excedían a diario en su vicio y se les amontonaba el trabajo de penas y arrepentimientos, mientras que los hombres de vida laboriosa gastaban sus fuerzas en la lucha diaria por mantener la fuerza vital que les permitía trabajar, habitando así en un círculo cotidiano de pesadumbre, pues vivían sólo para trabajar y sólo trabajaban para vivir, como si el pan de cada día fuera el único fin de una vida agotadora, y la vida agotadora el único medio para la obtención del pan de cada día.

Eso me hacía pensar en la vida que llevaba en mi reino de la isla, donde no plantaba más cereal porque no lo necesitaba; no criaba más cabras porque no tenía qué hacer con ellas; el dinero permanecía en un cajón hasta criar moho y apenas recibió el don de una sola mirada en veinte años.

De todas esas cosas, si las hubiera elaborado como debía, y como dictaban la razón y la religión, habría aprendido a buscar más allá de los placeres humanos para una plena felicidad, y habría sabido que había algo que era ciertamente la razón y el fin de la vida, superior a todo eso, algo que debemos poseer a este lado de la tumba, o al menos alimentar esa esperanza.

Sin embargo, mi sabia consejera ya no estaba y yo era como un barco sin piloto que sólo puede navegar a merced del viento; todos mis pensamientos huyeron de nuevo hacia el viejo asunto, mi mente se excitó con el capricho de las aventuras viajeras; y todos los entretenimientos placenteros e inocentes de mi granja y mi jardín, mi ganado y mi familia, que antes me dominaban por entero, pasaron a no significar nada para mí, no me deparaban goce alguno y eran como música para quien carece de oído, o comida para quien ha perdido el gusto; en pocas palabras, decidí abandonar las tareas domésticas, dejar la granja para volver a Londres, y eso fue lo que hice a los pocos meses.

Al llegar a Londres me sentía tan incómodo como antes: el lugar no me aportaba goce alguno, ni dedicación, nada que hacer más que dar vueltas como los ociosos, de quienes se puede afirmar que son perfectamente inútiles en la creación de Dios y al resto de la humanidad no ha de importarle ni un comino que vivan o mueran. De todas las circunstancias de la vida también fue ésa la que me generó más aversión, pues había pasado todos mis días en plena actividad y a menudo me decía: «La inactividad es la auténtica escoria de la vida». Y desde luego consideraba mucho mejor empleado mi tiempo cuando me costaba veintiséis días hacer una tabla de madera.

Empezaba ya el año 1693 cuando mi sobrino, a quien –según he observado ya con anterioridad– di una educación en el mar y convertí en comandante de un barco, regresó de un corto viaje a Bilbao, el primero que hacía. Vino a verme y me dijo que algunos comerciantes, conocidos suyos, le habían propuesto viajar por encargo a las Indias Orientales y a China, como mercaderes particulares. «Y ahora, tío –me dijo–, si os hacéis a la mar conmigo me comprometo a desembarcaros en vuestra vieja residencia en la isla, pues hemos de pasar por Brasil.»

Nada demuestra con tanta claridad la llegada del futuro, y la existencia de un mundo invisible, como la coincidencia de causas secundarias con las ideas que se han formado en nuestra mente con perfecta discreción y sin habérselas contado a nadie en el mundo.

No sabía mi sobrino en qué medida había regresado a mí la inquietud viajera, ni yo lo que él tenía previsto decirme cuando, aquella misma mañana, antes de que viniera a verme, había tomado una decisión, en un estado de gran confusión mental y tras resolver cada una de mis circunstancias particulares: ir a Lisboa y consultar con mi viejo capitán. Luego, si era razonable y podía llevarse a la práctica, iría a ver la isla de nuevo para saber qué se había hecho de mi gente. Me había complacido también con las ideas de poblar el lugar llevando algunos habitantes desde aquí, registrar la propiedad de la isla a mi nombre y no sé cuántas cosas más; en medio de todo eso, entra mi sobrino, como ya he contado, con su proyecto de llevarme hasta allí de camino a las Indias Orientales.

Al oír sus palabras me detuve un momento y lo miré fijamente: «¿Qué diablo –le pregunté– te envía con esta desgraciada misión?». Mi sobrino se sobresaltó, como si al principio lo hubiera asustado, mas al darse cuenta de que su propuesta no me desagradaba del todo, se recuperó: «Espero que no sea una propuesta desgraciada, señor –añadió–. Me atrevería a decir que os complacerá ver vuestra nueva colonia, aquella en la que antaño reinasteis con más felicidad que los demás camaradas-monarcas del mundo».

En resumidas cuentas, su plan golpeó con tal exactitud mi estado de ánimo, es decir, el estado de enajenación previa en que me hallaba y del cual ya he hablado mucho, que le dije, en pocas palabras, que si llegaba a un acuerdo con los comerciantes iría con él. Mas le advertí que no le prometía ir más allá de mi propia isla. «Pero, señor –dijo él–, espero que no penséis en volver a quedaros allí abandonado, ¿eh?» «¿Por qué? –le pregunté–. ¿Acaso no puedes recogerme en tu viaje de vuelta?» Me dijo que no le parecía posible que los mercaderes le permitieran regresar por ese rumbo con una carga tan valiosa en el barco, pues el desvío implicaba un mes más de navegación, o tal vez hasta tres o cuatro: «Además, señor, si yo sufriera un accidente –dijo– y no pudiera volver, quedaríais reducido a la misma condición en que vivíais antes». Era muy razonable: sin embargo, entre los dos encontramos un remedio que consistía en transportar a bordo, previamente desmontado en piezas para poderlo cargar, un balandro que, con la ayuda de unos cuantos carpinteros que acordamos llevar con nosotros, podría montarse de nuevo en la isla y, una vez terminado, estaría listo para hacerse a la mar en cuestión de pocos días.

No tardé en decidirme, pues efectivamente la insistencia de mi sobrino se sumó con tanta eficacia a mi propia inclinación que nada podía oponerme resistencia: por otro lado, al haber muerto mi esposa, nadie iba a preocuparse tanto por mí como para convencerme a toda costa, salvo mi vieja y buena amiga, la viuda, que luchó seriamente por hacerme considerar mis años, la cómoda circunstancia en que me hallaba, el riesgo innecesario que implicaba el largo viaje y, sobre todo, la escasa edad de mis hijos. Mas todo fue en vano. Mi deseo de viajar era irresistible y le dije que me parecía que había algo tan extraordinario en cómo la idea de viajar impresionaba mi mente que tratar de permanecer en casa equivalía a resistirse a la Providencia. A continuación dejó ella de reconvenirme y se sumó a mí, no sólo a la hora de preparar las provisiones para el viaje, sino también para ocuparse de los asuntos familiares en mi ausencia y asegurar la educación de mis hijos.

Con tal propósito hice testamento y organicé mis propiedades para mis hijos de tal manera y en tales manos que me quedé absolutamente tranquilo y convencido de que, ocurriera conmigo lo que ocurriese, se haría justicia con ellos. En cuanto a su educación, la dejé por completo en manos de la viuda, con una dotación aparte para ella misma. Todo merecido con creces, pues ninguna madre podría haberse ocupado de la educación de mis hijos mejor que ella, ni con más entendimiento; y como vivió hasta mi regreso, también viví yo para podérselo agradecer.

Mi sobrino estaba listo para zarpar a principios de enero de 1694, así que subí a bordo con mi Viernes en los Downs el día 8, llevando, además del ya mencionado balandro, un muy considerable cargamento de toda clase de objetos necesarios para mi colonia, que había decidido dejar si no la encontraba en buena situación.

En primer lugar, llevaba unos cuantos sirvientes que pretendía dejar como habitantes, o al menos ponerlos a trabajar a mi cuenta mientras yo estuviera allí para luego dejarlos en la isla, o bien llevármelos conmigo según fuera su voluntad; llevaba dos carpinteros, un herrero y un tipo muy ingenioso y útil, tonelero de profesión, pero también mecánico en general; tenía gran destreza para hacer ruedas, y molinillos de mano para trillar el grano, era un buen tornero y calderero; también sabía hacer lo que hiciera falta, ya fuera con tierra o con madera. En pocas palabras, lo llamábamos «Chico para Todo».

Con ellos venía también un sastre que se había ofrecido como pasajero hasta las Indias Orientales con mi sobrino, pero luego accedió a quedarse en nuestra plantación nueva, y resultó ser un tipo tan útil y necesario como era de desear en otros muchos asuntos más allá de su profesión. Y es que, como ya he observado con antelación, la necesidad nos arma para todos los usos.

Mi cargamento, hasta donde alcanzo a recordar, pues no conservo registro de los detalles, consistía en una cantidad suficiente de lino y algunas telas finas de Inglaterra para vestir a los españoles que esperaba encontrar allí, en cantidad suficiente para, según mis cálculos, proveerlos con comodidad durante siete años. Si recuerdo bien, los materiales que llevaba para vestirlos, con guantes, sombreros, zapatos, calcetines y todo cuanto pudieran desear, pesaban más de doscientas libras, aunque semejante carga incluía camas, sábanas y artículos del hogar, de cocina en particular, como ollas, cacerolas, cazuelas y casi cien libras más de herrajes, clavos, toda clase de herramientas, grapas, ganchos, bisagras y cualquier artículo de necesidad que se me ocurriera.

Llevaba también un centenar de armas de repuesto, mosquetes y bengalas, aparte de algunas pistolas, una cantidad considerable de munición de todos los calibres, tres o cuatro toneladas de plomo y dos cañones de latón. Como ignoraba para qué situaciones extremas y para cuánto tiempo debía aprovisionarme, llevé cien barriles de pólvora, además de espadas, machetes y la parte metálica de los picos y alabardas. De modo que, en resumen, teníamos una gran colección de toda clase de armas. Además, hice que mi sobrino cargara dos cañones pequeños para el alcázar, más de lo que aquel barco necesitaba, para dejarlos atrás si se presentaba la ocasión. Al llegar allí podríamos construir un fuerte y defenderlo contra toda clase de enemigos: y al principio, desde luego, yo estaba convencido de que haría buena falta, y aún más si aspirábamos a mantener la posesión de la isla, tal como se verá en el decurso de esta historia.

En ese viaje no tuve la mala suerte a que me había acostumbrado y, en consecuencia, tendré menos ocasión de interrumpir al lector, que acaso esté impaciente por oír cómo fueron las cosas en mi colonia; sin embargo, algunos extraños accidentes, vientos cruzados e inclemencias sí acaecieron en esa primera salida, de modo que el viaje resultó más largo de lo que había esperado. Y como yo sólo había hecho un viaje en el que el regreso se produjera tal como se había previsto, el de mi expedición a Guinea, empecé a pensar que me esperaba el mismo mal fario de siempre: que había nacido para no darme jamás por contento en tierra y sin embargo sería siempre desafortunado en el mar.

Los vientos contrarios nos orientaron primero rumbo al norte y luego nos obligaron a guarecernos en Galway, Irlanda, donde nos mantuvimos al pairo treinta y dos días. Sin embargo, en medio del desastre teníamos la satisfacción de contar con provisiones extremadamente baratas y en absoluta abundancia; de modo que mientras estuvimos allí ni siquiera tocamos las reservas del barco, más bien las aumentamos; allí me quedé con varios cerdos y dos vacas con sus respectivos terneros, que decidí, en el caso de que tuviéramos un buen viaje, desembarcar al llegar a mi isla, aunque luego tuve ocasión de disponer de ellas de otro modo.

El 5 de febrero salimos de Irlanda con una agradable ventolera que duró unos cuantos días. Según recuerdo, podría ser en torno al 20 de febrero, a última hora de la tarde, cuando el oficial de cubierta que estaba de guardia entró en los camarotes del alcázar y nos contó que había visto un fogonazo y había oído un disparo de arma de fuego; y mientras nos contaba cuanto sabía de eso, llegó un chico y nos dijo que el contramaestre había oído otro tiro. Eso nos forzó a todos a salir al alcázar, donde estuvimos un rato sin oír nada, mas al cabo de unos minutos vimos una luz muy fuerte y descubrimos que a lo lejos había un fuego grande y muy terrible. De inmediato recurrimos a nuestros cálculos, por los que estuvimos de acuerdo en concluir que en el lugar en que se apreciaba el fuego no podía haber tierra alguna, ni siquiera a quinientas leguas de distancia, pues aparecía entre el oeste y el noroeste. Por ello llegamos a la conclusión de que tenía que ser algún barco incendiado; y como justo antes habíamos oído algunos disparos, concluimos que no podía ser demasiado lejos y hacia allí pusimos rumbo, convencidos de que lo íbamos a aclarar, pues cuando más navegábamos mayor se veía el fuego, si bien durante un rato no pudimos percibir más que aquella luz, pues era un día de niebla; tras una media hora de navegar con buen viento a favor, pudimos al fin discernir que se trataba de un barco grande incendiado en plena mar.

Aquel desastre me afectó con gran sentimiento, por mucho que no tuviera relación personal con la gente implicada en el mismo. Me hizo recordar de inmediato mis circunstancias anteriores, la situación en que me hallaba cuando me rescató el capitán portugués; las circunstancias de aquella gente debían de ser mucho peores, salvo que hubieran contado con la compañía de algún otro barco; entonces, ordené de inmediato que disparasen cinco cañones, seguidos y sin pausa, para hacerles saber que disponían de ayuda y que podían intentar salvarse en su bote; y es que, aunque nosotros veíamos las llamas del barco, ellos, por ser de noche, no podían ver nada del nuestro.

Nos quedamos un rato por allí, siguiendo la misma deriva en que se mecía el barco incendiado, esperando la luz del día; de repente, para nuestro gran terror, pese a que no teníamos razón alguna para esperarlo, el barco saltó por los aires y se hundió de inmediato. Fue algo terrible y, desde luego, una visión dolorosa, porque aquellos pobres hombres, según concluí, tenían que estar destrozados en el barco o viviendo el peor de los desánimos en sus botes, en medio de un océano que en aquel momento, a causa de la oscuridad, yo no alcanzaba a ver. En cualquier caso, para orientarlos mandé que se colgaran luces en todas las partes posibles del barco, siempre que nos quedaran antorchas para meter en su interior, y que no dejásemos de disparar los cañones en toda la noche. Así, les hacíamos saber que había un barco no muy lejos de ellos.

Hacia las ocho de la mañana descubrimos los botes de aquel barco con ayuda de nuestros catalejos; así supimos que eran dos, ambos atestados de gente y bastante sumergidos; nos dimos cuenta de que remaban contra el viento; así vieron ellos nuestro barco e hicieron cuanto pudieron por conseguir que los viéramos.

De inmediato desplegamos nuestra enseña para que supieran que los habíamos visto. Luego avanzamos más, hasta quedar justo a su lado. En menos de media hora estábamos a su altura y, en pocas palabras, los recogimos a todos, no menos de sesenta y cuatro hombres, mujeres y niños; y es que había muchos pasajeros.

En resumen, averiguamos que se trataba de un barco mercante francés de trescientas toneladas que regresaba a Francia desde Quebec, en el río de Canadá. El patrón nos brindó un extenso relato de las desgracias sufridas por su barco, cómo había empezado el fuego en la cubierta intermedia por una negligencia del timonel; sin embargo, como éste había pedido ayuda, todo el mundo creyó que ya estaba apagado por completo; pronto descubrieron que algunas chispas del primer fuego se habían diseminado por alguna parte del barco de tan difícil acceso que no pudieron sofocarlas; luego se metieron entre los troncos y después en el techado de las estancias, hasta que el fuego se coló en la bodega y desde allí se impuso a todos sus esfuerzos para apagarlo.

Ya no les quedó más que meterse en los botes, que, para su gran consuelo, eran bastante espaciosos, pues se trataba del auxiliar y de una chalupa grande, además de un esquife pequeño que no había de servirles de gran cosa, aparte de llenarlo de agua dulce y provisiones después de ponerse a salvo del fuego. Sin duda, alimentaban pocas esperanzas de salvar la vida al meterse en aquellos botes, pues estaban muy lejos de tierra; sólo, como ellos mismos dijeron, habían huido del incendio y ahora cabía la posibilidad de que algún otro barco pasara por allí y pudiera recogerlos. Tenían velas, remos y brújulas y se preparaban ya para intentar acercarse lo máximo posible a Newfoundland con un viento bastante favorable, pues soplaba una buena brisa de sur sureste. Las provisiones y el agua que tenían, si eran capaces de racionarlas hasta casi la vecindad del hambre, les podían durar unos doce días, al cabo de los cuales, si no tenían mal tiempo y no les soplaba el viento en contra, según el capitán, esperaban llegar a la costa de Newfoundland y tal vez pescar algo con lo que mantenerse hasta que alcanzaran la orilla. Sin embargo, en todas esas opciones eran muchas las posibilidades que jugaban en su contra: podían volcar y hasta hundirse por culpa de las tormentas; sus extremidades podían entumecerse y perecer por el frío y la lluvia; los vientos en contra podían mantenerlos alejados y hacer que murieran de hambre; de modo que escapar de todo eso habría sido prácticamente milagroso.

En medio de sus discusiones, con todo el mundo ya desesperanzado y dispuesto a sucumbir al desánimo, me contó el capitán con lágrimas en los ojos, los había sorprendido de pronto la alegría de oír un cañonazo, seguido de otros cuatro; eran los cinco que yo había mandado disparar nada más ver la luz; eso les reavivó los corazones y les transmitió el aviso que, como se ha explicado antes, yo pretendía darles: es decir, que había un barco cerca, dispuesto a ayudarles.

Al oír aquellos cañonazos habían arriado mástiles y velas y, como el sonido les llegaba de barlovento, habían decidido permanecer parados hasta el amanecer. Al rato, como no oían más cañonazos, dispararon tres mosquetes, bastante separados entre sí, mas como soplaba el viento en dirección contraria nosotros no los oímos.

Algún tiempo después se llevaron una sorpresa aún más agradable al ver nuestras luces y oír las salvas que, como ya he explicado, yo mandé seguir disparando durante toda la noche. Eso los animó a ponerse a remar para mantener los botes en marcha, de modo que al menos pudiéramos rescatarlos antes; al fin, para su inexpresable alegría, comprobaron que los habíamos visto.

Me resulta imposible explicar los distintos gestos, los extraños éxtasis, la variedad de poses a que se entregó aquella pobre gente para expresar la alegría que invadía sus almas ante tan inesperada salvación; es fácil describir el dolor y el miedo: con suspiros, lágrimas, quejidos y unos pocos movimientos de cabeza y manos se agota la suma de sus variedades. En cambio, un exceso de alegría, una alegría por sorpresa, contiene un millar de extravagancias: algunos estaban llorando, otros se daban a la ira y se arañaban como si sufrieran la más penosa agonía; algunos deliraban directamente, o se comportaban como puros lunáticos; unos bailaban, unos cuantos cantaban, algunos reían, los más lloraban; había bastantes que iban alelados, incapaces de pronunciar palabra; otros parecían enfermos y vomitaban; algunos se desvanecían y estaban ya a punto de marearse; y unos pocos se santiguaban y daban gracias a Dios.

Tampoco yo se lo afearía: muchos de ellos mostrarían su gratitud más adelante, pero al principio la pasión era demasiado fuerte para ellos y no conseguían dominarla; se lanzaban al éxtasis y a una especie de frenesí; de modo que eran apenas unos pocos los que mantenían la compostura y la seriedad en su alegría.

Quizás habría algo que añadirle al caso, a cuenta de la nacionalidad a la que pertenecían: me refiero a los franceses, a quienes se les permite un temperamento más volátil, apasionado y brioso, y un espíritu más fluido, que a los de otras naciones. No soy un filósofo para determinar la causa, pero nada de cuanto había visto anteriormente podía compararse con aquello: el éxtasis en que se sumió el pobre Viernes, mi fiel salvaje, cuando encontró a su padre en aquel bote, era lo más parecido; y la sorpresa del patrón a quien, junto con sus dos compañeros, libré de los dos villanos que los habían desembarcado en la isla, se acercaba un poquito; pero nada podía compararse con aquello, ni lo que había visto en Viernes, ni en ningún otro lugar a lo largo de la vida.

Es digno de señalarse que aquellas extravagancias no se mostraban sólo en función de las diferencias que he mencionado, según las distintas personas: toda la variedad podía aparecer en una breve sucesión de instantes en una misma persona. El hombre al que en un momento veíamos alelado y, según parecía, estúpido y confundido, podía estar al siguiente bailando y haciendo reverencias como un bufón; y al momento siguiente se estaba tirando de los pelos, o desgarrándose las vestiduras y pisoteándolas como un loco; unos pocos instantes más tarde nos lo encontrábamos hecho un mar de lágrimas, luego mareado y al fin desvanecido: y si no hubiera recibido ayuda de modo inmediato, habría muerto a los pocos minutos. Y así ocurrió no con uno o dos, ni con diez o veinte, sino con la mayor parte de ellos; y, si lo recuerdo bien, nuestro cirujano se vio obligado a sangrar a más de treinta.

Entre ellos había dos sacerdotes: uno era un anciano y el otro un joven. Y lo más extraño era que el peor era el mayor. En cuanto plantó el pie en nuestro barco y se supo a salvo, cayó fulminado, muerto en apariencia; no se percibía en él ni la menor señal de vida. De todos los hombres que había en el barco, nuestro médico fue el único que no creyó que estuviera muerto y le aplicó de inmediato los remedios adecuados para recuperarlo: al fin le abrió una vena del brazo, tras frotar y refregar la zona, para que entrara en calor en la medida de lo posible; tras ello la sangre, que al principio apenas goteaba, fluyó con más libertad; tres minutos después, el hombre abrió los ojos y al cabo de un cuarto de hora habló, se encontró algo mejor y, enseguida, mucho mejor: cuando paró de sangrar echó a caminar, nos dijo que se encontraba perfectamente bien, se bebió un trago de cordial que le ofreció el médico y, como solemos decir, volvió en sí. Al cabo de un cuarto de hora llegaron corriendo al camarote del médico, que estaba sangrando a una francesa que se había desmayado, y le dijeron que el sacerdote había enloquecido por completo. Al parecer, se había puesto a dar vueltas en su mente al cambio de circunstancias que acababa de experimentar, y eso le había provocado un éxtasis de alegría; su espíritu se arremolinaba con tal velocidad que los vasos sanguíneos no podían transportarlo; la sangre se le volvió caliente y febril. Estaba más listo que nadie para ingresar en el manicomio de Bedlam; el cirujano no quería sangrarlo de nuevo en ese estado, así que le dio algo para calmarlo y ponerlo a dormir y, al cabo de un rato, lo operó y el sacerdote se despertó a la mañana siguiente en buen estado y perfecta compostura.

El sacerdote joven se comportó con gran dominio de su pasión y dio un verdadero ejemplo de una mente seria y bien gobernada; nada más subir a bordo del barco se tiró para pegar la cara al suelo, postrado en agradecimiento por su salvación. Yo lo interrumpí de manera desafortunada y extemporánea, convencido de que se desmayaba; sin embargo, él habló con clama, me dio las gracias, me dijo que agradecía a Dios su salvación y me suplicó que lo dejara a solas un momento y que, junto al Señor, también a mí me mostraba su gratitud.

Yo lamenté de veras haberlo molestado y no sólo lo dejé a solas, sino que impedí también que otros lo interrumpieran; permaneció en aquella postura unos tres minutos, o algo más, desde que lo dejé; luego regresó a mí, tal como había dicho, y con gran seriedad y afecto, aunque con lágrimas en los ojos, me agradeció que, con la ayuda de Dios, le hubiera salvado la vida a él y a tantas criaturas desgraciadas. Le dije que no tenía argumentos para decirle que diera las gracias a Dios y no a mí, pues ya veía que eso mismo era lo que acababa de hacer; sin embargo, añadí que no se trataba sino de lo que la razón y la humanidad dictaban a cualquier hombre, y que nosotros teníamos tantos motivos como él para dar gracias a Dios, pues nos había bendecido al elegirnos como instrumentos de su compasión por todas aquellas criaturas.

Después de eso el joven sacerdote se dedicó a sus compatriotas: se esforzó por calmarlos; persuadió, suplicó, argumentó, razonó con ellos e hizo cuanto pudo para mantenerlos en el ejercicio de la razón; con algunos tuvo cierto éxito, aunque otros fueron, durante un tiempo, incapaces de gobernarse.

No puedo sino dejar esto por escrito, pues tal vez resulte útil a aquellos en cuyas manos caiga a modo de guía en las extravagancias de sus pasiones; pues si un exceso de alegría puede llevar a los hombres más allá del alcance de la razón hasta semejante extremo, qué no conseguirán las extravagancias de la ira, la rabia y la provocación de la mente. Desde luego, ahí encontré razones para mantener bajo vigilancia exagerada nuestras pasiones de todo tipo, tanto si proceden de la alegría y la satisfacción como de la pena y la rabia.

Padecimos un cierto desconcierto por dichas extravagancias entre nuestros invitados el primer día; mas en cuanto se retiraron a los aposentos que les ofrecimos, en la medida de las posibilidades que permitía el barco, y pudieron dormir profundamente, como así ocurrió en la mayoría de los casos, pues estaban fatigados y asustados, al día siguiente parecían gente distinta por completo.

No les faltó nada en materia de modales, ni de gratitud por la amabilidad con que se les había tratado; los franceses, ya se sabe, tienden por naturaleza a excederse en ese sentido. El capitán y uno de los sacerdotes se me acercaron al día siguiente y, tras mostrar su deseo de hablar conmigo y con mi sobrino, el comandante, se pusieron a debatir qué debía hacerse con ellos; al principio nos dijeron que, como habíamos salvado sus vidas, ni siquiera bastaban todas sus propiedades para compensarnos por la bondad recibida. El capitán dijo que habían conservado en los botes algo de dinero y algunos objetos de valor, rescatados a toda prisa de las llamas; si lo aceptábamos, tenían órdenes de ofrecérnoslo entero: a cambio, sólo deseaban que los depositáramos en la orilla en algún lugar que nos cogiera de camino, desde el cual, a ser posible, pudieran encontrar una ruta hasta Francia.

Mi sobrino era partidario de aceptar su dinero de entrada y ver qué hacíamos con ellos después: sin embargo, en esa parte, yo discrepé porque sabía qué significaba que te desembarcaran en un país desconocido; y si el capitán portugués que me recogió en el mar me hubiera tratado así y se hubiera quedado con todas mis posesiones en pago de mi salvación, yo habría muerto de hambre, o hubiera sido tan esclavo en Brasil como lo había sido en Barbaria, con la única salvedad de que no me habrían vendido a un mahometano; y tal vez un portugués no sea mejor patrón que un turco, cuando no, en muchos casos, algo peor.

En consecuencia, dije al capitán francés que era cierto que los habíamos recogido en plena desgracia; mas también lo era que lo habíamos hecho en cumplimiento de nuestro deber, pues éramos criaturas como ellos, y como tales habríamos deseado también la salvación en caso de encontrarnos en una situación como la suya, o en cualquier otro caso extremado; que no habíamos hecho por ellos sino lo que creíamos que ellos habrían hecho por nosotros si nos hubiéramos encontrado en su situación y ellos en la nuestra; que los habíamos subido a bordo para servirlos, no para saquearlos; que sería bárbaro en extremo quedarnos lo poco que hubieran podido salvar del fuego para luego llevarlos a la orilla y abandonarlos; que eso equivalía a salvarlos de la muerte para luego matarlos nosotros mismos; salvarlos de hundirse y matarlos de hambre. En cuanto a la posibilidad de desembarcarlos, le dije que para nosotros se trataba ciertamente de algo difícil en extremo, pues el barco se dirigía a las Indias Orientales; y aunque nos habíamos desviado un largo trecho hacia el oeste, acaso dirigidos a propósito por los cielos para procurar su salvación, se nos hacía imposible cambiar a voluntad nuestro viaje por aquel suceso particular; ni podía tampoco mi sobrino, el capitán, responder ante los armadores, para quienes trabajaba en condición de flete con el fin de seguir viaje hacia Brasil; hasta donde yo sabía, lo único que podíamos hacer con ellos era navegar de modo que nos encontrásemos con otros barcos que regresaran de las Indias Orientales y conseguirles pasaje, si era posible, hacia Inglaterra o Francia.

Esta primera parte de nuestra propuesta era tan generosa y amable que no podían sino estar agradecidos; sin embargo, quedaron consternados en gran medida, sobre todo los pasajeros, al enterarse de que los llevábamos hasta las Indias Orientales; entonces me suplicaron que, ya que tanto me había desviado hacia el oeste antes de dar con ellos, mantuviera al menos el mismo rumbo hacia la costa de Newfoundland, donde cabía la posibilidad de que me cruzara con algún barco o balandro al que acaso pudieran contratar para que los llevara de vuelta a Canadá, de donde procedían.

Me pareció una petición razonable por su parte y, en consecuencia, me incliné por aceptarla; ciertamente, consideraba que llevar a toda aquella panda hasta las Indias Orientales no sólo supondría una intolerable severidad para aquella pobre gente, sino también una ruina para nuestro viaje, pues se agotarían las provisiones. De modo que no lo consideré como una quiebra de las obligaciones contratadas para el viaje, sino algo que se volvía absolutamente necesario por un accidente imprevisto y del que nadie podría afirmar que éramos culpables, pues tanto las leyes de Dios como las de la naturaleza nos hubieran prohibido negarnos a rescatar aquellos dos botes llenos de gente en situación tan desesperada: la naturaleza del asunto, por respeto a nosotros mismos y a aquella pobre gente, nos obligaba a desembarcarlos en una costa u otra para salvarlos; por eso consentí en llevarlos hasta Newfoundland, si el viento y el tiempo lo permitían; en caso contrario, los llevaría a la Martinica, en las Indias Orientales.