EL EVANGELIO DE VENUS

 

 

ALFONSO S. PALOMARES

 

 

 

 

 

 

EL EVANGELIO
DE VENUS

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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de Edhasa comentado.

 

Diseño de la cubierta: Enrique Iborra

 

Primera edición: diciembre de 2012

Primera edición en e-book: diciembre de 2012

Edición en ePub: febrero de 2013

 

© Alfonso S. Palomares, 2012

© de la presente edición: Edhasa, 2012

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ISBN: 978-84-350-4605-3

 

Depósito legal: B. 30.399-2012

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A Ana Tutor, que murió hace 15 años

pensando que jamás escribiría esta

historia que tantas veces le había contado.

 

 

A Celia, Ana, Manuel y Anita.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Roma fue subyugada por manos femeninas

como leímos en el profeta: las mujeres

dominarán Jerusalén.

 

Benedetto di S. Andrea (siglo X)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Teodora y su hija Marozia eran más dadas

a quemarse en los fuegos de Venus que a

seguir los evangelios de Nuestro Señor Jesucristo.

 

Liutprando da Cremona,

arzobispo de Cremona (siglo X)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRIMERA PARTE

Capítulo I

 

 

 

Amanecía el 6 de octubre del año 891 tras el nacimiento de Cristo. Teofilato, conde de Túsculo, despertó después de haber pasado la noche sin descansar, agitado por sueños nerviosos. A su lado, Teodora, la joven esposa, también había tenido una noche angustiosa, con continuas pesadillas en las que el niño nacía con el cuello envuelto por una enredadera de cordones umbilicales que terminaban por ahogarle. Le contó el sueño a Teofilato y él le pasó la mano por la frente, empapada de sudor frío causado por el miedo; después comprobó con la palma de la mano que el sudor se extendía por todo el cuerpo de Teodora, también sobre el vientre donde se movía Octaviano. Ése sería el nombre del niño, que en ese momento se agitó con manifiesta inquietud dentro del seno materno. Sonrieron. Uno sostenía que era un pie y el otro que era la cabeza de Octaviano lo que golpeaba con insistencia bajo la piel de Teodora. La conversación preferida del matrimonio en los últimos meses se refería al futuro del niño que iba a nacer. Por descontado que sería varón, nunca pensaron en la posibilidad de una niña.

Las luces de las dos lámparas de ambos lados de la cama y los cuatro velones al fondo de la alcoba resaltaban el brillo pálido del rostro de Teodora. Teofilato lucía la vestimenta de los ritos solemnes, la capa oscura de lino suave, la esclavina morada de lana virgen y las botas altas de cuero de ciervo por encima de las rodillas. El conde de Túsculo iba a participar en la ceremonia más solemne y singular de las que había asistido a lo largo de sus veinticinco años de vida, la asamblea para la elección del sucesor del papa Esteban V, cuyos restos mortales llevaban quince días sepultados en la tierra sagrada de la basílica de San Pedro junto al preciosísimo cuerpo del primero y más grande de los apóstoles.

De repente, retorciéndose como serpientes, alumbraron el dormitorio tres vivísimos relámpagos, a los que siguió un retumbar de truenos secos, como si el cielo se desplomara sobre el palacio de los Túsculo en el Aventino. Teodora, asustada, echó las manos al vientre para proteger al niño, y Teofilato la envolvió con la capa apretándola contra su cuerpo. Malos presagios en el día de la elección del Papa, pensó Teofilato, pero no lo dijo para no inquietar a Teodora, a quien el embarazo había vuelto muy sensible y supersticiosa. De la elección y de las posibilidades de los distintos papables, tampoco habían hablado. No tenían ya nada que decirse. Teofilato y los partidarios de los nuevos emperadores Guido y Ageltrude de Spoleto llevaban quince días de conciliábulos buscando un clérigo fiel a la reciente casa imperial que pudiera concentrar el consenso mayoritario. Teodora le daba consejos, le hacía sugerencias y definía estrategias, algunas llenas de perversa malicia. Por el palacio del Aventino habían pasado los electores más potentes, entre ellos el perturbador Sergio, diácono de San Lorenzo, primo en segundo grado de Teofilato, que confesaba sin pudor su aspiración al Supremo Pontificado aunque la prudencia le aconsejaba esperar pues tenía los mismos años que su pariente. Veinticinco. El más apasionado en las reuniones había sido Plácido de Grottaferrata, de lengua pérfida y hábil a la hora de presentar argumentos, tanto en ataque como en defensa. Podía acariciarte con la suavidad del vientre de las liebres o clavarte los colmillos con el veneno de las víboras. Después de barajar y barajar candidatos quedaba claro que sólo había en su partido dos o tres con posibilidades, aparte de los monjes y abades, que formaban un capítulo especial al que acudir en caso de necesidad. El más limpio les parecía el presbítero de Santa Eufemia cerca del Foro Trajano, Heliodoro Vetri.

Ageltrude de Spoleto, la inquieta esposa del emperador Guido, estaba preocupada por quién iba a resultar elegido Papa y lamentaba la escasa influencia que tenían en la asamblea. Llevaban pocos meses como emperadores y despertaban cierto rechazo en amplios sectores de la Iglesia romana por haber forzado la coronación imperial abusando de la debilidad del difunto pontífice, Esteban V. Formaban el frente contra los Spoleto los llamados germánicos, muy abundantes entre el clero de Roma, partidarios de que el emperador enraizara con la sangre de Carlomagno, supremo referente de la cristiandad y del imperio. Desgraciadamente la sangre del gran Carlomagno, aunque fuera una sangre bastarda, ya sólo corría de forma directa por las venas de Arnolfo de Carinzia, rey de Germania, legítimo aspirante al imperio de Occidente. El rostro más visible de los germánicos era Formoso, cardenal obispo de Porto, que presentaría un candidato propio al papado si no se presentaba él mismo, a pesar de haber cumplido la edad de 75 años. La ambición de Formoso era tan desmedida como su piedad.

Resultaba imprevisible lo que podía suceder en una asamblea tan abierta. No había un candidato claro, ni un partido indiscutible. Los legados del emperador Guido de Spoleto eran conscientes de que no tenían fuerza para imponer o desaprobar una elección, con la evidente desolación de la emperatriz Ageltrude, que con un sentido pragmático pensaba que, estando así las cosas, lo mejor sería seducir a quien resultara elegido si no era de los suyos, en vez de enfrentarse a él poniéndole un veto que no podrían mantener por la fuerza.

Se hacía tarde. Teofilato apretó contra su cuerpo a Teodora, palpó de nuevo su vientre y se despidió para marcharse. Ella le siguió con la mirada por la amplia galería donde se mezclaban las piadosas imágenes de vírgenes cristianas con los cuerpos lascivos de las diosas paganas hasta que se perdió en el recodo de la puerta de salida. Fuera, unas nubes ásperas habían dejado de soltar relámpagos y no anunciaban lluvias. Eran las nubes secas propias de la temporada.

En la basílica de San Pedro los ayudantes y acólitos del primicerio Anselmo, elegido para dirigir la Asamblea, iban señalando a los electores los bancos y estrados que debían ocupar. El escenario era imponente. En la tribuna central, situada delante del altar mayor, iluminado para la ocasión con muchos faroles y lámparas, se sentaron los decanos de los siete grupos de electores, presididos por el decano de los cardenales obispos, Formoso, titular de la diócesis de Porto, la vivísima ciudad de la desembocadura del Tíber. En el lado izquierdo se situaron los cinco notarios sinodales, presididos por el conde de Túsculo, Teofilato, elegido para tan delicada función por sus acreditados conocimientos de derecho canónico y de las normas conciliares.

El primicerio Anselmo abrió la sesión y pasó la palabra al decano de los obispos electores, Formoso, del que todos conocían sus ardientes ansias por ocupar el Solio Pontificio, objetivo por el que llevaba luchando, en ocasiones con ímpetu temerario, desde hacía muchos años. Era un anciano hermoso, como decía su nombre, y enjuto; lucía el cabello blanco y ensortijado al modo de las estatuas de los senadores romanos. Su cuerpo nunca había conocido el calor de la piel de una mujer. Había renunciado voluntariamente a los excitantes placeres de la carne, pero su mente hallaba el suficiente placer en el sueño de una corona por encima de la de los príncipes y de la de los emperadores. Había llegado el día y el tiempo de lograrlo. Se puso en pie y se hizo un silencio absoluto. Tenía apoyos fuertes, pero también despertaba odios y rencores. Nadie quería perderse sus palabras y él sabía que debía pronunciarlas con humildad, porque Dios resiste a los soberbios y da la gracia a los humildes, como afirmaba la sabiduría divina por boca del mismo Jesús de Nazaret. Con tono firme, más recio que el propio de tan avanzada edad, comenzó su intervención:

–Tenemos la misión sobrenatural de elegir al sucesor de Pedro, príncipe de los apóstoles, cuyas preciosas reliquias reposan aquí cerca de nosotros. Es una responsabilidad importante poner una nueva piedra sobre la piedra de Pedro, una piedra sólida y resistente a los vientos que el Maligno lance contra ella. Vivimos días de tribulación, en los que el poder de los hombres quiere disputarle el poder a Dios saqueando los bienes de la Iglesia y oprimiendo a sus obispos, sacerdotes y fieles. El elegido debe recordarles las palabras de la infalible revelación, cuando afirma: «Por medio de mí reinan los reyes, mandan los príncipes y los prudentes ven la justicia»; y como dijo el apóstol de las gentes, Pablo de Tarso, toda orden viene de Dios y quien resiste al poder, resiste la orden de Dios. En esta sede apostólica reside el máximo poder sobre la tierra, como nos aseguró el mismo Jesús: «Todo lo que ataras en la tierra será atado en el cielo y todo lo que desataras en la tierra será desatado en el cielo». No puso excepciones. Por lo tanto no existe poder por encima de ese mandato, y el Papa no puede renunciar a ejercitarlo, porque supondría desobedecer a la mismísima voluntad divina.

Formoso hizo una pausa. Todos estaban pendientes de sus palabras, esperando a que siguiera el discurso. Había hablado de pie, desde el centro de la tarima. Ahora salió de ella y avanzó hacia un lado. Bajo la intensa luz de un lampadario su piel brillaba como un espejo, por la mañana la había rociado con aceite de almendras para que apareciera más fresca y joven. Cuidó la firmeza de los pasos al andar, como intentaba cuidar la firmeza de su voz en cada una de las palabras que pronunciaba.

–A lo largo de los años –prosiguió–, he escuchado los más grandes despropósitos, y también innumerables palabras llenas de sensatez, porque el hombre puede ser como el junco que se pliega a los vientos para sobrevivir o roca firme que se asienta sobre la verdad imperecedera. Para desgracia de los buenos cristianos, en la cátedra de Pedro no han faltado los juncos que se plegaron a los vientos del Maligno y a poderes que no salían del espíritu de los santos evangelios. Yo os aseguro que no daré mi pie al resbaladero, ni me dormiré cuando os guarde, ni tampoco cuando os vigile. Si el espíritu de Dios sopla sobre mí, aceptaré su viento y pediré al Señor que dé fuerza a mi mano derecha para que el sol no me fatigue de día, ni la luna de noche.

Se miraron unos a otros, asombrados del discurso en que se había ofrecido como candidato. Hizo una nueva pausa y, como esperaba, la expectación creció. Nadie respiraba. Se acercó al centro de la tarima y, cogiendo el crucifijo que llevaba colgado sobre el pecho, lo levantó con la mano derecha y lo miró.

–Alzaré mis ojos a los montes y al Calvario en donde fuiste crucificado, ya que de Ti viene mi ayuda –alzó la voz, como la debió alzar Moisés en los momentos de las grandes súplicas.

Hizo una nueva pausa y de los bancos de los diáconos salió una voz gritando: «Formoso papa, Formoso papa, Formoso papa». Tres veces. Tras un primer momento de sorpresa, el clamor se extendió por los otros bancos, pero, a pesar de la primera impresión, no fue unánime, sino que sonaron otras voces tachándole de ambicioso. ¡Terrible pecado el de la ambición!

Lejos quedaron los primeros gritos a favor de Formoso de convertirse en aclamación. En la zona de los diáconos estalló la pelea. Se daban empujones e incluso patadas y puñetazos. Tuvieron que intervenir las vigilantes milicias pontificias para restablecer el orden. Formoso siguió el proceso quieto, como si fuera una estatua, como si estuviera lejos de las emociones de los hombres. Mientras, el primicerio Anselmo, que dirigía la asamblea, fue hasta el centro de la nave pidiendo calma y serenidad en el nombre de Jesucristo. Por fin, el celo de las milicias pontificias, que empleaban con soltura sus escudos y martillos, junto con la petición de calma por parte del primicerio, lograron pacificar a los enfurecidos electores. Cuando desaparecieron las voces y las cinco naves recobraron el silencio, Formoso abandonó su postura estática y antes de volver a su asiento dejó esta frase en el aire: «Lo que tenía que decir, ya lo he dicho».

Anselmo dejó un tiempo para la meditación y finalmente golpeó una plancha de bronce del tamaño de los libros de coro con un pequeño mazo de plata. Se abría así el turno para otras proposiciones, pues la de Formoso había quedado clara. Salió al centro de la nave el poderoso presbítero de Santa María Nova, Plácido de Grottaferrata, hombre influyente y fiel a la casa de Spoleto, enemigo confeso de Formoso. El pecho ancho, el rostro colorado y la voz cavernosa. La curiosidad era grande porque junto a sus conocidos vicios de gula y avaricia, tenía fama de conocer la gramática y las escrituras, tanto profanas como sagradas, y podía recitar de memoria lo mismo a Virgilio que a Jeremías. Lo malo era que en ocasiones el exceso de pasión le alborotaba la sangre, se le hinchaban las venas del cuello y terminaba perdiendo los hilos de su argumentación. Después de una lenta inclinación de cabeza, comenzó:

–Que el soberbio se enrede en las intrigas que ha tramado, dice el salmista. Y aconseja librarnos de aquellos que tienen la boca más suave que la manteca, pero buscan pelea; y de aquellos que tienen las palabras más blandas que el aceite, pero son puñales. Para evitar que mis palabras puedan prestarse a la confusión, diré que estoy hablando de Formoso, obispo de Porto.

Al instante se desató tal algarabía, tales gritos, silbidos y pateos en el suelo, seguidos de gruesos insultos como si el mismo Espíritu Santo hubiera enloquecido. En medio de la confusión, Teofilato se fijó en que Formoso seguía sereno como una estatua antigua bajo una tormenta de granizo. Entre los agitadores más enfurecidos distinguió a su pariente, el diácono Sergio, que había llegado a las manos con varios oponentes. Las milicias pontificias terminaron por controlar el desorden y pudo escucharse el desesperado golpeo de Anselmo con el mazo de plata sobre el cuadrado de bronce y su voz, ya ronca, clamando «¡Sacrilegio!».

A pesar de todo tardaron en recuperar el orden, porque cuando parecía que se recobraba el silencio resurgían los rebufos de la pelea. Conseguida la calma, Plácido de Grottaferrata recibió la venia de Anselmo para continuar, pero también la advertencia de que debía moderar su lengua. Caminó con dificultad hasta el centro de la nave parándose en el mismo lugar desde donde había comenzado a hablar. Estaba visiblemente agitado y tenía el cuello rojo como los gallos de pelea en celo.

–Debemos impedir que se siente en la silla de Pedro quien está devorado por la ambición y ofrecérsela a quien camina por los senderos de la humildad –prosiguió, irritado, elevando el tono de voz–. Por eso quiero proponer un nombre que está por encima de las intrigas, alguien cuya mente está libre de toda codicia. Tiene fuerte el pulso y la mano firme para apretar el cayado, y también prudencia para pastorear con él a su rebaño. No renunciará a golpear a los impíos para que reconozcan el poder de Dios, pero jamás golpeará a los puros de corazón. El hombre a quien nombraré teme la cólera divina, es de conducta intachable y practica la justicia; dice la verdad sinceramente y no calumnia. Ama al Señor y será el mejor guardián de la fortaleza que tiene su asiento en la silla de Pedro. Su nombre es Heliodoro Vetri.

Nada más pronunciar el nombre empezó a temblarle de tal modo la enorme anchura del cuerpo y los nervios le apretaron con tanta fuerza la garganta que no pudo añadir que el propuesto era presbítero de Santa Eufemia, cerca del Foro Trajano. Quedó paralizado, y los presentes vieron con asombro cómo de la boca de Plácido comenzaba a salir espuma parecida a la de los perros rabiosos, y el cuerpo se desplomó como un odre que perdiera vino. Se hizo un corro de curiosos a su alrededor que no quería perder detalle mientras el desmesurado cuerpo se retorcía en convulsiones similares a las de los endemoniados. Un médico pontificio le dio palmadas en el rostro y le metió un palo en la boca para que descargara su furia con las mordeduras. Destrozó el palo y se le tuvo que meter otro. Seis forzudos voluntarios lo cogieron para llevarlo a las estancias vaticanas y aplicarle allí las curas necesarias. Nadie hablaba y apenas se respiraba, poseídos todos como estaban por el miedo y el temor de las tinieblas. Al irse relajando el ambiente comenzaron las confidencias. La mayoría opinaba que lo de Plácido de Grottaferrata era una señal del cielo, pero diferían en cómo interpretarla.

El primicerio Anselmo les concedió un tiempo para que se relajaran hablando y recuperaran la necesaria calma de espíritu. De un grupo salió el testimonio de que Heliodoro Vetri había violado con engaños a la abadesa del monasterio de Ripana del que era protector, asegurándole, ¡oh cosa nefanda!, que su cuerpo era el mismo cuerpo de Cristo cuando entraba en ella. Un confidente espiritual la había sacado de tan diabólico hechizo y desde hace un año y medio sigue llorando la pérdida de su virginidad con tanto arrepentimiento que el último Viernes Santo sus lágrimas tenían el color de la sangre. Esto se consideró un milagro. Creyeron ver la confirmación de lo dicho cuando vieron cómo Heliodoro Vetri abandonaba la asamblea visiblemente agitado.

Los partidarios de Formoso pronunciaron entonces su nombre con victoriosa alegría. Los adversarios se resignaron al silencio. Aumentaba la fuerza de la candidatura de Formoso gracias a la divina providencia. Casi todos pensaban que había sido cosa de Dios el modo de callar a Plácido de Grottaferrata.

Un sacristán le dio la noticia de la muerte de Plácido al primicerio Anselmo, y éste le rogó que no la extendiera. Quería evitar que una muerte tan inoportuna perturbara el orden normal de la elección, aunque de hecho ya lo había perturbado. Y a pesar de que nadie lo dijera, todos presintieron la muerte.

Con un leve golpeo sobre el cuadrado de bronce, Anselmo consiguió de nuevo la atención de los presentes. Pidió continuar como si nada hubiera sucedido. Cinco intervinientes entonaron alabanzas sobre Formoso, cuyo rostro de mármol se iba transfigurando. Era el hombre prometido por Dios, dijeron sin rodeos. Hubo un carraspeo de gargantas y un inicio de murmullos cuando el cardenal obispo de Ostia, Boso, pidió hablar. Eran conocidas sus peleas con el de Porto por cuestiones de poder y de riqueza, se disputaban la preeminencia episcopal y unos bosques de finas maderas cuya propiedad reclamaban ambas diócesis. Boso había presionado ya en tiempos muy lejanos al papa Juan VIII para que desterrara y excomulgara a Formoso, hasta que lo logró. Por eso los electores estaban muy pendientes de sus palabras; los enemigos de Formoso confiaban en que Boso pudiera hacer revelaciones que frenaran las ambiciones del de Porto, y los formosianos las temían. Habían sido demasiados años de odio mutuo como para que su intervención fuera inocente, y, dada su soberbia, nadie esperaba de él una confesión de derrota. Envuelto en una enorme capa malva, se dirigió al centro de la nave con andares majestuosos. Sonrió y empezó su discurso con voz hipócrita:

–Nada para mí sería más gozoso que la subida al trono pontificio de mi hermano en el episcopado, Formoso de Porto. No retiraré una sola de las muchas palabras de alabanza que aquí se han dicho sobre sus virtudes y sabiduría. Pero no puedo callarme, mi conciencia me lo reprocharía hasta la muerte y Dios me lo demandaría en el gran juicio si permito que no se cumplan los mandatos de los sagrados concilios y los cánones que nos gobiernan –Boso hizo un silencio calculado, analizando el efecto de sus palabras. Formoso abandonó el hieratismo de estatua y se revolvió en su asiento moviendo la cabeza en varias direcciones. Boso, continuó–: A Formoso, que reúne todas las cualidades para ocupar el papado le falta una condición, la más importante de todas, y que le impide ser elegido Sumo Pontífice de nuestra Santa Romana Iglesia.

De las naves salieron murmullos de sorpresa y ligeros pateos con diferentes significados. Boso se dio cuenta de que había logrado la perturbación que buscaba, y añadió:

–Lo dejó muy claro el concilio de Nicea en su canon 15 prohibiendo a los obispos trasladarse de una sede a otra. Desde entonces varios sínodos y concilios confirmaron esa norma, que se convirtió en tradición secularmente respetada.

Se produjo un nuevo murmullo del que salieron voces de protesta, pero también palabras y aplausos de aprobación. Bastantes de los que estaban sentados trataron de levantarse. El presbítero Bruno da Gardo no se contuvo y gritó: «Marino, todos recordáis al papa Marino porque sólo lleva siete años sepultado en el atrio de esta iglesia y antes de ser elegido Papa fue obispo de Cerveteri». Anselmo temió que la Asamblea se le fuera nuevamente de las manos y calló a Bruno, pidiéndole a Boso que prosiguiera.

–Sobre Marino tengo que hacer dos observaciones, porque es verdad que fue obispo de Cerveteri antes de convertirse en Papa, pero conviene advertir que también es norma de varios concilios que el quebrantar un canon no debe ser causa para derogarlo, sino motivo para confirmarlo y castigar su quebranto con las penas canónicas que se indiquen. El caso de Marino lo conozco porque asistí a su elección, aunque no le apoyé precisamente por ese motivo. Las razones que dieron sus defensores fueron que nunca había tomado posesión de la diócesis de Cerveteri y había permanecido ejerciendo las funciones de tesorero de la Iglesia romana. En el caso de Formoso no hay ninguna razón que lo disculpe. Considero que he descargado mi conciencia y espero que la tradición y los cánones sean respetados.

Se inclinó en agradecimiento y volvió a su asiento con la misma dignidad con la que había llegado.

Las cosas no podían quedar así. Varios formosianos pidieron la palabra, pero fue el propio Formoso quien abandonó su lugar para dirigirse al centro de la nave. Formoso ya no era una estatua de mármol, sino un anciano vigoroso de ojos encendidos metido en la lucha irrenunciable por conseguir el gran sueño de su vida. Y ahora que lo tenía al alcance de la mano nadie podría impedirlo. Menos aún el retorcido Boso.

–Si practicara la doblez de la hipocresía y mi corazón fuera como un sepulcro blanqueado –empezó Formoso–, diría que nada más gozoso para mí que oír las palabras del obispo de Ostia, ya que me liberan de la pesada carga de suceder a Pedro. Pero no soy hipócrita, y por eso os digo que aceptaré la llamada del Espíritu Santo si manifiesta su voluntad a través de vosotros. No os voy a pedir que alejéis de mí este cáliz. Diré sí a beberlo, hasta la última gota porque amo profundamente a la Iglesia y a su servicio he entregado mis desvelos. Quiero dejar claro mi propósito de aceptar el Sumo Pontificado antes de explicar el canon del Concilio de Nicea al que ha aludido el obispo de Ostia. El canon 15 dice en su texto: «Obispos, sacerdotes y diáconos no deben pasar de una Iglesia a otra». Con la sola lectura y la fe en la promesa de Jesús que dijo a Pedro, tú eres Piedra y sobre esta Piedra edificaré mi iglesia, nos damos cuenta de que la prohibición a la que se refiere el canon no afecta al sucesor de Pedro en su condición de vicario de Cristo, porque el Papa no es vicario de Pedro sino del mismo Jesús, y ahí radica la diferencia esencial con los demás obispos que sólo somos sucesores de los apóstoles. Lo importante del Concilio de Nicea fue la definición de los dogmas de nuestra fe, y por esos dogmas estoy dispuesto a dar mi vida, pero las disposiciones de sus veinte cánones se refieren a la disciplina y al gobierno de la Iglesia de acuerdo con las costumbres de aquellos lejanos tiempos, muy distintas a las de nuestros días. Para ver que tales cánones hablan sólo de disciplina y de costumbres, basta con recordar otro de ellos, el tercero, en donde se dice: «Se prohíbe a todos los clérigos tener relaciones con cualquier mujer, excepto con su madre, una hermana o una tía». Señor obispo de Ostia, en vuestro palacio hay mujeres que os sirven y con algunas de ellas pasáis las tardes compartiendo agradables conversaciones y juegos de dados, así como otras distracciones y entretenimientos. No diré más.

Todos se quedaron mirándolo, y él, a su vez, los miraba a todos. Y de repente estalló el entusiasmo: «Formoso papa, Formoso papa, Formoso papa…». En tropel se le acercaron de todos los bancos para rodearlo y levantarlo entre aclamaciones. Muchos de los adversarios unieron sus voces a las de quienes lo aclamaban. No se escuchó un solo silbido. El obispo de Ostia despedía miradas de rabia y de derrota.

Mientras duraron los aleluyas, los inciensos y los parabienes, Teofilato escribió en el acta que daba fe de la elección: «Yo, Formoso, obispo cardenal de la iglesia de Porto he sido elegido por aclamación de la Asamblea para ocupar la silla de Pedro y ser el vicario de Cristo en la tierra. Con la gracia de la Santísima Trinidad y la asistencia continua del Espíritu Santo predicaré los caminos del Señor que lleven a los hombres al paraíso de la vida eterna». Al pie del acta, escrita sobre un reluciente pergamino de vitela, el Papa Formoso pondría el sello con el anillo de su pontificado una vez que los herreros pontificios lo hubieran forjado.

La noticia con el nombre del nuevo Papa se extendió por Roma inmediatamente y desde todos los barrios salieron procesiones de gentes para aclamar y desear larga vida a Formoso.

Capítulo II

 

 

 

Al llegar Teofilato al palacio del Aventino advirtió en el patio de la entrada un silencio triste. Los sirvientes parecían estatuas de amargura.

–¿Dónde está Teodora? –preguntó a Adina, la más constante y fiel de las doncellas.

–¡Señor, Señor! Una terrible desgracia ha caído sobre nosotros! –respondió entre hipos de llanto.

Corrió hacia la alcoba matrimonial y vio a Teodora tendida sobre la cama, quieta y con la cara más blanca que la cera. Pensó que estaba muerta y se abalanzó a abrazarla. Ella, sin moverse, sólo encontró fuerzas para decir a modo de disculpa:

–Ha sido una niña. Dios nos ha castigado con una niña.

–¡No es posible! ¡No es posible! –masculló Teofilato.

Acababa de desplomarse sobre ellos el futuro construido en torno a Octaviano. Días y días de conversaciones inútiles orientando cada uno de sus futuros pasos, gozando con sus imaginados triunfos. Octaviano, el futuro señor de Roma, había muerto. Había desaparecido en el camino hacia la vida. A la niña todavía sin nombre la habían llevado al otro lado del palacio para que la amamantase una de las amas, se llamaba Marcia y tenía los pechos redondos y rebosantes de leche. Había alumbrado dos días antes un varón sonrosado. Teodora se consolaba pensando que ella también era mujer, y como tal conocía a algunas otras también poderosas como la emperatriz Ageltrude, y a las mujeres fuertes de la Biblia de las que tanto le había hablado el capellán de su casa cuando era jovencita. De entre las mujeres de la Biblia recordaba especialmente a Judith, que mató a Holofernes cortándole la cabeza para salvar al pueblo de Israel.

 

 

* * *

 

 

A partir del día siguiente de su elección, Formoso comenzó a desplegar mucha actividad, como si quisiera recuperar el tiempo perdido desde los días en que conspiró para ser Papa sin lograrlo, y dada su edad, aprovechar los pocos años que la Providencia le diera, porque incluso una Providencia generosa con él ya no podría darle muchos. Dedicó las mañanas a poner orden en los distintos departamentos de la numerosa curia pontificia para que funcionara sin hacer ruido. Escribió cartas a reyes y príncipes notificándoles su nombramiento y reclamándoles sumisión. Nombró a Benedicto, presbítero de la diaconía de San Teodoro, para el importante cargo de vestiario pontificio y, como tal, administrador de los bienes de la Iglesia, pidiéndole que aclarara y cobrara las rentas de sus propiedades.

Formoso tenía experiencia en cálculo y cuentas y nada más ver las que le había dejado su predecesor comprobó que era verdad lo que suponía. La administración de Esteban V había sido un completo desastre. La cámara del tesoro del palacio de Letrán estaba vacía al abrirla. El nuevo Papa tuvo que acudir a su propio patrimonio y al de algunos ricos valedores para dar dinero a los monasterios, a los conventos y a las iglesias necesitadas, así como al bajo clero de Roma y de los poblados que levantaban sus chozas fuera de las murallas. Al atardecer acudía acompañado de ecónomos y arrieros a las tabernas con carros cargados de abundante pan de centeno y tocinos de lardo blanco para repartirlo entre los pobres. El pueblo lo recibía con aclamaciones. También les dejaba odres de vino para que levantaran el ánimo una vez restaurado el cuerpo.

El día de la coronación, a los veinte de ser elegido, Roma se llenó de peregrinos para asistir al solemne acto diseñado con suntuosa minuciosidad. Los más vistosos eran los cortejos de los arzobispos llegados de las tierras pontificias, de la Toscana, del oriente de Francia, de Umbria, de la Lombardía, y de otras tierras de los distintos reinos. Rivalizaban con los arzobispos los marqueses, los condes y los grandes señores, que aprovechaban estas ocasiones para mostrar su opulencia en los arneses de las caballerías, en los adornos de las carrozas y en las ostentosas vestimentas de ceremonia, algunas traídas de la misma Constantinopla, las telas bordadas con hilos de oro y plata cuya finura no se iguala en ningún otro lugar, salvo en la Córdoba de los omeyas.

El Papa conocía bien el valor de los símbolos y después de sopesar los efectos decidió recorrer el camino que va de San Juan de Letrán a San Pedro en el Vaticano montado en un burro, en memoria de la entrada de Jesús en Jerusalén. Era la primera vez que un Papa acudía a su coronación de ese modo. A las puertas de San Pedro lo recibieron los altos dignatarios. Dentro, las naves de la basílica iluminadas como un mediodía, olían a inciensos per fumados. Formoso cambió la sobria túnica blanca para montar por los suntuosos ropajes pontificales adornados con los brillantes colores de las piedras preciosas y se sentó en la misma silla de madera en la que se había sentado el apóstol Pedro para predicar. El primicerio Anselmo leyó el acta que había escrito Teofilato, y los legados de los emperadores Guido y Ageltrude de Spoleto dieron su consentimiento de manera solemne. Formando parte de la delegación imperial estaba el diácono Sergio, cuyo corazón seguía rechazando a Formoso y considerando nula su elección, pero quien recitó las palabras de consentimiento sin ninguna señal que delatara su ánimo contrario. El cardenal obispo de Palestrina, Albino, le acercó el báculo con el asta de oro adornada con piadosos relieves que terminaba en una desnuda y bien pulida cruz de marfil. Entre los humos de los inciensos y los cantos de hosanna, Formoso se levantó para dar la bendición en medio de vivas y otros gritos de entusiasmo. Con el pelo blanco al modo de los senadores romanos y los ojos negros como azabaches ardientes ofrecía una belleza intemporal. Apoyándose en el cayado de pontífice, dijo con la voz bien alzada: «Acepto el cayado de pastor, prometiendo guardar con el máximo celo tu rebaño, Señor, y con tu ayuda llevar las ovejas hasta el paraíso donde vives y reinas por los siglos de los siglos. Tuyo es el reino, tuya es la gloria».

Era Papa. El Papa.

 

 

* * *

 

 

Los emperadores Guido y Ageltrude no acudieron a Roma para asistir a la coronación, aunque en un principio habían pensado en hacerlo e incluso lo habían anunciado. Guido era el más decidido a ocupar como emperador un trono bien visible en la Basílica. Opinaba que era uno de esos momentos en los que se escenifica la grandeza. Se vive una felicidad, creía, muy diferente a cuando se va de caza, e incluso a cuando, en los secretos de la alcoba, se goza del cuerpo de una mujer ardiente. No pensó en Ageltrude, porque su cuerpo era para él tan monótono como la costumbre. Guido sabía y tenía experiencia en la búsqueda de mujeres que se estremecían, que soltaban alaridos de placer e incluso le daban arañazos como gatas en celo. Había conquistado el poder en cruentos y continuos combates, y nunca había gozado de un año de paz completa. Nadie tenía que convencerlo de que la vida del hombre sobre la tierra es una permanente lucha. Vivimos junto a escorpiones, decía, y sobrevive el que pica más fuerte, el que tiene el aguijón más largo y afilado. La cabeza de Ageltrude siempre había estado ocupada en conspiraciones para lograr más influencia y poder. Era una verdadera ave de rapiña. En sus conversaciones llenas de dobleces ofrecía generosas dádivas y dejaba caer veladas amenazas. Así había logrado que el papa Esteban V, pocos meses antes de morir, coronara emperador de Occidente a su esposo Guido, y al hijo Lamberto, un joven de 18 años, heredero del imperio. Ageltrude quería a Guido, pero el cuerpo del emperador se había vuelto reticente a la hora de mezclarse y de moverse junto al de ella, y dentro de ella; le hablaba de combates y campos de batalla y sólo en raras ocasiones se decidía a entrarla, y por eso Ageltrude buscaba para calmarse, cuando se le desbocaba la sangre, a sólidos guerreros o a clérigos suaves, según tuviera el ánimo. En ocasiones necesitaba que la estrujasen con violencia, y otras, que la acariciasen con mimos de seda.

Ageltrude había decidido al final que la entronización del Papa no era el momento más adecuado para acudir a Roma, ya que en esos días Formoso estaría entregado a los halagos y a los homenajes, y la soberbia nobleza romana estaría demasiado ocupada en tributárselos, y a ellos les mirarían de reojo, incluso como a un estorbo, aunque fueran los emperadores. Así se lo explicó a Guido frente a un confortable fuego en el castillo de Spoleto donde descansaban para recordar a sus muertos. Fuera llovía y hacía frío.

–Nosotros –empezó diciendo Ageltrude– no podemos ir a Roma el día de la entronización a rendir pleitesía a un Papa que no termina de aceptarnos. Aprobamos su elección y él se limitó a notificarnos su elevación al Sumo Pontificado, al tiempo que nos advertía que el Papa como vicario de Cristo estaba por encima de los emperadores y de los reyes. Nadie ignora que desprecia a la casa de Spoleto y nunca aceptó tu coronación.

–Al igual que tú hablé con Formoso hace ya tiempo, cuando estuvo desterrado y excomulgado. Entonces le dimos una protección que nunca agradeció. En esas lejanas conversaciones sostuvo que el imperio cristiano y los emperadores de la cristiandad deben tener las raíces en el gran Carlomagno, y nosotros no llevamos esa sangre, ni siquiera una sangre bastarda como la de Arnolfo de Carinzia, a quien sí apoya. Pero, ¿qué hacer? No tenemos un ejército suficientemente poderoso como para someterlo o derribarlo.

–No se trata de derribarlo, mi querido gato peleón. Se trata de seducirlo, por una parte, e insinuarle, por la otra, los perjuicios que podríamos causarle. Deberíamos ser capaces de convencerlo de que con nosotros puede afianzar su soberanía sobre los territorios pontificios, o terminar perdiéndola. Y dejarle claro siempre que tú eres el emperador.

–Ya lo hemos hablado demasiadas veces, Ageltrude. Es cierto que me coronó el papa Esteban, pero esa coronación nadie la vio o nadie la quiso ver. Fue como si se hubiera celebrado en la oscuridad de la noche, a pesar de que era una clara mañana, ante el altar mayor de la basílica de San Pedro. Incluso los nobles de nuestro reino parecen no haberse enterado. ¿Qué hacer para que la cristiandad me reconozca sin titubeos y para que la nobleza me acepte sin reparos como el verdadero y único emperador de Occidente?

–Lo he pensado mucho. Sólo hay una manera de conseguir eso, de que todo el mundo se entere y nos acepte. Una sola, ya que de momento carecemos de un ejército como el de César o el de Carlomagno para dominar Europa.

–¿Cuál? –preguntó impaciente Guido–. ¿Qué manera?

–Convencer a Formoso de que te corone de nuevo. Que coloque nuevamente ante los ojos de príncipes y plebeyos la corona imperial sobre tu cabeza. Tenemos que conseguirlo y todo cambiará, y Formoso olvidará al maldito Arnolfo de Carinzia.

–Dudo que podamos alcanzar tal milagro, aunque sería el paso necesario para la formación de un nuevo imperio con centro en Italia. Conviene fomentar entre los italianos el sentimiento nacional. Hay aún nostalgia de la gran Roma…

–Tenemos que luchar para que te corone de nuevo. A ti como emperador y a Lamberto como heredero. Las cosas tal como están no se mueven a nuestro favor, ni tampoco para los intereses representados por la casa de Spoleto. Ya sabes que Roma vive por su cuenta a la sombra del Papa, no hay una autoridad fuera de la suya y es difícil desplazar soldados suficientes y mantenerlos para que los romanos vean la fuerza del imperio. El más miserable de los romanos se cree descendiente de Augusto. A veces imagino que establecemos la corte imperial en Roma para convertirla en la reina de las ciudades, como en los antiguos tiempos.

–También lo pienso yo cuando me entrego al espíritu de los sueños, pero al volver a la realidad sé que no es posible. Los papas se han adueñado del espíritu de Roma. Es la capital de la cristiandad y el centro de los territorios pontificios. Podemos mandar de algún modo en Roma, pero no sobre Roma. El Papa consideraría como provocación la presencia de una corte imperial permanente en la que considera su sagrada ciudad. La corte imperial es incompatible con la corte papal. Ni el mismo Carlomagno se atrevió a establecerse en Roma, y estoy seguro de que lo pensó, aunque nunca lo dijera ni quedara escrito en ningún pergamino.

Los dos callaron, pensativos. Se habían dicho bastantes cosas. Tenían que conseguir una segunda coronación. Era indispensable. Ageltrude se acercó a la ventana para ver caer la lluvia. Ver llover, cuando llovía con mansedumbre, le producía gran serenidad. Guido se levantó para remover los carbones de raíz de brezo con las tenazas que colgaban de la campana de la chimenea.

–Guido, iré a Roma, colmaré al Papa de promesas y halagos, y buscaré aliados para convencer a Formoso de que te corone de nuevo. Para encontrar aliados me serán muy útiles Teofilato y el diácono Sergio, aparte del conde Manfredi. A Teofilato podrías nombrarlo juez palatino, juez imperial de Roma. Aunque ese cargo tiene más nombre que poder le complacerá. Es joven, ambicioso, muy rico y de nobleza antigua.

 

 

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El diácono Sergio se presentó en el palacio del Aventino para comentar con Teofilato las presiones que podían ejercer Guido y Ageltrude sobre el Papa para dar lustre a un imperio que se desvanecía en humo sin fuego. De paso, vería a Teodora y a la niña. Teodora jamás se dejaba ver por extraños, por nadie que no fuera su esposo o sirvientes directos, si no estaba perfectamente maquillada por Dosia según los protocolos de las princesas de la corte de Constantinopla, ya que antes de venir a Roma había cuidado de la hermosura de tres princesas de tan gran imperio. Gracias a Dosia, Teodora era la mujer mejor vestida y maquillada de la nobleza romana, lo que tampoco resultaba difícil, porque las mujeres nobles habían perdido el gusto por la belleza y los afeites, tan cultivados por las antiguas patricias durante los tiempos del esplendor que había maravillado al mundo. Teodora sabía que la belleza de una mujer frente a los hombres es más penetrante que el filo de una espada. Lo sabía por instinto y por experiencia precoz. Cuando pensaba en esto durante las horas de aburrimiento, también juraba que le enseñaría a su hija a manejar el cuerpo y la mirada con eficacia y perversidad. Teofilato y Sergio distrajeron la espera, mientras Dosia peinaba a Teodora, tomando cerveza y dando cuenta de un pernil de Parma acompañado con pan sembrado de sémola. Les hubiera gustado, especialmente a Sergio, comer charlando alrededor de la mesa con Teodora, pero Teodora debía guardar cama porque le suponía un suplicio estar sometida a un implacable régimen de gallinas cocidas y caldo imbebibles. Todo le olía a gallinero. No sabía cómo podría aguantar, y dudaba que fuera necesario hacerlo durante cuarenta días como aseguraban sus médicos. Contaban de las campesinas que al día siguiente de parir salían al campo a recoger cebollas o a sembrar avena. Ella misma las había visto en sus tierras de Toscana. Menos mal que Dosia le aseguraba que tras alumbrar las princesas de Constantinopla se sometían al mismo régimen. Cuando les avisó de que podían pasar a verla, Dosia había convertido el rostro de Teodora en la bella imagen de una diosa pagana.

Sergio se adelantó para darle un beso en la frente y ella lo abrazó con manifiesta emoción. Había adelgazado y los ojos le habían crecido, o al menos eso le pareció a Sergio. Tendida en la cama sobre un almohadón, con el pelo ensortijado en tirabuzones como los de la diosa Vesta en la estatua levantada junto al Capitolio, los pómulos rosados, la frente amplia y la boca coloreada como una cereza, a Sergio le pareció la viva representación de una de aquellas mujeres que se les aparecían a los ermitaños en el desierto para tentarles. Se lo dijo y ella sonrió agradecida. Le gustaban tanto esas palabras como las caricias de Teofilato sobre su piel.

–Quiero ver a la niña, traédmela –pidió Sergio.

A la orden de Teofilato, la fiel Adina fue a buscarla a la estancia del ama de cría y la depositó sobre el brazo derecho de Teodora para que pudiera verla Sergio. Tenía 27 días, difícil de olvidar porque su nacimiento estaba ligado, y lo estaría para siempre, a la elección de Formoso como Papa. «¿De quién son y de dónde ha sacado esta niña los ojos?», preguntaba Sergio en voz alta mientras la miraba. Eran intensamente verdes, de un verde que brillaba como si tuvieran al fondo una llama que los alumbrara. El descubrimiento de aquellos ojos le maravilló. Eran únicos. Tan verdes, los ojos.

––¿De dónde y de quién proceden estos ojos? –volvió a decir Sergio, ahora en forma de pregunta más directa.

–Es posible que de una de mis bisabuelas, de origen germánico –comentó Teofilato.

–Ya te he dicho que son iguales que los de mi abuela Anke, la vikinga –le repitió Teodora como tantas veces en los últimos días.

Era una discusión que mantenían, en tono de broma, desde el momento que la vieron y se encontraron con aquellos ojos.

–¿Cómo se llama? –preguntó Sergio.

–De momento la llamamos María, aunque no tenemos la seguridad de que deba llamarse así –respondió Teodora.

–¿Por qué? –siguió preguntando Sergio.

–Nos gustaría un nombre diferente. Un nombre que se parezca a ella. Mi abuela, la vikinga, decía que las personas se terminan pareciendo a sus nombres.

–Menos Formoso –atajó Sergio.

–No es así. Formoso se parece a Formoso. Es una repetición de su nombre. Un anciano realmente hermoso.

Sergio cogió a la niña por la cintura con las dos manos y la puso frente a su cara.

–¿Cómo te llamarás? –se preguntaba Sergio en voz alta–: María… Maronia… Marania… Maruchia… Ma… Marozia. Ya lo tengo. Se llamará Marozia. Suena bien y no conozco a nadie que se llamé así.

–Marozia, parece un bonito nombre –dijeron Teofilato y Teodora al mismo tiempo, con la evidente alegría de haber encontrado el nombre que buscaban.

Fijaron como fecha para el bautizo la víspera de Navidad. Querían que la bautizara el Papa. A Sergio no le parecía buena idea, porque seguía considerando que su elección había sido nula e incluso si hubiera una rebelión para derrocarle, como había sucedido con otros pontífices, se uniría a ella. Teofilato y Teodora no entraron al envite, y aunque no eran grandes partidarios de Formoso, su hija sería bautizada por el Papa. Marozia. Sonaba bien. Marozia.

–Si la bautizáis la víspera de Navidad es posible que pueda amadrinarla la emperatriz Ageltrude –observó Sergio–. Está preparando el viaje a Roma para encontrarse con Formoso.

Teofilato y Teodora asintieron con agrado.

Capítulo III

 

 

 

Después de varios mensajes y legaciones de ida y vuelta entre el Papa y Ageltrude, acordaron que la emperatriz llegaría a Roma el 15 de diciembre a mediodía y que el Papa la recibiría a la entrada de la basílica de San Juan, rezarían ante el altar mayor y a continuación le daría una bendición solemne. Después pasarían a la sala del trono de los sagrados palacios para el rito de los saludos. Guido y Ageltrude creían que de los resultados del viaje dependía el futuro del imperio, y se dedicaron a prepararlo con gran esmero. Una de las primeras preocupaciones fue la de elegir los regalos. No era cosa fácil encontrar regalos que complacieran a un anciano de 75 años cuya sola ambición conocida había sido la de sentarse en la silla de Pedro. Recabaron información de quienes habían tratado a Formoso para que les contaran sus flaquezas, y se encontraron con lo que ya sabían, que era un asceta que martirizaba las piernas con cilicios y desde muy joven había domesticado con flagelos los deseos de la carne. Su vida había sido eso, reprimir las pasiones carnales y dejar libres las ambiciones del espíritu, lo que le había metido en conspiraciones sin fin y en las más graves penas canónicas. Pero su persistencia le había llevado a donde siempre había deseado. A ocupar el sumo pontificado.

–Podemos regalarle unos cilicios de oro –comentó Ageltrude en tono de broma.

–Ya los tiene –le respondió su apreciado consejero Gundo, obispo de Terni, con indudable seriedad.

–¿Que ya los tiene? –preguntó asombrada Ageltrude–. ¿Qué es eso de que tiene cilicios de oro?

–Sí, y aunque pueda parecer, y es, una locura, Formoso se tortura con cilicios de oro. Se los regaló el obispo de Troyes, Martin, cuando purgaba allí la pena del exilio a la que le había condenado el papa Juan VIII. Entre el obispo y varios cómplices tramaron una ceremonia para burlarse del ascetismo de Formoso y decidieron regalarle