Miguel de Cervantes

Don Quijote

de la Mancha

Selección de textos

 

 

 

 

 

 

 

Director de la colección

Fernando Carratalá

 

Miguel de Cervantes

Don Quijote

de la Mancha

Selección de textos

 

 

Edición de

M.ª Esperanza Cabezas

Presentación de

Luis Ferrero Carracedo

 

 

 

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Primera edición impresa: mayo 2011

Primera edición en e-book: septiembre 2012

Edición en ePub: febrero de 2013

 

© de la edición: María Esperanza Cabezas Martínes y Luis Ferrero Carracedo,

© de la presente edición: Edhasa (Castalia), 2012

 

www.edhasa.es

 

ISBN 978-84-9740-543-0

Depósito legal: B.25474-2012

 

Ilust. de cubierta: Célestine Nanteuil: La lectura de Don Quijote (1873, fragmento). Museo de Bellas Artes, Dijon.

Diseño gráfico: RQ

 

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Presentación

 

 

 

 

Ficción literaria de una historia verdadera

 

Ante la abrumadora e incontable cantidad de libros, artículos, disertaciones, prólogos y epílogos que sobre el Quijote se han escrito, presentar esta selección de fragmentos de la novela más famosa y planetaria, más genial e inagotable que nunca se haya dado a la estampa, nos parecía hazaña descomunal e irrealizable. Cercanos ya al desánimo ante tanto libro que leer, y revista que ojear, vino la casualidad en nuestra ayuda poniendo en nuestras manos un extraño escrito firmado por un «joven estudiante» y que a modo de presentación trascribimos para los jóvenes lectores de este libro:

 

«Soy un joven estudiante —comienza dicho escrito— que ha leído a Harry Potter, a Tolkien y a Ken Follet, y ha aprendido mucho de pócimas y viajes misteriosos. Tanto he aprendido que acabo de hacer un largo viaje por el tiempo.

Estamos en el otoño de 1613. Camino de Toledo desde la bulliciosa Corte madrileña, no muy lejos de Illescas, he entrado en una venta para reponer fuerzas y pasar la noche. La tarde, en un día de color polvoriento, va ya declinando en plena región manchega. Se acerca la hora de la cena mientras observo los rostros de la concurrida clientela: arrieros sobre todo, comerciantes, damas de compañía, licenciados, algún funcionario de la corte.

 

 

El autor y su época

 

Me llama la atención la presencia de un caballero sentado a una mesa apartada que manosea unos papeles. Algo cargado de espaldas, tiene rostro aguileño, cabello castaño, frente lisa y desembarazada, ojos alegres, nariz corva, bigotes grandes y plateados, boca pequeña, tez más blanca que morena. Observa a todos los presentes con atención discreta y escucha sus conversaciones entrecruzadas. Toma notas de vez en cuando. Aunque parece ensimismado invita a la conversación. La curiosidad me domina y me acerco a él con una cierta timidez y lo saludo:

—Salud en buena hora, caballero.

—Salud, buen mozo —me contesta—; pero no le conozco en absoluto.

—No importa —es mi respuesta—; vengo de otros lugares y otros tiempos y me gusta conocer las gentes de esta época que, según he leído en los libros de historia, es muy interesante.

—Téngalo por seguro —me dice—. Estos han sido tiempos de gloria para España. Hemos creado un gran imperio: el gran Carlos V, de feliz memoria, el rey Felipe II... Aunque después del desastre de la Armada Invencible comienza a decaer el optimismo.

—Lo he leído también en los libros —le interrumpo llevado de la admiración por sus palabras—. Presiento que es usted persona sabia y me gustaría saber algo de su vida.

—Con mucho gusto, joven. Es cosa de viejos el contarla. Me llamo Miguel de Cervantes Saavedra, nací en Alcalá de Henares, famosa ciudad como usted sabe. El pasado 29 de septiembre cumplí los 66 años. De joven, en Sevilla, estudié con los jesuitas, pujante compañía de la Iglesia; y después, en Madrid, completé mi formación humanística en el Estudio de la Villa. Tengo un buen recuerdo de mis profesores, aunque había que estudiar duro y exigían mucha disciplina. No llegué a hacer estudios universitarios. Como mi padre era un modesto cirujano y éramos seis hermanos, había que buscarse la vida de algún modo. Por una pelea juvenil tuve problemas con la justicia y me fui a Italia. Primero estuve sirviendo de camarero en Roma a un gran señor, hoy cardenal; pero al poco tiempo me enrolé como soldado en un tercio español, y tuve el honor de participar en la gloriosa hazaña de la batalla naval de Lepanto contra los turcos, dirigida por don Juan de Austria, en la que salimos victoriosos.

—La conozco por la historia. Y he oído hablar de su bravura.

—Aunque ese glorioso día tenía calentura, luché con valentía y de ello me siento muy orgulloso. Mire mi mano izquierda. Fui herido en ella y se me ha quedado anquilosada.

— Ah, ya; por eso le llaman el manco de Lepanto.

—Así es; aunque propiamente manco del brazo no he quedado, como ve. No fue demasiado grave.

—Pero poco después abandonó la vida de soldado.

—Todavía seguí otros cinco años, al cabo de los cuales dejé el tercio, aprovechando la ocasión propicia para volver a España con unas cartas de recomendación de don Juan de Austria y del duque de Sessa. Volvía con la ilusión de poder promocionarme en la carrera militar o como funcionario de la corte. Pero en el viaje nuestra galera fue asaltada por los turcos. Me hicieron prisionero, junto a mi hermano Rodrigo y a otros compañeros, y nos llevaron cautivos a Argel.

—Sería muy penoso el cautiverio.

—En efecto, fueron cinco años muy duros. Tramé varias veces la huida con mis compañeros; pero en todas ellas apareció un traidor que desbarató nuestros planes. Yo me hice siempre el responsable y sufrí duros castigos, aunque nunca fui sometido, como otros, a torturas. Gracias a los hermanos trinitarios pude ser rescatado cuando ya me embarcaban para Constantinopla. Son años que no puedo olvidar. Estoy escribiendo, entre otras, una obra de teatro que titularé Los baños de Argel en la que quiero, desde la distancia en el tiempo, dejar plasmada mi experiencia.

—De vuelta a España, la vida comenzaría a serle menos ingrata.

—Menos ingrata sí; pero no me ha sido fácil. Mi familia había adquirido muchas deudas por reunir dinero para rescatarnos a mi hermano y a mí. Había que pagarlas. Para ello realicé, por mandato de la corte, a la sazón en Lisboa, una misión secreta a Orán, que me fue encomendada por mis conocimientos y experiencia de las costumbres del norte de África.

—Así que también fue espía.

—Algo parecido. Era una misión peligrosa y me fue bastante bien pagada.

—¿Y no le tentó la idea de embarcarse para América?

—Sí, lo intenté en ese momento. Había quedado allí un puesto vacante en la administración y lo solicité; pero no me fue concedido. Lo intenté más tarde otra vez. Pero el rey Felipe II no tuvo a bien concederme mi deseo.

 

 

El Quijote y su sentido

 

—De esa forma se ha podido dedicar a escribir esa obra tan maravillosa y de tanto éxito popular que se titula El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha.

—Así es la verdad. Desde que salió a la luz en 1605 se han hecho ya varias ediciones y se está traduciendo al francés y al inglés. Pero no es la primera obra que he escrito. Ya en 1585 publiqué La Galatea, poco después de casarme con Catalina de Salazar, entonces una joven con sólo diecinueve años, que es natural de Esquivias, un pueblo cercano a esta venta, del que vengo de arreglar unos asuntos de vuelta a Madrid. Luego vinieron años difíciles. La idea del Quijote puedo decir que nació en una cárcel de Sevilla.

—Así que estuvo en la cárcel.

—He estado varias veces. Considero que siempre de forma injusta. En la de Sevilla estuve hace 16 años durante tres meses. Fue por causa de la quiebra de un banquero. Yo en esa época me dedicaba a recaudar impuestos para financiar la Armada Invencible; el dinero recaudado lo deposité en su banco y no pude recuperarlo. Por eso me encarcelaron.

—Fue entonces un oficio poco agradable.

—En el sentido de recaudar impuestos sí; pero por otro lado me ha sido muy fructífero. He viajado mucho y he conocido las más alejadas aldeas, entrando en contacto con el pueblo: sus palurdos ignorantes, sus ricachones avaros, sus mujeres hacendosas, sus hembras de rompe y rasga, sus curas de aldea, sus hidalgos de villorrio; he pasado muchas noches en ventas como esta; he oído mil refranes y mil dichos populares. Y, como ahora me ve, he ido siempre tomando notas en mis papeles...

—Verdad es que en el Quijote aparece retratado maravillosamente ese mundo de su experiencia.

—Una experiencia marcada por el desengaño; por el realismo de la vida.

—Lo del desengaño sí lo veo: los ideales caballerescos a la vieja usanza se han perdido y usted los ridiculiza mediante una genial parodia; pero lo del realismo, me resulta desconcertante, porque hasta el realista Sancho Panza termina contagiado de la locura de don Quijote.

—Es que la vida real es eso: una mezcla de locura y de cordura, de razón y de sinrazón. La vida es drama, camina entre la tragedia y la comedia. Por eso la razón humana es una razón dramática. Don Quijote y Sancho Panza son las dos caras inseparables de la vida, que son una y dos a la vez.

—Esto que dice no lo veo claro en la obra.

—Quiero revelarle que ya estoy preparando la segunda parte de esta “historia”. Para eso tomo notas en estos papeles. Y en ella quedará clara esta idea que le he dicho. Sancho termina quijotizándose y don Quijote sanchizándose. Y es que cada uno de nosotros tenemos dentro un Quijote y un Sancho.

—Todo eso es muy filosófico; pero los que leen la novela no hacen otra cosa que reírse a carcajada tendida. Es como si el hacer reír fuera la pretensión primera que le ha movido a escribir la obra.

—Estoy seguro de que se hará correr mucha tinta sobre mis intenciones al escribir el Quijote. Bien dirán los que afirmen que el hacer reír y entretener al lector es una finalidad que no se puede olvidar; pero he de decir que esa intención está subordinada a otra más incisiva y que expresamente afirmo en el prólogo de la obra: el Quijote es una invectiva contra los libros de caballerías, tan de moda en estos tiempos. Ya no tiene sentido la lectura de esos libros de aventuras tan fantasiosas y tan disparatadas. Espero haberles dado el golpe de gracia.

—Pero eso sólo no basta para dar cuenta de la grandiosidad de la obra.

—Sin duda, joven amigo. Creo que ya desde el principio dejo clara una cosa: que esta “historia de don Quijote” es ante todo literatura, un libro que algún día —hoy por desgracia no es así— valorarán en su debida forma los entendidos en literatura.

—¿Me lo puede explicar? ¿Acaso no lo pueden leer jóvenes estudiantes como yo?

—¡Cómo no! Todo el mundo, jóvenes, medianos y viejos, pueden leerlo. Hay pasajes y aventuras que le resultarán inolvidables: la de los molinos de viento, por ejemplo. Cuando yo tenía su edad había leído ya muchos libros. En mi casa había algunos de caballerías: Amadís de Gaula y Tirante el Blanco son los más interesantes. Pero, como le he dicho, en general no son buena literatura...

Yo me quedo pensativo. Me acuerdo de Harry Potter, de El señor de los anillos, de El código da Vinci. ¿Tampoco serán estos buena literatura? —me pregunto en mis adentros.

—Se hace necesario crear algo nuevo en el género narrativo —prosigue, ajeno a mis pensamientos—; hay que narrar la experiencia de la vida, pero con ojos literarios. Y algo se ha hecho ya: ahí está el Lazarillo de Tormes. Tengo para mí que el Quijote va a enterrar no sólo a los libros de caballerías, sino también a la antigua poesía épica. Estoy seguro de que la «historia» de don Quijote y Sancho Panza es el comienzo de un nuevo género literario.

Al oír estas palabras, me vienen a la memoria otras que le había oído a un profesor de literatura: “Con el Quijote comienza la novela moderna”. Pero hasta ahora este viejo escritor nunca me ha hablado del Quijote como una novela.

—Usted lo llama “historia” y no “novela”.

—Es cierto. Tenga en cuenta que las novelas, así las llaman los italianos, son las narraciones cortas. He escrito unas cuantas que acabo de publicar con el título general de Novelas ejemplares. Seguro que dos le gustarán sobremanera: Rinconete y Cortadillo y El diálogo de los perros.

—Me gustan los títulos y las leeré cuanto antes pueda. Pero quiero que me hable de esa segunda parte del Quijote que está ya escribiendo.

—Tengo que darme prisa y espero tener fuerzas para terminarla. Un antiguo conocido enemigo mío en la vida y en las letras —me callaré su nombre— intenta aprovecharse de mi éxito y robarme mis criaturas.

—¿Es posible? ¿Y cómo lo sabe?

—Ha llegado a mis manos un manuscrito suyo que es presentado como el segundo tomo de la historia del ingenioso hidalgo. No sé si será impreso, pero si así sucede, el mismo don Quijote en persona, el auténtico, se encargará de desvelar la superchería y la falsedad de esa historia.

—¡Qué interesante me parece la idea!

—Le voy a revelar también lo siguiente. En lo que llevo escrito de esta segunda parte de la historia, don Quijote y Sancho en persona se encuentran consigo mismos como personajes literarios de una obra impresa —la publicada en 1605— en la que Cide Hamete, el historiador arábigo y manchego, narra sus pasadas aventuras. Pues bien, ahora además se van a encontrar con una historia falsa, que van a desmentir con sus aventuras verdaderas, de las que dará buena cuenta Cide Hamete, enriqueciendo así tan novedoso juego literario...

El buen anciano se queda pensativo y yo recuerdo en mis adentros: “Sí, eso que los profesores llaman metaliteratura”.

—Tendré que cambiar los planes —prosigue—. Seguramente don Quijote ya no irá a Zaragoza como había prometido.

—¿Y cómo va a terminar sus días? ¿Acaso encerrado en una casa de locos? ¿Y Sancho Panza? ¿Va a terminar también tan loco como el amo?

—Ya le he dicho que Sancho Panza se irá quijotizando y don Quijote sanchizando, hasta invertirse en cierto modo los papeles. Es el juego de la razón y la sinrazón, de la cordura y la locura. Con la muerte todo se cura. Ya lo verá cuando se publique esa segunda parte de la historia...»

En este punto queda interrumpida la escritura, con una firma al margen en la puede leerse: «un joven estudiante». ¿Qué sucedió después?

La segunda parte falsa del Quijote salió a la luz meses más tarde, en 1614, escondiéndose su autor bajo el seudónimo de Avellaneda. La auténtica se publicó en 1615, diez años después de la primera parte, con el título: Segunda Parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. También, en esta etapa tardía de la vida de Cervantes, salieron a la luz el Viaje del Parnaso (1614) y Comedias y entremeses (1615). El 22 de abril de 1616 —tal como unos días antes le había predicho a otro «joven estudiante» en la vuelta de su último viaje a Esquivias—, sin esperar a que pudiera ver publicada su novela Persiles y Sigismunda, en su casa de Madrid, lo visitó la muerte.

Hoy, a cuatrocientos años de distancia, el Quijote ha sido traducido a casi todas las lenguas, vivas y muertas, del planeta. Y el caballero andante don Quijote y el escudero andado Sancho Panza son los personajes literarios más universales que han alcanzado la gloria de la inmortalidad.

 

 

Nuestra edición

 

La selección que aquí les ofrecemos a los jóvenes ha sido preparada de modo que sin leer todo el Quijote puedan captar el sentido y significado de la obra a través de la lectura de una serie de fragmentos. Por ello, éstos van precedidos de unos resúmenes referidos a las partes no seleccionadas, que permiten conocer la trama y el contexto. Hemos tomado como edición de referencia la de L. A. Murillo en Clásicos Castalia, a cuyas páginas remitimos en la cita de los fragmentos, y, dado el carácter didáctico y de invitación a la lectura propios de la presente colección, hemos actualizado en lo necesario y oportuno la ortografía, la puntuación y algunas formas léxicas, respetando siempre —al menos así lo hemos pretendido— el clasicismo de Cervantes. Para ello, partiendo de las primeras ediciones originales de la obra (1605 y 1615), hemos consultado y tenido en cuenta las más recientes ediciones críticas y comentadas.

Miguel de Cervantes

Don Quijote de la Mancha

 

 

Primera Parte

 

 

 

 

 

Portada de la primera edición de la Primera Parte del Quijote.

Madrid, Juan de la Cuesta, 1605.

 

I
Determinación de hacerse caballero
andante y salir a los caminos
(I-I, 69-72, 73, 74-78, I-II, 78-79)

 

 

 

 

Se inicia la novela con la presentación de su protagonista, y su modo de vida, en una aldea imprecisa de la Mancha. Rondaba el hidalgo —de nombre Quijada, o Quesada o Quijana— la edad de 50 años. Seco de carnes y enjuto de rostro, era dado a la imaginación y propenso a la melancolía, lo cual, sumado a una vida mediocre y ociosa, lo lleva a una afición tan exagerada por la lectura de los libros de caballerías, que, abandonando el cuidado de su hacienda y el ejercicio de la caza, se da en leer tantos y tan disparados libros que llega a perder el juicio y a creerse uno de los protagonistas de las afamadas historias. Así, don Quijote determina hacerse caballero y salir a los caminos.

 

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme,[1] no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo[2] de los de lanza en astillero,[3] adarga[4] antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón[5] las más noches, duelos y quebrantos[6] los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes[7] de su hacienda. El resto de ella concluían sayo de velarte,[8] calzas de velludo[9] para las fiestas, con sus pantuflos[10] de lo mismo, y los días de entresemana se honraba con su vellorí[11] de lo más fino. Tenía en su casa un ama que pasaba de los cuarenta y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir[12] que tenía el sobrenombre[13] de Quijada, o Quesada, que en esto hay alguna diferencia en los autores[14] que de este caso escriben, aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llamaba Quijana. Pero esto importa poco a nuestro cuento:[15] basta que en la narración de él no se salga un punto de la verdad.

Es, pues, de saber que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso —que eran los más del año—, se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto[16] el ejercicio de la caza y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas fanegas de tierra de sembradura[17] para comprar libros de caballerías en que leer, y, así, llevó a su casa todos cuantos pudo haber de ellos.

 

* * *

 

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio;[18] y así, del poco dormir y el mucho leer se le secó el cerebro de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles; y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina[19] de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.[20]

 

* * *

 

En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible[21] y necesario, así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído[22] que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos,[23] cobrase eterno nombre y fama. Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos del imperio de Trapisonda;[24] y así, con estos tan agradables pensamientos, llevado del extraño[25] gusto que en ellos sentía, se dio prisa a poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos, que, tomadas de orín y llenas de moho, luengos[26] siglos hacía que estaban puestas y olvidadas en un rincón.[27] Limpiólas y aderezólas lo mejor que pudo; pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje,[28] sino morrión simple;[29] mas a esto suplió su industria,[30] porque de cartones hizo un modo de media celada que, encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que, para probar si era fuerte y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada y le dio dos golpes, y con el primero y en un punto[31] deshizo lo que había hecho en una semana; y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y, por asegurarse[32] de este peligro, la tornó a hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por dentro, de tal manera que él quedó satisfecho de su fortaleza y, sin querer hacer una nueva experiencia de ella, la diputó[33] y tuvo por celada finísima de encaje.

Fue luego a ver a su rocín, y aunque tenía más cuartos[34] que un real y más tachas que el caballo de Gonela,[35] que tantum pellis et ossa fuit,[36] le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría; porque —según se decía él a sí mismo— no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él por sí, estuviese sin nombre conocido; y así procuraba acomodársele, de manera que declarase qué había sido antes de que fuese de caballero andante y lo que era entonces; pues estaba muy puesto en razón que, mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso y de estruendo, como convenía a la nueva orden y al nuevo ejercicio que ya profesaba; y así, después de muchos nombres que formó, borró y quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante,[37] nombre, a su parecer, alto, sonoro y significativo de lo que había sido cuando fue rocín, antes de lo que ahora era, que era antes y primero de todos los rocines del mundo.

Puesto nombre, y tan a su gusto, a su caballo, quiso ponérsele a sí mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino a llamar don Quijote;[38] de donde, como queda dicho, tomaron ocasión los autores de esta tan verdadera historia, que sin duda se debía llamar Quijada, y no Quesada, como otros quisieron decir. Pero acordándose de que el valeroso Amadís[39] no sólo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria por hacerla famosa, y se llamó Amadís de Gaula, así quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya y llamarse don Quijote de la Mancha, con que a su parecer declaraba muy al vivo su linaje y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre de ella.

Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose[40] a sí mismo, se dio a entender[41] que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma. Decíase él:

—Si yo, por malos de mis pecados,[42] o por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante, como de ordinario les acontece a los caballeros andantes, y le derribo de un encuentro,[43] o le parto por mitad del cuerpo, o, finalmente, le venzo y le rindo, ¿no será bien tener a quien enviarle presentado[44] y que entre y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde, y rendido: «Yo, señora, soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula[45] Malindrania,[46] a quien venció en singular batalla el jamás como se debe alabado caballero don Quijote de la Mancha, el cual me mandó que me presentase ante vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de mí a su talante»?

¡Oh, cómo se holgó nuestro buen caballero cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló a quien dar nombre de su dama! Y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni le dio cuenta de ello. Llamábase Aldonza Lorenzo,[47] y a ésta le pareció ser bien darle título de señora de sus pensamientos; y, buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea[48] del Toboso, porque era natural del Toboso: nombre, a su parecer, músico y peregrino[49] y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto.

Hechas, pues, estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo a poner en efecto su pensamiento, apretándole[50] a ello la falta que él pensaba que hacía[51] en el mundo su tardanza, según eran los agravios que pensaba deshacer, tuertos[52] que enderezar, sinrazones que enmendar y abusos que mejorar y deudas que satisfacer. Y así, sin dar parte a persona alguna de su intención y sin que nadie le viese, una mañana, antes del día, que era uno de los calurosos del mes de julio, se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga,[53] tomó su lanza y por la puerta falsa de un corral salió al campo, con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo.

 

II
La graciosa manera
de ser armado caballero
(I-II, 87, I-III, 87-88, 90-94)

 

 

 

 

Ya en el campo en busca de aventuras, se dio cuenta don Quijote de que no había sido armado caballero, conforme lo exigía la ley de la caballería. Y así, llevado de su locura libresca, se propuso alcanzar la investidura lo antes posible y de manos del primero que otorgársela pudiese.

Después de andar todo el día, cansados y hambrientos el hidalgo y su rocín, a la caída de la tarde, vio una venta, que a él no le pareció otra cosa sino un castillo donde poder velar armas y ser armado caballero; y con gran contento y no poca prisa, encaminó sus pasos hacia el lugar, a donde llegó «a tiempo que anochecía».

Quiso la casualidad que a la puerta se hallaran dos mozas «de estas que llaman del partido», que iban de paso para Sevilla acompañando a unos arrieros, y que enseguida se le representaron en la imaginación de nuestro hidalgo como dos hermosas damas, lo cual, unido a otras señales, hizo que terminase de creer que estaba ante un castillo al que ningún elemento faltaba.

Como vio que nadie salía a recibirlo, se dirigió a las que él consideraba doncellas, y lo hizo con tan insólito lenguaje que, sin ser entendido y unido a la extravagante figura de quien procedía, incitaba a la risa y la burla a las mozas.

Ello provocó el enojo de don Quijote, que habría pasado a mayores si no hubiera aparecido el ventero, hombre gordinflón y pacífico, buen conocedor de las aventuras caballerescas, el cual, dándose cuenta de la locura del extraño caballero, le habló como señor del imaginado castillo, ofreciéndole todo menos cama por no tenerla.

Se lo agradeció don Quijote y, sin dejarse despojar de su armadura, se preparó para la cena, dispuesto a pasar la noche velando armas antes de recibir la tan deseada orden de caballería.

 

Pusiéronle la mesa a la puerta de la venta, por el fresco, y trájole el huésped una porción del mal remojado y peor cocido bacalao y un pan tan negro y mugriento como sus armas; pero era materia de grande risa verle comer, porque, como tenía puesta la celada y alzada la visera,[54] no podía poner nada en la boca con las manos, si otro no se lo daba y ponía, y, así, una de aquellas señoras servía de este menester. Mas al darle de beber, no fue posible, ni lo fuera si el ventero no horadara[55] una caña, y, puesto el un cabo[56] en la boca, por el otro le iba echando el vino; y todo esto lo recibía con paciencia, a trueco de[57] no romper las cintas de la celada. Estando en esto, llegó acaso[58] a la venta un castrador de puercos, y así como llegó, sonó su silbato de cañas[59] cuatro o cinco veces, con lo cual acabó de confirmar don Quijote que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con música, y que el abadejo[60] eran truchas, el pan, candeal,[61] y las rameras, damas, y el ventero, castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinación y salida. Mas lo que más le fatigaba era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna sin recibir la orden de caballería.

Y así, fatigado con este pensamiento, abrevió su venteril y limitada cena; la cual acabada, llamó al ventero y, encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante él, diciéndole:[62]

—No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, fasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra y en pro del género humano.

El ventero, que vio a su huésped a sus pies y oyó semejantes razones, estaba confuso mirándole sin saber qué hacerse ni decirle, y porfiaba con él que se levantase; y jamás quiso hasta que le hubo dicho que él le otorgaba el don que le pedía.

—No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío —respondió don Quijote—; y así, os digo que el don que os he pedido y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado es que mañana mismo me habéis de armar caballero, y esta noche en la capilla de este vuestro castillo velaré las armas, y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo[63] buscando las aventuras en pro de los menesterosos, como está a cargo de la caballería y de los caballeros andantes, como yo soy, cuyo deseo a semejantes fazañas es inclinado.

El ventero, que, como está dicho, era un poco socarrón y ya tenía algunos barruntos[64] de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oírle semejantes razones; y por tener que reír aquella noche, determinó seguirle el humor.

 

* * *

 

Y, así, se dio luego orden de que velase las armas en un corral grande que a un lado de la venta estaba y, recogiéndolas don Quijote todas, las puso sobre una pila que junto a un pozo estaba y, embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil continente[65] se comenzó a pasear delante de la pila; y cuando comenzó el paseo comenzaba a cerrar la noche.

Contó el ventero a todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas y la armazón[66] de caballería que esperaba. Admiráronse de tan extraño género de locura y fuéronselo a mirar desde lejos, y vieron que, con sosegado ademán, unas veces se paseaba; otras, arrimado a su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio[67] de ellas. Acabó de cerrar la noche, pero con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba,[68] de manera que cuanto el novel caballero[69] hacía era bien visto por todos. Antojósele en esto a uno de los arrieros que estaban en la venta ir a dar agua a su recua, y fue menester[70] quitar las armas de don Quijote, que estaban sobre la pila; el cual, viéndole llegar, en voz alta le dijo:

—¡Oh tú, quienquiera que seas, atrevido caballero, que llegas a tocar las armas del más valeroso andante[71] que jamás se ciñó espada! Mira lo que haces y no las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento.

No se curó[72] el arriero de estas razones —y fuera mejor que se curara, porque fuera curarse en salud—; antes, trabando[73] de las correas, las arrojó gran trecho de sí. Lo cual visto por don Quijote, alzó los ojos al cielo y, puesto el pensamiento —a lo que pareció— en su señora Dulcinea, dijo:

—Acorredme,[74] señora mía, en esta primera afrenta que a este vuestro avasallado pecho se le ofrece; no me desfallezca[75] en este primer trance vuestro favor y amparo.

Y diciendo éstas y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza a dos manos y dio con ella tan gran golpe al arriero en la cabeza, que le derribó en el suelo tan maltrecho, que, si segundara[76] con otro, no tuviera necesidad de maestro[77] que le curara. Hecho esto, recogió sus armas y tornó a pasearse con el mismo reposo que primero.[78] Desde allí a poco, sin saberse lo que había pasado —porque aún estaba aturdido el arriero—, llegó otro con la misma intención de dar agua a sus mulos y, llegando a quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quijote palabra y sin pedir favor a nadie, soltó otra vez la adarga y alzó otra vez la lanza y, sin hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo arriero, porque se la abrió por cuatro. Al ruido[79] acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quijote, embrazó su adarga y, puesta mano a su espada, dijo:

—¡Oh, señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña[80] aventura está atendiendo.[81]

Con esto cobró, a su parecer, tanto ánimo, que si le acometieran todos los arrieros del mundo, no volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos a llover piedras sobre don Quijote, el cual lo mejor que podía se reparaba[82] con su adarga y no se osaba apartar de la pila, por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho que estaba loco, y que por loco se libraría aunque los matase a todos. También don Quijote las daba mayores, llamándolos alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón[83] y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía que se tratasen los andantes caballeros; y que si él hubiera recibido la orden de caballería, que él le diera a entender su alevosía:[84]

—Pero de vosotros, soez[85] y baja canalla, no hago caso alguno; tirad, llegad, venid y ofendedme en cuanto pudiéredes,[86] que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez[87] y demasía.[88]

Decía esto con tanto brío y denuedo,[89] que infundió un terrible temor en los que le acometían; y así por esto como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar, y él dejó retirar a los heridos y tornó a la vela de sus armas con la misma quietud y sosiego que primero.

No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar y darle la negra[90] orden de caballería luego,[91] antes que otra desgracia sucediese. Y, así, llegándose a él, se disculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna; pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole cómo ya le había dicho que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer tampoco era necesaria, que todo el toque de quedar armado caballero consistía en la pescozada[92] y en el espaldarazo,[93] según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer, y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más que él había estado más de cuatro.

Todo se lo creyó don Quijote, y dijo que él estaba allí pronto[94] para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese, porque si fuese otra vez acometido y se viese armado caballero, no pensaba dejar persona viva en el castillo, excepto aquellas que él le mandase, a quien por su respeto dejaría.

Advertido y medroso de esto el castellano, trajo luego[95] un libro donde asentaba[96] la paja y cebada que daba a los arrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con las dos ya dichas doncellas,[97] se vino adonde don Quijote estaba, al cual mandó hincar de rodillas; y, leyendo en su manual,[98] como que decía alguna devota oración, en mitad de la leyenda alzó la mano y diole sobre el cuello un buen golpe, y tras él, con su misma espada, un gentil[99] espaldarazo, siempre murmurando entre clientes, como que rezaba. Hecho esto, mandó a una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura y discreción, porque no fue menester[100] poca para no reventar de risa a cada punto de las ceremonias; pero las proezas que ya habían visto del novel caballero les tenía la risa a raya.

 

* * *

 

Hechas, pues, de galope y aprisa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quijote de verse a caballo y salir buscando las aventuras, y, ensillando luego a Rocinante, subió en él y, abrazando a su huésped, le dijo cosas tan extrañas,[101] agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar a referirlas. El ventero, por verle ya fuera de la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió a las suyas y, sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir en buena hora.

 

III
Segunda salida de don Quijote y
episodio de los molinos
(I-VII, 125-127, I-VIII, 128-131)

 

 

 

 

Ya armado caballero, henchido de gozo, don Quijote decide volver a su casa —siguiendo los consejos del ventero—, para proveerse de dineros y camisas, así como de un escudero.

En el camino oyó voces y creyó que la primera aventura de su recién estrenada vida caballeresca le salía al paso. Se trataba del joven pastor Andrés, a quien su amo, Juan Haldudo, mantenía atado a una encina mientras lo azotaba en castigo por descuidar el ganado y perder una de sus ovejas cada día. Don Quijote, que defendía la justicia y la libertad por encima de todo, consiguió que lo desatara y le prometiera el pago de la soldada que le adeudaba. Pero apenas don Quijote se pierde de vista, el amo lo apalea doblemente y así es burlado el afán de justicia del bueno de don Quijote.

Éste, que proseguía su camino por donde el rocín mostraba voluntad, creyóse envuelto en una nueva aventura, al encontrarse con unos mercaderes toledanos. Imaginándolos caballeros andantes, les dio el alto para que confesaran la singular hermosura de la sin par Dulcinea del Toboso.

Advirtiendo la locura de don Quijote, le pidieron que les mostrara a dicha señora, o al menos un retrato, para poder hacer tal confesión aunque fuera tuerta y fea. Don Quijote lo tomó como una blasfemia y, lanza en ristre, arremetió contra ellos; pero, en un tropiezo de Rocinante, cayó al suelo y, después de ser apaleado por un criado, lo dejaron, molido y maltrecho, tirado en el camino.

Lo recogió en su borrico un labrador de su pueblo que acertaba a pasar por allí y en el que don Quijote, con su imaginación caballeresca y trayendo a la memoria el Romancero y la novela morisca de El Avencerraje y la hermosa Jarifa, creyó ver, ya al marqués de Mantua, creyéndose él mismo Valdovinos, ya a don Rodrigo de Narváez, creyéndose el moro Avindarráez.

Llevado hasta el pueblo por su vecino, fue recibido en su casa por el ama, el barbero y el párroco del lugar, que estaban muy preocupados por su ausencia, maldiciendo los libros de caballerías.

A petición suya, cansado y completamente molido, lo llevaron a la cama, y el labrador les contó los disparates que le había dicho.

Mientras don Quijote descansaba en su lecho de las fatigas de la primera salida, sus allegados decidieron quemar los libros, origen de sus males, y tapiar la librería. Así, llevan a cabo un escrutinio —que no es otra cosa que un crítica literaria de Cervantes—, en el que sólo unos pocos se salvan de la condena y los más son arrojados a la hoguera, por estrafalarios y extravagantes, como indiscutibles culpables de la locura del hidalgo. Cuando, al cabo de dos días, se levantó don Quijote de la cama, al no encontrar el aposento donde se albergaban los libros, entendió que era obra del sabio encantador llamado Frestón, gran enemigo suyo.

Algún tiempo estuvo sosegado en casa; pero no le duró mucho la tranquilidad, pues en su ánimo estaba buscar escudero y otras prevenciones y salir de nuevo a los caminos en pos de aventuras.

 

Es, pues, el caso que él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos; en los cuales días pasó graciosísimos cuentos[102] con sus dos compadres el cura y el barbero, sobre que él decía que la cosa de que más necesidad tenía el mundo era de caballeros andantes y de que en él se resucitase la caballería andantesca. El cura algunas veces le contradecía y otras concedía, porque si no guardaba este artificio no iba a poder averiguarse[103] con él.

En este tiempo solicitó don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien —si es que este título se puede dar al que es pobre—, pero de muy poca sal en la mollera.[104] En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano[105] se determinó a salirse con él y servirle de escudero. Decíale entre otras cosas don Quijote que se dispusiese a ir con él de buena gana, porque tal vez[106] le podía suceder aventura que ganase, en quítame allá esas pajas, alguna ínsula,[107] y le dejase a él por gobernador de ella. Con estas promesas y otras tales, Sancho Panza,[108] que así se llamaba el labrador, dejó a su mujer e hijos y asentó por escudero de su vecino.

Dio luego don Quijote orden de buscar dineros, y, vendiendo una cosa y empeñando otra y malbaratándolas[109] todas, allegó[110] una razonable cantidad. Acomodóse asimismo de una rodela[111] que pidió prestada a un su amigo y, pertrechando[112] su rota celada lo mejor que pudo, avisó a su escudero Sancho del día y la hora en que pensaba ponerse en camino para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester. Sobre todo le encargó que llevase alforjas. Él dijo que sí llevaría y que asimismo pensaba llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba ducho en andar mucho a pie. En lo del asno reparó un poco don Quijote, imaginando si se le acordaba si algún caballero andante había traído escudero caballero asnalmente; pero nunca le vino alguno a la memoria; mas con todo esto determinó que le llevase, con presupuesto[113] de acomodarle[114] de más honrada caballería en cuanto hubiera ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase. Proveyóse de camisas y de las demás cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado; todo lo cual hecho y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche se salieron del lugar sin que persona los viese; en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían aunque los buscasen.[115]

Iba Sancho Panza sobre su jumento como un patriarca, con sus alforjas y su bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó don Quijote a tomar la misma derrota[116] y camino que él había tomado en su primer viaje, que fue por el campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasada, porque, por ser la hora de la mañana y herirles a soslayo,[117] los rayos del sol no les fatigaban.

 

* * *

 

En esto, descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como don Quijote los vio, dijo a su escudero:

—La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, o pocos más, desaforados[118] gigantes, con quienes pienso hacer batalla y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer, que ésta es buena[119] guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra.[120]

—¿Qué gigantes? —dijo Sancho Panza.

—Aquellos que allí ves —respondió su amo— de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas.

—Mire vuestra merced —respondió Sancho— que aquellos que allí se parecen[121] no son gigantes, sino molinos de viento y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que, volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino.[122]

—Bien parece —respondió don Quijote— que no estás cursado[123] en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla.

Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto[124] en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces altas:[125]

—Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete.

Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por don Quijote, dijo:

—Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo,[126] me lo habéis de pagar.

Y diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea,[127] pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre,[128] arremetió a todo el galope de Rocinante y embistió contra el primer molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle, a todo el correr de su asno, y cuando llegó halló que no se podía menear: tal fue el golpe que dio con él Rocinante.

—¡Válame Dios! —dijo Sancho—. ¿No le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza?

—Calla, amigo Sancho —respondió don Quijote—, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza; cuanto más, que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento y los libros ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo[129] han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada.[130]

—Dios lo haga como puede —respondió Sancho Panza.

Y, ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado[131] estaba. Y, hablando de la pasada aventura, siguieron el camino del Puerto Lápice,[132] porque allí decía don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero;[133] sino que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza.