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Guillermo Machuca

Alas de plomo

Ensayos sobre arte y violencia






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ISBN: 978-956-8415-15-0

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Santiago de Chile, abril 2008.

Prólogo

La tradición artística local ha sido escueta en relación a los temas derivados de la violencia o de los conflictos bélicos. Salvo dos excepciones históricas, nuestra tradición artística ha privilegiado un concepto retraído de la praxis estética. Esta situación se encuentra refrendada en una cantidad elocuente de temas pertenecientes a las figuraciones menores del arte; los objetos, el retrato y el paisaje han superado las fábulas de naturaleza épica en una porción importante de nuestra concentrada historia del arte.

Ahora bien, ¿cuáles serían esas dos excepciones? La primera, es posible ser rastreada en los inicios de la historia del arte local. Antonio Romera, definió este momento a partir de una figuración estética de tipo ilustrativa y conmemorativa. Se trató, en éste período, de resaltar los valores inmanentes a la consolidación de la República. Este relato épico, según el historiador español, constituyó una clave histórica centrada en la “exaltación” de una conciencia republicana acorde a la epopeya —o su copia local desfasada del modelo europeo— de tipo neoclásica (se sabe que dicha epopeya tuvo sus orígenes históricos en los modelos agenciados por la Revolución Francesa y su consecuente renovación a nivel republicano- estatal). La segunda, en cambio, es susceptible de ser renovada en las declamativas imágenes llevadas a cabo por el arte comprometido aparecido a fines de la década de los cincuenta y extensible a los cruentos años de la dictadura militar. Este discurso de naturaleza épico-ilustrativa ha resultado inquietantemente homólogo tanto a nivel conservador como progresista; se trata de una oposición paradójica, más cercana que distante, más empática que discordante. En rigor, se pueden reconocer entre éstas dos formas de relatos ciertas complicidades más evidentes de lo que las ideologías respectivas han resaltado desde un punto de vista interesado; esto se encuentra respaldado por el respeto ofrecido por ambos discursos respecto de determinados valores identitarios que han articulado la historia de Chile desde la República hasta los últimos años de la dictadura militar. A los discursos, conservadores y progresistas clásicos, los hermana una concepción grandilocuente de su historia.

Frente a estas dos excepciones, la historia del arte chileno —al menos la que se difunde en los diversos medios sociales,incluso universitarios— se ha caracterizado por fomentar una concepción del mismo, eximida de cualquier densidad que implique un compromiso ideativo-conceptual en relación a su recepción pública. El arte, para ésta forma de concepción estética, sólo ha servido de compensación sublimatoria en contradicción a los diversos estímulos proyectados por el discurso económico y político (el discurso político ha requerido del lenguaje estético sólo cuando se acomoda a sus exigencias representativas o ilustrativas); en este caso, la recepción estética se ha confundido con una especie de formalismo rayano en lo decorativo y expresivo. Esta ideología del “gusto” ha reducido la experiencia estética a sus aspectos formales y temáticos más retraídos; ha recusado de toda retórica visual que suponga una empatía con las ruidosas condiciones sociales y económicas emanadas por el contexto existente más allá de los límites del objeto artístico tradicional.

Desde Juan Francisco González en adelante, nuestra historia del arte no ha escatimado esfuerzos en destacar las bondades de un concepto de belleza de tipo sacerdotal. Más allá de los subyacentes rendimientos sociopolíticos derivados de la obra de González (considérese, al respecto, su influencia en la obra de José Balmes y Eugenio Dittborn), lo que ha quedado de su crítica a la pintura decimonónica ha sido una innegable recuperación de un concepto estético acorde a las cosmovisiones ideológicas más conservadoras (sostenidas en una localista versión de la “arte puro” o del “arte por el arte”). En este punto, y de manera contradictoria a esta ideología conservadora, el discurso estético progresista ha exhibido ejemplos históricos contundentes de una imperiosa proyección de esta clase de subjetividad estética (de clara impronta nerudiana) en dirección al cuerpo social y colectivo (donde el muralismo comprometido testimonia su huella histórica más ejemplar).

Sin embargo, existe otra clase de figuración en la historia del arte local. Emparentada a las anteriormente señaladas, su énfasis ideológico remite a una visión humanista y antropológica del sujeto americano. Su impronta ha sido innegablemente identitaria; convive con las diversas cosmovisiones continentales, tan caras al imaginario telúrico, desarrolladas por el pensamiento estético latinoamericano de raíz mágicosurrealista. Este tipo de existencialismo regional no ha sido despreciado por la ideología política de carácter progresista; ha coexistido con los procesos de modernización tecnológica implementados de manera heterogénea en las diversas zonas del continente. En el caso específico del arte chileno, la mezcla entre el individuo y la naturaleza, considerando las condiciones particulares del país, solo recientemente ha podido ser pensada de forma independiente al resto de las zonas vecinas premunidas de una consistente tradición precolombina y colonial. En Chile, el llamado “realismo mágico” no ha pasado de ser una sospechosa importación de ciertas estéticas europeas traducidas a la literatura y al arte latinoamericanos de impronta mimética respecto de una imagen centrípeta de las periferias calificadas de exóticas o primitivas. En cierto sentido, su reflejo americano vendría a erigirse como una especie de catarsis compensatoria, de una violencia originada en el primer mundo (todo realismo mágico que no sea europeo es por esencia sublimatorio).

El arte chileno realizado luego del golpe militar del año 1973, ha demostrado una conciencia crítica en relación a los contenidos épicos reconocibles tanto en el arte republicano primigenio como en el discurso estético comprometido; también respecto de una cierta concepción estética ligada a determinadas formas heredadas de la tradición idealista del arte, importadas del primer mundo. Esta conciencia ha sido refractaria a los idealismos provenientes de una imagen metropolitana de lo que idealmente debiera ser la realidad específica de la sociedad y la cultura periféricas. El arte crítico periférico generado en estos últimos años nos ha advertido acerca de las mitificaciones de una mirada centrina fundamentada en la buena o mala conciencia. Esta constatación implica una actitud de violencia activa y crítica. El arte y el discurso crítico chileno actual no podría dejar de considerar esta distancia crítica. Un arte crítico es coherente con la violencia experimentada en el cuerpo individual y colectivo. Esto no significa necesariamente una merma de los contenidos épicos concomitantes a la experiencia surgida del contexto individual y social. Todo lo contrario: podría implicar una renovación de una cierta épica contradictoria con un creciente vaciamiento ético y social perceptible en una porción importante del arte actual tanto local como internacional. El purismo modernista pareciera haber llegado a su consumación histórica; llegado a su límite ontológico, toda vuelta productiva sobre sus huellas o rastros mnemotécnicos no podría evocar más que la ironía complaciente de una mirada estética debilitada respecto del original. Sin embargo, el arte chileno se encuentra ajeno a esta forma de irreverencia histórica. Aunque no se encuentre del todo eximido (siempre persiste el asunto de la copia), su síntoma lo encontramos en una clase de estética postvanguardista devenida en mero formalismo; en este caso, la pureza de las operaciones formales ha terminado por eclipsar la necesidad de un sentido utópico (la proclamada muerte del sentido no implica palmariamente el deseo incesante de su búsqueda; sólo se requiere —como insistió Barthes— desplazarlo o dejarlo para después).

En contraposición a este renovado formalismo (o academicismo) del arte postvanguardista, determinada producción estética desarrollada en estos últimos años en Chile ha dado pruebas inequívocas de una conexión entre los procesos críticos inmanentes al arte luego de la crisis de las estéticas tradicionales y su vinculación con el contexto económico, social y cultural presente en las sociedades planetarias del presente siglo. Se trata de un arte abierto a los temas de la memoria individual y colectiva; también los referidos a sus implicancias locales y globales. Las relaciones actuales entre Chile y el mundo ¿podrían dejar de ser concebidas ajenas a toda sensación de desarraigo, es decir, de violencia? La nueva ubicación del país a nivel global ¿no implica su evaporación —tan leve como violenta— acorde a la atrofia de las localidades a nivel mundial?

Pese a la diversidad proyectada por la complejidad de estas relaciones, esta producción pareciera oponerse a todo imperativo de carácter trascendentalmente puritano; reniega de cualquier formalismo que resalte la pureza de los medios por sobre la crudeza del objeto denotado o connotado; en síntesis, privilegia la crudeza imaginaria de los hechos por sobre las mediaciones retraídas de las formas o de los juegos deudores de la estética clásica o modernista. En Chile, los formalismos a nivel estético nunca han sido decisivos a la hora de determinar las características culturales del país. Adolecen de una falta de frontalidad y crudeza propia de una sociedad y cultura carente de tradición monumental y abierta a los estímulos de una realidad permeable a los influjos constantes desplegados por el contexto internacional. Las obras de Juan Pablo Langlois, Patrick Hamilton, Gonzalo Díaz, Eugenio Téllez, Claudio Correa y Andrea Goic, seleccionadas en Juegos de Guerra, participan de una necesaria estética de la frontalidad, implementada en conciencia respecto de las mediaciones específicas del arte; reafirman que la crudeza del discurso estético requiere de una vuelta imperativa a los desacreditados poderes de lo objetivo y referencial; la severidad de lo real supone su mediación. La crudeza en materias estéticas oscila entre el objeto y su mediación. Toda mirada periférica es objetiva (nítida y perfilada) y turbia a la vez.