Este libro emana del trabajo de investigación realizado en el marco del proyecto Fondecyt Nº 1110385

«Representación fotográfica e imaginarios visuales en Chile: 1840-2000».



ISBN: 978-956-8415-48-8


Registro de la Propiedad Intelectual Nº 216.946

Imagen de portada: Retrato de Sergio Larraín, Luis Poirot, Ovalle, 1998.

Diagramación y corrección de estilo: Antonio Leiva

Diseño de portada: Carola Undurraga


Impreso por Salesianos Impresores S.A.


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Santiago de Chile, junio de 2012



Gonzalo Leiva Quijada

Sergio Larraín

Biografía / estética / fotografía


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Introducción



«La mirada de Larraín: un espejo arborescente».

Roberto Bolaño


Un verdadero enigma se disipa en medio de los cerros al interior de Ovalle. Al pie del majestuoso cordón cordillerano de los Andes, al final de una huella rutera, aparece Tulahuén. En este, uno de los últimos villorrios antes del portento andino, en un callejón ciego, encontramos la sencilla morada de una leyenda, un chileno reconocido y admirado en lejanos países que, desde la paz y la fuerza reparadora de la meditación, miró deslizarse los meandros de vida tal como el agua del riachuelo cercano: sin premuras ni aflicciones.

Con sencilla ropa y una tímida sonrisa nos invita a pasar a su espacio de intimidad. Tras unos instantes en que la formalidad cede lugar a la confianza, las observaciones agudas van dando paso al diálogo sobre las grandes verdades que le conmovían: huella lumínica, paz interior, quietud del alma. Son estas sensibles conquistas las que vigilaba con celo. Y es que tras años de búsqueda espiritual, él se cuidaba de no contaminar con falsas expectativas estos inmejorables frutos, trascendentes logros de un estado con marcados desprendimientos y arduos trabajos de exégesis y contemplación. Cuando no de dolor e incluso temor entre sus cercanos.

En esta suerte de abandono del mundo, teniendo como marco telúrico un territorio tan arrebatadoramente bello como árido, quedan sus propuestas vitales, abiertas al fragor del viento y a la luz del entendimiento. Lejanos quedaron ya sus posiciones estéticas, sus juicios iniciales sobre la imagen fotográfica, que tantas inquietudes provocaron y que aún siguen dando que hablar, pues se ubican en el centro de la «recta fotografía», fotografía de conquista y emancipación de la mirada.Y aunque lejano se encuentra el tiempo en que se enunciaron, aún se escuchan sus ecos: «Es en mi interior que busco las fotografías cuando con la cámara en la mano paseo la vista por fuera. Puedo solidificar ese mundo de fantasmas cuando encuentro algo que tiene resonancia en mí».2

De este modo, el murmullo interior posibilitó las «imágenes mágicas» de Larraín: silenciosas apariciones plasmadas de poesía, y es que sus fotografías logran traspasar los correlatos exteriores con los de su interioridad, provocando acosos y transfiguraciones de los referentes. ¿Acaso es posible realizar esta unión cognitiva sin ser tildado de modernista?, ¿es practicable mantener la originalidad de la mirada prístina?, ¿es posible un cauce exultante del ojo poético como ejercicio de límites?

Hoy miramos al interior del fuego, descifrando los motivos que organizan la percepción del maestro fotógrafo. Claramente «solidificar fantasmas» es una contradicción, pero sabemos que el demiurgo supera antinomias y contradicciones con su producción creativa. La recta fotografía requirió intuición y osadía.

Ahora, el solo restañar de las llamas nos reencauza. Pues ¿qué restaura nuestra imaginación al recurrir a las imágenes arborescentes de Larraín?, ¿solo ilusiones pasajeras?, ¿por qué la constante de sus sombras invisibles y fantasmales en sus imágenes fotográficas?

El fuego es arborescente, atiza nuestra mente con su incandescencia y su frágil forma translúcida y se instala al medio de la contemplación de sus instantáneas.

Así, las imágenes construidas por Sergio Larraín en su período de fotógrafo intuitivo se formulan en un gran ceremonial iniciático. Al centro de su producción visual está el fuego en que rituales sagrados elevan los misterios desde el interior del creador hacia el exterior: al conocimiento y goce de todos. Así, el fuego elevado constituye un discurso ardiente que desencadena en nosotros una observación hipnótica.Es justamente en la seducción del fuego donde encontramos la grandeza de su esfuerzo, al mismo tiempo que su autodestrucción. Así, nuestras fantasías chocan con la belleza encarnada en las ígneas imágenes que irradian calor, antorchas que se encienden pero que al asomar la aurora se consumen en cenizas.

La inflamación densa del centro del fuego expira por combustión, energía de vida que se va degradando hasta extinguirse. Una metáfora perfecta, como los fantasmas del imaginario subjetivo de Larraín, concentrando en sí los goznes que unen la vida y la muerte, ideario de la intuición del fotógrafo que pone en acción valores del inconsciente para mantener en las cenizas y al abrigo el fuego del mañana.

La subjetividad interior recoge los ecos de una tensión desplazada que se va posando sobre esos fantasmas transformados en íconos. Es la acción de la cámara en la mano y en particular el gesto del dedo al obturar los que hacen la solemne señal del acto fotográfico más preciado. Definitivamente, la mayor afirmación fotográfica en Sergio Larraín no se hace con la mirada. Es un acto li­túrgico del cuerpo completo donde la percepción y especialmente el brazo y el dedo que captura son ejes que establecen una nueva epistemología: construcción patente de la realidad desde la reverberación interior que se ubica en los límites corporales de las manos. El rectángulo es el espacio de creación; el instrumento medial la cámara; el gesto es acción kinésica del cuerpo tensado, activo.

El resultado son sus imágenes en exposiciones, libros, reportajes en revistas, la emergencia epifánica de las visiones, a modo de expresiones gráficas patentes que transfieren realidad convertida desde las llamas restauradoras.

El creador fotográfico convoca como un mago los torrentes de locuciones visuales, dando un sentido vital y afectivo, entregando fuerzas al mundo que construye. Con un gesto direccionado, el fotógrafo Sergio Larraín, creador de temporalidades personales, toma la cámara y busca los fantasmas aludidos. De una manera constante, sus clichés van mostrando en guiños pequeños la diversidad de estelas que los espectros dejan. Con estos seres luminosos y anónimos va poblando un imaginario desconcertante, con ángulos y escorzos inéditos, sin muestras de arrebatos apasionados de la mirada, pues son juegos simbólicos, alterados. Los fantasmas se ubican en los rayos de luz. Subjetividad poblada de espectros lumínicos que mantienen la hoguera imaginativa.

De un modo paradojal, no podemos olvidar que por este gesto caprichoso del dedo fotográfico se mediatiza una tecnología industrial. Flusser, con bastante atingencia, explicita que las tecnologías como la fotográfica están destinadas a cambiar la visión del mundo.He aquí como el trabajo de Larraín aporta con nuevas superficies simbólicas a la mirada transformadora y revolucionaria del entendimiento medial de la realidad.

Los fantasmas, sus íconos y resonancias subjetivas, afloran multiplicándose. En este sentido, el imaginario de Sergio Larraín instala un original trabajo metodológico en la disciplina fotográfica chilena y latinoamericana. Hay muchos aspectos intuitivos en su camino visual, pero también reconocemos reservorios culturales recogidos desde frentes distintos y de los cuales hablaremos en este libro: familia, viajes, oportunidades, formaciones, iluminaciones interiores.

Así, este proyecto editorial pretende argumentar desde una matriz biográfica, con análisis semiológicos e iconográficos del corpus de su producción fotográfica.

Las imágenes de Larraín son un dispositivo de captura que va reunificando y fraguando posiblemente su aporte más certero: auténtica expurgación fotográfica. Quizás está aquí la base estética que tanto impacta en las fotografías de Sergio Larraín: transparencia formal y honestidad expuesta.

No es la quietud de la sonrisa de una mujer o el gesto reparador de los niños jugando; en todas sus fotografías hay un desasosiego, intranquilidad, zonas brumosas, espacios abiertos, incluso en sus no lugares: calles, estaciones, restaurantes, etc. Así, las fotografías de Larraín, no importando el contenido transmitido en Chiloé, Londres, París o Sicilia, observan un patrón poético con seres melancólicos, acongojados, a la deriva. Todas muestras humanas impertérritas ante un pronto naufragio.

No obstante el proceso depurativo en la argumentación visual de Larraín, se levantan numerosas hipótesis sobre su trabajo, en particular cuando alcanzó un grado canónico en el reconocimiento fotográfico mundial, que para un latinoamericano es un mérito doble dada la periferia donde se transita.

En el intento de querer delimitar la posición del nuevo conocimiento instaurado por Sergio Larraín con sus imágenes, le reconocemos una veta como emisario de la tierra y del silencio, pues sus rituales, hechos desde el artificio tecnológico, muestran realidades yuxtapuestas con poéticas visiones sensibles en mundos inestables, la mayor de las veces evanescentes.

La mitología más atrevida de Larraín, su gesto fotográfico más ampuloso como exiguo en recursos visuales, fue la mirada del encuadre incorrecto, el corte oblicuo que busca establecer asociaciones inconclusas, sabiendo que se va desbaratando un cosmos por la instauración de otro.

Así pues, Sergio Larraín buscó afirmar su camino en medio de las contingencias para, desde ellas, en un juego constante de presencias y ausencias, construir un mapa estratégico y liberador del espíritu. Al modo de Walter Benjamin, su propuesta es una liberación a todo punto de vista que encapsule, oprima o reduzca las iluminaciones a simples certezas comprensivas.5

¿Qué queda después de este gesto comprometido con la autentificación visual en un país periférico, en realidades tan alejadas de las categorías estéticas?

Las certidumbres y confianzas que da un cielo estrellado como testigo, la atmósfera diáfana y la tierra protectora como tutelas testimoniales de un «ya fue». Así, lo evanescente de la huella lumínica que en algún momento la imagen fotográfica registró, se va disolviendo al momento de volver a contemplar el mundo, la realidad referencial, exterioridad opaca tras esa sacudida de sentidos. Sergio Larraín es un interrogador desde su origen familiar, nacido en las coyunturas históricas de 1931. Significativamente, este es también el año del estreno de Luces de la ciudad, película de Chaplin que habla de la ceguera humana y las bondades del corazón. Un paralelo sincrónico que es asediado por las ideologías históricas de la época, totalitarismos que negaban las tramas de vida individual, los caminos propios. Solo los artistas con sensibilidad enunciaban un nuevo porvenir.

En fecha reciente, los rumores del viento y la cordillera indicaron que el maestro Larraín emprendía un nuevo viaje. Las sensaciones son corroboradas por medio de la prensa: se confirmaba la noticia de su fallecimiento el 7 de febrero de 2012, a los ochenta y un años, en su tierra de adopción.

Tras su muerte se abre en Chile y Latinoamérica un interés general por descubrir a este especial fotógrafo. La información se concentra a raudales en su vida privada, en su opción de alejarse del «mundanal ruido», y entonces se exponen verdades a medias, rumores inciertos; en fin, se banalizan los denuedos de vida y se olvidan los contextos en que surgen estas decisiones.

Lo cierto es que quedan numerosos hilos dispersos de un enigmático laberinto humano. Sergio Larraín construyó su singular vida mirándola desde ángulos originales. No obstante, fuentes diversas, amigos de rutas, familia y en particular reportajes y fotografías, tratan de explicar procesos vitales profundamente anclados en su quehacer y legado visual.

Al momento de enterrar el cuerpo de Sergio Larraín, los fotógrafos chilenos le rinden un sencillo y emocionante tributo. El maestro resplandecía en su silencio con su cuerpo descansando en la tierra de acogida.

El laberinto del misterio humano con Sergio Larraín abría sus puertas para tratar de entender, empatizar con una vida que intentó conservar un espacio propio hasta la vejez. Los escenarios visuales construidos con sus fotografías pre y post Magnum pugnaban por darle conmovedor contenido a sus motivaciones e imaginarios. Como un héroe silencioso, el maestro de yoga Sergio Larraín y su producción fotográfica refulgen para abrirse a los misterios de la inconmensurable luz.

Sean los perfiles esbozados en este texto los hilos de Ariadna: llaves para comprender los misterios vitales y los sentidos de una obra que se atrevió poéticamente a transitar entre artificios de todo tipo.

Nos ha legado múltiples destellos, espejos con luz arborescente, incandescente, irradiada, siempre en ascenso, vertical.

En el sentido de las formulaciones de José Falconi, Techniques for Leaving an Apartment, The Extraordinary Ordinariness of Jorge Mario Múneras Photography. Portraits of an Invisible Country. Harvard University Press, 2010.

Sergio Larraín. El rectángulo en la mano. «Cuadernos Brasileños», mayo 1963, p. 9.

Gastón Bachelard. Psicoanálisis del fuego. Editorial Paidós, Buenos Aires, 1992, p. 14.

Vilém Flusser. El acto fotográfico. Hacia una filosofía de la fotografía. Editorial Trillas, México D.F., 1990.

Walter Benjamin. El surrealismo, la última instantánea de la intelectualidad europea. Editorial Taurus, Madrid, 1980.