portada

A mis hijos, María y Francesc.

A Rosamaría.

A Marina Piferrer, cómplice de este libro y de una travesura que no salió bien.

Presentación

Las simientes que han hecho nacer las maravillosas historias que tenéis delante son fruto de un mago, de un escritor que se llama Joles Sennell. Joles Sennell ha esparcido por el cielo de la fantasía toda clase de simientes: humor, ternura, poesía y amor. Todo esto y más encontraréis en los diferentes relatos que componen EL BOSQUE ENCANTADO.

EL BOSQUE ENCANTADO se divide en cuatro partes, cada una bien definida.

La primera, «Un viejo mago bonachón y despistado» nos lleva con humor al nacimiento del bosque.

La segunda, son «Las historias de los árboles», donde la ternura, la poesía y el amor nos hacen pensar en ese bosque maravilloso que todos hemos soñado alguna vez.

En la tercera, «El mendigo y el dragón», el escritor se vuelca con toda su agilidad narrativa y nos sumerge en un mar de imaginación y de aventuras.

En la cuarta y última, «La raya del horizonte», Joles Sennell va recogiendo los pequeños y sutiles hilos de araña que ha dejado colgando de las historias precedentes y, atándolos entre sí, nos lleva a la conclusión adecuada de un libro pensado y estructurado coherentemente y maravillosamente escrito.

Particularmente, me siento muy feliz de ser la puerta que se os abre a la lectura de este libro, y más aún si tenéis en cuenta que he sido cómplice de una pequeña travesura que hizo Joles Sennell al presentarlo al premio «Folch i Torres» con mi nombre. Os puedo asegurar que fue muy emocionante, en una noche tan especial como es la de los premios de Santa Llúcia, oír por los altavoces en las distintas votaciones, mencionar el nombre de este libro, EL BOSQUE ENCANTADO unido a mi nombre. No, no, yo no gané el premio, «no soy muy conocida», pero… ¿sabéis quién lo ganó?, pues otro libro que se titula Las aventuras de Pantacracio Jinjolaina, escrito, no faltaría más, por Joles Sennell y él sí que es muy, muy conocido.

MARINA PIFERRER.


PRIMERA PARTE

Un viejo mago bonachón y despistado

El bosque encantado no es como los demás bosques: es un bosque encantado.

Tampoco nació como los demás bosques, con semillas llegadas a caballo del viento, después de la lluvia, y que al caer sobre la tierra, mojada y esponjada por el goterín goterón, fueron germinando poco a poco bajo el sol y el fresco y húmedo lametón de la noche. No.

El bosque encantado fue plantado por un mago distraído, viejo y bonachón, que un día, allá, muy lejos, en el reino de un rey preocupado por las guerras y los tributos, se equivocó sin saber cómo de encantamiento y en vez de curar unas feas verrugas peludas que habían brotado en la barbilla de la única hija del rey, la convirtió en una oca de charca.

El rey se enfadó hasta salirse de sus casillas: la oca que era una princesa, o mejor dicho, la princesa que era una oca, destrozó el augusto jardín real buscando caracolitos y otros bichillos entre las flores de los bancales y los parterres.

Además, se presentaba de pronto en las reuniones ministeriales y ¡cuac! ¡cuac! ¡cuac! ¡cuac! en todo quería meter baza: no había ni un solo ministro al que no se le escapara la risa por debajo del bigote. Tanto y tanto se reían los ministros que, a partir de entonces, no hubo ninguno que hiciera las cosas bien, ni un trabajo como es debido, ni un discurso completo.

El rey quiso desterrar a la oca, pero la reina lo amenazó con el dedo más largo de la mano derecha y con todos los dedos juntos de la mano izquierda. Y como el rey tuvo que renunciar a que la oca fuera a mover la cola en el extranjero, desahogó su malhumor y su ira enviando al mago despistado, viejo y bonachón, al desierto más desierto que había en aquella parte del mundo. El mago, que se sabía culpable del descalabro de la oca, aceptó resignadamente el designio real y cogió los bártulos, las maletas, los fardeles y una mula muy vieja que tenía, y se despidió de toda la corte menos del rey y de la oca que, en cuanto lo veía, empezaba a saltar y a agitar las alas como si le hubieran prendido fuego en la cola y embadurnado de pimienta el pico.

El viejo mago despistado y bonachón, llegó a la entrada del desierto y, a caballo de la mula vieja, recorrió muchísimas leguas de arena. Y si no recorrió más fue porque llegó un momento en que la mula se plantó como queriendo decir: de aquí no me muevo. Y no se movió.

Entonces el mago levantó una cabaña justo en aquel lugar, llamó a una cigüeña para que llamara al viento, para que le trajera un poco de niebla que le hiciera sombra y vertiera un chorrito de agua cada mañana.

Pero se equivocó y llamó a un cuervo, el cual llamó la tramuntana, la cual le trajo una nube de tormenta que cada tarde le descargaba una tormenta de padre y muy señor mío y un poco más de propina.

Y también entonces se conformó el mago viejecito y medio chalado. Cuando caía el pedrisco se tapaba la cabeza con las dos manos y silbaba una canción que había aprendido cuando era joven y que decía así:

Los anises que me das,
no los quiero, no los quiero;
los anises que me das,
no los quiero que me muero,
no los quiero ni catar
.

Cuando el pedrisco había pasado, el mago dejaba de cantar y se quitaba las manos de la cabeza para contarse las moraduras. Después recogía las bolitas de hielo en una olla y se sentaba a la puerta de su cabaña a esperar a que se fundieran y se convirtieran en agua fresca, clara, limpia y transparente y se bebía un laaaaaaaaaargo trago. Con el agua que le sobraba lavaba sus platos, su ropa, sus manos, sus orejas, sus dientes y todo lo que estuviera sucio. Después cavaba un hoyito cerca de la cabaña y sacudía en él el polvo de sus alpargatas, echaba encima el agua sucia y se iba a dormir. Al día siguiente, muy de mañana, en el hoyo había nacido una seta, una hierba, una planta, una flor, un matojo, un arbusto o un árbol.

Al cabo de un año, en medio del desierto, había un ombligo de verdor y de árboles.

Al cabo de otro año, el jardín del mago era espeso como la oscuridad y prieto como las cerdas de un cepillo. Pero cada atardecer el mago seguía haciendo un hoyo en la tierra, sacudía en él sus alpargatas y echaba encima el agua de la olla.

Al cabo de otro año, el bosque del mago era redondo como la luna, pero más ancho que el sol.

Al cabo de otro año, el mago tenía que andar media noche para poder hacer un hoyo un poco más allá del último árbol y andar la otra media noche para volver a la cabaña.

Al cabo de quién sabe cuántos años, el mago no paraba: andaba toda la noche para hacer el hoyo más allá del último árbol y andaba todo el día para volver a su cabaña.

Sólo entonces dejó de hacer hoyos, de sacudir alpargatas y de vaciar ollas de agua sucia.

La nube de la tormenta se cansó de soltar pedrisco y se fue muy lejos, hasta donde la tramuntana quiso empujarla.

El cuervo, por el contrario, quiso quedarse en el bosque: buscó pareja y cada año criaba a los hijos que le llegaban, en un nido que se había hecho en el alero del tejado de la cabaña, porque al cuervo no le gustaba demasiado anidar en los árboles.

Entretanto, el bosque había ido invadiendo el desierto, y lo que antes era arena y más arena, ahora era hojas y más hojas.

Había árboles de todas clases, plantas de mil familias, matojos de mil formas y flores de mil colores.

Había árboles conocidos y otros que eran extraños y misteriosos y nadie los conocía ni sabía su nombre. Ni siquiera el mago sabía de qué clase eran algunos de los árboles de su bosque, y si lo había sabido en algún tiempo, cuando aún era joven y tenía la memoria más larga que el horizonte, ahora ya lo había olvidado y no se preocupaba por ello.

Y llegó un día en que el viejo mago se murió. Aquello era algo que él ya veía venir: primero fue la mula, rejuveneció de pronto y le salieron rayas como a las cebras, después se engurruñó como un caballito de mar, con la cola retorcida y el morro arremangado. Por fin cerró un ojo y después el otro.

El mago lanzó un suspiró y se secó una lágrima, cavó un pozo en medio de la cabaña y enterró en él a la mula.

Ahora le tocaba a él porque tenía tantos años que ya había perdido la cuenta, y la barba le había crecido de tal modo que se la pisaba a cada paso que daba.

Pero antes de morir le volvió la memoria y de pronto se acordó de todo lo que había aprendido durante su larga vida: recordó los nombres de los árboles desconocidos, de los hechizos y de los años que hacía que andaba por el mundo.

«Ahora sí que me tocará pronto», se dijo el mago.

Pero aún quedaba pendiente el asunto de la oca.

Lo meditó mucho y muy despacio.