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¡ No te rindas,
Orestes!

Jesús Ballaz


Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

1

Orestes encontró a su hermana haciendo las maletas y con la radio a toda pastilla para no oír los boleros de su abuela, que permanecía en la habitación de al lado ajena a la tragedia que se avecinaba. La chica se movía frenéticamente.

–¡Me voy! ¡No aguanto más! -dijo apretando los labios.

Tenía un aire resuelto. No obstante, había algo de afectado en sus gesticulaciones.

–Pero, Cari… –lloriqueó Orestes, el pequeño de los Murga, que no acababa de ver los motivos reales de su desesperación.

Él idolatraba a su hermana, que ya tenía diecinueve años y que había comenzado a ir a la Universidad. Era la única con la que se sentía a gusto en una casa donde todos gritaban para no escuchar.

–Pipiolo –se le escapó a Cari cariñosamente–, a veces hay que tomar decisiones duras.

–¿Dónde vas a vivir? –preguntó el chico, con cierto tartamudeo que mostraba inseguridad.

–No lo sé.

–¿No será que te has echado novio?

–¿Tú qué sabes de esas cosas? –rio–. Ahora ya no tendré que aguantar cada noche tus rollos pelmazos sobre el vuelo de las cometas y otras lindezas.

Cari Murga, en el fondo, disimulaba su alegría por empezar aquella aventura y el despecho que traslucía era algo teatral. Aunque sobre las olas de sus oscuros ojos navegaba el iceberg de alguna seria preocupación, la mayor de los Murga no se asemejaba a su dubitativo padre, sino que decidía con entereza después de sopesar bien las consecuencias de sus acciones.

Orestes, que adivinó la inamovible decisión de su hermana, la miró con cierto odio porque vislumbraba que el más perjudicado sería él. Se sentía demasiado identificado con ella para que no le doliera. De golpe le cruzó por la mente con fugaz clarividencia lo que sería su vida a partir de ese momento: Pedro soplando el saxo, la abuela tarareando sus nostálgicos boleros, su madre de culebrón en culebrón o con Remedios y sus amigas en la cafetería El Álamo y, al fondo, inalcanzable, su padre siempre ausente. Se sintió perdido. Cari era la única persona de su casa con la que podía hablar. ¿A quién contaría sus cosas a partir de ahora?

–¡Te vas y me dejas solo! –exclamó Orestes en el último intento de retenerla, desesperadamente.

–Te quedas con los papás y con…

–Has decidido lo que te ha dado la gana sin pensar en mí. Me habías prometido que, fueras a donde fueras, siempre me llevarías contigo.

–Eso es una tontería. No eres mayor de edad para marcharte de casa.

–O sea que me habías engañado.

–¡No, no, Orestes! ¡No es eso! Tienes que entenderlo.

Orestes era uno de esos chicos despiertos, aunque algo introvertidos, para quien el acontecimiento más inocente tomaba las dimensiones de una tragedia.

–Si te vas, me callaré y ya no volveré a hablar. ¡Me has traicionado! ¡Ya no puedo fiarme de nadie!

Cari titubeó un momento. Conocía de sobras lo porfiado y terco que era su hermano pequeño. Mas no podía volverse atrás por un chaval que aún no había cumplido once años. Siguió un forcejeo de miradas. Al final rodaron desoladas lágrimas por las pálidas mejillas del chico. Cari, ya universitaria, no iba a cambiar sus planes porque su hermanito la amenazara con callar, si no se había amilanado ni cuando éste la amenazó con contar a sus padres que una noche la había visto un poco bebida. Pero el niño daba miedo. Cuando le contrariaban, sus ojos adquirían un brillo de locura. Cari se acordó de aquella vez en que, por conseguir una nueva cometa que le había prometido su padre, se hizo un corte en un dedo.

Se produjo un silencio, pero no tuvo la menor vacilación. La chica acabó de colocar en su maleta la pasta de dientes y un espejito. Orestes, al ver que sólo conseguiría enemistarse con su hermana, intentó otra jugada:

–Quiero que me prometas una cosa.

–Si puedo hacerlo y no te perjudica…

–¡Júrame que no contarás a nadie, ni a mamá, lo que te voy a decir!

Cari dudó. Lo miró con ternura y lo abrazó.

–¡Júramelo! –insistió él.

–¡Lo juro!

–A partir de hoy voy a callar como un muerto. ¡Hasta que vuelvas! Tú me condenas al silencio, pero no dirás a nadie por qué callo. ¡No se lo dirás ni a mamá, que no parará de preguntarte!

–¿Que no hablarás? Eso no se puede cumplir. Nadie es capaz de vivir callado. Tú serás el primero en romper tu propósito.

–¡Me lo has jurado!

–Te prometo que de esta boca no saldrá ningún chivatazo. ¡Ni siquiera a mamá! –dijo su hermana.

Orestes, que no entendía las razones por las que su hermana se iba de casa, no dudó de que ella cumpliría su promesa y suavizó la dura expresión de su rostro.

La despedida entre los dos hubiera sido menos violenta y aún más entrañable, si su madre no hubiera irrumpido en aquel momento.

–¿Ya se lo has dicho? ¿Qué va a hacer ahora tu hermano?

Cari no le respondió; dio un sonoro beso a Orestes y le cuchicheó al oído:

–Por si necesitas algo o por si un día estás muy desesperado, grábate en la memoria este número de teléfono: 00 040 001. Pero no lo escribas, no sea que alguien lo vea. No quiero que nadie sepa adónde voy. ¿Puedo confiar en ti?

El chico le contestó con una mirada de agradecimiento. Esa complicidad firmada con estas confidencias reforzaba el acuerdo de que no se romperían todos los puentes entre los dos hermanos.

Marisa Plana, la madre, no podía ni imaginarse que en aquel momento su hijo pequeño sellaba la más absurda promesa que pudiera imaginar: ¡una huelga de palabras! Tampoco podía sospechar entonces hasta qué punto iba a quedar vacía aquella casa con la ausencia de su hija mayor y con el impenetrable mutismo del pequeño. Aquellas alegres voces ya no la rescatarían de sus miedos y de la soledad. Era como si, al marcharse Cari, hubiera faltado de repente el equilibrio.

La vivienda en la que habían venido al mundo Orestes Murga y sus dos hermanos tenía tres plantas y un semisótano que daba a un pequeño patio trasero. La arquitectura de gruesas paredes evocaba un nido de silencio y de sosiego. Pero no era así. Al contrario, aquella casa estaba llena de voces, de músicas y de gritos…

Por las cuatro arcadas del ático brotaban a menudo, como un torrente, las notas de un saxo de vibrar fosforescente. Aquél era quizás el único instrumento que emitía sonidos heterodoxos en aquella ciudad sosegada sobre la que pendía, como un pasado demasiado abrumador, el castillo que se veía en el centro. Molis era una pequeña ciudad industrial de menos de doscientos mil habitantes, entre obreros, funcionarios, comerciantes, empleados del ferrocarril y gentes sin oficio… Cesaron las notas atropelladas y vibrantes, y asomó por uno de los arcos un muchacho desgarbado de unos dieciséis años. Era Pedro Murga. De él decía su madre, siempre inclinada a grandezas, que iba para genio del jazz, como poco antes había ido para monstruo de la pintura, y aun antes para atleta. Su abuela creía más bien que era un lunático a quien le habría ido mejor si hubiera nacido coyote para aullar a las estrellas. Por su reacción, nadie hubiera adivinado si se alegraba de la marcha de su hermana o lo lamentaba.

El saxo era el arma que Pedro empuñaba para conquistar su propio territorio, el ático, adonde nadie subía ni para pasar la escoba. De no haber tenido tal arma, se hubiera visto invadido no sólo por su madre sino también por su abuela Teresa, como le había pasado a Cari. Desde allí se dominaba la ciudad y, al fondo, tras la mancha verde de los castaños, se adivinaban las grises murallas del misterioso y medio derruido castillo al que los habitantes de Molis miraban con una mezcla de envidia, orgullo y desdén, y que nadie había logrado rescatar de la desidia en la que lo tenía hundido doña Engracia, su orgullosa y enigmática dueña.

Teresa, cuyo mayor trauma había sido retirarse de la lavandería, vivía ahora un tanto achacosa en su habitación y en un gran cuarto de estar del segundo piso, acompañada por su cadena musical desbordante de boleros.

A medida que iba envejeciendo, la invadía el miedo a la peligrosa banda de Saltodemata, y la añoranza de los dos años que estuvo en Puerto Rico y de un novio bailarín que tuvo allí, de quien le quedó el gusto por esa música. ¡A ella sí que le dolió la ausencia de su nieta!

En la habitación contigua a la de la abuela había dormido Cari hasta que se marchó. Y, si la hubieran dejado, allí hubiera estudiado psicología para entender por qué diablos gritaban tanto todos los miembros de su familia. Lo de su proclamada afición al teatro era algo circunstancial que se había inventado para salir por la noche.

Orestes miraba el patio de su casa con perplejidad. Sin Cari, era como si el mundo hubiera empequeñecido hasta caber en el recinto de aquellas tapias. En sus ojos galopaban, asustados, alados caballos… En medio del pequeño jardín, había una rueda de molino que cubría con su enorme peso el pasado. Bajo ella se abría un agujero por el que se colaba el agua de la lluvia y por donde entraban a montones, sin que se llenara nunca, las hojas secas del laurel que caían al suelo. Todo se lo tragaba un monstruo que allí habitaba, según le había contado la abuela desde pequeño. Y él, a partir de aquel atardecer tan triste, cada vez se sentiría más inclinado a pensar que lo del monstruo era verdad. Con el tiempo, al crecer el silencio, llegaría incluso a oírlo.

2

Si Matías Murga trabajaba tanto y si, en cuanto llegaba a casa, se dedicaba a su segundo empleo –la empresa EuroTrans que él mismo había creado en compañía de su socio Amando Garrido–, era para que su mujer no le destrozara los nervios. Eso decía él. Pero quien le conociera podía sospechar que era porque no sabía hacer otra cosa que trabajar. Esa deserción paterna obligó a Orestes a resistir solo el acoso de su madre, que quería despertar en él a toda costa el eco dormido de las palabras. Sus preocupaciones no le permitieron entender a tiempo lo que realmente le ocurría a su hijo pequeño.

–¡Es tremendo! Cuando sea mayor, este niño será amnésico perdido, porque no tendrá ni una sola travesura que recordar –se lamentaba Matías, sin sospechar la trascendencia de lo que acontecía.

Pero para cuando quiso preguntarse qué le pasaba a su hijo, éste ya no hablaba. Y no es que fuera mudo, ¡qué va! Había aprendido a hablar tan bien que a los tres años ya construía frases como si supiera sintaxis, y su mirada siempre había tenido el brillo de la inteligencia.

Para Marisa Plana, delirante desgarradora de silencios, el hecho de que su hijo no hablara era el peor drama del mundo. ¿Cómo había de entender ella, que no callaba, que se podía vivir sin parlotear? Cuando constató que Orestes no sólo no soltaba prenda sino que realmente había enmudecido, corrió a la escuela.

–No, aquí tampoco habla –le confirmó tajante la maestra.

–¿Y no se relaciona con nadie?

–Sí, con Ricardo.

–¿Y qué tal es ese niño? ¿Ya deja hablar?

–Es sordomudo y autista.

Marisa quedó consternada.

–Y si no habla, ¿qué hace en clase?

–En clase es fenomenal, atiende y escribe: lo que debe hacer. Afortunadamente, no es mudo de bolígrafo.

La franqueza de la maestra desarmó a Marisa, quien se vio impulsada a contarle con todo detalle la infancia feliz de sus hijos. Aquélla, sin embargo, la miraba con inocente morisqueta, sabedora de que hay revelaciones que antes encubren que desvelan.

Cuando la profesora logró hablar, confesó que nunca había tenido un alumno de esas características, con excepción de Ricardo, el autista que vivía en su fortaleza vacía. Orestes, no obstante, parecía un caso diferente. Su manera de atender, sus respuestas escritas y sobre todo sus imaginativas redacciones delataban inteligencia y capacidad de comunicación. Por eso resultaba tan difícil adivinar qué clase de silencio era el suyo.

–Yo me inclino a creer que el comportamiento de Orestes es pura tozudez. No habla porque no le da la gana –concluyó la maestra–. Pero no acierto a adivinar qué le ha llevado a tomar esta decisión. ¿Tiene algún problema en casa?

–¿En casa? ¿Qué clase de problema? Mi marido y yo nos llevamos muy bien. Él es muy trabajador… El caso es que el chico hablaba y ahora no dice ni pío. Sólo en sueños forcejea con sonidos guturales como si tratara de liberar su lengua, pero no se entiende lo que dice. Y cuando está despierto, calla. Calla siempre.

–¿Lo ha visitado alguien? Quiero decir si lo han llevado a…

–¿A algún médico? Le han examinado las cuerdas vocales todos los médicos de Molis.

–¿Y a algún psicólogo? ¿Qué dicen los psicólogos? –insistió la profesora.

–No ven nada claro. Los psicólogos… –titubeó Marisa.

La maestra cortó, insistiendo de nuevo en su propia hipótesis:

–Yo creo que el caso es muy simple: Orestes no habla porque no quiere. Tendremos que trabajar para inducirle a que confíe en nosotros y…

–Siempre ha sido muy contumaz. ¡Como su padre!

Tampoco en la calle se le conocían a Orestes veleidades verbales. Por no desanudar la voz ni siquiera tosía. Nunca había tenido muchos amigos, pero es que ahora se había convertido en un solitario. Por fortuna, parecía sobrellevar la soledad sin angustia. Sus únicos entretenimientos eran los Juegos de monstruos, una especie de juegos de la oca terroríficos, los dardos y las cometas.

La afición a las cometas le venía de su padre, que seguía regalándole nuevos modelos. Pero ambos salían muy poco a hacerlas volar porque éste o dormía o dirigía el tráfico de su flota de camiones, o el aire estaba quieto o demasiado agitado.

Marisa Plana, más que en los psicólogos, tenía fe en Remedios, de quien se había hecho amiga. Era una mujer de su edad, de porte aristocrático, con un alto moño gris que quería acentuar su alcurnia. Se mostraba distante y segura, pero sus actividades medio de charlatana y curandera no cuadraban con la grandeza que se atribuía.

–Mi hijo pequeño no habla –le contó.

–¿Qué edad tiene?

–Casi once años.

–Ya tendrá tiempo de charlar. ¡Mírate a ti misma! ¡Seguro que de pequeña no tenías tanta lengua!

–Pero antes hablaba.

–Pues se le habrán estropeado las cuerdas vocales o se habrá quedado sin resuello.

–Me extraña. ¡No ha tenido nunca ni un constipado!

–Entonces, es que está amordazado.

–¡Oye, Remedios… ! –protestó ella, marcando una cierta distancia por la insolencia que mostraba.

–No te enfades, Marisa. Hay bozales imperceptibles.