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1

En un segundo piso, al final de una escalera, hay una habitación con una cama, un viejo aparador con un televisor encima y una mesa camilla algo desvencijada. La puerta del retrete está en un pasillo que termina en la puerta de la azotea. Una mujer vieja, vestida de negro, se mueve lentamente entre unas macetas. Con una manguera que está encajada en el grifo de un lavadero moja el suelo de la azotea. Entra en su casa, coge un monedero, lo abre: hay doscientas veinte pesetas en monedas. Mueve la cabeza y suspira. Vuelve a salir a la terraza, arrastrando una silla. La arrima a la sombra de una de las paredes y se sienta. Saca del bolsillo de su delantal una carta sin abrir. La mira largamente. El ruido de la puerta le hace levantar la mirada. Aparece un joven de unos veinte años con los cabellos revueltos y cara de sueño. Ve a la mujer y le dice:

—Buenos días. ¿Qué hora será?

—Han dado las ocho.

El chico se dirige al lavadero con el torso desnudo, los utensilios de afeitar en una mano y una toalla en la otra, mientras la vieja se levanta y se acerca a uno de los rosales. Con la punta de los dedos palpa los tallos y las hojas y murmura: «No hay manera. Todo lleno de pulgón. No sé qué hacer con esta peste de pulgón».

—¿Otra vez hablando sola?

—Es la edad, hijo. Y este pulgón que no deja vivir a mis rosas.

La vieja se tantea el bolsillo buscando algo. Se acerca al lavadero y dice:

—Ayer por la tarde recibí una carta.

El joven se da la vuelta. Tiene media cara afeitada. Deja la maquinilla encima del estante y coge la carta.

Rasga el sobre y extrae de su interior un papel doblado.

—Es corta esta vez —comenta—. Veamos: «Querida madre: te escribo cuatro líneas para saber cómo te va todo y si no hay nada de nuevo. Yo estoy de primera. Pronto acabaremos la instalación de este hotel aquí, en Cangas de Onís, y dicen que me mandarán a Motril. De todas formas, si puedo, antes pasaré por Barcelona para verte. Es una pena que no quieras venir conmigo».

El joven levanta los ojos del papel y mira a la vieja, que hace un gesto impaciente, mientras dice:

—No empecemos otra vez, ¿eh? Soy demasiado vieja para ir de un lado a otro.

El chico se encoge de hombros y vuelve a leer: «Todavía no he cobrado y no puedo mandarte dinero. En tu última carta no me dices si has recibido las diez mil que te envié hace dos semanas dentro del sobre. Bien, nada más de momento. Saluda de mi parte al muchacho que vive en la habitación de al lado. Dile que le agradezco todo lo que hace por ti. Un fuerte abrazo de tu hijo».

En la postdata pone: «Si necesitas algo, escríbeme».

La vieja susurra: «Lo que necesito es dinero, hijo».

El joven le pregunta:

—¿Qué dice?

—Nada, nada. Hablaba sola.

El chico le hace una rápida caricia en una mejilla y, acto seguido, coge la maquinita para acabar de afeitarse. Mientras se afeita propone:

—Si quiere, cuando termine de lavarme le contestamos...

—No hace falta tanta prisa. Tú haz tus cosas y cuando tengas tiempo...

—Hoy no tengo mucho que hacer.

—Da igual. Mientras salga mañana por la mañana...

La vieja vuelve a sentarse en la silla. El sol ya ha entrado varios centímetros dentro de la terraza. Al cabo de un momento, el chico sale del lavadero con la toalla echada sobre el hombro.

—¿Quiere que le contestemos?

—Es que... Ahora no estoy de humor, ¿sabes?

—Bueno, como quiera... Volveré después de comer. Podemos hacerlo entonces...

—Sí.

El muchacho entra en su habitación. Es más pequeña que la de la mujer vieja pero tiene dos puertas. Una da a la azotea. Hay una cama junto a la pared que, en este momento, arregla apresuradamente. Debajo de la ventana, sobre una mesa larga hay una pila de libros, papel, bolígrafo y un periódico doblado. En un estante se alinean utensilios de cocina. Debajo de la mesa, puestas de canto, dos cajas de madera sirven de armario. Se ven paquetes de pasta, sal, azúcar, café, galletas y otros productos alimenticios. A los pies de la cama hay un armario de plástico que se cierra con una cremallera.

El chico coge una papelera, sale a la azotea y grita:

—¿Podría vaciarme la papelera?

La mujer responde:

—Si dejas abierta la puerta de la azotea, te limpiaré un poco la habitación...

—No se preocupe por mí...

—Hasta las doce que empieza el culebrón en la tele no se que hacer... Así mataré un poco el tiempo. Barreré, quitaré el polvo y te vaciaré la papelera. No me cansaré mucho.

El chico sonríe. Se peina ante el espejo de la puerta del lavadero, entra en su habitación, acaba de vestirse y se marcha.

La vieja, llevando una escoba y un trapo para el polvo penetra en la habitación del chico.

Contempla el orden que allí reina. Empieza a barrer debajo de la cama mientras dice para sí: «Los hombres no limpian nunca debajo de la cama. Esta lleno de pelusa. Como no lo ven, no piensan que puede haber suciedad». De debajo de la cama, mezclada con la basura, sale un duro. La mujer lo coge y lo mira. La moneda está casi negra. La deja encima de la silla que sirve de mesita y sigue hablando: «Tenías que habérselo dicho, sí, se lo tenías que haber dicho». Amontona el polvo y gesticula mientras parlotea: «No es mal chico, no. Me lee las cartas del hijo, me ahorra muchas veces el bajar a comprar. Es joven y baja rápidamente, no le cuesta nada, es reservado, pero buen chico». Deja la escoba junto a la puerta de la terraza, coge el trapo del polvo y lo pasa por encima de la mesa y las sillas, por el marco de la ventana, por las paredes de plástico del armario. «Tenía que haberle dicho: ¿has visto las diez mil que mi hijo me mandó en su carta la semana pasada? Me hacen falta para acabar de pasar el mes. No cobraré la pensión hasta la semana que viene y sólo me quedan cuatro duros.» Él me habría dicho: «no, yo no he visto el billete. ¿No lo has visto? Tú eres el único que toca mis cartas. Y él habría contestado: ¿Encima de que le leo las cartas me viene ahora con ésas? ¡Ay, pobre de mí! Quizá no fue él quien cogió el billete». Ahora pasa el trapo por los estantes. Mira los vasos, los botes, las botellas y los utensilios de cocina. Todo está muy limpio. «Es limpio y ordenado, no se puede negar. Y buen chico. Pero si no ha sido él, ¿quién ha cogido el billete? Como yo no sé leer... A los que no sabemos leer siempre nos lían...» Limpia los libros uno a uno. Los mira. Los hojea. No tienen láminas. Las tapas son negras, con extraños dibujos. Todos tienen en el lomo dos letras y un número; las letras son siempre las mismas: S y F. La mujer deja los libros en su sitio y sigue con su soliloquio: «Esta tarde le diré: venga, vamos a escribir la carta. Querido hijo mío: no he recibido las diez mil pesetas; no sé dónde deben estar. Recibí la carta, pero el billete no. Y me hace mucha falta. A ver qué dice cuando lo escriba...» Por debajo de la almohada asoma algo negro. Es otro libro. Mira el libro, pensativa, con el título al revés. Vuelve a dejarlo debajo de la almohada, sin que asome. Se agacha con un suspiro y coge la papelera. «Muy buen chico, pero sólo él puede haberme quitado las diez mil pesetas. Abre las cartas y me las lee; sólo él porque no tengo a nadie más. Muy limpio, pero siempre tira latas y desperdicios en la papelera. Podría tener una bolsa para la basura. Tendré que decíselo. Y le preguntaré si tiene las diez mil pesetas». La mujer se sienta en la silla de la azotea y va separando las latas, los huesos de melocotón, colillas y otras basuras, de los papeles, periódicos viejos y recortes de revistas, que va amontonando a un lado. Cuando ya ha vaciado media papelera, se levanta de la silla resoplando, entra en la cocina y vuelve a salir enseguida con una bolsa de basura en una mano y un saco de plástico en la otra. Todo lo que no es papel lo introduce en la bolsa de basura y lo lleva a la cocina. Después va metiendo el papel dentro del saco de plástico y lo aprieta con los puños. Sigue hablando: «Vivo sola. Ya me he acostumbrado. No tengo edad para viajar de un lado a otro. Él siempre dice que va a dejar ese trabajo y que buscará otro que no le obligue a viajar y yo le digo que no, que es su oficio, y aunque ahora no paguen muy bien, no siempre va a ser así, porque todo el que trabaja ha de vivir como una persona, no como si fuera una bestia de carga, ahora para acá, ahora para allá». Entre los papeles ve el sobre de una carta y dice: «El sobre de la carta de la semana pasada». Lo coge y lo rasga, disponiéndose a echarlo en el saco de plástico. Pegado con la cola de la solapa y doblado por la mitad, hay un billete de diez mil. La mujer lo mira moviendo la cabeza.

El sol llega hasta la rosa llena de pulgón. La cámara hace un travelling y se aleja lentamente, por encima de la vieja sentada a la sombra en la terraza, mirando el sobre rasgado y el billete doblado en dos.

Pobre mujer, no me he atrevido a decírselo, tendré que hacerlo esta tarde, cuando haga la maleta, si no mañana, cuando vea que no estoy, quién sabe lo que pensará, no, no puedo irme sin decírselo.

2

Las manos agarradas fuertemente al manillar, el torso encima del depósito azul marino, envuelto en el ensordecedor rugido del motor, con los dedos tocando el freno, apenas tocándolo, moviéndolo sólo un milímetro, lo justo para que la rueda, que casi no roza la pista, se agarre a ella un instante y la moto gire de golpe, entera, hacia la derecha, mientras, con la otra mano, aprieta fuertemente el embrague y el motor ronca, forzado, aprieta la palanca con la punta del pie, entra un piñón más pequeño y se cambia la marcha; un golpe seco con la muñeca para dar todo el gas, y la moto salta hacia adelante, impelida por una fuerza incontenible, mientras brama enfurecida y potente y tú, las piernas dobladas a los lados de la máquina, el culo echado hacia atrás en el asiento y el cuerpo inclinado, pasas a un corredor y a otro y a otro, las mandíbulas apretadas, respirando acompasadamente por la nariz y sin apartar ni un solo instante los ojos de la pista brillante de sol; la gente, amontonada al otro lado de las balas de paja y las vallas protectoras, contemplando la lucha por la victoria entre la moto azul marino que sale irresistible de detrás y la que hasta ahora ha ido al frente de la carrera, pero la moto azul marino desarrolla una velocidad extraordinaria y conquista centímetro a centímetro el terreno, rugiendo como una fiera mitológica, y la sobrepasa apenas unos metros, unas décimas de segundo, cuando el director de la carrera hace volar la bandera a cuadros y surge del público un grito de victoria y triunfo.

Pero no. No sueñes despierto. Tú lo que tienes que hacer es vender libros. De momento. Tampoco es mal trabajo vender libros.

Y tu padre que te dice esta mañana: «Ve tú delante, abre el puesto. Yo iré enseguida.» Bien repantigado delante de la mesa, desayunando: ve tú delante, dice. Claro que él no tiene nunca vacaciones y aprovecha las tuyas para no ir tan agobiado. Pero hoy podría darse un poco más de prisa. A ti te da igual que los domingos vaya a relevarte a las once o a las doce. Como si quiere dejarte el puesto todos los domingos por la mañana, durante el verano. Pero hoy, que se corren las veinticuatro horas... Y él lo sabe. Se lo has comentado antes de salir: «Querría ir a ver las veinticuatro horas.» Ha movido la cabeza, un poco adusto, pero no ha dicho nada y eso significa que te deja ir. Conociendo tus intenciones, podría darse un poco de prisa, ¿no? Pues no. Ya han dado las nueve y media y todavía no ha aparecido. Tú querrías estar ya en Montjuic, elegir un sitio, desde donde tuvieras una buena perspectiva, pero los buenos sitios se llenan enseguida y si no vas temprano no puedes ver nada. ¿Te acuerdas del año pasado? Estabas justo al pie de la recta, antes de una curva muy pronunciada, donde las motos llegan aceleradas como balas, reducen y se inclinan tanto que incluso parece que el piloto roza el suelo con la rodilla y después se endereza y se va. Las nueve y media. La carrera acaba hacia las siete o las ocho de la tarde. Y todavía tienes que pasar por tu casa para que tu madre te prepare un bocadillo para comer.

Hoy la gente no compra mucho. Hay menos público en verano. Todo el mundo se va de vacaciones. Tu padre no va nunca. Hace cuarenta años que no tengo vacaciones, dice, no sabes si orgulloso por haber aguantado tanto tiempo sin descansar o con pesadumbre. Un día le dijiste que si no tenía vacaciones era porque no quería, ya que nadie le manda y podía cerrar la librería y el puesto durante dos o tres semanas e irse a donde quisiera. ¡Cómo se enfadó el hombre! «¡Yo nunca he tenido vacaciones para que vosotros pudierais tenerlas!», gritaba. Y tú ibas a replicar que sí, que era verdad, se había sacrificado por toda la familia, pero ahora ya tenía la librería y el puesto del mercado de San Antonio. No se arruinaría por irse una veintena de días. Tu madre, por detrás, te hizo señas para que te callaras. Y más tarde, tu hermana te dijo que tu padre no sabría estar tres semanas con los brazos cruzados, sin hacer nada. Pero a ti lo que te molestaba era que él te hiciera sentir que tú o vosotros, la familia, teníais la culpa.

¡No viene! Entre tanto, tú atento a las manos que van hojeando, repasando los libros. Sobre todo, el cesto de libros de veinte duros, que está lleno de manos anhelantes que buscan la ganga. Libros manoseados, pasados de moda pero no antiguos, ni siquiera viejos. No, los antiguos están en otro lado, cerca de ti, y valen veinte, treinta veces más. Ahora uno te pide cómics y tú le enseñas un montón de tebeos. Él dice que no, que los quiere antiguos. Tú se los enseñas. Cuando ve los precios arruga la nariz y se va hacia otro puesto.

Vaya, aquí está el del domingo pasado. Lo recuerdas muy bien. El chico tiene aire de despistado. Parece como si no supiera nunca adonde ir ni qué hacer... No es de Barcelona, lo notaste el primer día por su manera de hablar, cuando te preguntó el precio de un libro de ciencia ficción. Después averiguaste que era un «fan» de la ciencia ficción. A ti también te gusta leer S. F., Scientific Fiction, como lo llaman los americanos. Fue tu hermana quien te despertó la afición. Un día que estabas enfermo y aburrido te dijo: «Voy a traerte un libro que te gustará.» Era una novela. Un libro azul marino, como el motor de la moto que te comprarías algún día. Ya no recuerdas el título. Lo leíste de un tirón. Y ese chico despeinado (siempre lo has visto despeinado), con el aire de estar un poco desplazado, también está atrapado por la S. F. Pero tú sólo lees ciencia ficción y revistas de motos. Y él te dijo que leía de todo. Te hizo gracia que dijera con su acento especial: «A mí me interesa todo, bueno, casi todo». Y cuando le dijiste que su forma de hablar no era la de Barcelona, sonrió y dijo: «Soy de pueblo». Cada dos o tres domingos, desde hace tres o cuatro meses, viene por aquí y compra algún libro. Sin que los otros clientes se den cuenta le haces un descuento, porque no hay que ser muy listo para darse cuenta de que va escaso de dinero. Hace dos semanas, hojeaba un libro y te fijaste en sus manos. Sus dedos son más bien cortos, fuertes y con asperezas. No son los dedos que sueles ver tocando libros. Las manos de las personas que están acostumbradas a moverse entre libros parecen tener un tacto especial, una manera distinta de palpar, como si en lugar de tocar, acariciaran; son manos acostumbradas a las tapas, a los lomos, a las sobrecubiertas, a las hojas. Manos que parecen disfrutar con sólo to