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1

Me había perdido. Pero era verano y hacía una noche deliciosa. No me preocupaba demasiado tener que pasarla al raso, suponiendo que no encontrara refugio. Sin embargo, lo encontré.

Estaba en medio de un bosque que se extendía, poco espeso y amable, por la vertiente de un pequeño cerro. Oscurecía. Aún no había salido la luna, pero las estrellas ya picoteaban el terciopelo celeste. Al pie de la vertiente, allá lejos, entre árboles y matojos, entreví la claridad de unas ventanas iluminadas.

Me fui acercando hasta advertir que las ventanas pertenecían a un caserón bastante grande, de una cierta elegancia arquitectónica. Claro que, a oscuras, no podía hacerme una idea demasiado concreta de cómo era y menos aún del estilo de aquella extraña y pretenciosa mansión perdida en aquel rincón del mundo… Aun así, me sentí impresionado.

Se accedía al edificio por un porche de columnas levantadas en el rellano de una ancha y deteriorada escalinata que se encontraba al final de una selva de matojos y arbustos que, en otros tiempos, habrían configurado el jardín de entrada.

En algún momento, mientras me acercaba a la casa, debieron de apagarse las luces que poco antes había visto desde el bosque. O quizá alguien había entornado los postigos. El caso es que, al llegar junto al porche de entrada, no vi luz por ninguna parte. Tal vez los habitantes de la casa se habían acostado ya. Me acerqué a la puerta y llamé.

Los golpes de la aldaba retumbaron en el interior de la casa y, desde la puerta, tuve la intensa sensación de que estaba vacía. Pero no tardaron mucho en abrir.

Apareció una chica de larga cabellera oscura. Llevaba un vestido blanco de encajes y sostenía en su mano una palmatoria. Entreabrió la puerta apenas unos cuarenta centímetros. Se me quedó mirando en silencio. Le expliqué que era un excursionista, que me había perdido y pedía albergue para aquella noche.

Siempre en silencio, abrió un poco más la puerta y, con un gesto, me invitó a pasar al vestíbulo. Encendió la vela de un candelabro con la que ya llevaba en la mano y me lo ofreció con una sonrisa. Al fin me permitió oír su voz: era agradable, suave y resonaba en la casa con un timbre extrañamente sordo, pero melodioso y acogedor.

—Espera un momento —dijo.

—¿Se os han fundido los plomos? —pregunté cuando ya se dirigía hacia la escalera que arrancaba del fondo del vestíbulo hacia el piso superior.

Volvió la cabeza y me sonrió de nuevo:

—Aquí nunca ha habido plomos… Ni luz eléctrica. Los cables de la corriente no llegan hasta aquí. Desde el anochecer ya andamos con velas en esta casa…

Se encogió de hombros, como disculpándose, y empezó a subir la escalera. Las sombras la engulleron.

«Espera un poco», me había dicho. No sabía a dónde había ido ni a hacer qué, pero el tiempo que tuve que esperar empezó a hacerse muy largo y me dediqué a curiosear. Cuando volvió, al cabo de un rato, ya estaba harto de admirar el delicado arabesco del parqué, la calidad de los muebles, antiquísimos y con una leve capa de polvo, que había en el recibidor; la majestuosidad, un tanto sobrecogedora de la escalera que se perdía en la penumbra; la magnificencia de los oscuros cortinajes de terciopelo que caían pesadamente desde altitudes misteriosas a las que no llegaba la escasa luz de la vela, el envejecimiento impenetrable de los óleos que colgaban de las paredes, ennegrecidos por los años…

La chica volvió sin hacer ruido y con la misma sonrisa de antes me dijo:

—Puedes quedarte. En la habitación azul. No es la de invitados, pero es la única que está dispuesta…

Y, sin dejar de sonreír, me tomó de la mano con absoluta naturalidad y me llevó escaleras arriba. Tenía una mano pequeña, delicada, de tacto tibio y extraordinariamente agradable. Al menos, eso me pareció a mí.

Una vez arriba, al llegar delante de una de las puertas del pasillo que se perdía en la oscuridad, aflojó los dedos con suavidad mientras señalaba la puerta con un movimiento de cabeza.

—¿Cómo te llamas? —pregunté por decir algo.

Vaciló un instante antes de decirlo, como si no le gustara que yo supiera su nombre. O como si no supiera qué contestarme.

—Zoa —dijo al fin—. Zoa.

Y se fue.

2

Al quedarme solo miré detenidamente la habitación. Era espaciosa, tapizada de azul. Parecía un estuche. Al fondo estaba la alcoba, también azul. Había en ella una cama alta, amplia, con dosel y una colcha de color azul oscuro. Parecía muy confortable, pero preferí acercarme a la ventana y abrirla para oír el rumor del viento que estremecía la quietud de la noche.

Al abrirla, un soplo de aire me apagó la vela. Por lo visto, al salir, Zoa no había cerrado del todo la puerta de la habitación y se estableció una corriente. Me quedé a oscuras, pero no me importó: todas las estrellas estaban despiertas y ya había salido la luna redonda y brillante que lo iluminaba todo.

Apenas me apoyé en el alféizar, oí las voces, las risas y la música. Era el rumor de un grupo de gente que estaba de fiesta. Venía de la parte posterior de la casa, donde debía de haber otro jardín. Me incliné todo lo que pude por encima del alféizar y conseguí ver, a través de las hojas de los árboles, unos reflejos de luz y sombras fugaces que se movían al compás de una tenue musiquilla que, más que oír, adivinaba.

Decidí bajar a la fiesta, a pesar de que nadie me había invitado. No sé cómo se me ocurrió comportarme de una forma tan incorrecta con quien había tenido la amabilidad de acogerme en su casa, pero la verdad es que ni siquiera pensé si mi forma de actuar era incorrecta o no. Salí de la habitación y bajé a tientas la escalera. Me costó Dios y ayuda orientarme por entre los salones y los corredores de aquel caserón, sin más luz que la que me proporcionaba la luna llena a través de los ventanales. Afortunadamente casi todos tenían las contraventanas y las cortinas abiertas. No vi un alma en toda la casa.

Me guiaba por el rumor de las conversaciones y las risas que, a medida que me iba acercando a la parte trasera de la casa, iba siendo más fuerte. Al fin, llegué a una especie de galería acristalada. Los cristales de los ventanales estaban serigrafiados al ácido y opacos: sólo dejaban pasar luces y sombras difuminadas. En uno de los ventanales había un tirador: era la puerta. La abrí.

Al abrirla, el espejismo de la fiesta se desvaneció en la noche. Y se hizo un silencio denso y pesado que se me clavó en el alma como una garra de hierro. Delante de mí había una especie de patio selvático, poblado de una vegetación desordenada y exuberante que lo invadía todo bajo la luz intensa y fría de la luna llena. Ni gente, ni música, ni luces, ni rumor de voces. Nada. Nadie. Apenas unos segundos antes aún oía, a través de la puerta cerrada, el murmullo alegre de una fiesta. Había percibido perfectamente las voces, las risas, la melodía de una orquestina. Y ahora sólo oía el viento agitando las hojas y silbando entre las ramas.

Sentía la sangre helada, dolorosamente agolpada a un lado del pecho. Y un miedo intenso y quemante se me agarrotaba en la espalda. De pronto, una mano caliente me oprimió un hombro. Estuve a punto de caerme redondo de la impresión.

Era ella, la chica que me había abierto la puerta, Zoa. Me sonreía.

—No hagas caso de la fiesta —me dijo como si todo aquello fuera la cosa más natural del mundo.

Su tranquilidad me asustó aún más. Me quedé mirándola, los ojos fuera de las órbitas, incapaz de decir una sola palabra. Ella retiró su mano de mi hombro y dio algunos pasos hacia el interior del jardín. Cerca de la puerta había un tilo que esparcía su aroma en la noche. El corazón me daba saltos, desbocado, de un lado a otro del pecho. Desorientado y confuso miraba la cara de aquella chica que en un principio me había parecido de una deliciosa y cálida franqueza y ahora me daba miedo. La chica miró a un lado y a otro del abandonado jardín y después volvió a acercarse a mí.

—No hagas caso de la fiesta —repitió—. No es más que una fantasmada.

—¿Fantasmada? —pude articular con dificultad después de tragar saliva un par de veces.

Zoa cerró delicadamente la puerta de la galería. Los cristales opacos dejaban pasar una leve claridad matizada que le difuminaba los rasgos de la cara. Me pareció que sonreía al contestarme:

—Quiero decir un montón de fantasmas… La casa está llena de fantasmas… Y cuando «sienten» que algún huésped pasa la noche aquí, parecen animarse… Se alborotan… Me entiendes, ¿verdad? Además, siempre se oyen rumores de fiesta en esta parte del jardín…