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Acodado en la ventana redonda que le permitía ver el mundo como algo irreal, Toni contemplaba cómo Laura y su amiga Clara reían y cuchicheaban en el patio de enfrente y cómo de vez en cuando levantaban la vista hacia la buhardilla donde él se hallaba enjaulado. Las risas francas y las divertidas miradas agravaban aún más su irreparable soledad. En medio del pisoteado césped se levantaba un castaño de cuyas dos ramas más gruesas pendía un columpio en el que Alberto se balanceaba, ajeno a lo que ocurría a su alrededor.

Toni, que habitaba una espléndida casa de cubierta puntiaguda de pizarra y amplios ventanales, envidiaba el árbol de su amigo y sobre todo las risas que congregaba bajo su sombra. El padre de Toni había construido la magnifica residencia familiar y la madre, Yolanda, que últimamente se mostraba fatigada y deprimida, había acumulado en ella con tenacidad de hormiga toda suerte de caprichos. Era como el museo de sus sueños. En el jardín, de un césped brillante y lleno de flores, crecían dos limoneros de dorados frutos. El matrimonio vivía sólo para la casa, aunque, a decir verdad, la que se empleaba más a fondo era Engracia, cuyas manos sacaban brillo a todo lo que tocaban.

En su habitación bajo el tejado, Toni mataba las horas. Pese a tener televisor, cadena musical, montones de juegos, libros, piano, videoconsola y un violín antiguo, envidiaba a Alberto, a sus hermanas y a la amiga de éstas. A veces incluso envidiaba a Pájaro Loco, quien se había trastocado al caer de un ala delta y revoloteaba ahora por las calles con los brazos desplegados, como un vencejo en perpetuo vuelo raso. Ese era su territorio. Su madre no se asomaba a él. Engracia sólo subía doce veces al año, una cada mes, once para barrer y una para celebrar su aniversario. Este reducto lo compartía con su padre, que guardaba en el cuarto contiguo sus herramientas de bricolaje, lo único que le interesaba aparte del fútbol. Lo de la arquitectura fue un error de juventud cometido para contentar al abuelo, quien había ascendido de albañil a constructor a fuerza de trabajo y de chanchullos.

Incapaz de concentrarse en el violín, Toni estuvo mirando cómo se le iba la tarde, rojiza y triste, sobre los tejados, mientras las voces desmayadas del culebrón de la «tele» resonaban desde la planta baja. Eran voces de acarameladas modulaciones que llenaban el silencio vacío de todas las tardes. En ese punto de la historia, Sara, la protagonista de «El rubí escondido», había perdido un precioso bebé en un parto prematuro. Sus lamentos llegaban hasta la habitación de Toni y herían el corazón de su madre, cuyas lágrimas se derramaron como una corta lluvia de verano. Después siguió la historia entre teatrales suspiros como si nada hubiera ocurrido.

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—¿Qué te parece si adoptamos una niña? Hay maravillosas niñas que necesitan padres —le dijo Yolanda a su marido aquella noche, después de ver el telediario.

Las peripecias sentimentales de Sara y las trágicas noticias de la guerra de Bosnia habían sido una mezcla explosiva que había despertado en ella instintos maternales incontenibles. El marido, en guardia como siempre que su mujer servía la cena con tantas zalamerías, objetó:

—¿Y si nos sale tan rara como Toni?

Los dos callaron. Un reportero había mencionado que las Organizaciones no Gubernamentales buscaban hogares donde los niños bosnios pasaran algunos meses, mientras durara aquella absurda guerra.

—Acogeremos a alguna de esas niñas. Nos hará bien —insistió Yolanda.

—Sí, tenemos seis habitaciones por estrenar —dijo Toni, que seguía la conversación sin perder palabra.

En cinco años que llevaban viviendo en la casa nueva jamás habían invitado a nadie. El castaño de Alberto, en cambio, siempre estaba lleno de voces y el césped nunca llegaba a ponerse verde de tanto como se pisaba.

El padre arrugó el ceño. Toni vio que estaba echando cuentas, porque ése era el aspecto que adoptaba cuando calculaba la resistencia de las vigas, los costes del cemento y las ganancias que obtendría del último proyecto que planeaba.

—Si os empeñáis, que venga. El mismo gasoil que gastamos ahora calentará a uno más —dijo.

—Me gustaría que fuera una niña rubia —insistió Yolanda.

—Si no lo es, da igual. Por mí, si quieres, se puede teñir los cabellos —rió Toni.

—¡Me alegro por ti, caracol! Así no serás tan caprichoso. Ya verás cómo los bosnios no se andan con tantos remilgos —dijo su padre.

—¿Y si fuera serbia? —dudó la madre.

—Como si quiere ser cruce de filipina y mongol. No le haremos un análisis de sangre.

Yolanda se lo pensó bien, buscó la aprobación de sus amigas y quince días más tarde se decidió, por fin, a llamar por teléfono a ACNUR, la organización de la ONU para los refugiados.

—Queremos recibir a una niña. Mejor si es rubia. Dice mi marido que nos da igual que sea musulmana o serbia...

—¿...?

—Tampoco nos importa que sea croata.

—¿...

¡Habían llegado tarde! Toni se lo había temido en cuanto notó los titubeos de su madre. Yolanda, que había crecido como mimada hija única, era una de esas personas cargadas de buenas intenciones pero que jamás se deciden a dar un paso por no complicarse la existencia.

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Por el contrario, los padres de Alberto, que se habían conocido como voluntarios de Cáritas, reaccionaron con rapidez tras el mismo telediario y concertaron una entrevista por teléfono con una de esas organizaciones la misma noche en que pidieron ayuda.

La generosa demanda tuvo un desenlace acelerado. A los pocos días les avisaron que acudieran muy temprano al aeropuerto de la cercana ciudad de Barcena para recibir a una niña que llegaba en un vuelo especial desde Sarajevo. De ella sólo sabían que se apellidaba Mehic y tenía doce años. Todo lo demás iba a ser una absoluta sorpresa para Alberto y su familia.

Por la escalerilla del avión, entre muchos viajeros, apareció una chica en cuyo rostro la desnutrición, el sufrimiento y la guerra habían hecho mella. Parecía asustada. Llevaba un anorak azul con rayas verdes, rojas y amarillas en las hombreras, sobre el que colgaban dos trenzas rubias, una larguísima y la otra casi inexistente. Con una mano agarraba una muñeca, una bailarina, y con la otra una pequeña maleta de cuero muy gastada. Era todo lo que había logrado retener de su pasado; lo demás, su drama incluido, se adivinaba encerrado en su cabeza y en su corazón. El aturdimiento de la llegada a una tierra extraña y la extrema delgadez infantilizaban su rostro y sus gestos, pero bien podía ser verdad que tuviera doce años.

—¡No trae mucha ropa para pasar el invierno! —comentó Alberto, que llevaba un cartel en el que se leía: «Mehic».

La niña, que había reconocido su apellido, esbozó una tímida sonrisa y se acercó a ellos de la mano de una monitora de ACNUR, la organización humanitaria de las Naciones Unidas.

—¿Los señores Altamira?

—Sí, nosotros somos —contestó enérgica la señora.

—¡Aquí la tienen!

—Bienvenida, hija —la abrazó con efusión la madre de Alberto. Por su mente pasó el rostro de aquella mujer mayor que los acogió cuando llegó muy niña con sus padres que emigraban a Barcena.

—¡Es muy valiente! Viene a España con una gran ilusión. En principio, sólo permanecerá aquí algunos meses, hasta que acabe la guerra —les informó la monitora, y añadió dirigiéndose a la niña—: De vez en cuando pasaré a visitarte. Ya verás qué bien te encontrarás con esta familia. Son muy amables y te tratarán como a una hija.

Uno a uno, todos le dieron un beso que ella recibió poniendo la mejilla izquierda con retraimiento.

—Laura, Alberto, Tere —la madre iba presentando a sus hijos—. Todos quieren ser tus amigos.

Cuando llegaron a casa, la niña era todo ojos y sonrisas en su rostro desolado por el hambre y la carencia de ternura. Alberto le preguntó su nombre y ella balbució un sonido ininteligible. El chico lo interpretó a su manera en voz alta:

—¿Alba?

Había llegado al amanecer.

—Alba —asintió ella. Fue la primera palabra que dijo en español.

Le gustó ese nombre porque se lo había puesto un chico con un tono cariñoso que no había oído hacía bastantes días. A partir de ese momento quiso enterrar su pasado; todo sería nuevo, incluso su nombre. Así no tendría que explicar a nadie si era serbia, croata o musulmana. Pensó en su padre, pero se tragó las lágrimas que le vinieron a los ojos. «Te tocarán tiempos difíciles. ¡Sé valiente!», le había dicho la última vez que lo vio en Sarajevo, antes de ausentarse para siempre. No se atrevía a pensar que podía estar prisionero o quizás él también, como su madre, habría pasado la frontera del gran enigma abatido por alguna bala de francotirador cuando más lo necesitaba.

La cordialidad con que la acogieron desde el primer momento, sobre todo Laura y Alberto, fue tal que se sintió como en su casa antes de la guerra. Enseguida comprendió que éstos eran como hermanos y que de repente había recuperado tres en lugar del que había perdido.

Ya sola en la habitación, contempló las montañas del fondo pensando en su país. Después recorrió la calle con la mirada y a continuación la levantó a la buhardilla de la casa vecina. Toni, que hubiera preferido tenerla consigo en casa, la observaba tras la ventana y lamentaba la poca determinación de su madre que lo condenaba una vez más a seguir siendo hijo único.

2

Alentada por su madre, Laura trataba por todos los medios de que Alba olvidara la guerra. Quería a toda costa devolverle la sonrisa que debió de haber tenido tiempo atrás, como lo atestiguaban las dos únicas fotos que había logrado rescatar del pasado y en las cuales aparecía acompañada por otra niña, posiblemente una amiga suya.

A pesar de la alegría, el entusiasmo y el exceso de amabilidad en que la arropaban, Alba aún se mantenía distante y parapetada en su aparente frialdad sólo disimulada por el desconocimiento de la lengua.