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A Patxi Etxarri, a quien
de pequeño debieron asustar
en Etxarri Aranatz
con el oso de Urbasa.

A las bibliotecarias y bibliotecarios
de la Jugendbibliothek de Munich,
que me acogieron amablemente
mientras escribía estos cuentos.

NOTA DEL AUTOR

El cuento es una narración nacida de la imaginación, una ficción de origen remoto e impreciso y que está enraizada en las costumbres de cada pueblo.

Esto no quiere decir que los diferentes pueblos posean cuentos totalmente originales. Por el contrario, la búsqueda de esa originalidad llevada a cabo a veces por motivos políticos o de otro tipo, ha conducido generalmente a resultados diferentes de los que se pretendían. En la mayor parte de las ocasiones, los estudios comparativos han mostrado los contactos y las interrelaciones que existen entre los cuentos de casi todos los pueblos.

Las migraciones, u otros motivos aún poco conocidos, han hecho que los cuentos sean patrimonio común de muchas culturas. Eso no quiere decir que al ser narrados durante muchos siglos en una determinada lengua no hayan adquirido rasgos diferenciales de dicha cultura y del pueblo que la posee.

Aplicado a nuestro caso, quiere decir que no hay que buscar una especial originalidad en la narrativa oral de uno de los pueblos más viejos de Europa. Sin embargo, en los cuentos vascos se pueden rastrear algunos rasgos que han sido constantes en la cultura vasca.

Pero no me mueve el interés antropológico, sino el puramente literario de narrar para que los demás lean con placer las narraciones que nos han llegado de boca en boca, o sea, por transmisión oral.

Hay momentos en que uno trata de buscar las propias raíces. Este ejercicio, no sólo legítimo sino necesario, en mí no es nostalgia sino requisito para encarar el futuro. Tengo la convicción de que la lectura de estos cuentos puede ser útil, especialmente a los niños de mi Navarra natal, aunque también pueden gustar a los lectores de cualquier parte.

Empecé a escribir mi versión de estos cuentos populares porque me sabía mal que la literatura oral vasca no hubiera servido de base para escribir narraciones infantiles, como ha ocurrido con todas las literaturas cultas.

Desde que empecé a dar vueltas a este tema hasta que ha salido este libro han pasado unos años. En este intervalo han aparecido editados ya muchos cuentos tradicionales, sobre todo en euskera, y también en castellano, pero aún queda un gran venero por explotar, que merece la pena que se conozca.

Durante un tiempo recorrí las fuentes de esta narrativa, rastreando en libros de folclore y antropología, y seleccionando aquellos cuentos que me parecían más interesantes desde el punto de vista literario. El criterio que me guió fue casi exclusivamente mi propio gusto.

La ocasión de reescribir todo este material con un lenguaje que fuera de interés para los chicos vino en el verano de 1982. La Biblioteca de la Juventud de Munich me concedió una beca para trabajar en ella durante tres meses. En la paz de la Jugendbibliothek, bastante aislado por mi escaso conocimiento del alemán, fui escribiendo estos cuentos.

Si algún estudioso se sintiera provocado por la falta de sistematización y se lanzara a escribir algo mejor y de forma más sistemática, sería el mejor premio a mi trabajo.

Como he dicho antes, he seleccionado los cuentos por puro placer. No he tenido ninguna pretensión de que estuvieran igualmente representados los diferentes tipos de cuentos (cuentos de costumbres, maravillosos, de animales...). Mi selección tampoco quiere decir que éstos sean los cuentos más genuinos o los más conocidos o los más extendidos. Son simplemente bonitos.

Los verdaderos autores de estos cuentos son los narradores populares que los han mantenido vivos de generación en generación, narrados en euskera o en castellano, como los he conocido yo.

Pero todo se hubiera perdido con las últimas generaciones del mundo rural ancestral, agredido por la apisonadora de los medios audiovisuales, si algunos folcloristas y antropólogos clarividentes no lo hubieran recogido de boca del pueblo. Uno de ellos José M.a Satrústegui, me confiaba ante el fogón de su casa de Urdiáin, en el que ardía un tronco de roble, su inquietud por que se pueda perder toda esta riqueza sin que nadie la recoja. En pocos años acabará toda posibilidad de hacer acopio de la literatura oral vasca, como está ocurriendo en todas las sociedades que se han industrializado y urbanizado.

Por eso, nunca podremos agradecer suficientemente a antropólogos o folcloristas como Azkue, Iribarren, Barandiarán, Caro Baroja, Satrústegui, fuentes que yo he utilizado, su trabajo incansable de recogida de cuentos, leyendas, etc.

Otros no hemos tenido más mérito que dar forma a unos materiales que ya eran de por sí suficientemente interesantes. El lector podrá comprobarlo por sí mismo.

Jesús Ballaz Zabalza

El tambor de piel de piojo

La reina tenía por costumbre peinar la larga y dorada cabellera de su hija en un torreón del castillo. Allí se las veía cada mañana cuando los rayos del sol resaltaban todavía más su belleza.

Un buen día la reina encontró un piojo en la cabeza de su hija. Se lo quitó y lo metió en una caja bien cerrada.

La niña cada día le echaba comida y el piojo, de muy buen apetito, engordaba sin parar. La hija del rey cada día estaba más encariñada con él. Pero ocurrió que, cuando ya era tan grande como un gorrión, el piojo murió. Los sabios no supieron decir si fue una muerte natural o si lo mató su propia gordura.

Inmediatamente se consultó a todos los peleteros del país sobre cómo conservar la piel de piojo, ya que la hija del rey se quería quedar con algún recuerdo de él. No encontraron ningún especialista en tales pieles. Por eso tuvieron que encargar el trabajo a un experto en pieles de pulga.

El entendido extrajo aquella preciosa piel con sumo cuidado y la secó debidamente. Entonces la caprichosa niña dijo:

–Con esa piel me gustaría hacer un tambor; así cada redoble me recordará a mi amigo el piojo.

Por aquellos días el rey andaba muy preocupado. Los gastos del tambor, una guerra con el país vecino y otros gastos inútiles por el estilo habían dejado sus arcas completamente vacías y no sabía cómo recaudar dinero para el Estado.

La reina, muy avispada para los negocios, le dijo:

–¿Por qué no prometes una gran suma de dinero al que adivine de qué está hecho ese tambor?

–¿Prometer dinero? –refunfuñó el rey–. ¿Y de dónde lo sacamos?

Entonces la reina explicó su plan:

–Cada participante deberá pagar una pequeña cantidad por el derecho de participar. Como es imposible que nadie adivine algo tan impensable, en poco tiempo habremos recuperado mucho dinero...

La verdad es que las previsiones de la reina no resultaron equivocadas y el tambor se estaba convirtiendo en una fuente inagotable de ingresos.

Muchos, por el afán de hacerse ricos de golpe, aportaban sus pequeños ahorros para tener opción a adivinar de qué estaba hecho el tambor. Nació un gran afán de aventura en todo el país para lograr descubrir aquel secreto. Precisamente aquellos días uno de estos aventureros dejó a sus padres y su pueblo con ganas de recorrer el mundo e ir hacia la corte a hacer fortuna.

Yendo por un prado, estuvo a punto de tropezar con un labrador que estaba tumbado con la oreja pegada en el suelo.

–¿Qué estás escuchando ahí? –le dijo el aventurero.

–Oigo cómo crece la hierba para mis vacas.

–¡Deja tus vacas en paz! ¿Por qué no te vienes conmigo? –y le expuso su plan.

–¡Voy contigo! –dijo decidido el campesino.

–Sí, hombre, de algo nos servirá tu buen oído.

Siguiendo un atajo para llegar antes, entraron por un bosque. Allí vieron sorprendidos cómo un hombre arrancaba las hayas como si fuesen juncos.

–¿Qué piensas hacer con esos árboles? –le preguntó el aventurero.

–No lo sé. Cogeré unos cien troncos y me los llevaré a vender a cualquier pueblo que necesiten leña para el invierno.

–Vente con nosotros a la capital del rey, allí los podrás vender a mejor precio que en cualquier otro sitio.

–Si me decís por dónde se va...

Y se echó al hombro los cien árboles y fue tras ellos. El aventurero lo animó:

–Vamos, hombre, de algo nos servirá tu fuerza.

Y así es como los tres amigos llegaron a la corte. Iban vendiendo los troncos del leñador y con aquello iban pasando mientras se aclimataban.

Por aquel tiempo en la ciudad no se hablaba de otra cosa que del tambor del rey. Ya se había dicho que aquel tambor estaba hecho de las cosas más peregrinas: de trompa de elefante, de piel de serpiente cascabel, de escamas de sardinas, de lengua de faisán prensada, de cuerno de caracol... Pero nadie acababa de adivinar de qué estaba hecho y las arcas del rey se iban recuperando y en el palacio reinaba la alegría.

También los tres amigos probaron fortuna. No tuvieron más suerte que los demás porque, a decir verdad, la imaginación no era su fuerte. Sin embargo, el aventurero, cavilando continuamente cómo hacer fortuna, tuvo una idea:

–¿Por qué no alquilamos tres habitaciones en la fonda cuya pared toca el palacio?

Así lo hicieron. Y el que tenía tan buen oído se pasaba todas las noches en blanco con la oreja pegada a la pared. A pesar de que las paredes eran muy gruesas, podía oír todas las conversaciones de la corte.

–¡Qué bien va la cosa! –decía un día el rey–. Mientras siga habiendo curiosos y ambiciosos, nos seguiremos enriqueciendo.

–Ya lo creo –reía la reina–. ¿A quién se le va a ocurrir pensar que el tambor está hecho de piel de piojo?

–¡Yupiii! –exclamó el del oído fino–. Es de piel de piojo. ¡Increíble!

Al día siguiente los tres amigos corrieron a vender los últimos árboles que les quedaban para pagar la inscripción, y el aventurero se presentó ante el rey a probar suerte. Ante las risas de todos, dijo:

–El tambor maravilloso está fabricado con piel de piojo.

La reina quedó blanca como el mármol. Gran parte del dinero que habían recogido hasta entonces tenían que entregarlo en el premio.

El joven, al ver la consternación de toda la corte porque perdían la fortuna, dijo:

–Dadme sólo lo que pueda llevar un hombre.

Entonces los reyes respiraron visiblemente aliviados y mandaron a sus criados que fueran llenando un saco de monedas.

–El saco lo llevarás tú –le dijo el aventurero al forzudo–. De algo nos servirá tu fuerza.

Era tan fuerte el leñador que se acabó el dinero antes de agotar su poder para levantarlo Y así volvieron los tres amigos con todas las monedas del rey, sin poder dejarle siquiera unos troncos para pasar aquel frío invierno porque ya los habían vendido.