JENNIFER L. ARMENTROUT

 

OBSIDIAN

SAGA LUX

Traducción de Laura Ibáñez

 

Título original: Obsidian, publicada en inglés, en 2012, por
 Entangled Publishing, LLC, Fort Collins, CO (EE.UU.).
 This translation published by arrangement with
 Entangled Publishing, LLC. All rights reserved

Primera edición en esta colección: noviembre de 2012

© 2011 by Jennifer L. Armentrout
 © de la traducción, Laura Ibáñez, 2012

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2012

Plataforma Editorial

c/ Muntaner 231, 4-1B – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

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www.plataformaeditorial.com

Realización de cubierta:
 Lola Rodríguez

Depósito Legal:  B. 4.868-2013

ISBN Digital:  978-84-15750-82-6

 

 

 

 

 

Para mi familia y amigos.
 Os quiero tanto que os comería.

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

 

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

MATERIAL ADICIONAL

Capítulo 1. «No llames a mi puerta»

Capítulo 8. «Yo no tendría que estar aquí»

Capítulo 29. «Lo último que hago»

Agradecimientos

La opinión del lector

CAPÍTULO 1

 

Me quedé mirando el montón de cajas que se apilaban en mi nuevo dormitorio mientras suspiraba por tener Internet. No había podido actualizar mi blog desde que nos mudamos, y aquello era casi tan terrible como que me arrancaran un brazo o una pierna. Según mi madre, Katy’s Krazy Obsession es mi vida. Yo no diría tanto, la verdad, pero es cierto que para mí es importante. Para ella los libros no significan lo mismo que para mí.

Suspiré. Llevábamos dos días aquí y todavía había muchísimo que desempaquetar. Odiaba ver cajas por todas partes. Eso me desagradaba incluso más que estar aquí.

Por lo menos, desde que nos mudamos a la puritana Virginia Occidental ya no me sobresaltaba ante cualquier crujido: aquella casa parecía salida de una película de terror. Hasta tenía una torre. ¿Para qué leches quiero yo una en casa?

Ketterman no es una población propiamente dicha; lo que quiero decir es que no es un pueblo «de verdad». El núcleo más cercano es Petersburgo, que como mucho tendrá tres semáforos en total… Está cerca de otros pueblos en los que seguro que no hay ni un Starbucks en kilómetros a la redonda. No íbamos a recibir el correo en casa: tendríamos que ir en coche a Petersburgo y recogerlo allí.

La barbarie.

De repente, me asaltó la idea de que Florida se había esfumado en la nebulosa de kilómetros que habíamos recorrido porque mamá quiso empezar de cero. No es que echara de menos Gainesville, el tiempo, mi antigua escuela o nuestro apartamento… Me froté la frente con la mano mientras me apoyaba en la pared.

Echaba de menos a papá.

Y Florida era papá. Allí había nacido y allí había conocido a mamá. Y todo había sido perfecto… hasta que empezó a desmoronarse. Los ojos me abrasaban, pero me negaba a llorar, porque así no iba a lograr cambiar el pasado, y a papá no le habría gustado saber que yo todavía seguía con mis lloriqueos a pesar de que había pasado tanto tiempo.

También echaba de menos a mamá. Añoraba a la madre de antes de que papá muriera. La que solía acurrucarse junto a mí en el sofá y leerme una de esas novelas románticas tan petardas que tanto le gustaban. Parecía que hiciera siglos de aquello.

Cuando papá murió, mamá empezó a trabajar de forma obsesiva. Antes siempre quería estar en casa. Después de que sucediera aquello, parecía que quisiera estar lo más lejos posible de nuestro hogar. Al final se dio por vencida y decidió que teníamos que irnos de allí, muy lejos. Por lo menos, desde que vivimos aquí, parece que quiere estar más presente en mi vida, aunque siga trabajando como una esclava.

Había decidido hacer caso omiso de mi furia compulsiva interior y pasar totalmente de las cajas cuando percibí un aroma familiar. Mamá se había puesto a cocinar. Algo malo pasaba.

Bajé las escaleras a toda prisa.

Allí estaba ella, delante de los fogones, con su uniforme de lunares del hospital. Solo mi madre es capaz de llevar lunares de los pies a la cabeza y estar guapa. Mamá tiene un precioso pelo rubio y liso y unos ojos color avellana muy vivaces. Incluso con el uniforme puesto hacía que mis ojos grises y mi pelo castaño corriente y moliente parecieran del montón.

Además, yo soy… más redondita, por así decirlo. Tengo las caderas más anchas, los labios carnosos y los ojos muy grandes, como de muñeca pepona (aunque a mamá le encantan).

Mamá se dio la vuelta y agitó la espátula de madera a modo de saludo, salpicando la cocina de huevo a medio cocinar.

–Buenos días, cielo.

Me quedé mirando aquel desorden, preguntándome cómo podría ofrecerme para arreglar aquel desastre sin herir los sentimientos de mi madre, que se estaba esforzando por parecer una de verdad. Aquello era un progreso enorme.

–Has llegado pronto a casa.

–Casi doblé mi turno entre ayer y hoy. Me las he apañado para trabajar de miércoles a sábado, desde las once hasta las nueve de la noche. Así me quedarán tres días libres. Y estoy pensando en trabajar a tiempo parcial en una de las clínicas de por aquí, o quizá en Winchester. –Despegó los huevos medio quemados de la sartén antes de colocarlos en dos platos y ofrecerme uno.

Ñam. Supuse que había llegado tarde para intervenir, así que me puse a rebuscar en la caja que estaba marcada como «Cubertería y demás».

–Ya sabes que no me gusta quedarme de brazos cruzados; por eso iré pronto a echarles un vistazo a esas clínicas.

Lo sabía, sí.

Y también sabía que la mayoría de los padres preferirían cortarse un brazo antes que dejar a una chica adolescente siempre sola en casa; pero mi madre no era así. Confiaba en mí porque nunca le había dado ninguna razón para que pensara lo contrario. No porque yo fuera de las que nunca hacen nada… Bueno, vale, quizá sí era esa la razón.

Supongo que soy aburrida.

En mi pandilla de Florida no era de las más calladitas, pero nunca faltaba a clase, sacaba buenas notas y era bastante buena niña. No porque me diera miedo desmelenarme o ser imprudente, sino porque no quería ser un problema más para mamá. Por lo menos, no entonces…

Cogí dos vasos y vertí el zumo de naranja que mamá debía de haber comprado de camino a casa.

–¿Quieres que vaya hoy a comprar? No tenemos nada de nada.

Asintió y se puso a hablar con la boca llena.

–Hija, estás en todo. Si pudieras ir a comprar sería genial. –Cogió el monedero de la mesa para sacar el dinero–. Con esto tendrás de sobra.

Me puse el dinero en el bolsillo de los vaqueros sin mirar cuánto me daba. Siempre me daba demasiado; se pasaba tres pueblos.

–Gracias –le dije entre dientes.

Se inclinó hacia delante, con un brillo en la mirada.

–Bueno, bueno… ¿Sabes que esta mañana he visto algo que me ha parecido muy interesante?

–¿El qué? –De ella se podía esperar cualquier cosa.

–¿Te has dado cuenta de que tenemos por vecinos a dos chicos de tu edad?

El sabueso que llevo en mi interior se despertó de repente, levantando las orejas.

–¿Ah, sí?

–Todavía no has salido de casa, ¿no? –Sonrió–. Y yo que pensaba que ya te habrías puesto manos a la obra para arreglar ese parterre tan ruinoso que tenemos ahí fuera.

–Tengo intención de arreglarlo, pero resulta que las cajas no se desempaquetan solas, ¿sabes? –Le dediqué una mirada mordaz. Adoro a mi madre, aunque era típico de ella que olvidara hacer tareas como esa–. En fin, dejémoslo y háblame de los chavales esos.

–Bueno; son dos, una es una chica que parece de tu edad y luego está el chico… –Sonrió al ponerse de pie–. Está como un tren.

Me atraganté con un trozo de huevo. Que mamá hablara de los chicos de mi edad de esa manera me parecía muy fuerte.

–Ay, mamá, no digas que está como un tren, que es muy raro.

Mamá se apartó de la encimera, recogió el plato de la mesa y lo llevó al fregadero.

–Cielo, puede que sea mayor, pero te aseguro que mis ojos funcionan de maravilla; especialmente hace un rato.

Volví a sentir vergüenza.

–¿Es que tienes pensado volverte una asaltacunas? ¿Estás en plena crisis de los cuarenta y debo preocuparme?

Mi madre me miró por encima del hombro mientras aclaraba el plato.

–Katy, hija, espero que hagas un esfuerzo por conocerlos. Creo que sería bueno para ti que hicieras amigos antes de que empiece el instituto. –Se quedó callada un instante antes de bostezar–. Podrían enseñarte cómo es todo por aquí, ¿no?

Me obligué a no pensar en el primer día de colegio, en ser la nueva y todo lo que comporta. Tiré a la basura los huevos que no me había comido.

–Sí, supongo que me vendría bien. Pero no pienso acudir a su puerta para suplicarles que sean mis amigos.

–No tendrías que suplicarles nada si te pusieras uno de esos vestidos tan bonitos de flores que llevabas en Florida en vez de eso que llevas. –Tiró del dobladillo de mi camiseta–. Solo tendrías que coquetear un poco.

Bajé la vista. En mi camiseta se leía: «MI BLOG ES MEJOR QUE TU VLOG». Pues no estaba nada mal. ¿Qué tenía de malo?

–¿Qué prefieres, que me presente en paños menores?

Se dio unos golpecitos con los dedos en el mentón.

–Eso sí que sería una presentación que no olvidarían jamás…

–¡Mamá! –le dije riendo–. ¡Se supone que tendrías que gritarme y decirme que no es una buena idea!

–Cielo, ya sabes que sé que no vas a hacer ninguna tontería. Ahora en serio, haz un esfuerzo, hija.

No sabía exactamente cómo debía llevar a la práctica lo de «hacer un esfuerzo».

Bostezó otra vez.

–Bueno, cariño, voy a acostarme un rato para recuperar horas de sueño.

–Vale, yo me ocupo de ir a comprar comida. –Y quizá algo de abono y plantas. El parterre daba verdadera pena.

–¿Katy? –Mamá se había quedado quieta junto a la puerta, con el ceño fruncido.

–¿Sí?

Sus ojos se ensombrecieron.

–Sé que este cambio es difícil para ti, especialmente antes de tu último año de instituto, pero era lo mejor para nosotras. Estar allá, en aquel apartamento, sin él… Había llegado el momento de que volviéramos a empezar. Es lo que tu padre habría querido.

El nudo en la garganta que creía haber dejado en Florida había vuelto.

–Ya lo sé, mamá. Estoy bien.

–¿Seguro? –Apretó el puño. Los rayos de sol que se colaban por la ventana se reflejaban en la alianza dorada que llevaba en el dedo anular.

Hice que sí con la cabeza, en un gesto rápido, para tranquilizarla.

–Sí. E iré a ver a los vecinos. Quizá puedan decirme dónde está el colmado. Y así haré un esfuerzo…

–¡Me parece perfecto! Si necesitas algo, llámame, ¿vale? –Los ojos de mamá se volvieron vidriosos a consecuencia de otro bostezo–. Te quiero, cielo.

Antes de poder decirle que yo también la quería, ya había desaparecido escaleras arriba.

Por lo menos mi madre estaba intentando cambiar, y yo estaba decidida a intentar encontrar mi hueco aquí. No iba a esconderme en mi habitación, con el portátil, como mamá temía que hiciera. Aunque relacionarme con gente de mi edad no era lo mío. Prefería leer un libro y rastrear en plan psicópata los comentarios que dejaban en mi blog.

Me mordisqueé el labio. Oía la voz de mi padre, animándome con su frase preferida: «Adelante, Kat, no seas una simple espectadora». Erguí la espalda. Papá no era de los que se quedaban mirando la vida pasar…

Y preguntar dónde estaba el colmado más cercano era una razón de lo más inocente para presentarme. Si mamá no se equivocaba y aquellos chicos eran de mi edad, quizá mudarnos aquí no hubiera sido una cagada total. Todo aquello era de locos, pero salí a toda prisa y atravesé el césped antes de tener tiempo de arrepentirme.

Subí de un salto al amplio porche, abrí la puerta de tela metálica, llamé a la puerta y me aparté antes de pasarme la mano por la camiseta para alisar las arrugas. «Todo controlado. Lo llevo bien.» Al fin y al cabo, preguntar por una dirección no tiene nada de raro.

Al otro lado se oyeron unos pasos contundentes y entonces se abrió la puerta y sin apenas darme cuenta me había quedado absorta contemplando un torso ancho, musculado y bronceado. Desnudo. Bajé la vista y creo que me quedé… sin respiración. Los tejanos le quedaban por debajo de las caderas y dejaban al descubierto una fina línea de oscuro vello que nacía debajo del ombligo y desaparecía bajo la cinturilla del vaquero.

Se le marcaban los abdominales: tenía una tableta de chocolate perfecta y muy apetecible. No esperaba que un chico de diecisiete años –la edad que sospechaba que tenía– estuviera tan bien formado… Pero, vaya, no pensaba quejarme. Además, me había quedado sin habla. Y no podía apartar la vista de allí.

Cuando logré que mis ojos se desplazaran en dirección norte, me encontré frente a unas pestañas espesas que abanicaban la parte superior de unos pómulos marcados y que ocultaban el color de sus ojos al bajar la vista para mirarme. Tenía que saber de qué color eran.

–¿Necesitas algo? –preguntaron, molestos, unos labios carnosos y muy besables.

Tenía una voz profunda y firme; de esas acostumbradas a ser escuchadas y obedecidas sin vacilación. Las pestañas se alzaron, revelando unos ojos tan verdes y brillantes que no podían ser de verdad. Eran de un tono esmeralda intenso que destacaba por contraste contra la piel bronceada.

–¿Hola? –volvió a intervenir mientras apoyaba una mano en el marco de la puerta, inclinándose–. ¿Se te ha comido la lengua el gato?

Respiré hondo y di un paso atrás. Noté que me ponía roja como un tomate de la vergüenza.

El chico levantó el brazo para apartarse un mechón de la frente. Miró a la lejanía y luego me miró a mí.

–Te lo voy a preguntar…

Cuando logré recuperar la voz, quería morirme.

–Me… me preguntaba si sabrías dónde está el colmado más cercano. Me llamo Katy, me he mudado a la casa de al lado –seguí divagando mientras señalaba hacia mi casa– hace un par de días…

–Ya lo sé.

«¿Ah, sí? Pues vale.»

–Bueno, es que me preguntaba si alguien sabría decirme por dónde se llega antes a algún colmado y quizá a algún sitio que venda plantas.

–¿Plantas?

No parecía que me estuviera haciendo una pregunta, pero yo me apresuré a responderle de todos modos:

–Sí, es que tengo un parterre delante de…

Se limitó a arquear una ceja, desdeñoso.

–Ya.

Notaba que la vergüenza desaparecía y la rabia empezaba a ocupar su lugar.

–Bueno, verás, tengo que comprar plantas…

–Para el parterre; ya lo he pillado. –Apoyó la cadera contra el marco de la puerta y se cruzó de brazos. Algo brillaba en sus ojos verdes. No era enfado; era algo diferente.

Respiré hondo. Si aquel tío me pegaba otro corte… Mi voz adoptó el tono que mi madre usaba cuando me veía jugando con objetos puntiagudos de pequeña.

–Me gustaría saber dónde puedo encontrar comida y plantas.

–¿Sabes que en este pueblo no hay más que un semáforo y gracias, verdad? –Arqueaba las cejas hasta el nacimiento del pelo, como si estuviera preguntándose cómo podía ser tan boba. Entonces supe por qué le brillaban los ojos: se estaba riendo de mí, y encima iba de superior por la vida.

Durante unos instantes no pude hacer más que mirarlo. Probablemente era el tío más cañón que había visto en toda mi vida, pero era un cretino total. Ver para creer.

–Bueno, solo quería saber por dónde tenía que tirar. Veo que no he venido en el mejor momento.

Levantó la comisura del labio.

–Nunca será un buen momento para que vengas a llamar a mi puerta, niña.

–¿Niña? –repetí, incrédula.

Volvió a arquear aquella ceja burlona que ya empezaba a odiar.

–No soy ninguna niña, tengo diecisiete años.

–¿Ah, sí? –Pestañeó–. Pues parece que tengas doce. Bueno, no; trece. Mi hermana tiene una muñeca que me recuerda a ti, con los ojos grandes y la expresión vacía.

¿Que le recordaba a una muñeca? ¡A una muñeca con la expresión vacía! La ira se me agolpaba en el pecho y me subía por la garganta.

–Oye, vale; perdona por molestarte. No te preocupes: no volveré a llamar a la puerta de tu casa, créeme. –Empecé a darme la vuelta par marcharme y no sucumbir al imperioso deseo de partirle la cara. O de ponerme a llorar.

–Eh –me dijo.

Me detuve en el escalón de abajo pero no quise volverme para que no se diera cuenta de lo disgustada que estaba.

–¿Qué?

–Ve a la carretera 2 y gira cuando llegues a la 220 en dirección norte; te llevará a Petersburgo. –Exhaló irritado, como si estuviera haciéndome un grandísimo favor–. Foodland está justo en el centro; lo verás seguro. Bueno, quizá a ti te cueste encontrarlo. Creo que está al lado de una ferretería. Allí encontrarás cosas para tus plantas.

–Gracias –musité antes de añadir entre dientes–, tarado.

Soltó una carcajada.

–Eso no es propio de una señorita, gatita.

Me volví dando un respingo.

–Nunca vuelvas a llamarme así –le espeté.

–Es mejor que llamarle «tarado» a alguien, ¿no? –Salió por la puerta–. Qué visita tan estimulante. La recordaré mucho tiempo.

Aquello ya era suficiente.

–¿Sabes qué? Tienes toda la razón. Mira que llamarte tarado… Esa es una palabra que no te define bien –le dije sonriendo–: «gilipollas» te pega más.

–Conque «gilipollas», ¿eh? –repitió–. Eres un encanto.

Levanté el dedo corazón.

Se rió de nuevo y agachó la cabeza. Un mar de mechones se le deslizó sobre la frente y casi oscureció sus intensos ojos verdes.

–Qué fina eres, gatita. Seguro que tienes una buena selección de gestos y de apodos interesantes que dedicarme, pero no me interesan.

En efecto, podía haberle dicho y hecho más cosas, pero me volví, muy digna, y regresé a casa pegando unos buenos pisotones sobre el césped, sin darle el placer de saber lo enfadada que estaba. Antes siempre había evitado enfrentarme con la gente, pero ese tío sabía cómo sacar la arpía que llevaba dentro. Cuando llegué a mi coche, abrí la puerta con un gesto brusco.

–¡Hasta luego, gatita! –dijo riéndose mientras daba un portazo.

Unas lágrimas llenas de rabia y vergüenza me quemaban los ojos. Metí las llaves en el contacto y di marcha atrás. «Haz un esfuerzo», me había dicho mi madre. Eso es lo que pasa cuando haces un esfuerzo.

CAPÍTULO 2

 

No logré calmarme hasta que llegué a Petersburgo y, aun así, todavía sentía un torbellino de rabia y humillación dentro de mí. ¿De qué iba aquel tío? Se supone que las gentes de pueblo son amables y no se comportan como si fueran discípulos de Satán.

Encontré la calle Mayor sin mayor dificultad. Literalmente era la calle mayor. En Mount View estaba la Biblioteca del condado, con lo que me recordé que debía sacarme ya el carné. La cosa estaba bastante limitadita para comprar comida. Había un supermercado llamado Foodland, aunque el letrero en realidad decía FOO LAND, porque faltaba la letra d, exactamente donde aquel desgraciado había dicho que estaría.

Los ventanales frontales estaban cubiertos de carteles con la foto de una chica desaparecida: una chica que debía de tener mi edad, de pelo largo y lacio y ojos alegres. Se decía que llevaba desaparecida algo más de un año, y se ofrecía recompensa a quien la encontrara. Llevaba tanto tiempo desaparecida que dudaba que alguien reclamara jamás el dinero… Entristecida por aquel pensamiento, entré en el supermercado.

Siempre hago la compra a toda pastilla y no me entretengo por los pasillos. A medida que iba llenando el carro, me daba cuenta de que iba a necesitar mucho más de lo que pensaba. En casa solo teníamos lo básico. Muy pronto lo había llenado hasta los bordes.

–¿Katy?

Aquella dulce voz femenina me sobresaltó, sacándome de mi ensimismamiento. Se me cayó un cartón de huevos al suelo.

–Mierda.

–¡Ay, lo siento! Te he asustado, lo hago muy a menudo. –Unos brazos muy bronceados aparecieron de la nada y recogieron el cartón para colocarlo de nuevo en la balda. La chica cogió otro cartón y lo sostuvo con sus esbeltos brazos–. Seguro que estos no están rotos.

Aparté la vista de aquella masacre de huevos cuyas yemas resbalaban brillantes por el suelo de linóleo y me quedé impresionada. Lo primero que pensé de aquella chica es que era demasiado guapa para estar en un supermercado con una caja de huevos en la mano.

Destacaba tanto como un girasol en un campo de trigo.

El resto de la gente no era sino un pálido reflejo. La chica tenía el pelo oscuro, rizado y más largo que el mío, porque le llegaba hasta la cintura. Era alta, delgada, tenía unas facciones prácticamente perfectas y desprendía un aura de inocencia. Me recordaba a alguien, especialmente por aquellos ojos verdes tan extraordinarios. Apreté los dientes. Las posibilidades eran remotas…

Sonrió.

–Soy la hermana de Daemon; me llamo Dee. –Colocó el cartón de huevos intactos en mi carro–. ¡Están nuevecitos! –Sonrió.

–¿Daemon?

Dee señaló el bolso rosa chicle que llevaba en la parte frontal del carro. Encima de él descansaba un teléfono móvil.

–Has hablado con él hace media hora. Te acercaste a casa en busca de indicaciones, ¿no?

Así que aquel capullo tenía nombre. Daemon. Le pegaba bastante. Y, claro, su hermana tenía que ser por fuerza tan atractiva como él. ¿Cómo no? ¡Bienvenidos a Virginia Occidental, la tierra de los supermodelos! Empezaba a dudar que yo pudiera encajar allí.

–Sí, perdona. No esperaba que alguien fuera a decir mi nombre –dije antes de quedarme en silencio un instante–. ¿Te ha llamado?

–Sí. –Apartó con mucha destreza el carro para que pasara un niño pequeño que correteaba sin control por el estrecho pasillo–. Bueno, el caso es que he visto que os mudabais y he querido acercarme a saludaros desde entonces, y como mi hermano me ha dicho que estabas por aquí… tenía tantas ganas de conocerte que vine a toda prisa. Me dijo qué aspecto tenías.

Me imaginaba perfectamente cómo me habría descrito.

La chica me miraba curiosa con aquellos intensos ojos verdes.

–Aunque, la verdad, no te pareces en nada a su descripción. Bueno; el caso es que sabía quién eras. Aquí casi todos nos conocemos de vista.

Me quedé mirando a un niño pequeño que trepaba por la estantería del pan.

–Creo que a tu hermano no le caigo nada bien.

Frunció el ceño.

–¿Qué?

–He dicho que a tu hermano no le caigo bien. –Me volví hacia el carrito y me puse a toquetear un paquete de carne envasada–. Digamos que no fue demasiado amable.

–Ostras –dijo, antes de reírse. Le dediqué una mirada severa–. Perdona, es que mi hermano tiene unos cambios de humor bastante bruscos.

«¿Me lo dices o me lo cuentas?»

–No parecía que fuera solo mal genio, la verdad.

Negó con la cabeza.

–Tenía un mal día. Es peor que una chica, créeme. No te odia. Somos gemelos, y te aseguro que me entran ganas de matarlo todos los días. Daemon es un poco bruto, no se lleva bien con… la gente.

–¿Ah, sí? –Me reí.

–Bueno, ¡me alegro de haberte encontrado aquí! –exclamó cambiando de tema otra vez–. No sabía si te molestaría que me presentara en tu casa, como todavía os estáis instalando…

–No, no me habría molestado. –Me esforzaba por seguir la conversación. Aquella chica cambiaba de tema con tanta facilidad que parecía hiperactiva.

–Tendrías que haber visto la cara que he puesto cuando Daemon me ha dicho que tenías nuestra edad. Casi me voy a casa corriendo para darle un abrazo. –La chica gesticulaba entusiasmada–. Pero, si hubiera sabido que había sido tan maleducado contigo, le habría dado un puñetazo.

–Me lo imagino. –Sonreí–. A mí también me habría gustado darle un buen sopapo.

–Imagínate ser la única chica que hay en todo el barrio: todo el día estoy pegada al pesado de mi hermano. –Miró por encima del hombro y de repente frunció las delicadas cejas.

Seguí su mirada. El niño pequeño tenía un cartón de leche en cada mano, cosa que me recordó que debía comprar leche.

–Ahora mismo vuelvo. –Me fui hacia la sección de refrigerados.

La madre del niño apareció por fin por la esquina del pasillo, gritando:

–¡Timothy Roberts, haz el favor de dejar eso donde estaba! ¿Qué crees que estás…?

El niño le sacó la lengua. Nada como estar cerca de algún niño para optar por la abstinencia sexual. No es que yo estuviera en esa situación, pero… Me fui con los cartones de leche hacia donde me esperaba Dee, quien miraba al suelo. Con los dedos rodeaba el mango del carrito y los apretaba hasta que los nudillos se le quedaban blancos.

–¡Timothy, ven aquí inmediatamente! –La madre lo agarró por el gordezuelo brazo. Del severo moño se le escaparon algunos mechones rebeldes–. ¿Es que no entiendes lo que te tengo dicho? –le dijo entre dientes–. No puedes estar cerca de ellos.

¿A quién se refería con aquel «ellos»? Allí solo estábamos Dee y yo. Miré confundida a la mujer y me sorprendió la repugnancia que se reflejaba en sus ojos oscuros. Era una mirada llena de asco, pero, además, su modo de apretar los labios, temblorosos, me reveló que en aquel gesto había algo más: miedo.

Y a quien miraba era a Dee.

Cogió en brazos al niño y se marchó a toda prisa, dejando el carro en medio del pasillo.

Me volví hacia Dee.

–¿Y a esa qué mosca le ha picado?

La sonrisa de Dee se volvió frágil.

–Es un pueblo pequeño. La gente del lugar es bastante rara; no les hagas caso. Oye, debes de estar harta entre la mudanza y el supermercado… Vaya palo, ¿no? Creo que no hay castigo peor que deshacer cajas y salir a hacer la compra. ¿Te imaginas cómo sería ir al infierno y que te condenaran eternamente a hacer estas dos tareas?

No pude evitar sonreír mientras intentaba seguir el parloteo incesante de Dee y acabábamos de llenar los carros. Alguien así normalmente me cansaba a los cinco segundos, pero ella tenía un modo muy peculiar de balancearse sobre los talones y su alegría era contagiosa.

–¿Tienes que comprar más cosas? –me preguntó–. Yo creo que ya he acabado. En realidad, vine para verte y no he podido ir más allá del pasillo de los helados, ¡me he quedado atrapada!

Me reí y le eché un vistazo a mi carro, lleno hasta los topes.

–No, creo que he acabado también.

–Pues vámonos, podemos ir juntas hacia las cajas.

Mientras esperábamos a pasar por caja, Dee seguía con su cháchara, y no volví a pensar en el incidente del pasillo. Dee pensaba que Petersburgo necesitaba otro supermercado, porque ese no tenía alimentos de cultivo ecológico, y ella quería comprar un pollo de granja para la receta que iba a prepararle Daemon para cenar. Minutos más tarde, ya no me preocupaba seguir el ritmo de su conversación y empecé a relajarme. No es que fuera simplemente una chica animada, era pura vida… Deseé que se me pegara un poco de aquel entusiasmo vital.

La fila avanzaba más rápido que en las ciudades grandes. Cuando ya estuvimos fuera, se detuvo junto a un Volkswagen nuevecito y abrió el maletero.

–Qué coche más chulo –le dije. Debían de tener bastante pasta, a no ser que Dee trabajara.

–Me encanta. –Le dio un golpecito al parachoques trasero–. Es mi bebé.

Coloqué las bolsas de la compra en los asientos de atrás de mi coche.

–¿Katy?

–¿Sí? –Jugueteé con las llaves mientras deseaba que, a pesar de tener un hermano tan capullo, quisiera quedar conmigo después. Era difícil saber si mamá iba a despertarse tarde.

–Tengo que pedirte disculpas por lo de mi hermano. Sabiendo cómo es, seguro que se pasó un poco.

Me sentí mal por ella, por tener que ser familia de un idiota así…

–Tú no tienes la culpa.

Jugueteó con las llaves alrededor del dedo anular antes de mirarme.

–Es demasiado protector, no le gustan los desconocidos.

¿Protector, como un perro? Casi se me escapa una risita, pero al ver la cara de pena de Dee al pensar que quizá no iba a perdonarla, no lo hice. Vaya rollo tener un hermano como aquel.

–No pasa nada. Quizá tenía un mal día.

–Quizá. –Sonrió, pero el gesto parecía forzado.

–De verdad, no te preocupes. No estoy enfadada contigo –le dije.

–¡Gracias! En serio, no soy una pesada que va acosando por ahí a los demás, te lo juro. –Me guiñó un ojo–. Pero sería genial que quedáramos esta tarde, ¿tienes planes?

–La verdad es que pensaba arreglar el parterre que tenemos delante de casa. ¿Te apetece ayudarme? –Tener compañía podría ser divertido.

–¡Me parece genial! Voy a dejar la compra en casa y vuelvo enseguida –dijo–. ¡Nunca he hecho nada de jardinería, qué emocionante!

Antes de poder preguntarle qué tipo de infancia había tenido para no tener algunas nociones mínimas, ya se había subido al coche y había salido del aparcamiento. Me aparté del parachoques y me dirigí hacia el lado del copiloto. Abrí la puerta y me disponía a entrar cuando tuve la desagradable sensación de que alguien me observaba.

Miré en todas direcciones, pero solo vi a un tipo vestido de negro y con gafas de sol, en plan Men in Black. Estaba mirando fijamente la foto de una persona desaparecida en un tablón comunitario.

Solo le faltaba el borrador de memoria y el perrillo parlante para parecer salido de aquella película. Me habría reído de no ser porque aquel hombre no me hacía ninguna gracia… Especialmente después de que se quedara mirándome.

 

Pasaban unos minutos de la una cuando Dee llamó a la puerta de casa. Cuando salí, me la encontré de pie, cerca de los escalones. Levantaba el empeine y apoyaba el peso del cuerpo sobre sus sandalias de cuña; una indumentaria un tanto peculiar para las labores de jardinería… El sol proyectaba un halo alrededor de su oscura cabellera y tenía una expresión pícara en el rostro. Era igualita que una princesa de cuento. O como Campanilla después de haberse tomado alguna sustancia extraña, teniendo en cuenta lo hiperactiva que era.

–Hola. –Salí al porche y cerré la puerta sin hacer apenas ruido–. Mi madre duerme.

–Espero no haberla despertado –susurró haciendo un poco de teatrillo.

Negué con la cabeza.

–Tranquila, ni un huracán es capaz de despertarla. Y te lo digo porque ha pasado de verdad.

Dee sonrió divertida y se sentó en el columpio del porche. Se llevó las manos a los codos, en un abrazo, y de repente pareció tímida.

–Tan pronto como entré con las compras, Daemon se zampó media bolsa de patatas, dos helados que eran míos y medio bote de mantequilla de cacahuete.

Se me escapó la risa.

–¡Ostras! ¿Y cómo consigue estar tan… en forma?

–Es increíble. –Puso los pies en el asiento del columpio y se abrazó las rodillas–. Come como una lima; tanto que tenemos que coger el coche para ir al supermercado unas dos o tres veces a la semana. –Un destello pícaro apareció en su mirada–. Claro que yo no me quedo corta; te vaciaría la despensa de casa en un abrir y cerrar de ojos. Mejor me quedo calladita.

La envidia me corroía. No tengo la suerte de contar con un metabolismo rápido (de ello dan buena fe las caderas y el culo que tengo). No es que esté gordísima, pero no me gusta que mamá diga que «tengo curvas». No es justo. Si me como una bolsa de patatas fritas, engordo dos kilos como mínimo.

–Tenemos suerte en eso. –Su sonrisa se había vuelto un poco tensa–. Bueno, oye, tienes que hablarme de Florida. Nunca he estado allí.

Me apoyé en la barandilla del porche.

–Pues imagínate: hay mogollón de centros comerciales, uno detrás de otro, y aparcamientos por todas partes. Ah, y playas, claro. Sí, eso sí que vale la pena. –Me encanta sentir los rayos del sol sobre la piel y el tacto de la arena mojada contra los dedos de los pies.

–¡Guau! –exclamó Dee, mirando hacia su casa, como si estuviera esperando a alguien–. Te va a costar bastante acostumbrarte a vivir aquí. Es difícil adaptarte a algo cuando estás lejos de tu elemento natural…

Me encogí de hombros.

–Bueno, no sé. Esto no está tan mal. Aunque cuando supe que veníamos a vivir aquí pensé que mi madre me tomaba el pelo. Ni siquiera sabía que este sitio existía.

Dee se rió.

–Ya, mucha gente no lo conoce. Para nosotros también fue bastante fuerte.

–Ah, ¿entonces tampoco sois de por aquí?

Apartó la mirada y dejó de reír.

–No, no somos de por aquí.

–¿Vuestros padres vinieron por trabajo? –le pregunté sin tener ni idea de qué tipo de trabajos había por esta zona.

–Sí, trabajan en la ciudad; no los vemos demasiado.

Tuve la extraña sensación de que no me lo explicaba todo.

–Tiene que ser difícil… Aunque así sois más libres para hacer lo que queráis, supongo. Mi madre tampoco está mucho por casa.

–Supongo que entonces nos entiendes. –La expresión de sus ojos se volvió triste–. Nos las tenemos que apañar solos.

–Y te gustaría que la vida fuera un poco más emocionante, ¿verdad?

Dee se había puesto melancólica.

–¿Alguna vez has oído eso de «ten cuidado con lo que deseas porque puede cumplirse»? Pues eso me pasó a mí. –Se mecía adelante y atrás en el columpio, sin que ninguna de las dos hiciera nada por romper el silencio. La entendía perfectamente. Ni recordaba la de veces que, despierta en la cama, había deseado que mamá reaccionara y le diera un giro a su vida… y aquí estábamos, en Virginia Occidental.

Unos nubarrones oscuros aparecieron de la nada, proyectando sus sombras en el jardín. Dee frunció el ceño.

–¡Oh, no! Parece que se avecina una de nuestras famosas tormentas de media tarde… Suelen durar unas dos horas.

–Vaya, qué lástima. Entonces tendremos que dejar lo del parterre para mañana. ¿Te va bien?

–¡Claro! –Dee se puso a tiritar por el repentino aire frío que se había levantado.

–¿De dónde vendrá esa tormenta? Parece que haya salido de la nada, ¿verdad? –le pregunté.

Dee se puso de pie de un respingo y se frotó las palmas de las manos contra los pantalones.

–Pues sí. Bueno, creo que tu madre quizá ya se haya levantado, y yo tengo que despertar a Daemon.

–¿No es un poco tarde para estar durmiendo?

–Es un chico rarito –dijo Dee–. Mañana vendré e iremos a comprar cosas para el jardín, ¿te parece bien?

Sonreí y me aparté de la barandilla.

–Me parece muy buena idea.

–¡Genial! –Bajó los escalones de dos en dos y se giró con una pirueta–. ¡Le daré a Daemon recuerdos de tu parte!

Noté que me ardían las mejillas.

–Bueno, no hace falta.

–¡Créeme, sí! –Se rió y se fue a toda prisa a su casa. «Qué feliz.»

Mamá estaba en la cocina con una taza de café en la mano. Por su cara supe que se le había derramado algo de líquido en la encimera.

Cogí un trapo y me acerqué.

–Vive en la casa de al lado, se llama Dee y me la encontré en el supermercado. –Pasé el trapo por encima de las salpicaduras de café–. Tiene un hermano que se llama Daemon: son gemelos.

–¿Gemelos? ¡Qué interesante! –Sonrió–. ¿Es simpática, cielo?

Suspiré.

–Sí, mamá. Es muy simpática.

–Me alegro muchísimo. Ya empieza a ser hora de que salgas de tu cascarón.

No sabía que estuviera en un cascarón.

Mamá sopló antes de darle un sorbo al café. Me miraba por encima del borde de la taza.

–¿Habéis quedado para veros mañana?

–Pero si ya lo sabes: nos estabas escuchando.

–Pues claro, hija. –Me guiñó un ojo–. Eso es precisamente lo que hacemos las madres.

–¿Las madres cotillean las conversaciones ajenas?

–Sí. ¿Cómo si no voy a enterarme de lo que pasa? –respondió inocente.

Puse los ojos en blanco y me volví para ir a la sala de estar.

–Mamá, hay una cosa que se llama privacidad.

–¡Cielo –exclamó desde la cocina–, eso no existe!