JENNIFER L. ARMENTROUT

ONYX

SAGA LUX

Libro dos

Traducción de Aida Candelario Castro

 

Título original: Onyx, publicada en inglés, en 2012, por Entangled Publishing, LLC, Fort Collins, CO (EE.UU.).

This translation published by arrangement with Entangled Publishing, LLC. All rights reserved

Primera edición en esta colección: junio de 2013

© 2012 by Jennifer L. Armentrout
 © de la traducción, Aida Candelario, 2013

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2013

Plataforma Editorial

c/ Muntaner, 269, entlo. 1ª – 08021 Barcelona

Tel.: (+34) 93 494 79 99 – Fax: (+34) 93 419 23 14

info@plataformaeditorial.com

www.plataformaeditorial.com

Realización de cubierta:
 Lola Rodríguez

Depósito Legal:  B. 10.145-2013

ISBN:  978-84-15880-30-1

 

 

 

 

 

A los amantes de los libros
 y a los blogueros literarios de todo el mundo

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Agradecimientos

La opinión del lector

Otros títulos de la colección

Lola y el chico de al lado

Ojos azules en Kabul

CAPÍTULO 1

 

Transcurrieron diez segundos desde que Daemon Black se sentó hasta que me propinó un toquecito en la espalda con el dichoso boli. Diez segundos enteros. Me di la vuelta en la silla y aspiré aquel aroma a aire libre que lo caracterizaba.

Daemon apartó la mano y se dio golpecitos en la comisura de los labios con la tapa del bolígrafo. Unos labios que yo conocía perfectamente.

–Buenos días, gatita.

Me obligué a dirigir la mirada a sus ojos. Eran de un verde intenso, como el tallo de una rosa recién cortada.

–Buenos días, Daemon.

Unos mechones rebeldes de pelo oscuro le cayeron sobre la frente cuando ladeó la cabeza.

–No te olvides de que tenemos planes para esta noche.

–Lo sé. Estoy impaciente –respondí con tono seco.

Daemon se inclinó hacia delante, empujando el pupitre hacia abajo, y el jersey se le tensó sobre los anchos hombros. Oí cómo mis amigas Carissa y Lesa ahogaban una exclamación. Toda la clase nos observaba. Daemon levantó la comisura de sus labios, como si estuviera riéndose por dentro.

No pude soportar más aquel silencio.

–¿Qué pasa?

–Tenemos que deshacernos de tu rastro –dijo lo bastante bajo para que solo yo pudiera oírlo.

Gracias a Dios. No me apetecía nada intentar explicar a la gente normal lo que era ese rastro. «Bueno, es un residuo alienígena que se les pega a los humanos y los ilumina como si fueran un árbol de Navidad y actúa como una especie de faro para una malvada raza extraterrestre. ¿Quieres un poco?»

Ni de coña.

Cogí mi bolígrafo y me planteé clavárselo.

–Sí, ya me lo imaginaba.

–Y se me ha ocurrido una manera muy divertida de conseguirlo.

Ya suponía en qué consistía esa manera tan divertida: pegarnos el lote. Sonreí y sus ojos verdes brillaron.

–¿Te gusta la idea? –murmuró bajando la mirada hasta mis labios.

Una abrumadora oleada de deseo me provocó un estremecimiento por todo el cuerpo, y tuve que recordarme que el repentino cambio de actitud de Daemon tenía más que ver con el efecto que sus extrañas habilidades alienígenas tenían en mí que conmigo misma. Desde que Daemon me curó tras la batalla con los Arum, estábamos conectados, y aunque a él eso parecía bastarle para meterse en una relación, a mí no.

No era real.

Yo quería lo que habían tenido mis padres: amor eterno. Intenso y auténtico. No me conformaría con esa locura de vínculo extraterrestre.

–Ni lo sueñes, chaval –dije al fin.

–Es inútil que te resistas, gatita.

–Tan inútil como tus encantos.

–Ya veremos.

Puse los ojos en blanco y me volví hacia la parte delantera del aula. Daemon estaba como un tren, pero a veces me entraban ganas de matarlo, lo que hacía que me olvidara de lo guapo que era. Aunque no siempre.

Nuestro anciano profesor de Trigonometría entró arrastrando los pies y aferrando un grueso fajo de papeles mientras esperaba a que sonara la campana, que ya se retrasaba.

Daemon me dio otro toquecito con el boli.

Apreté los puños y pensé en ignorarlo, pero sabía que él seguiría insistiendo, así que me volví y lo fulminé con la mirada.

–¿Qué quieres, Daemon?

Se movió veloz como un rayo. Con una sonrisa que me provocó una sensación extraña en el estómago, me pasó los dedos por la mejilla mientras me sacaba una pelusilla del pelo.

Me quedé mirándolo.

–Cuando terminen las clases…

Se me pasaron por la cabeza todo tipo de locuras cuando su sonrisa adquirió un aire pícaro, pero no pensaba seguir con ese jueguecito. Puse los ojos en blanco y me di la vuelta. No me dejaría llevar por mis hormonas… ni por el modo en que aquel chico me sacaba de mis casillas.

Durante el resto de la mañana noté un ligero dolor detrás del ojo izquierdo, del que hice completamente responsable a Daemon. Cuando llegó la hora de la comida, me sentía como si me hubieran dado un buen mamporro en la cabeza. El ruido constante de la cafetería y la mezcla del olor a desinfectante y comida quemada hicieron que me entraran ganas de salir corriendo de allí.

–¿Vas a comerte eso? –Dee Black señaló el requesón con piña que seguía intacto en mi plato.

Negué con la cabeza y le pasé la bandeja. El estómago se me revolvió cuando mi amiga empezó a zamparse mi comida.

–Pareces un saco sin fondo. –En los oscuros ojos de Lesa se reflejó claramente la envidia mientras observaba a Dee. No la culpaba. Una vez vi a Dee comerse un paquete entero de galletas Oreo de una sentada–. ¿Cómo lo haces?

Dee encogió sus delicados hombros.

–Supongo que tengo un metabolismo rápido.

–¿Qué habéis hecho el fin de semana? –preguntó Carissa frunciendo el ceño mientras se limpiaba las gafas con la manga de la camisa–. Yo he estado rellenando solicitudes para la universidad.

–Pues yo he estado dándome el lote con Chad todo el fin de semana –soltó Lesa con una amplia sonrisa.

Las dos chicas nos miraron a Dee y a mí, esperando que explicáramos a qué habíamos dedicado el fin de semana. Supuse que no sería apropiado comentar lo de matar a un alienígena psicópata y casi morir en el intento.

–Quedamos y vimos películas malas –contestó Dee, quien me dirigió una leve sonrisa mientras se colocaba un mechón de reluciente pelo negro detrás de la oreja–. Nos aburrimos bastante, la verdad.

Lesa resopló.

–Pero qué sosas sois.

Empecé a esbozar una sonrisa, pero entonces noté un cálido hormigueo en la nuca. El sonido de la conversación se desvaneció a mi alrededor y, unos segundos después, Daemon ocupó el asiento situado a mi izquierda. Me colocó delante un vaso de plástico lleno de batido de fresa (mi preferido). Me dejó completamente asombrada recibir un regalo de Daemon, más aún tratándose de una de mis bebidas favoritas. Mis dedos rozaron los suyos cuando cogí el vaso y sentí que un chispazo de electricidad me recorría la piel.

Aparté la mano y di un sorbo. Estaba riquísimo. Quizá consiguiera que se me pasara el malestar. Y quizá pudiera acostumbrarme a ese nuevo Daemon que hacía regalos. Era mucho mejor que su otra versión, la que actuaba como un cretino.

–Gracias.

Sonrió a modo de respuesta.

–¿Y los nuestros? –bromeó Lesa.

Daemon se rió.

–Solo me dedico a complacer a una persona en particular.

Las mejillas me ardían mientras apartaba un poco la silla.

–No haces nada para complacerme.

Daemon se inclinó hacia mí, anulando la distancia que yo acababa de conseguir.

–Todavía no.

–¡Por el amor de Dios, Daemon, que estoy aquí! –exclamó Dee con el ceño fruncido–. Vas a hacer que pierda el apetito.

–Como si eso fuera posible –repuso Lesa poniendo los ojos en blanco.

Daemon sacó un bocadillo de la mochila. Todas las chicas de la mesa, salvo su hermana, se habían quedado mirándolo. Y algunos chicos también. Impasible, le ofreció una galleta de avena a Dee.

–¿No tenemos que hacer planes? –preguntó Carissa con las mejillas coloradas.

–Así es –respondió Dee sonriéndole a Lesa–. Grandes planes.

–¿Qué planes son esos? –Me pasé una mano por la frente húmeda.

–Dee y yo hemos estado hablando en clase de Inglés de montar una fiesta dentro de dos semanas –me informó Carissa–. Algo…

–Bestial –intervino Lesa.

–Pequeño –la corrigió Carissa con cara seria–. Solo algunas personas.

Dee asintió con la cabeza y el entusiasmo se reflejó en sus brillantes ojos verdes.

–Nuestros padres van a estar fuera el viernes, así que es perfecto.

Miré a Daemon. Me guiñó un ojo y sentí que mi estúpido corazón daba un vuelco.

–Es genial que vuestros padres os permitan dar una fiesta en casa –dijo Carissa–. A los míos les daría un infarto si les sugiriera algo así.

–Nuestros padres son bastante guays. –Dee se encogió de hombros y apartó la mirada.

Me obligué a poner cara de póquer mientras sentía una punzada de dolor en el pecho. Estaba segura de que Dee deseaba que sus padres estuvieran vivos más que nada en este mundo. Y probablemente Daemon también. De ese modo no tendría que cargar con la responsabilidad de ocuparse de su familia. Durante el tiempo que habíamos pasado juntos, había llegado a entender que la mayor parte de su horrible actitud se debía al estrés. Y además estaba el asunto de la muerte de su hermano gemelo…

La fiesta se convirtió en el tema de conversación durante el resto de la comida. La fecha fijada me venía genial, puesto que mi cumpleaños era el siguiente sábado. Sin embargo, para cuando llegara el viernes, todo el instituto se habría enterado de lo de la fiesta. En un pueblo en el que beber en un maizal un viernes por la noche se consideraba lo más emocionante del mundo, no había forma de que aquello siguiera siendo una fiesta «pequeña». ¿Acaso Dee no se daba cuenta?

–¿Tú estás de acuerdo con esto? –le susurré a Daemon.

–No puedo impedírselo –dijo encogiéndose de hombros.

Sabía que podría hacerlo si quisiera, lo que significaba que no le importaba que montara la fiesta.

–¿Una galletita? –me ofreció mientras sostenía una galleta con trozos de chocolate.

A pesar de tener la barriga revuelta, no podía rechazar algo así.

–Claro.

Levantó el labio y se inclinó hacia mí. Su boca quedó a pocos centímetros de la mía.

–Ven a cogerla.

¿Que fuera a cogerla…? Daemon se colocó media galleta entre aquellos labios carnosos que daban ganas de besar.

«Dios mío…»

Me quedé boquiabierta. Varias de las chicas sentadas a la mesa emitieron unos ruiditos que me hicieron pensar que se estaban ahogando en babas, pero no logré apartar la mirada para comprobar qué estaba pasando. Tenía la galleta, y aquellos labios, justo delante de mí.

Me puse roja como un tomate. Santo cielo, podía sentir que todo el mundo nos miraba mientras Daemon enarcaba las cejas, retándome.

Dee simuló una arcada.

–Creo que voy a vomitar.

Deseé que la tierra me tragara. Pero ¿qué pensaba Daemon que iba a hacer? ¿Coger la galleta de su boca como si estuviéramos en una versión para mayores de edad de La dama y el vagabundo? Mierda, la verdad era que me apetecía hacerlo, y no estaba segura de en qué me convertía eso.

Daemon se sacó la galleta de la boca. Le brillaban los ojos, como si hubiera ganado una batalla.

–Se te acabó el tiempo, gatita.

Me quedé mirándolo sin decir nada mientras partía la galleta en dos y me pasaba el trozo más grande. Lo cogí enfadada y estuve tentada de tirárselo a la cara… pero tenía trozos de chocolate. Así que me lo comí. Me encantó.

Tomé otro sorbo de batido y sentí un escalofrío en la espalda, como si alguien estuviera observándome. Recorrí la cafetería con la mirada, esperando encontrar a la ex novia alienígena de Daemon fulminándome con la mirada, pero Ash Thompson estaba charlando con un chico. Vaya, ¿sería otro Luxen? No había muchos de su edad, pero dudaba que la creída de Ash se dignara sonreírle a un humano. Aparté la vista de su mesa y seguí examinando el resto de la cafetería.

El señor Garrison estaba junto a las puertas dobles que conducían a la biblioteca, pero tenía la mirada clavada en una mesa llena de deportistas que realizaban elaborados diseños con el puré de patatas. Nadie nos prestaba la más mínima atención.

Negué con la cabeza; me preocupaba sin motivo. Como si un Arum fuera a asaltar la cafetería del instituto. Quizá había pillado la gripe. Las manos me temblaron levemente cuando toqué la cadena que me rodeaba el cuello. Noté el reconfortante tacto frío del colgante de obsidiana contra mi piel: aquello era mi salvación. Tenía que dejar de imaginarme cosas. Tal vez por eso me sentía aturdida y mareada.

No tenía nada que ver con el chico que estaba sentado a mi lado. Claro que no.

 

 

Había varios paquetes esperándome en la oficina de correos, pero apenas chillé de emoción. Se trataba de copias adelantadas de libros que otros blogueros me habían pasado para reseñar. Y yo ni me inmuté. Prueba irrefutable de que había contraído la enfermedad de las vacas locas.

El viaje a casa fue una tortura. Sentía las manos débiles y no podía pensar con claridad. Apreté el paquete contra el pecho e ignoré el hormigueo que noté en la nuca mientras subía los escalones del porche. Y también ignoré al chico de más de metro ochenta que estaba apoyado contra la barandilla.

–No has venido directa a casa después de clase –dijo malhumorado, como si fuera un neurótico y supersexy agente del servicio secreto y yo hubiera logrado darle esquinazo.

–¿No es evidente que tenía que ir a la oficina de correos? –contesté mientras sacaba las llaves con la mano libre.

Abrí la puerta y dejé el paquete en la mesita del recibidor. Daemon estaba justo detrás de mí, naturalmente, sin aguardar a que lo invitara a pasar.

–El correo podía haber esperado –repuso mientras me seguía hasta la cocina–. ¿Había algo importante o solo libros?

Saqué el zumo de naranja de la nevera dando un suspiro. La gente a la que no le entusiasman los libros no lo entiende.

–Pues no, solo había libros.

–Lo más probable es que no haya ningún Arum merodeando por la zona, pero no podemos bajar la guardia, y además con ese rastro los guiarías derechitos a nuestra puerta. Ahora mismo, eso es más importante que tus libros.

Qué va, los libros eran más importantes que los Arum.

Me serví un vaso de zumo, demasiado hecha polvo para discutir con Daemon. Estaba claro que aún no dominábamos el arte de mantener conversaciones educadas.

–¿Tienes sed?

Suspiró.

–Pues sí. ¿Tienes leche?

Señalé la nevera.

–Sírvete tú mismo.

–¿Me ofreces algo de beber y no me lo sirves?

–Te he ofrecido zumo de naranja –contesté mientras llevaba el vaso a la mesa–, y tú has elegido leche. Y baja la voz, que mi madre está durmiendo.

Se sirvió un vaso de leche mientras mascullaba algo. Cuando se sentó a mi lado, me di cuenta de que llevaba unos pantalones de chándal negros, lo que me recordó la última vez que había estado en mi casa vestido así. Nos habíamos enrollado. Nuestra discusión se había convertido en un apasionado beso sacado de una de esas noveluchas románticas que me gustaba leer. Aquel encuentro todavía me quitaba el sueño. Pero no pensaba admitirlo ni en un millón de años.

Fue tan intenso que los poderes extraterrestres de Daemon habían reventado la mayor parte de las bombillas de la casa y me habían frito el portátil. Echaba tantísimo de menos mi ordenador y mi blog… Mamá me había prometido uno nuevo por mi cumpleaños, pero aún faltaban dos semanas.

Jugueteé con el vaso sin levantar la vista.

–¿Puedo preguntarte algo?

–Eso depende –contestó con soltura.

–¿Sientes… algo cuando estamos juntos?

–¿Aparte de lo que he sentido esta mañana cuando he visto lo bien que te quedaban esos vaqueros?

–Daemon. –Suspiré a la vez que intentaba ignorar a la adolescente que gritaba en mi interior: «¡Se ha fijado en mí!»–. Hablo en serio.

Trazó círculos, distraído, sobre la mesa de madera con sus largos dedos.

–Noto calor y un cosquilleo en la nuca. ¿Te refieres a eso?

Levanté la mirada y vi que se le había dibujado una media sonrisa.

–Sí. Así que tú también lo sientes, ¿no?

–Siempre que estamos cerca.

–¿Y no te molesta?

–¿A ti sí?

No sabía qué decir. El cosquilleo no resultaba doloroso ni nada por el estilo, solo raro. Pero lo que sí me molestaba era lo que simbolizaba: aquella maldita conexión de la que no sabíamos nada. Hasta nuestros corazones latían al mismo ritmo.

–Podría ser un… efecto secundario de la curación. –Daemon me observaba por encima de su vaso. Seguro que estaría sexy hasta con un bigote de leche–. ¿Te encuentras bien? –me preguntó.

No mucho, la verdad.

–¿Por qué?

–Estás que das pena.

En cualquier otro momento, ese comentario habría desencadenado una guerra entre ambos, pero ese día simplemente dejé el vaso medio vacío sobre la mesa y dije:

–Creo que estoy enferma.

Daemon arrugó el ceño. La idea de estar enfermo era algo desconocido para él, pues los Luxen jamás enfermaban.

–¿Qué te pasa?

–No lo sé. Probablemente haya cogido algún virus extraterrestre.

Resopló.

–Lo dudo. No puedo permitirme el lujo de que te pongas enferma. Tenemos que salir e intentar eliminar tu rastro. Hasta entonces eres…

–Como te atrevas a decir que soy un problema, te doy una patada. –La rabia se impuso a las náuseas–. Me parece que ya he demostrado que no lo soy, sobre todo cuando alejé a Baruck de tu casa y lo maté. –Me esforcé por no alzar la voz–. Que sea humana no significa que sea débil.

Daemon se recostó en la silla enarcando las cejas.

–Iba a decir que hasta entonces eres vulnerable; estás en peligro.

–Ah. –Me puse colorada. Qué corte–. Vale, pero que conste que no soy débil.

Daemon estaba sentado a la mesa y, un segundo después, lo tenía de rodillas a mi lado. Tuvo que levantar ligeramente la cabeza para mirarme.

–Ya sé que no eres débil. Lo has demostrado. Y en cuanto a lo que hiciste este fin de semana, lo de usar nuestros poderes, todavía no entiendo cómo ocurrió, solo sé que no eres débil. Nunca lo has sido.

Caramba. Me resultaba difícil mantenerme firme en mi decisión de no ceder a la ridícula idea de que podíamos estar juntos cuando se mostraba tan… amable o cuando me miraba como si quisiera comerme. Lo que me hizo pensar en aquella maldita galleta con trozos de chocolate en su boca.

Le temblaron los labios, como si me hubiera leído el pensamiento y luchara por contener una sonrisa. No aquella sonrisilla burlona tan típica en él, sino una sonrisa de verdad.

Se puso en pie de pronto, irguiéndose sobre mí.

–Ahora necesito que demuestres que no eres débil. Mueve el culo y eliminemos parte de ese rastro.

Solté un gemido.

–Daemon, de verdad que no me encuentro bien.

–Kat…

–No lo digo para complicar las cosas. Tengo ganas de vomitar.

Cruzó los musculosos brazos, y se le tensó la camiseta de deporte por la parte del pecho.

–No es seguro que te pasees por ahí cuando pareces un maldito faro. Mientras tengas el rastro, no podrás hacer nada ni ir a ninguna parte.

Me levanté de la mesa haciendo caso omiso de las náuseas.

–Iré a cambiarme.

Daemon abrió mucho los ojos en un gesto de sorpresa mientras retrocedía un paso.

–¿Cedes tan fácil?

–¿Ceder? –Me reí sin ganas–. Solo quiero que desaparezcas de mi vista.

–Sigue diciéndote eso, gatita –repuso con una risita grave.

–Sigue alimentando tu ego…

En un abrir y cerrar de ojos, lo tenía delante de mí, bloqueándome el paso. Entonces empezó a avanzar lentamente, con la cabeza gacha y una mirada penetrante. Retrocedí hasta que toqué el borde de la mesa de la cocina con las manos.

–¿Qué pasa? –espeté.

Colocó las manos a ambos lados de mis caderas y se inclinó hacia delante. Sentí su cálido aliento en la mejilla y nuestras miradas se encontraron. Se acercó un milímetro más y me rozó el mentón con los labios. Un gemido ahogado escapó del fondo de mi garganta cuando me balanceé hacia él.

Un instante después, Daemon se apartó con una risilla petulante.

–Vaya… parece que no es falta de modestia, gatita. Ve a prepararte.

«¡Mierda!»

Salí de la cocina y fui al piso de arriba, no sin antes dedicarle un gesto con el dedo corazón. Todavía notaba la piel húmeda y pegajosa, y no tenía nada que ver con lo que acababa de suceder, pero aun así me puse unos pantalones de chándal y una camiseta térmica. Correr era lo que menos me apetecía en ese momento. Pero a Daemon no le importaba que no me encontrara bien.

Lo único que le importaba era él mismo y su hermana.

«Eso no es verdad», susurró una voz insidiosa e irritante en mi cabeza. Aunque quizá la voz estuviera en lo cierto. Me había curado cuando podría haberme dejado morir y además había oído sus pensamientos, lo había oído suplicarme que no lo abandonara.

De cualquier forma, tenía que tragarme las ganas de vomitar y salir a correr, aunque un sexto sentido me decía que aquello no iba a terminar bien.

CAPÍTULO 2

 

Aguanté veinte minutos.

Entre el terreno irregular del bosque, el fresco viento de noviembre y el chico que iba a mi lado, no pude más. Dejé a Daemon a medio camino del lago y regresé a casa a paso rápido. Me llamó un par de veces, pero hice como si no lo oyera.

Vomité menos de un minuto después de llegar al baño. Devolví aferrada al váter y con lágrimas bajándome por la cara. Hice tanto ruido que hasta desperté a mamá, que entró corriendo en el baño y me apartó el pelo de la cara.

–¿Cuánto hace que te encuentras mal, cielo? ¿Unas horas, todo el día o ha sido de repente?

Mi madre, la eterna enfermera.

–Llevo así todo el día. Va y viene –contesté con la cabeza contra la bañera.

Mamá chasqueó suavemente la lengua en señal de desaprobación mientras me colocaba una mano en la frente.

–Estás ardiendo. –Cogió una toalla y la humedeció–. Debería llamar al trabajo…

–No, estoy bien. –Me hice con la toalla y la apreté contra la frente. El frescor resultaba maravilloso–. Solo es gripe. Y ya me siento mejor.

Mi madre no se despegó de mi lado hasta que me levanté y me duché. Tardé una eternidad en ponerme una camiseta ancha para dormir. La habitación dio vueltas cuando me metí bajo las sábanas. Cerré bien los ojos y esperé a que mamá regresara.

–Aquí tienes tu teléfono y un poco de agua. –Dejó ambas cosas en la mesilla y se sentó a mi lado–. Abre.

Abrí un ojo a duras penas y vi que tenía un termómetro delante de la cara, por lo que abrí la boca obedientemente.

–Decidiremos si me quedo en casa dependiendo de cuánta fiebre tengas –me informó–. Lo más probable es que solo sea la gripe, pero…

–Hum… –gemí.

Me miró con cara de póquer y esperó a que el aparato pitara.

–Treinta y ocho. Tómate esto. –Hizo una pausa para entregarme dos pastillas. Me las tragué sin preguntar–. No es mucha fiebre, pero quiero que te quedes en la cama descansando. Llamaré para ver cómo estás antes de las diez, ¿vale?

Dije que sí con la cabeza y luego me acurruqué. Lo único que quería era dormir.

Mamá dobló otro paño húmedo y me lo puso sobre la frente. Cerré los ojos. Estaba casi segura de que estaba entrando en la fase uno de una infección zombi.

Una extraña niebla me invadió el cerebro. Me dormí, pero me desperté para hablar con mi madre y luego otra vez después de medianoche. La ropa húmeda se pegaba a mi piel sudorosa por la fiebre. Decidí apartar las sábanas y me di cuenta de que estaban en el otro lado de la habitación, cubriendo el abarrotado escritorio.

Un sudor frío me empapó la frente cuando me senté. El martilleo del corazón me retumbaba en la cabeza, fuerte e irregular. Parecían dos latidos a la vez. Notaba la piel tirante sobre los músculos; caliente y con un constante hormigueo. Me puse en pie y la habitación dio vueltas.

Sentía un intenso calor que me quemaba por dentro. Era como si se me hubieran derretido las tripas. Los pensamientos se me agolpaban en un torrente interminable carente de sentido. Lo único que sabía con certeza era que tenía que refrescarme.

La puerta del cuarto se abrió, llamándome. No sabía adónde iba, pero recorrí el pasillo a trompicones y luego bajé por las escaleras. La puerta principal era como un faro que prometía alivio. Fuera estaría fresco. Y yo me refrescaría.

Pero no era suficiente.

Salí al porche y el viento me agitó la ropa húmeda y me apartó el pelo de la cara. El cielo nocturno estaba abarrotado de estrellas, que brillaban con intensidad. Bajé la mirada y los árboles que bordeaban la calle cambiaron de color. Amarillo, dorado, rojo. Luego adquirieron un tono marrón apagado.

Comprendí que estaba soñando.

Bajé del porche, aturdida. La grava me pinchó los pies, pero seguí caminando, con la luz de la luna guiándome. Me dio la impresión de que el mundo se volvía del revés, pero continué adelante.

No tardé en llegar al lago. El agua del color del ónix se rizaba bajo la pálida luz. Avancé y me detuve cuando los dedos de los pies se hundieron en la tierra. Un ardiente hormigueo me abrasó la piel mientras permanecía allí. Quemándome, sofocándome…

–¿Kat?

Me volví despacio. El viento soplaba a mi alrededor al tiempo que yo contemplaba aquella aparición. La luz de la luna proyectaba sombras en su rostro y se reflejaba en sus grandes ojos verdes. No podía ser real.

–¿Qué haces, gatita? –preguntó Daemon.

Parecía borroso, y Daemon nunca se volvía borroso. Puede que a veces se moviera tan rápido que resultara difícil verlo, pero nunca estaba borroso.

–Tengo… tengo que refrescarme.

Le cambió la expresión cuando entendió qué me proponía.

–No te atrevas a meterte en ese lago.

Retrocedí y el agua helada me acarició los tobillos y luego las rodillas.

–¿Por qué?

–¿Que por qué? –Dio un paso adelante–. Porque el agua está demasiado fría. Gatita, no me hagas entrar a sacarte.

La cabeza iba a estallarme. No cabía duda de que se me estaban derritiendo las neuronas. Me adentré más y el agua fría alivió el ardor que me recorría la piel. Me cubrió la cabeza, quitándome el aliento y el fuego. El ardor disminuyó hasta casi desaparecer. Podría haberme quedado allí abajo para siempre.

Unos brazos fuertes y sólidos me rodearon y me sacaron de nuevo a la superficie. El aire gélido me invadió, pero yo tenía los pulmones abrasados. Tomé bocanadas profundas con la esperanza de apagar las llamas. Daemon estaba sacándome de la maravillosa agua; se movía tan rápido que primero me encontraba en el agua y, un segundo después, de pie en la orilla.

–Pero ¿a ti qué te pasa? –me espetó mientras me agarraba de los hombros y me sacudía levemente–. ¿Se te ha ido la pinza o qué?

–Déjame. –Lo empujé sin apenas fuerzas–. Tengo fuego en el cuerpo.

Su intensa mirada me recorrió de la cabeza a los pies.

–Sí, desde luego que sí. Esa camiseta blanca mojada te queda de maravilla, gatita, pero ¿no te parece un poco temerario salir a nadar a medianoche en noviembre?

Lo que decía no tenía sentido. El respiro había acabado y la piel me ardía de nuevo. Me aparté de sus manos tambaleándome e intenté regresar al lago.

Sus brazos me rodearon antes de poder dar dos pasos y me hicieron volverme.

–Kat, no puedes meterte en el lago. Está demasiado frío. Vas a ponerte enferma. –Me apartó el pelo que se me había quedado pegado a las mejillas–. Mierda… más de lo que ya estás. Estás ardiendo.

Algo de lo que dijo despejó un poco la niebla de mi cerebro. Me incliné hacia él y apoyé la mejilla contra su pecho. Su olor era maravilloso: masculino y a especias.

–No te deseo.

–Este no es el mejor momento para tener esta conversación.

Aquello solo era un sueño, así que suspiré y le rodeé la firme cintura con los brazos.

–Pero te deseo.

Daemon me abrazó con fuerza.

–Ya lo sé, gatita. No engañas a nadie. Vamos.

Lo solté y los brazos me colgaron inertes a los costados.

–No… no me encuentro bien.

–Kat. –Se apartó y me cogió la cara entre las manos, manteniéndome la cabeza erguida–. Kat, mírame.

¿Acaso no estaba mirándolo? Las piernas me fallaron. Y entonces no quedó nada. Ni Daemon, ni pensamientos, ni fuego, ni Katy.

 

 

Todo era confuso e inconexo. Unas manos cálidas me apartaron el pelo de la cara. Unos dedos me acariciaron la mejilla. Una voz profunda me habló en un idioma musical y suave. Era como una canción, pero más… hermoso y reconfortante. Me sumergí en aquel sonido, perdiéndome un momento.

Oí voces.

Y me pareció oír a Dee:

–No puedes hacerlo. Solo empeorará el rastro.

Me movieron. Me quitaron la ropa mojada y algo cálido y suave se deslizó sobre mi piel. Intenté hablar con las voces que me rodeaban, y tal vez lo conseguí. No estaba segura.

En algún momento, me envolvieron en una nube y me llevaron a otra parte. Un corazón palpitó a ritmo constante bajo mi mejilla, arrullándome hasta que las voces se apagaron y al final unas manos frías reemplazaron a las cálidas. Percibí unas molestas luces brillantes. Oí más voces. ¿Una era la de mi madre? Sonaba preocupada. Estaba hablando con… alguien. Alguien a quien no reconocí. Él era el de las manos frías. Noté un pinchazo en el brazo, un dolor sordo que se extendió hasta los dedos. Me llegaron más voces apagadas, y luego ya no oí nada.

No había día ni noche, sino ese extraño punto intermedio en el que un fuego me abrasaba el cuerpo. Entonces, las manos frías regresaron y me sacaron el brazo de debajo de las sábanas. Esta vez no oí a mamá cuando sentí de nuevo el pinchazo en la piel. Un calor se abrió paso en mi interior, recorriéndome las venas. Jadeé y arqueé la espalda sobre la cama. Un grito ahogado escapó del fondo de mi garganta. Todo me ardía. Un fuego diez veces peor que el anterior me devoraba por dentro, y supe que me moría. Tenía que ser eso…

De pronto, sentí un frescor en las venas, como una ráfaga de viento invernal, que se movió rápido, sofocando las llamas y dejando un rastro de hielo a su paso.

Las manos se desplazaron a mi cuello y tiraron de algo. Una cadena… ¿Mi collar? Las manos habían desaparecido, pero podía notar la obsidiana zumbando, vibrando por encima de mí.

Y entonces dormí durante lo que me pareció una eternidad, sin estar segura de si alguna vez despertaría.

 

 

Había pasado cuatro días en el hospital y prácticamente no me acordaba de nada. Solo sabía que había despertado el miércoles en una habitación con techo blanco. Y que me sentía bien. Genial, incluso. Después de pasarme el jueves diciéndole a todo el que se acercaba a mi puerta que quería irme a casa, no paré de quejarme hasta que me dieron el alta. Era evidente que había sufrido una gripe fuerte, pero nada serio.

Mamá estaba a mi lado y me observaba con un rostro marcado por las ojeras mientras me bebía a toda prisa el vaso de zumo de naranja que había sacado de la nevera. Llevaba vaqueros y un jersey fino; resultaba raro verla sin el uniforme.

–Cielo, ¿estás segura de que te encuentras lo bastante bien para regresar a clase? Puedes tomarte el día libre y volver el lunes.

Negué con la cabeza. Faltar clase tres días ya me había supuesto una montaña de deberes, que Dee me había traído la noche anterior.

–Estoy bien.

–Has estado hospitalizada. Deberías tomártelo con calma.

–Estoy bien, de verdad –le aseguré al tiempo que lavaba el vaso.

–Ya sé que crees que te sientes mejor. –Me arregló la rebeca, que al parecer me había abotonado mal–. Puede que Will, el doctor Michaels, te haya permitido volver a casa, pero me diste un buen susto. Nunca te había visto tan enferma. ¿Por qué no lo llamo para ver si puede echarte un vistazo antes de empezar a visitar pacientes?

Para rematar, resultaba que ahora mi madre se tuteaba con mi médico; al parecer, su relación se había vuelto seria y me lo había perdido. Cogí la mochila e hice una pausa.

–¿Mamá?

–¿Sí?

–El lunes volviste a casa de madrugada, antes de terminar el turno, ¿verdad? –Cuando negó con la cabeza, me quedé aún más desconcertada–. Entonces, ¿cómo llegué al hospital?

–¿Estás segura de que te encuentras bien? –Me puso una mano en la frente–. No tienes fiebre, pero… Tu amigo te llevó al hospital.

–¿Mi amigo?

–Sí, te llevó Daemon. Aunque me pregunto cómo sabía que estabas tan enferma a las tres de la madrugada. –Entrecerró los ojos–. En realidad, me gustaría mucho saberlo.

«Ay, mierda.»

–A mí también.

CAPÍTULO 3

 

En toda mi vida, nunca había tenido tantas ganas de llegar a clase de Trigonometría. ¿Cómo diablos había sabido Daemon que estaba enferma? El sueño que tuve sobre el lago no podía haber sido real. Ni hablar. Si lo había sido, iba a… no sabía lo que haría, pero seguro que acababa roja como un tomate.

Lesa fue la primera en llegar.

–¡Eh! ¡Has vuelto! ¿Te encuentras mejor?

–Sí, estoy bien.

Miré hacia la puerta. Carissa entró unos segundos después. Me tiró de un mechón de pelo al pasar, con una sonrisa.

–Me alegro de que estés mejor. Nos tenías preocupadas. Sobre todo cuando fuimos a visitarte y estabas totalmente ida.

Me pregunté qué habría hecho delante de ellas que no podía recordar.

–¿Quiero saberlo?

A Lesa le entró la risa mientras sacaba el libro de texto.

–Farfullabas un montón. Y no dejabas de llamar a alguien.

«Oh, no.»

–¿De verdad?

–Llamabas a Daemon. –Carissa se apiadó de mí y mantuvo la voz baja.

Oculté la cara entre las manos y dejé escapar un gemido.

–Ay, Dios.

–Fue muy tierno. –Lesa soltó una risita.

Un minuto antes de que la campana sonara por fin, levanté la mirada al sentir una conocida calidez en el cuello. Daemon entró en clase pavoneándose. No llevaba libro, como de costumbre. Traía una libreta, pero no creo que fuera a escribir nada en ella. Empezaba a sospechar que nuestro profesor de Mates era alienígena, porque si no ¿cómo rayos le permitía a Daemon no hacer nada en clase?

Pasó a mi lado sin mirarme siquiera. Me di la vuelta en la silla.

–Tengo que hablar contigo.

–Vale –respondió mientras se sentaba.

–En privado –susurré.

Su expresión se mantuvo inmutable cuando se recostó en la silla.

–Reúnete conmigo en la biblioteca a la hora de comer. Allí nunca entra nadie; con tanto libro y eso, ya sabes.

Le dediqué una mueca antes de volverme hacia la pizarra. Unos cinco segundos después, sentí que me daba un toquecito en la espalda con el boli. Respiré hondo para armarme de paciencia y me volví hacia él. Daemon había inclinado el pupitre hacia delante, y solo nos separaban unos centímetros.

–¿Qué quieres?

Sonrió.

–Tienes mucho mejor aspecto que la última vez que te vi.

–Gracias –refunfuñé.

Miró a mi alrededor y supe lo que estaba haciendo. Estaba observando el rastro.

–¿Sabes qué?

Ladeé la cabeza, esperando.

–No brillas –susurró.

Me quedé boquiabierta. ¿El lunes brillaba como una bola de discoteca y ahora no tenía rastro?

–¿Nada de nada?

Daemon negó con la cabeza. El profesor comenzó la clase, así que tuve que mirar hacia delante otra vez, aunque era incapaz de prestar atención. No podía dejar de pensar en que ya no brillaba. Debería estar… no, estaba contentísima, pero la conexión seguía ahí. Tenía la estúpida esperanza de que desapareciera junto con el rastro.

Después de clase, les pedí a las chicas que le dijeran a Dee que llegaría tarde a almorzar. Habían oído parte de la conversación, y a Carissa le entró la risa tonta y Lesa empezó a fantasear con hacerlo en la biblioteca. Algo que yo no necesitaba saber. Pero ahora no lograba quitármelo de la cabeza, porque podía imaginarme perfectamente a Daemon en esa situación.

Las clases de la mañana se me hicieron eternas. El señor Garrison me dedicó su habitual mirada de desconfianza durante toda la clase de Biología después de mostrar sorpresa al verme. Se podría decir que era el guardián extraoficial de los Luxen que vivían fuera de la colonia alienígena y, al parecer, que yo no brillara llamaba tanto la atención como que sí lo hiciera. Aunque probablemente tuviera más que ver con el hecho de que no le entusiasmaba que yo supiera lo que eran de verdad.

La puerta se abrió justo cuando iba a por el proyector y entró un chico con una camiseta retro de Pac-Man que era la bomba. Un murmullo se extendió por la clase mientras el desconocido le entregaba una nota al señor Garrison.

Estaba claro que era nuevo. Iba cuidadosamente despeinado, como si lo hubiera hecho a propósito. Era guapo, de pelo castaño, con la piel bronceada. Su sonrisa transmitía seguridad en sí mismo.

–Parece que tenemos un nuevo alumno –anunció el señor Garrison mientras dejaba la nota en la mesa–. Blake Saunders de…

–California –añadió el chico–. Santa Mónica.

Se oyeron varias exclamaciones ante esa información. Lesa se enderezó en la silla. Genial, así yo dejaría de ser «la nueva».

–Muy bien, Blake de Santa Mónica. –El profesor examinó la clase y su mirada se detuvo en el asiento vacío que había a mi lado–. Ahí tienes tu sitio y a tu compañera de laboratorio. Que te diviertas.

Miré al señor Garrison entrecerrando los ojos, pues no estaba segura de si lo de «que te diviertas» era una broma o un anhelo secreto de que el chico humano me distrajera del alienígena. Blake, que parecía ajeno a las miradas de curiosidad, ocupó su asiento y sonrió.

–Hola.

–Hola. Soy Katy de Florida. –Se me dibujó una amplia sonrisa–. Anteriormente conocida como «la nueva».

–Ah, ya veo. –Miró al señor Garrison, que empujaba el proyector hasta el centro de la clase–. En un sitio tan pequeño, una cara nueva llama la atención, ¿no?

–Eso es.

Se rió bajito.

–Menos mal. Estaba empezando a pensar que me pasaba algo. –Nuestros brazos se rozaron cuando sacó un cuaderno. Una chispa de electricidad estática me sobresaltó–. Lo siento.

–No pasa nada –aseguré.

Blake me dedicó otra sonrisa antes de dirigir la mirada hacia la pizarra. Jugueteé con la cadena que me rodeaba el cuello mientras miraba con disimulo al nuevo. Bueno, al menos ahora había algo con lo que alegrarse la vista en Biología. No tenía nada que objetar.

 

 

Daemon no estaba esperándome junto a las puertas dobles de la biblioteca, así que me colgué la mochila al hombro y entré en la sala con olor a humedad. Una bibliotecaria joven levantó la vista y sonrió mientras yo recorría el lugar con la mirada. Sentía calor en la nuca, pero no veía a Daemon. Conociéndolo, lo más probable era que estuviera escondiéndose, para que nadie viera a alguien tan guay como él en la biblioteca. Pasé junto a unos cuantos alumnos de primero que estaban almorzando en las mesas o delante de los ordenadores y, a continuación, deambulé por la biblioteca hasta que lo encontré en el último rincón: la sección de cultura de Europa del Este. La típica zona por la que nunca pasaba nadie.

Estaba repantigado en un cubículo junto a un anticuado ordenador, con las manos en los bolsillos de los tejanos desteñidos. Un ondulado mechón de pelo le caía sobre la frente, rozándole las espesas pestañas. Curvó los labios en una media sonrisa.

–Me preguntaba cuándo ibas a encontrarme.

No hizo ademán de dejarme sitio en el minúsculo recinto. Puse la mochila fuera y me senté encima de la mesa situada frente a él.

–¿Te da vergüenza que alguien te vea y crea que sabes leer?

–Tengo una reputación que mantener.

–Sí, menuda reputación tienes.

Estiró las piernas de modo que sus pies quedaron debajo de los míos.

–Bueno, ¿de qué querías hablar –bajó la voz hasta convertirla en un susurro profundo y sexy– en privado?

Me estremecí… y no tuvo nada que ver con la temperatura.

–No de lo que tú crees.

Daemon me dedicó una sonrisita sexy.

–Vale. –Me aferré al borde de la mesa–. ¿Cómo supiste que estaba enferma en mitad de la noche?

Daemon se quedó mirándome un momento.

–¿No te acuerdas?

Sus perturbadores ojos me resultaron demasiado intensos. Bajé la vista… hasta su boca. Mala idea. Clavé la mirada en el mapa de Europa que había encima de su hombro. Eso estaba mejor.

–No. La verdad es que no.

–Bueno, seguramente fue por la fiebre. Estabas ardiendo.

Volví a mirarlo de inmediato a los ojos.

–¿Me tocaste?

–Pues sí, te toqué… y no llevabas mucha ropa. –La sonrisa de suficiencia se ensanchó–. Estabas empapada… y llevabas una camiseta blanca. Era una bonita vista. Sí, señor.

Me puse colorada.

–Lo del lago… ¿no fue un sueño?

Daemon negó con la cabeza.

–Ay, Dios. ¿Así que estuve nadando en el lago de verdad?

Se apartó de la mesa y dio un paso adelante. Estábamos tan cerca que respirábamos el mismo aire… si es que él necesitaba respirar, claro.

–En efecto. No es lo que esperaba ver un lunes por la noche, pero no me quejo. Y vi muchas cosas.

–Cierra el pico –solté entre dientes.

–Que no te dé corte. –Alargó la mano y me tiró de la manga de la rebeca, pero se la aparté de un manotazo–. De todos modos, ya había visto la parte de arriba, y no pude ver bien la de abajo…

Me bajé de la mesa blandiendo el brazo. Solo conseguí rozarle la cara con los nudillos antes de que me atrapara la mano. Qué rápido era. Daemon me apretó contra su pecho y bajó la cabeza; tenía un destello de ira contenida en los ojos.

–No se pega a la gente, gatita. Es de mala educación.

–Tú sí que eres un maleducado. –Intenté apartarme, pero me sujetaba la muñeca con la mano–. Suéltame.

–No sé si debo. Tengo que protegerme.

Aun así, me soltó.

–¿Ah, sí? ¿Ese es el motivo de… de este maltrato?

–¿Maltrato? –Avanzó hasta que toqué la mesa del cubículo con la parte baja de la espalda–. Esto no es ningún maltrato ni nada que se le parezca.

Se me pasaron por la cabeza unas deliciosas imágenes de Daemon apretándome contra la pared de mi casa mientras me besaba. Sentí un cosquilleo en algunas partes del cuerpo. Ay, eso era mala señal.

–Alguien va a vernos.

–¿Y? –Me cogió la mano con delicadeza–. Nadie va a decir nada.

Respiré hondo. Noté su aroma en la lengua y nuestros pechos se tocaron. Mi cuerpo decía «sí»; Katy decía «no». Aquello no me afectaba. Ni lo cerca que estábamos ni el modo en que sus dedos se deslizaban bajo la manga de mi rebeca. No era real.

–Así que mi rastro ha desaparecido, pero esta estúpida conexión no.

–Eso es.

Negué con la cabeza, decepcionada.

–¿Y eso qué significa?

–No lo sé.

Había introducido los dedos en mi manga y subía por el antebrazo. La piel le vibraba como si estuviera cargada de electricidad.

–¿Por qué no dejas de tocarme? –pregunté turbada.

–Me gusta.

Dios, a mí también me gustaba, y no debería.

–Daemon…

–Pero, volviendo a lo del rastro, ya sabes lo que significa.

–¿Que ya no tengo que verte la cara fuera del instituto?

Se rió y el eco de aquel sonido me recorrió entera.

–Que ya no estás en peligro.

De algún modo, y no sabía cómo había pasado, tenía la mano libre apoyada contra su pecho. El corazón le palpitaba fuerte y rápido. Igual que el mío.

–Creo que lo de no tener que verte la cara supera a lo de estar a salvo.

–Sigue repitiéndote eso, si te hace sentir mejor. –Su mentón me rozó el pelo y luego se deslizó sobre mi mejilla. Me estremecí. Una chispa pasó de su piel a la mía emitiendo un zumbido en el aire cargado que nos rodeaba–. Pero los dos sabemos que es mentira.

–No lo es.

Eché la cabeza hacia atrás. Su aliento era una cálida caricia contra mis labios.