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Isaiah Berlin (Letonia, 1909 - Inglaterra, 1997) fue filósofo, historiador de las ideas y pensador político. Su familia se vio afectada por la Revolución rusa, por lo que en 1921 emigró a Inglaterra, donde el joven Isaiah habría de realizar estudios clásicos en la Universidad de Oxford. Polemista excepcional, fue un pensador liberal de notable amplitud de miras. También de su autoría, el FCE ha publicado El estudio adecuado de la humanidad. Antología de ensayos (2009), La traición de la libertad. Seis enemigos de la libertad humana (2004), Impresiones personales (1984), Conceptos y categorías. Ensayos filosóficos (1983) y Pensadores rusos (1979).

 

Las ideas políticas
en la era romántica

Traducción de
VÍCTOR ALTAMIRANO

Isaiah Berlin

Las ideas políticas
en la era romántica

Surgimiento e influencia
en el pensamiento moderno

Edición de
HENRY HARDY

Preámbulo de
WILLIAM GALSTON

Introducción de
JOSHUA L. CHERNISS

Fondo de Cultura Económica

Sección de Obras de Filosofía

Primera edición en inglés, 2006
Segunda edición en inglés, 2014
Primera edición en español de la segunda en inglés, 2014
Primera edición electrónica, 2014

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

A la memoria de Solomon Rachmilevich

Nacido en Riga el 16 de agosto de 1891
Naturalizado británico el 5 de abril de 1937
Murió en Londres el 30 de noviembre de 1953 a los 62 años de edad

Índice general

Abreviaturas y convenciones

Preámbulo. Una fascinación ambivalente: Isaiah Berlin y el romanticismo político, por William Galston

Prefacio del editor. La historia de un torso, por Henry Hardy

Las ideas políticas de Isaiah Berlin: del siglo XX a la era romántica, por Joshua L. Cherniss

LAS IDEAS POLÍTICAS EN LA ERA ROMÁNTICA

Prólogo

1. La política como una ciencia descriptiva

2. La idea de libertad

3. Dos conceptos de libertad: romántico y liberal

4. La marcha de la historia

Apéndice. Ética subjetiva contra ética objetiva

Apéndice a la segunda edición en inglés. «Dos conceptos de libertad»: una versión concisa

Compendios de las conferencias Flexner

Nota del editor al autor

Índice analítico

Abreviaturas y convenciones

La siguiente lista de abreviaturas se usa para referirse a los títulos de los libros de Isaiah Berlin en el presente volumen:

CLC

Contra la corriente. Ensayos sobre historia de las ideas

AC

Against the Current (segunda edición)

CC

Conceptos y categorías: ensayos filosóficos

CC2

Concepts and Categories (segunda edición)

FTH

El fuste torcido de la humanidad: capítulos de la historia de las ideas

CTH

The Croocked Timber of Humanity (segunda edición)

TL

La traición de la libertad. Seis enemigos de la libertad humana

FIB

Freedom and its Betrayal (segunda edición)

HF

The Hedgehog and the Fox (1953, 2013)

KM

Karl Marx

SL

Sobre la libertad

Li

Flourishing: Letters 1928-1946

Lii

Enlightening: Letters 1946-1960

MN

El mago del norte: J. G. Hamann y el origen del irracionalismo moderno

IP

Impresiones personales

PI

Personal Impressions (segunda edición)

IPER

Las ideas políticas en la era romántica

POI

The Power of Ideas

EAH

El estudio adecuado de la humanidad. Antología de ensayos

PSM

The Proper Study of Mankind (segunda edición)

RR

Las raíces del romanticismo

RR2

The Roots of Romanticism (segunda edición)

PR

Pensadores rusos

RT

Russian Thinkers (segunda edición)

SM

The Soviet Mind

SR

El sentido de la realidad

TCE

Three Critics of the Enlightenment

Las llaves ({ }) identifican las anotaciones hechas a mano en los márgenes por Berlin (en su mayoría sugieren una revisión posterior), que aquí aparecen como notas al pie. Los corchetes ([ ]) son comentarios editoriales o intervenciones, excepto cuando sirven para identificar referencias exactas a textos publicados, casi todas proporcionadas por el editor. Cualquier corrección a la edición en inglés de esta obra se publicará en http://berlin.wollf.ox.ac.uk/, bajo el título «Published work».

Preámbulo
Una fascinación ambivalente: Isaiah Berlin y el romanticismo político

Benedetto Croce publicó hace un siglo su famoso comentario Lo vivo y lo muerto de la filosofía de Hegel. Ahora, cuando ya han transcurrido más de seis décadas desde las ponencias que se convertirían en Las ideas políticas en la era romántica (IPER), es posible —de hecho necesario— hacer una valoración similar de Berlin.

Al inicio de IPER, Berlin declara que las ideas sociales y políticas de los pensadores más importantes de finales del siglo XVIII y principios del XIX son mucho más que un interés histórico: «son la divisa intelectual básica de la que —con algunos agregados— vivimos hasta la fecha».1 Helvetius y Condorcet gozan de una vitalidad que ni Locke ni Bayle ni Leibniz tienen; una línea directa los une con quienes formularon la Carta de las Naciones Unidas. Rousseau es el padre del nacionalismo moderno y del contrato social. Los científicos sociales y los planeadores centrales canalizan a Saint-Simon. Los comunistas hablan el idioma de Hegel, mientras que los enemigos irracionalistas y fascistas de la democracia habitan «el mundo violento que Joseph de Maistre creó casi sin ayuda».2

No todos están de acuerdo con esta valoración de Berlin. A inicios de la década de 1950, algunos científicos sociales proponían versiones de lo que se conocería como «el fin de la ideología». A pesar de la presencia de los partidos comunistas en toda Europa Oriental y de regímenes con tintes fascistas en la Península Ibérica, muchos creían que la segunda Guerra Mundial y sus postrimerías habían terminado por completo con las grandes batallas ideológicas del periodo de entreguerras y que la amalgama de las instituciones democráticas, las libertades civiles y sociales y el Estado de bienestar representaban el futuro certero de Occidente.

Sin importar cuál haya sido la situación en 1952, hoy resulta mucho más complicado defender la relevancia política actual de los pensadores que Berlin explora en IPER. Sin duda no hemos llegado al consenso global sobre la democracia liberal: una esperanza que se puso de moda después del colapso del bloque soviético. Aun así, desmentidos por sus consecuencias, el comunismo y el fascismo no sólo han perdido su sujeción sobre las desafortunadas naciones que una vez dominaron; también perdieron casi todo su encanto para los intelectuales que se sentían atraídos hacia ellos como alternativas de lo que consideraban la superficialidad y la injusticia de la sociedad burguesa. Si bien la tecnocracia no está del todo extinta, la fe en la planeación central sin duda se ha atenuado. Algunos teóricos políticos aún se esfuerzan por dotar de sentido a la Voluntad General, pero prácticamente a nadie le importa. La influencia de Hegel sobre la cultura y la política de Occidente ha menguado; Nietzsche, el pensador del siglo XIX con la mayor influencia actual, sólo hace una breve aparición en IPER.

En cuanto a las personas, pueden ser tan superficiales y volubles como suponían los pensadores del siglo XIX que se oponían a la libertad y la democracia, pero las alternativas —los líderes heroicos y los partidos de vanguardia, como los bolcheviques rusos— demostraron ser mucho peores. La propagación del igualitarismo ha puesto a la defensiva a las teorías políticas elitistas. En una victoria irónica para el «último hombre», incluso Nietzsche se ha democratizado. Los pocos partidos de vanguardia que aún existen, como los comunistas chinos o norcoreanos, fundamentan su defensa de la coacción en la necesidad política —la unidad nacional, la tranquilidad social— y no en la libertad positiva dirigida por una autoridad omnisapiente.

Tampoco le ha ido bien al énfasis que los antidemócratas del siglo XIX ponían en la autoridad como control de la pecaminosidad humana. Ciertamente, a pesar de la famosa observación de Reinhold Niebuhr de que «la doctrina del pecado original es la única doctrina empíricamente verificable de la fe cristiana», el pecado prácticamente ha desaparecido como categoría funcional en la cultura occidental. La religión ha perdido su fuerza en toda Europa Occidental. No ha sido así en Estados Unidos, pero ahora las formas dominantes de la cristiandad estadunidense ofrecen la salvación sin el pecado original y el cielo sin el infierno. Los seres humanos pueden mostrarse débiles ante la tentación, ciegos ante el sufrimiento, egoístas frente a aquellos que dependen de la caridad, pero no tienen una propensión inherente al odio, la opresión o la violencia; eso afirman los líderes religiosos de la actualidad. La mayoría pone énfasis en la ayuda y el amor divinos, y no en el control y el castigo. Los pocos herederos restantes de Jonathan Edwards encuentran tan poca resonancia en Estados Unidos como los de Maistre en Europa: cada vez menos estadunidenses se piensan a sí mismos como pecadores a merced de un Dios colérico.

La experiencia política del siglo XX desacreditó efectivamente las ideas políticas del XIX y ya no vivimos bajo su sombra. La reconstrucción que Berlin llevó a cabo de esas ideas conserva su gran interés histórico, pero ha dejado de ser historia viviente.

Las ideas que conservan su relevancia práctica en Occidente hoy en día son más finas y menos emocionantes que las del siglo pasado, pero también son más manejables y menos destructivas. Alguna versión de la socialdemocracia de bienestar domina las políticas y la autocomprensión de las naciones occidentales. Occidente está en problemas porque la socialdemocracia está en problemas. La pregunta a la que se enfrenta Occidente es sobre la manera en que ésta puede re-formularse para volver sus promesas consistentes con los imperativos del crecimiento económico.

Si bien este desafío ha provocado amargas controversias, pocos creen que el modelo socialdemócrata deba desecharse. Si bien los sistemas representativos necesitan fortalecer el lazo de confianza entre el pueblo y los oficiales electos, la democracia directa no es una alternativa viable, cuando menos no en un nivel superior al local. Puede ser que las economías de mercado necesiten mayor regulación, menor regulación o un tipo diferente de regulación, pero la propiedad pública y el control de los medios de producción no se consideran una alternativa viable. Frente a la creciente desigualdad, pueden ser necesarias nuevas formas de redistribución, pero prácticamente nadie propone desechar la propiedad privada a favor de la comunal. Quizá los programas de seguridad social necesiten tomarse por las riendas o un refinanciamiento, pero prácticamente nadie quiere deshacerse de ellos por completo. El crecimiento económico se considera una precondición de la prosperidad y la seguridad; sólo unos cuantos archiecologistas ponen en duda sus méritos o su necesidad. El reto reside en la manera de restaurar o acelerar el crecimiento; no en reemplazarlo con otras metas económicas.

En pocas palabras, las divisiones internas a las que hoy se enfrenta Occidente se relacionan principalmente con los medios y no con los fines. Sin duda, si las nuevas políticas para el crecimiento, la regulación, la seguridad social y la justicia resultan catastróficas en su inefectividad, la confianza en el orden establecido se debilitará y propuestas más radicales encontrarán un público; sin embargo, en la actualidad, los retos profundos de ese orden —el fundamentalismo del islam y el autoritarismo chino— son externos y no internos. A diferencia del comunismo, el fascismo y el nacionalismo romántico no tienen su origen en las ideas políticas que Berlin investiga en IPER.

Nada de lo anterior quiere decir que hayamos llegado al final de la historia; algunas críticas tradicionales de la democracia liberal y la sociedad burguesa conservan su poder y han surgido nuevas fuentes de resistencia. Intelectuales con credenciales democráticas impecables siguen ofreciendo críticas de la cultura democrática popular que descansan sobre bases aristocráticas (si bien continuamente no reconocidas). Aunque la idea de la voluntad general ha perdido su eficacia política, la crítica que Rousseau hizo de la representación conserva su salud y la idea de la participación popular directa aún impulsa movimientos democráticos insurgentes.

El contrato social también goza de buena salud, aunque en el mundo angloparlante se entiende en términos que tienen mayor cercanía a Locke que a Rousseau. No es difícil comprender por qué este concepto ha mantenido su actualidad. El contrato social es el producto irresistible de dos premisas que gozan de una gran actualidad: que a pesar de la incorporación social y de las complejas interdependencias, los seres humanos son individuos diferentes con vidas propias que conducir; y que el consentimiento es la base más auténtica de la legitimidad política. Sin duda el consentimiento individual es en parte una ficción. Aun así, conserva un gran poder normativo y se manifiesta en prácticas como las ceremonias de naturalización.

Aunque el individualismo en parte otorga al contrato social su sujeción sobre el imaginario político de Occidente, algunos aspectos del colectivismo del siglo XIX también han sobrevivido. Actualmente pocos estudiantes de política negarían el impacto de la membresía grupal —en especial a grupos étnicos y religiosos— sobre la identidad y la conducta; tampoco asumirían que la lealtad grupal puede reducirse al egoísmo racional. Sin duda se puede argumentar que, de hecho, una versión de la tesis de Herder se ha incorporado a la lengua franca del análisis político contemporáneo.

La explicación de la relevancia continua de Herder es directa. Durante el siglo XIX, el nacionalismo era una fuente esencial de la energía y la legitimidad políticas. Aquellos grupos cuyos miembros compartían un origen étnico, una lengua, una historia y, continuamente, una religión, exigían cada vez con mayor fuerza el derecho a la autodeterminación, una exigencia que llegó al corazón de los imperios multiétnicos. Los catorce puntos de Woodrow Wilson respaldaron ese principio, que fungió como base para retrazar el mapa de Europa después de la primera Guerra Mundial.

Los problemas no se hicieron esperar. Ya que el origen étnico y la geografía no coincidían, la formula «un pueblo, un Estado» implicaba —y pronto produjo— transferencias de población masivas y continuamente sangrientas, así como el auge de los movimiento irredentistas. En la medida, al contrario, en que la fórmula no podía ponerse en práctica, los grupos minoritarios lanzaron exigencias contra las mayorías dominantes que los poderes externos aprovecharon con gusto. (Los alemanes de los Sudetes en Checoslovaquia fueron el ejemplo más significativo.) Asimismo, los poderes dominantes tenían toda la disposición de ignorar esta fórmula cuando así les convenía. El nuevo mapa de Medio Oriente incluyó nuevos países multiétnicos (Irak, Siria, Líbano) y a un gran pueblo (los curdos) con una lengua común y aspiraciones compartidas que siguió dividido entre media docena de países.

El efecto neto de esta historia sentó una división entre la pertenencia a un pueblo como hecho y como norma. Aunque la división de seres humanos en grupos herderianos se reconoció como un hecho político importante, dejó de considerarse un fundamento razonable para la autodeterminación política. Si los pueblos deben vivir juntos o separados, o, en parte, de ambas maneras, se convirtió en una cuestión de prudencia en el arte de gobernar. (Los kosovares recibieron ayuda para separarse de Serbia, pero la minoría serbia en Kosovo no tuvo éxito al plantear su exigencia de separarse de Kosovo.)

El énfasis que pone Berlin en la identidad y la lealtad forma parte de un debate en progreso aún mayor sobre la psicología política. Cuando se trataba de acuerdos políticos, Berlin se mantenía firme en el bando liberal, pero argumentó —de manera convincente, creo— que la psicología que yacía en la mayoría de las teorías liberales era delgada y poco convincente. Como demuestra Albert Hirschman,3 durante siglos los liberales han considerado que las pasiones —en especial las aristocráticas y religiosas— son un peligro y potencialmente destructivas. Típicamente, los liberales han intentado construir teorías e instituciones sobre la base del egoísmo bien comprendido. John Rawls insistía en que los individuos liberales deben entenderse como «razonables» —es decir, que poseen la capacidad para el sentido de justicia— así como egoístas racionales. Sin embargo, el sentido de justicia no se compara con el deseo de venganza. A lo largo de casi 600 páginas, su Teoría de la justicia apenas hace mención de la ira en la vida humana, por no hablar del papel central que desempeña en la política, o de la pasión por gobernar a otros o de la búsqueda apasionada de una fama perdurable.

No pretendo sugerir que el entendimiento que Berlin tenía del liberalismo se alimenta únicamente de la tradición ilustrada. Ciertamente, él suele sugerir que el liberalismo moderno —de Mill en adelante, por lo menos— representa una síntesis de un pensamiento ilustrado más viejo con elementos de la protesta romántica contra la Ilustración. Algunos de sus compromisos más profundos —su celebración de la libertad humana, su insistencia en la variedad y el carácter impredecible de los asuntos humanos, su admiración de la sinceridad, la individualidad y la pasión— llevan marcas innegables de la tradición romántica a la que dio vida para generaciones de lectores.

La pregunta que Berlin plantea, no siempre de manera intencional, es si la política liberal y el romanticismo pueden unirse. Como observa, no se puede culpar a los lectores de Herder por haber descubierto que su psicología de la vida grupal e individual «se [acercaba] más a su experiencia que cualquier cosa que Bentham, Spencer o Russell hayan podido decir sobre los propósitos de la sociedad y su función como un instrumento que provee beneficios comunes y que evita los choques sociales».4 Sin duda, continúa, los liberales pueden estar en lo correcto al considerar a los escritores románticos como «la causa del triunfo del irracionalismo en nuestros días», pero los pensadores liberales clásicos fallaron muy claramente en lo que los románticos tuvieron éxito: «describieron los hechos de la vida social, de la historia y de todo lo que a grandes rasgos puede llamarse creativo e ingenioso en la vida de un individuo, con una sutileza y profundidad […] que hace parecer que su pensamiento —como en verdad, hasta cierto punto, sucede— es más profundo que el de sus oponentes». Los liberales no pueden evadir las verdades que los románticos articularon; si niegan esas verdades en la teoría o las suprimen en la práctica, están destinadas a manifestarse «en formas […] socialmente destructivas». Las incompetencias del liberalismo, sugiere Berlin, ayudaron a abrir la puerta al desastroso triunfo del irracionalismo político del siglo XX.

La psicología no es la única característica del romanticismo que plantea problemas para los liberales. Berlin resalta el énfasis que los románticos ponían sobre la imaginación, el ingenio y la creatividad; pero éstas no sólo son categorías estéticas, también estructuran la moralidad. Antes de la revolución romántica, afirma Berlin, los fines de la vida —los propósitos y valores últimos— se entendían como «ingredientes del universo». Las proposiciones morales se consideraban aserciones descriptivas que podían describirse y entenderse mediante las capacidades que los humanos utilizan para adquirir conocimiento en general.5 Sin embargo, durante la época romántica surge la idea de que los juicios de valor no son proposiciones descriptivas, y la de que los valores «no se descubrían, se inventaban: los hombres los crean como hacen con las obras de arte».6 Lo anterior condujo a una transformación de valores (Berlin se apropia del término nietzscheano «transvaloración» para describirla): «la nueva admiración por el heroísmo, la integridad, la fuerza de voluntad, el martirio, el compromiso con la visión interna, sin tener en cuenta sus propiedades, la veneración de aquellos que luchan contra posibilidades nulas, sin importar cuán extraña y desesperada sea su causa».7

Berlin incluso llega a describir el pensamiento moral y político de su época como «el producto [de un] campo de batalla» del choque entre los entendimientos clásico y romántico de la moralidad.8 La pregunta es si el liberalismo es compatible con la concepción romántica. Las virtudes románticas descritas por Berlin difícilmente son las que el liberalismo requiere o promueve. Peor aún, pareciera que el liberalismo requiere cuando menos un mínimo de universalismo moral; quizá de la insistencia kantiana en que los seres humanos son fines en sí mismos y no simplemente medios; en que tenemos derechos, incluido el derecho a equivocarnos, en que el acto de la decisión individual goza de un «carácter sagrado» que incluso triunfa sobre el mejor intencionado paternalismo del Estado.9

Esta dificultad, que en IPER aún está en buena medida latente, se volverá explícita en los escritos posteriores de Berlin. En la introducción a Cuatro ensayos sobre la libertad lo plantea de la siguiente manera: «Sin duda la opinión de que existen valores morales o sociales objetivos, eternos y universales, intactos por el cambio histórico y accesibles a la mente de cualquier hombre racional si tan sólo decide dirigir su mirada hacia ellos, está abierta a cualquier tipo de pregunta». Aun así, continúa, «la posibilidad de entender a los hombres en nuestro tiempo o en cualquier otro, el hecho de comunicación entre seres humanos, depende de la existencia de algún valor común». Ciertamente, la «aceptación de valores comunes (en todo caso, de un mínimo irreductible de ellos) forma parte de la concepción que tenemos de un ser humano normal. Esto sirve para distinguir nociones tales como el fundamento de la moralidad humana de otras nociones tales como las costumbres, la tradición, el derecho, los modales, la moda o la etiqueta».10 El contraste entre esta formulación y el lenguaje de la creatividad moral romántica es marcado y no veo ninguna manera sencilla de salvar la distancia entre ellos. El fuerte sentido común de Berlin lo alejó de las implicaciones últimas de la visión del mundo romántica, pero a un precio considerable para la coherencia de la suya.

El tema de la coherencia no sólo se extiende a los románticos, sino a su pensador favorito del siglo XVIII. Richard Wollheim sostiene que «la verdad del asunto es que el historiador y conocedor del romanticismo alemán, quien redescubrió para nuestra época a Vico y a Herder, es un discípulo de Hume».11 Abunda la evidencia para esta aseveración, empezando por su actitud hacia la religión. Como escribe Michael Ignatieff: «Antes de ingresar [Berlin] a Oxford, antes de haber leído una sola línea de Hume, era ya un escéptico humeiano. Y siguió siéndolo, toda su vida».12 La filosofía moral de Hume —en especial su distinción entre aserciones fácticas y morales— tuvo un efecto más directo e igualmente profundo en el pensamiento de Berlin. El ensayo «Ética subjetiva contra ética objetiva»13 es una reflexión sobre las implicaciones de la distinción entre hecho y valor, que califica como «el imperecedero servicio que Hume hizo a la historia del pensamiento humano».14 Es cierto que Berlin rechaza el intento de Hume por «reducir la ética a la psicología» e insiste en que «es fácil demostrar que su argumento llevaba una conclusión ligeramente distinta».15 Asimismo, en una etapa posterior de su carrera, propuso la tesis de que los valores son «objetivos» en cierto sentido, pero durante el periodo en que IPER tomaba forma, Berlin aceptó una versión de la aseveración kantiana de que las proposiciones normativas no eran «aserciones de hecho sino órdenes, mandatos, “imperativos”, que no provenían de convenciones artificiales, como las matemáticas, ni de la observación del mundo, como las aserciones empíricas».16 Por esta razón, los términos «objetivo» y «subjetivo» simplemente no se pueden utilizar para las aserciones morales. Negar que la moralidad sea objetiva no implica que sea subjetiva; imponer esa distinción a la moralidad es un excelente ejemplo de lo que los filósofos de Oxford en la época de Berlin llamaron «error categorial».

No resulta difícil cuadrar la explicación que Hume propone de la moralidad con la de los románticos. La negación de que la moralidad refleje hechos en el mundo es consistente con el nexo de Hume entre ética y psicología y con el análisis que hace Kant de la moralidad como imperativos categóricos. También es consistente con la visión romántica de los valores como creaciones a la par de las obras de arte. Sin embargo, no es fácil cuadrar la visión de Hume con la explicación que Berlin presenta de los valores. Si aquellos valores entran en nuestra concepción de lo que significa ser humano (al menos normalmente), la línea que divide lo empírico de lo normativo se vuelve muy difusa en verdad. Si la descripción de nuestra humanidad común a partir de términos morales es la condición del entendimiento intersubjetivo, como afirma Berlin, resulta difícil evitar la conclusión de que un elemento de objetividad ha entrado en el mundo de la moral y, por lo tanto, que utilizar la distinción entre objetivo y subjetivo para ese mundo, después de todo, no es un error categorial obvio.

Como bien entendía Berlin, mejor que la mayoría, una línea directa unía el romanticismo político del siglo XIX con los irracionalismos asesinos del XX. Si el estadista romántico es similar al artista romántico (una analogía que Berlin planteó), es natural ver a la nación como el barro que el estadista moldeará de acuerdo con su visión. Si la «libertad es el estado en que crean los artistas», también es la condición en que actúa el estadista. La veneración del artista como «la única personalidad enteramente liberada, que triunfa sobre las limitantes, los miedos y las frustraciones que fuerzan a otros hombres a seguir caminos que no han elegido» alimenta el miedo y el desprecio a la democracia como «una simple conjunción de las voluntades esclavizadas de seres terrenos».17

A pesar de todas las contribuciones del romanticismo al entendimiento de la condición humana, Berlin no tuvo otra opción que apartarse de él. Sus implicaciones morales y políticas chocaban con sus compromisos más profundos. Más aún: su postura sin ironía, apasionada e incluso estática no podría haber sido más distante de la de Berlin. George Crowder lo plantea bien: «de todos los pensadores rusos, [Iván Turgueniev] es el más cercano a Berlin tanto en la política como en el temperamento. Ciertamente, el retrato que Berlin presenta en “Padres e hijos. Turgueniev y la situación liberal” […] es prácticamente un autorretrato».18 Michael Ignatieff abunda en esta similitud íntima: «Como Turgueniev, a Isaiah le fascinaban los temperamentos radicales, pero era incapaz de serlo. Como Turgueniev, tenía un don sobrenatural para la empatía, “la capacidad para entrar en creencias, emociones y actitudes ajenas y en ocasiones fuertemente antitéticas con las suyas”. Como Turgueniev, no podía entregarse al radicalismo lo suficiente para rendir su escepticismo distanciado e irónico».19

Berlin bien puede haber sido un escéptico irónico, pero no se mostraba irónico o escéptico hacia el liberalismo como credo político (o hacia la idea de libertad humana que lo afianza). Entre sus muchos defectos fatales, el romanticismo político no dejó espacio para la ambigüedad o el desapego. Fue la sociedad liberal la que hizo posible la vida y la obra de Berlin; un regalo que nunca perdió de vista y por el que se mantuvo agradecido hasta el final.

WILLIAM GALSTON

1 Vid. infra, p. 3.

2 Vid. infra, p. 4.

3 Albert O. Hirschman, The Passions and the Interests: Political Arguments for Capitalism before its Triumph, Princeton University Press, Princeton, 1977 [Las pasiones y los intereses. Argumentos políticos en favor del capitalismo antes de su triunfo, trad. Eduardo L. Suárez, FCE, México, 1978].

4 Vid. infra, p. 270.

5 Vid. infra, p. 13.

6 Vid. infra, p. 14.

7 Id.

8 Vid. infra, p. 15.

9 Vid. infra, p. 6.

10 Isaiah Berlin, Four Essays on Liberty, ed. de Henry Hardy, Oxford University Press, Oxford, 2002, p. 24 [Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza, Madrid, 1988, p. 36].

11 Richard Wollheim, “The Idea of a Common Human Nature”, en Edna Ullmann-Margalit y Avishai Margalit (coords.), Isaiah Berlin: A Celebration, University of Chicago Press, Chicago, 1991, p. 78.

12 Michael Ignatieff, Isaiah Berlin: A Life, Vintage, Nueva York-Londres, 1998, p. 41 [Isaiah Berlin: su vida, trad. Eva Rodríguez Halffter, Taurus, Madrid, 1999, p. 62].

13 Publicado por primera vez como apéndice a la primera edición de IPER.

14 Vid. infra, p. 303.

15 Vid. infra, pp. 299-300.

16 Vid. infra, p. 301.

17 Vid. infra, p. 230.

18 George Crowder, Isaiah Berlin: Liberty and Pluralism, Cambridge University Press, Cambridge, 2004, p. 32.

19 Michael Ignatieff, op. cit., p. 256 [op. cit., p. 345].