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Alberto Manguel nació en Buenos Aires en 1948 y ha residido en media docena de países, entre ellos Israel, Canadá (del que es ciudadano), Tahití y actualmente Francia. Es autor de libros singulares, como la Guía de lugares imaginarios (junto con Gianni Guadalupi), Una historia de la lectura y Leer imágenes: una historia privada del arte, así como de diversas antologías; el Fondo publicó en 2010 Sol Jaguar, su compilación de cuentos sobre México.

El viajero, la torre y la larva

TEZONTLE

Traducción
VÍCTOR ALTAMIRANO

ALBERTO MANGUEL

El viajero, la torre
y la larva

EL LECTOR COMO METÁFORA

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en inglés, 2013
Primera edición en español (FCE), 2014
Primera edición electrónica, 2015

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A Craig, con todo mi amor

Índice

Introducción

1. El lector como viajero: la lectura como reconocimiento del mundo

El libro del mundo

El viaje por el texto

El camino de la vida

Viajar por la red

2. El lector en la torre de marfil: la lectura como alienación del mundo

La torre de la melancolía

El príncipe estudioso

La torre de vigilancia

3. La larva de los libros: el lector como inventor del mundo

La criatura hecha de libros

El lector embrujado

Conclusión: Leer para vivir

Agradecimientos

Índice analítico

Introducción

Image

Hildegarda de Bingen, “Hombre cósmico”.
Tomada de
Liber divinorum operum (ca. 1170-1174).

 

SOBRE LAS NOTAS

Cuando el traductor de una cita no se menciona, la traducción es mía.

Debido a mi falta de formación universitaria, mis hábitos lectores son menos rigurosos que los de los académicos y al proporcionar una fuente suelo omitir la página en la que se encuentra la cita original. Espero que el lector perdone mi falta, que no se debe tanto al descuido como al entusiasmo aficionado.

 

No hay hechos, sino sólo interpretaciones.
FRIEDRICH NIETZSCHE,
Fragmentos póstumos*

Hasta donde sabemos, somos la única especie para la que el mundo parece estar compuesto de historias. Puesto que nuestro desarrollo biológico nos hace conscientes de nuestra existencia, tratamos nuestras identidades percibidas y la identidad del mundo que nos rodea como si requirieran de un desciframiento literario, como si un código que debemos memorizar y entender representara todo lo que existe en el universo. Las sociedades humanas se basan en este supuesto: somos capaces, hasta un cierto grado, de entender el mundo en el que vivimos.

Para entender el mundo, o para intentar entenderlo, no basta la traducción de la experiencia al lenguaje. La lengua apenas se asoma a la superficie de nuestra experiencia y transmite de una persona a otra, en un código convencional supuestamente compartido, notas imperfectas y ambiguas que dependen tanto de la inteligencia meticulosa de quien habla o escribe como de la inteligencia creativa de quien escucha o lee. Con el fin de incrementar las posibilidades del mutuo entendimiento y crear un espacio más amplio de significado, la lengua recurre a metáforas que son, en última instancia, una confesión de su incapacidad para comunicar directamente. A través de las metáforas, las experiencias de un campo iluminan las experiencias de otro.

Aristóteles sugirió que el poder de una metáfora reside en el reconocimiento que evoca en el público;1 es decir, el público debe investir el tema de la metáfora de un significado compartido particular. Las sociedades literarias, aquellas que se basan en la palabra escrita, han desarrollado una metáfora fundamental para nombrar la relación percibida entre los seres humanos y el universo: el mundo como un libro que pretendemos leer. Existen muchas maneras de llevar a cabo esta lectura —a través de la ficción, las matemáticas, la cartografía, la biología, la geología, la poesía, la teología y un sinfín de otras formas—; sin embargo, la suposición básica es la misma: el universo es un sistema coherente de signos gobernado por leyes específicas; estos signos tienen un significado, incluso si está fuera de nuestro alcance, y, en busca de un atisbo de este significado, intentamos leer el libro del mundo.

No todas las sociedades literarias asumen esta imagen fundamental de la misma manera, y los diversos vocabularios que hemos desarrollado para nombrar el acto de la lectura reflejan, en momentos y lugares específicos, las maneras en que una sociedad específica define su propia identidad. Cicerón, refutando las suposiciones aristotélicas, advirtió contra el uso ocioso de las metáforas que sólo tuvieran por fin la ornamentación. En Sobre el orador, escribió que “pues así como la ropa al principio se inventó para repeler el frío y después se empezó también a usar para el adorno y decoro del cuerpo, así la traslación de una palabra se estableció por ausencia de una propia y luego se extendió por placer”.2 Para Cicerón, las metáforas nacen de la pobreza del lenguaje, es decir, de la incapacidad de las palabras para nombrar nuestra experiencia de manera exacta y concreta. El uso meramente decorativo de las metáforas es un envilecimiento de su enriquecedor poder esencial.

La sociedad desarrolla una cadena de metáforas a partir de una sola metáfora de identificación. El mundo como libro se relaciona con la vida como viaje, de tal manera que el lector se ve como un viajero que avanza por las páginas de ese libro. Sin embargo, en ocasiones, durante el transcurso de ese viaje el viajero no se involucra con el paisaje ni con sus habitantes, sino que procede, por así decirlo, de santuario en santuario; en consecuencia, la actividad de la lectura queda confinada a un espacio en que el viajero se retrae del mundo en vez de vivir en él. La metáfora bíblica de la torre que denota pureza y virginidad, utilizada para referirse a la novia en el Cantar de los Cantares y a la Virgen María en la iconografía medieval, se transforma, siglos después, en la torre de marfil del lector, con sus connotaciones negativas de inacción y desinterés por las cuestiones sociales, que se opone al lector viajero. La metáfora del viajero evoluciona y el peregrino textual se convierte al final, como todos los seres mortales, en presa del Gusano de la Muerte, una imagen ostentosa de esa otra plaga, más modesta, que carcome las páginas de los libros, devorando a la vez papel y tinta. La metáfora se vuelve sobre sí misma y, así como el Gusano devora al lector viajero, este último (a veces) devora libros, no para beneficiarse de las enseñanzas que contienen (y de las exposiciones de vida), sino tan sólo para hincharse de palabras, reflejando así la obra de la Muerte. Por lo tanto, se ridiculiza al lector por ser una larva, un ratón, una rata, una criatura para la que los libros (y la vida) no son un alimento sino simple forraje.

Estas metáforas no siempre se disponen de manera explícita. A veces la idea se presenta a sí misma, implícita en su contexto, pero la metáfora que la iluminará permanece sin nombre. De hecho, en algunas ocasiones, como con la torre de marfil, la metáfora se crea mucho después de que la idea se presenta a la sociedad. Con la excepción de unos cuantos casos, rastrear la aparición de las metáforas resulta difícil; quizá la discusión de ciertos ejemplos en los que se presenta y desarrolla la noción detrás de la metáfora resulte más útil, más reveladora. En uno de mis primeros libros, Una historia de la lectura, dediqué muchas páginas a la exploración de las metáforas relacionadas con nuestro oficio; intenté rastrear algunas de las más comunes pero sentí que el tema merecía una exploración más profunda; el resultado de dicha insatisfacción es el presente volumen.

Los lectores de la palabra impresa suelen escuchar que sus herramientas son anticuadas, sus métodos obsoletos, que deben conocer las nuevas tecnologías o sufrir el abandono de la manada que galopa. Quizá. No obstante, si bien somos animales gregarios que deben seguir los preceptos de la sociedad, también somos individuos que aprenden sobre el mundo al re-imaginarlo, al ponerle palabras, al recrear nuestra experiencia a través de esas palabras. Al final, quizá sea más interesante y más iluminador concentrarse en aquello que no cambia en nuestro oficio, en aquello que define de manera radical el acto de la lectura, el vocabulario que usamos para intentar entender, como seres autoconscientes, esta habilidad única nacida de la necesidad de sobrevivir gracias a la imaginación y la esperanza.

* Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos, 3 vols., ed. de Diego Sánchez Meca, trad. de Luis E. de Santiago Cuervós, Tecnos, Madrid, 2007-2010.

1 Véase Aristóteles, The Art of Rhetoric, trad., intr. y notas de H. C. Lawson-Tancred, Penguin, Harmondsworth, ix: 3:10, pp. 235-236. [Retórica, trad. de Quintín Racionero, Gredos, Madrid, 1990, 9:3:10.]

2 Cicerón, Sobre el orador, trad. de José Javier Iso, Gredos, Madrid, 2002, lib. III. 38: 155, p. 446.