Cubierta

JENNIFER L. ARMENTROUT

El beso del infierno

Traducción de Miguel Trujillo

Plataforma Editorial neo

Índice

    1. Capítulo uno
    2. Capítulo dos
    3. Capítulo tres
    4. Capítulo cuatro
    5. Capítulo cinco
    6. Capítulo seis
    7. Capítulo siete
    8. Capítulo ocho
    9. Capítulo nueve
    10. Capítulo diez
    11. Capítulo once
    12. Capítulo doce
    13. Capítulo trece
    14. Capítulo catorce
    15. Capítulo quince
    16. Capítulo dieciséis
    17. Capítulo diecisiete
    18. Capítulo dieciocho
    19. Capítulo diecinueve
    20. Capítulo veinte
    21. Capítulo veintiuno
    22. Capítulo veintidós
    23. Capítulo veintitrés
    24. Capítulo veinticuatro
    25. Capítulo veinticinco
    26. Capítulo veintiséis
    27. El abogado del diablo

No era posible que se encontrara allí.

Pero así era, y yo no lograba apartar la mirada. De repente deseé saber dibujar, porque los dedos me picaban de las ganas de dibujar los contornos de su rostro, de tratar de capturar la curva exacta de su labio inferior, que era más grueso que el superior.

El demonio sonrió, se agachó y puso las palmas de las manos sobre mi escritorio, desprendiendo un olor que resultaba dulce y almizcleño.

–Me he pasado toda la noche pensando en ti…

Capítulo uno

Había un demonio en el McDonald’s.

Y tenía muchísima hambre de Big Macs.

La mayoría de los días, me encantaba mi trabajo de después del instituto. Identificar a los desalmados y a los condenados normalmente me provocaba un cosquilleo cálido y agradable. Incluso me había impuesto una cuota mínima por puro aburrimiento, pero aquella noche era diferente.

Tenía que planear un trabajo para mi clase de Inglés Avanzado.

–¿Vas a comerte esas patatas? –me preguntó Sam mientras tomaba un puñado de mi bandeja. El pelo castaño y rizado le caía sobre las gafas de montura metálica–. Gracias.

–Mientras no le quites el té dulce… –dijo Stacey, que le dio un golpe en el brazo a Sam, provocando que unas cuantas patatas cayeran al suelo–. Perderías el brazo entero.

Dejé de dar golpecitos en el suelo con el pie, pero mantuve los ojos fijos en la intrusa. No sabía qué les pasaba a los demonios con las hamburguesas, pero, joder, les encantaba ir allí.

–Ja, ja.

–¿Qué estás mirando tan fijamente, Layla? –Stacey se giró en el reservado y miró a nuestro alrededor, al local de comida rápida abarrotado de gente–. ¿Hay algún tío bueno? Si es así, será mejor que… oh. Vaya. ¿Quién sale a la calle vestida de esa manera?

–¿Qué? –Sam también se giró–. Vamos, venga ya, Stacey. ¿Qué más da? No todo el mundo se viste de Prada de imitación como tú.

Para ellos, el demonio parecía una inofensiva mujer de mediana edad con un sentido de la moda espantoso. Su pelo, de un apagado color castaño, estaba recogido con uno de esos antiguos broches de mariposas color púrpura. Llevaba pantalones de chándal verdes con deportivas rosas, pero lo verdaderamente épico era su jersey. En la parte delantera había un perro basset hound tejido, y sus ojos grandes y bobalicones estaban hechos de hilo marrón.

Pero, a pesar de su apariencia corriente, la señora no era humana.

Aunque yo no era la más indicada para hablar.

La mujer era un demonio Impostor; su apetito voraz era lo que delataba la raza a la que pertenecía. Los Impostores podían comerse de una sentada la ración de comida de una nación pequeña.

Puede que los Impostores tuvieran aspecto humano y actuaran como tales, pero yo sabía que aquella mujer podría arrancarle la cabeza a la persona que había en el reservado de al lado con muy poco esfuerzo. Sin embargo, su fuerza sobrehumana no era la auténtica amenaza. El verdadero peligro eran los dientes y la saliva infecciosa de los Impostores.

Eran mordedores.

Bastaba con un mordisquito para transmitir la versión demoníaca de la rabia a un humano. Era totalmente incurable, y en cuestión de tres días la víctima del Impostor se parecería a algo salido de una película de zombis, con tendencias caníbales incluidas.

Obviamente, los demonios Impostores suponían un gran problema, salvo que consideres que un apocalipsis zombi es algo muy divertido. La única parte buena era que los Impostores escaseaban, y cada vez que mordían a alguien, su esperanza de vida se reducía. Normalmente podían dar unos siete mordiscos antes de que hicieran puf. Un poco como las abejas con sus aguijones, solo que peor.

Los Impostores podían adoptar el aspecto que desearan, así que no lograba comprender por qué aquella llevaba un conjunto como ese.

Stacey hizo una mueca mientras la Impostora comenzaba a devorar su tercera hamburguesa. No se había dado cuenta de que estábamos observándola. Los Impostores no eran conocidos por sus sagaces poderes de observación, sobre todo cuando estaban ocupados con deliciosas salsas secretas.

–Qué asco –dijo Stacey, y volvió a girarse.

–Yo creo que ese jersey es muy sexi –replicó Sam, sonriendo con la boca llena de otro puñado de mis patatas–. Oye, Layla, ¿crees que Zayne me dejaría entrevistarlo para el periódico del instituto?

Alcé las cejas.

–¿Por qué quieres entrevistarlo?

Me lanzó una mirada astuta.

–Para preguntarle cómo es ser un Guardián en Washington D. C., cazando a los malos, impartiendo justicia y todas esas movidas.

Stacey soltó una risita.

–Hablas como si los Guardianes fueran superhéroes.

Sam encogió sus huesudos hombros.

–Bueno, en cierto sentido lo son. O sea, venga ya, los has visto.

–No son superhéroes –dije, repitiendo el discurso estándar que llevaba dando desde que los Guardianes se revelaron al público hacía diez años. Después de un incremento cada vez mayor del índice de criminalidad, que no tenía nada que ver con la crisis económica a la que se enfrentaba el mundo, sino que era más bien una señal del Infierno diciendo que ya no querían seguir cumpliendo las reglas, los Alfas habían ordenado a los Guardianes que salieran de las sombras. Para los humanos, los Guardianes habían salido de sus caparazones de piedra. Después de todo, las gárgolas que adornaban muchas iglesias y edificios habían sido talladas para asemejarse a un Guardián. Más o menos.

Había demasiados demonios en la superficie terrestre como para que los Guardianes siguieran actuando sin exponerse.

–Son gente –continué–. Igual que tú, pero…

–Lo sé. –Sam levantó las manos–. Mira, yo no soy como esos fanáticos que piensan que son malvados y esas chorradas. Tan solo pienso que mola, y que podría ser un artículo genial para el periódico. Así que, ¿qué te parece? ¿Crees que Zayne aceptaría?

Me moví en mi asiento, incómoda. Vivir con los Guardianes a menudo me convertía en una de estas dos cosas: una puerta trasera para obtener acceso a ellos, o un bicho raro. Porque todo el mundo, incluidos mis dos mejores amigos, creía que yo era igual que ellos: humana.

–No lo sé, Sam. No creo que se sientan cómodos con ninguna clase de publicidad.

Parecía alicaído.

–¿Se lo preguntarás al menos?

–Claro. –Jugueteé con mi pajita–. Pero no te hagas muchas ilusiones.

Sam se reclinó sobre el respaldo duro de la silla, satisfecho.

–¿Pues sabéis qué?

–¿Qué? –preguntó Stacey con un suspiro, intercambiando una mirada de aflicción conmigo–. ¿Con qué conocimiento irrelevante vas a impresionarnos?

–¿Sabíais que se puede congelar un plátano hasta que esté tan duro como para clavar clavos con él?

Dejé mi té dulce sobre la mesa.

–¿Cómo sabes esas cosas?

Sam se terminó mis patatas.

–Simplemente las sé.

–Se pasa la vida delante del ordenador –dijo Stacey, y se apartó el espeso flequillo negro de la cara. No entendía por qué no se lo cortaba; siempre se estaba peleando con él–. Probablemente busca mierda irrelevante para pasar el rato.

–Eso es exactamente lo que hago en casa –asintió Sam, enrollando su servilleta–. Busco hechos poco conocidos. Soy así de guay.

Le lanzó la servilleta a Stacey a la cara.

–Me corrijo –replicó ella con descaro–. Lo que te pasas buscando todas las noches es porno.

Las mejillas hundidas de Sam se volvieron de un rojo brillante mientras se colocaba bien las gafas.

–Lo que tú digas. ¿Estáis listas? Tenemos que hacer el trabajo de Inglés.

Stacey gruñó.

–No me puedo creer que el señor Leto no nos deje hacer una reseña sobre Crepúsculo. Es un clásico.

Me reí, olvidando momentáneamente el trabajo que tenía pendiente.

Crepúsculo no es un clásico, Stacey.

–Pues para mí Edward es claramente un clásico. –Se sacó una goma para el pelo del bolsillo y se recogió el cabello, que le llegaba hasta los hombros–. Y Crepúsculo es mucho más interesante que Sin novedad en el frente.

Sam negó con la cabeza.

–No me puedo creer que acabes de utilizar Crepúsculo y Sin novedad en el frente en la misma frase.

Ella lo ignoró, y sus ojos fueron desde mi cara hasta mi comida.

–Layla, ni siquiera has tocado tu hamburguesa.

Quizá, de algún modo, había sabido de forma instintiva que iba a necesitar una razón para quedarme allí. Solté un suspiro.

–Id vosotros primero, chicos. Nos vemos en un par de minutos.

–¿Seguro? –dijo Sam, poniéndose en pie.

–Sip. –Tomé mi hamburguesa–. Enseguida salgo.

Stacey me observó con aire sospechoso.

–¿No vas a dejarnos plantados como haces siempre?

Me ruboricé a causa de la culpa. Había perdido la cuenta de todas las veces que había tenido que dejarlos colgados.

–No. Te lo juro. Tan solo voy a terminarme la comida y enseguida salgo.

–Vamos –dijo Sam, y rodeó los hombros de Stacey con el brazo para conducirla hasta la papelera–. Layla ya habría terminado de comer si tú no hubieras estado hablándole todo el rato.

–Claro, ahora échame a mí la culpa.

Stacey tiró los restos de su comida a la basura y se despidió de mí con un gesto de la mano mientras se dirigían al exterior.

Dejé la hamburguesa sobre mi bandeja, observando a la señora Impostora con impaciencia. De su boca caían trozos de panecillo y carne que se desperdigaban por la bandeja marrón. Perdí el apetito por completo en cuestión de segundos, aunque en realidad no me importaba. La comida solo calmaba el dolor que me roía por dentro, pero nunca lo detenía por completo.

La señora Impostora terminó por fin con su festín de grasa, así que agarré el bolso mientras ella salía sin prisa por la puerta. Se chocó contra un hombre mayor, y lo derribó mientras él trataba de entrar. Vaya. Era una auténtica joya.

Su risa, semejante a un cacareo, se oyó en el ruidoso restaurante, aunque sonaba tan ligera como el papel. Por suerte, un tío ayudó al hombre a levantarse, mientras este agitaba el puño en dirección al demonio que se alejaba.

Con un suspiro, tiré mi comida y la seguí hasta la brisa de finales de septiembre.

Había distintos tonos de almas por todas partes, zumbando alrededor de los cuerpos como si se trataran de campos eléctricos. Unos rastros de un rosa pálido y de un azul como el del huevo de un petirrojo seguían a una pareja que caminaba de la mano. Tenían almas inocentes… pero no puras.

Todos los humanos tenían un alma, una esencia que podía ser buena o mala, pero los demonios no tenían nada parecido. Y dado que la mayoría de los demonios parecían humanos al primer vistazo, la falta de alma a su alrededor hacía que mi trabajo de encontrarlos e identificarlos fuera fácil. Además del factor desalmado, la única diferencia entre ellos y los humanos era la extraña forma que tenían sus ojos de reflejar la luz, como los gatos.

La señora Impostora bajó la calle arrastrando los pies, cojeando ligeramente. Fuera, bajo la luz natural, no tenía buen aspecto. Probablemente ya habría mordido a unos cuantos humanos, de modo que debía identificarla para que se ocuparan de ella lo antes posible.

Un folleto en una farola verde me llamó la atención. Fruncí el ceño con furia y un sentimiento de protección me invadió mientras lo leía. «Advertencia. Los Guardianes no son los hijos de Dios. Arrepentíos ahora. El final está cerca.»

Debajo de las palabras había un dibujo muy mal hecho de lo que supuse que sería un coyote con la rabia mezclado con un chupacabras.

–Patrocinado por la Iglesia de los Hijos de Dios –murmuré, poniendo los ojos en blanco.

Genial. Odiaba a los fanáticos.

Una cafetería al otro lado de la manzana tenía los folletos pegados a las ventanas con un cartel que proclamaba que se negaban a servir a los Guardianes.

La furia se extendió por mi interior como un fuego descontrolado. Aquellos idiotas no tenían ni idea de todo lo que los Guardianes habían sacrificado por ellos. Inspiré hondo, y después solté el aire con lentitud. Necesitaba concentrarme en la Impostora en lugar de zapatear mentalmente sobre una tarima imaginaria.

La señora Impostora dobló una esquina y echó un vistazo por encima del hombro. Sus ojos vidriosos no se detuvieron en mí, desestimándome por completo. El demonio que había en ella no sentía nada anormal en mí.

El demonio que había en mí tenía prisa por terminar con todo aquello.

Sobre todo después de que alguien me llamara al móvil, que comenzó a vibrar contra mi muslo. Probablemente fuera Stacey, preguntándose dónde diablos estaba. Tan solo quería terminar con aquel asunto y volver a ser normal durante el resto de la noche. Sin pensar, levanté la mano y tiré de la cadena que llevaba al cuello. El viejo anillo que se balanceaba de la cadena de plata parecía caliente y pesado en mi mano.

Mientras caminaba junto a un grupo de jóvenes que tendrían más o menos mi edad, sus miradas me pasaron de largo, para después detenerse y volver a mí. Por supuesto que me miraban. Todo el mundo lo hacía.

Tenía el pelo largo. No es que ese fuera el problema, pero era de un rubio tan pálido que casi parecía blanco. Odiaba que la gente me mirara; me hacía sentir como si fuera albina. Pero eran mis ojos lo que de verdad captaba la atención de la gente, pues eran de un gris claro, casi desteñidos.

Zayne decía que parecía la hermana perdida del elfo de El Señor de los Anillos. Aquello sí que me aumentaba la autoestima. Solté un suspiro.

El crepúsculo había comenzado a caer en la capital del país mientras rodeaba Rhode Island Avenue y me detenía en seco. Todo y todos a mi alrededor desaparecieron en un instante. Ahí, bajo el parpadeo suave de las farolas de la calle, vi el alma.

Parecía como si alguien hubiera metido un pincel en pintura roja para esparcirla después por un suave lienzo negro. Aquel tío tenía un alma mala. No se encontraba bajo la influencia de ningún demonio, simplemente era malvado por cuenta propia. El dolor sordo de mis tripas cobró vida ardientemente. La gente pasaba junto a mí dándome empujones y lanzándome miradas de enfado. Algunos incluso murmuraban, pero no me importaba. Ni siquiera me importaban sus almas de un rosa claro, un color que normalmente me resultaba muy bonito.

Finalmente me centré en la figura que había detrás del alma; un hombre mayor vestido con un traje de negocios ordinario con corbata, y que aferraba el asa de un maletín con una mano carnosa. No parecía nada de lo que salir huyendo, nada de lo que asustarse, pero yo sabía la verdad.

Había pecado a lo grande.

Mis piernas se movieron hacia delante, a pesar de que mi cerebro me gritaba que me detuviera, que me diera la vuelta, incluso que llamara a Zayne. El hecho de oír su voz bastaría para detenerme. Evitaría que hiciera lo que cada célula de mi cuerpo exigía que hiciera, lo que resultaba casi natural para mí.

El hombre se giró ligeramente, y sus ojos recorrieron mi cara y bajaron por mi cuerpo. Su alma giró con rapidez, volviéndose más roja que negra. Era lo bastante mayor como para ser mi padre, y aquello era asqueroso, muy asqueroso.

Me sonrió de tal forma que debería haber hecho que saliera corriendo en la dirección contraria. Y necesitaba ir en esa dirección, porque, sin importar lo podrido que estuviera aquel hombre, sin importar cuántas chicas me darían una medalla de oro por cargármelo, Abbot me había criado para reprimir al demonio que tenía dentro. Me había criado para ser una Guardiana, para actuar como una Guardiana.

Pero Abbot no estaba allí.

Miré al hombre a los ojos, le sostuve la mirada y noté cómo mis labios se curvaban en una sonrisa. El corazón me latía a toda velocidad, y mi piel se estremeció y se sonrojó. Quería su alma, la anhelaba tanto que mi piel deseaba desprenderse de mis huesos. La sensación era como la de esperar un beso, cuando los labios están a punto de unirse, esos segundos de expectación sin aliento. Pero a mí nunca me habían besado.

Todo lo que tenía era aquello.

El alma de ese hombre me llamaba como la canción de una sirena. Me ponía enferma sentirme tan tentada por el mal en su espíritu, pero un alma oscura servía tanto como una pura.

Sonrió mientras me observaba, y sus nudillos se pusieron blancos al tensarse en el asa del maletín. Y esa sonrisa me hizo pensar en todas las cosas horribles que podía haber hecho para ganar el vacío que se arremolinaba a su alrededor.

Un codo se clavó en la parte baja de mi espalda. Aquella pequeña descarga de dolor no era nada comparado con la exquisita expectación. Tan solo unos pasos más y su alma estaría muy cerca, ahí mismo. Sabía que la primera vez que la probara sentiría el fuego más dulce que pudiera imaginar; un embriagamiento que no tenía ningún equivalente. No duraría demasiado, pero los breves momentos de puro éxtasis permanecían ahí, con una potente atracción.

Sus labios ni siquiera tendrían que tocar los míos. Tan solo un par de centímetros y saborearía su alma; aunque nunca se la quitaría por completo. Quitarle su alma lo mataría, y eso sería malvado, pero yo no era…

Aquello era malvado.

Retrocedí de golpe y rompí el contacto visual. El dolor explotó en mi estómago y salió disparado a través de mis miembros. Apartarme de aquel hombre era como negarle el oxígeno a mis pulmones. La piel me quemaba, y sentía la garganta en carne viva mientras me obligaba a poner una pierna delante de la otra. Supuso un gran esfuerzo seguir caminando, no pensar en el hombre y volver a encontrar a la Impostora, pero, cuando finalmente la vi, solté el aliento que había estado conteniendo. Centrarme en el demonio al menos me servía como distracción.

La seguí hasta un callejón estrecho entre una tienda de todo a cien y una de cobro de cheques. Solo necesitaba tocarla, cosa que debería haber hecho en el McDonald’s. Me detuve a mitad de camino, miré a mi alrededor y después solté una maldición.

El callejón estaba vacío.

Había bolsas de basura negras que recorrían las paredes de ladrillo cubiertas de moho. Los contenedores estaban rebosantes de más basura, y había criaturas que correteaban sobre la grava. Me estremecí, mirando las bolsas con cautela. Probablemente fueran ratas, pero había otras cosas que se ocultaban entre las sombras; cosas que eran mucho peor que las ratas.

Y endemoniadamente más espeluznantes.

Seguí avanzando, examinando el pasaje que se oscurecía mientras hacía girar distraídamente el collar entre mis dedos. Deseé haber tenido la previsión de guardar una linterna en la mochila del instituto, pero aquello habría tenido demasiado sentido. En lugar de eso, aquella mañana había puesto un brillo de labios nuevo y una bolsa de plástico llena de galletas. Cosas que iban a servirme de mucho.

Una repentina sensación de intranquilidad bajó por mi columna. Solté el anillo y dejé que rebotara en mi camiseta. Algo no iba bien. Metí la mano en el bolsillo delantero de los vaqueros y saqué mi móvil hecho polvo mientras me daba la vuelta.

La Impostora se encontraba a un par de metros. Cuando sonrió, las arrugas de su rostro le agrietaron la piel. Tenía unos pequeños restos de lechuga pegados a los dientes amarillos. Tomé aliento y deseé de inmediato no haberlo hecho: olía a sulfuro y carne podrida.

La Impostora inclinó la cabeza hacia un lado y entrecerró los ojos. Ningún demonio podía sentirme, ya que yo no tenía suficiente sangre demoníaca fluyendo por mis venas como para que la captaran, pero me estaba mirando como si de verdad viera lo que se ocultaba en mi interior.

Su mirada bajó hasta mi pecho y después sus ojos volvieron a subir, encontrándose con los míos. Solté un jadeo sobresaltado. Sus iris azules desteñidos comenzaron a rotar como un remolino alrededor de unas pupilas que se retrajeron en un punto estrecho.

Maldita sea. Aquella señora no era una Impostora ni de broma.

Su forma ondeó y después se revolvió, como un televisor tratando de reconstruir digitalmente una imagen. El pelo gris y el broche desaparecieron. La piel agrietada se suavizó y se volvió del color de la cera. Su cuerpo se estiró y se expandió. Los pantalones de chándal y el horrible jersey se esfumaron y fueron reemplazados por unos pantalones de cuero y un pecho ancho y musculoso. Los ojos tenían forma ovalada y se agitaban como un mar infinito, sin pupilas. La nariz era plana; en realidad no era más que dos rendijas por encima de una boca ancha y cruel.

Maldita fuera una y otra vez.

Era un demonio Buscador. Tan solo había visto uno en los libros viejos que Abbot guardaba en su estudio. Los Buscadores eran como los Indiana Jones del mundo demoníaco, capaces de localizar y conseguir prácticamente cualquier cosa que les pidieran sus clientes. Sin embargo, a diferencia de Indy, los Buscadores eran malvados y agresivos.

El demonio sonrió, mostrando una boca llena de dientes terriblemente afilados.

–Ya te tengo.

¿Ya te tengo? ¿A quién? ¿A mí?

Se lanzó hacia mí y yo me apresuré a apartarme a un lado, mientras mi miedo crecía con tanta rapidez que las palmas de las manos se me cubrieron de sudor mientras le tocaba el brazo. Unos estallidos de luces de neón resplandecieron alrededor de su cuerpo, convirtiéndolo en un borrón rosado. Pero no reaccionó a la identificación, nunca lo hacían. Solo los Guardianes eran capaces de ver la marca que dejaba yo.

El Buscador me agarró un puñado de pelo, y tiró de mi cabeza hacia un lado mientras trataba de sujetarme la parte delantera de la camiseta. El móvil se me resbaló de la mano y se estampó contra el suelo. Una sensación punzante bajó disparada por mi cuello y subió por mis hombros.

El pánico me inundó como si se hubiera reventado un dique, pero el instinto me hizo lanzarme a la acción. Todas las tardes que había pasado entrenando con Zayne hicieron efecto. Mi tarea de identificar demonios podía volverse peliaguda de vez en cuando y, aunque no tenía habilidades ninjas, ni de broma iba a dejar que me derrotaran sin oponer resistencia.

Me eché hacia atrás, levanté la pierna y clavé la rodilla justo donde más dolía. Gracias a Dios que los demonios eran anatómicamente correctos. El Buscador gruñó y retrocedió, arrancándome varios mechones de pelo. Sentí como si unas agujas al rojo vivo me quemaran la cabeza.

A diferencia de los otros Guardianes, yo no podía despojarme de mi piel humana para dar grandes palizas, pero que me tiraran del pelo hacía que mi lado zorra se activara como ninguna otra cosa.

Un dolor agónico explotó en mis nudillos cuando mi puño golpeó al Buscador en la mandíbula, y su cabeza se inclinó hacia un lado. No era un puñetazo de niña pequeña; Zayne estaría muy orgulloso.

El demonio volvió a girar la cabeza hacia mí con lentitud.

–Eso me ha gustado. Hazlo otra vez.

Abrí mucho los ojos.

Corrió hacia mí, y entonces me di cuenta de que iba a morir. Un demonio iba a hacerme pedazos o, peor todavía, meterme por uno de los muchos portales que había ocultos por toda la ciudad para llevarme «abajo». Cuando la gente desaparecía inexplicablemente sin dejar rastro, normalmente era porque tenían un nuevo código postal, algo así como el 666, y la muerte sería una bendición comparada con esa clase de viaje. Me preparé para el impacto.

–Basta.

Ambos nos quedamos paralizados en respuesta a la voz profunda y desconocida, que rezumaba autoridad. El Buscador respondió primero, y se apartó a un lado. Me giré, y entonces lo vi.

El recién llegado superaba con mucho el metro ochenta, y era tan alto como cualquier Guardián. Su pelo era oscuro, del color de la obsidiana, y emitía un reflejo azulado bajo la escasa luz. Unos mechones perezosos le caían sobre la frente y se rizaban justo por debajo de las orejas. Las cejas se arqueaban sobre unos ojos dorados, y sus pómulos eran anchos y altos. Era atractivo, muy atractivo. De hecho, era increíblemente guapo, pero la mueca sarcástica de sus gruesos labios enfriaba un poco esa belleza. La camiseta negra se estiraba sobre su pecho y su estómago plano. Un enorme tatuaje de una serpiente se enroscaba alrededor de su antebrazo; la cola desaparecía bajo la manga y la cabeza con forma de diamante descansaba sobre su mano. Parecía tener mi edad, y habría estado muy bien liarme con él… de no ser por el hecho de que no tenía alma.

Di un paso hacia atrás a trompicones. ¿Qué era peor que un demonio? Dos demonios. Las rodillas me temblaban tanto que pensé que iba a caerme de cara en el callejón. Nunca me había salido tan terriblemente mal una identificación. Estaba tan jodida que ni siquiera era gracioso.

–No deberías intervenir en esto –dijo el demonio Buscador, y sus manos se cerraron en puños.

El recién llegado avanzó sin hacer ningún ruido.

–Y tú deberías besarme el culo. ¿Qué te parece?

Eh…

El Buscador se quedó muy quieto, respirando pesadamente. La tensión se convirtió en una cuarta entidad en el callejón. Di otro paso hacia atrás, esperando tener el camino despejado para huir. Estaba tan claro que aquellos dos no se llevaban bien que no quería verme metida en medio. Cuando dos demonios luchaban, eran capaces de derribar edificios enteros. ¿Cimientos defectuosos o tejados mal hechos? Sí, claro. Más bien épicas batallas a muerte entre demonios.

Dos pasos a la izquierda y podría…

La mirada del chico me golpeó. Tomé aire y me tambaleé a causa de la intensidad de su mirada. La correa de mi mochila cayó de mis dedos entumecidos. Él bajó la cabeza, y sus espesas pestañas le abanicaron las mejillas. Una sonrisita tiró de sus labios, y cuando habló su voz era suave, aunque profunda y poderosa.

–En menudo aprieto te has metido.

No sabía qué raza de demonio era, pero, a juzgar por la forma que tenía de estar allí como si hubiera creado la palabra «poder», supuse que no sería un demonio inferior, como el Buscador o un Impostor. Oh, no, probablemente fuera un demonio de Nivel Superior, como un Duque o un Dirigente Infernal. Solo los Guardianes se ocupaban de ellos, y eso normalmente acababa en un desastre con mucha sangre.

El corazón me golpeaba las costillas. Tenía que salir de allí, y rápido: ni de coña iba a enfrentarme a un demonio de Nivel Superior. Mis escasas habilidades harían que me ganara una paliza digna de recordar. Y el demonio Buscador se estaba poniendo más furioso con cada segundo que pasaba, abriendo y cerrando sus carnosos puños. Las cosas estaban a punto de liarse, y de liarse bien gordas.

Tomé la mochila llena de libros y la sostuve frente a mí como el escudo más cutre del mundo. Por supuesto, no había nada, aparte de un Guardián, que pudiera detener a un demonio de Nivel Superior.

–Espera –dijo–. No salgas huyendo todavía.

–Ni se te ocurra acercarte un paso más –le advertí.

–No se me ocurriría hacer algo que no quisieras que haga.

Ignoré aquello, significara lo que significase, y continué rodeando al demonio Buscador para dirigirme hacia la entrada del callejón, que parecía increíblemente lejana.

–Estás huyendo –señaló el demonio Superior con un suspiro–. A pesar de que te he pedido que no lo hicieras, y creo que lo he hecho muy amablemente. –Echó un vistazo hacia el Buscador y frunció el ceño–. ¿No he sido amable?

El aludido gruñó.

–No te ofendas, pero me da igual lo amable que seas. Estás interfiriendo en mi trabajo, imbécil.

Tropecé al oír el insulto. Aparte del hecho de que el Buscador le hubiera hablado a un demonio de Nivel Superior de ese modo, había dicho algo tan… humano.

–Ya sabes lo que dicen –contraatacó el otro–. A palabras necias, tortas como panes.

A la mierda. Si conseguía regresar a la calle principal, podría darles esquinazo a los dos. No podían atacar delante de los humanos; las reglas y todo eso. Bueno, si es que aquellos dos iban a jugar siguiendo las reglas, algo que me parecía dudoso. Me giré con rapidez y corrí hacia la entrada del callejón.

No llegué muy lejos.

El Buscador me golpeó como un maldito linebacker de fútbol americano y me estampó contra un contenedor. Unos puntos negros me oscurecieron la visión, y algo peludo que chillaba cayó sobre mi cabeza. Gritando como una banshee, levanté los brazos y sujeté el cuerpo que se retorcía. Unas garras pequeñas se enredaron en mi pelo. A dos segundos de que me diera un derrame cerebral, me arranqué la rata del pelo y la lancé hacia las bolsas de basura. El animal chilló mientras rebotaba, y después corrió hacia una grieta en la pared.

Con un gruñido grave, el demonio de Nivel Superior apareció detrás del Buscador y lo agarró por la garganta. Un segundo más tarde, lo tenía sujeto a un metro del suelo.

–Vale, eso sí que no ha sido muy amable –dijo con voz baja y ominosa.

Giró y lo lanzó como si fuera una pelota de goma. El Buscador se estampó contra la pared de enfrente y golpeó el suelo con las rodillas. El demonio de Nivel Superior levantó la mano… y el tatuaje de la serpiente se alzó de su piel, dividiéndose en un millón de puntos negros. Flotaron en el aire entre él y el Buscador, permanecieron allí durante un segundo, y después cayeron al suelo. A continuación se unieron y formaron una masa negra y espesa.

No… No era una masa, sino una maldita serpiente. Era enorme, de al menos tres metros de largo y tan ancha como yo. Me puse en pie de golpe, ignorando la oleada de mareo, y la cosa giró hacia mí, alzando medio cuerpo. Sus ojos ardían con un rojo impío.

Un grito se quedó atrapado en mi garganta.

–No tengas miedo de Bambi –dijo el demonio–. Tan solo siente curiosidad, y tal vez un poquito de hambre.

¿Aquella cosa se llamaba Bambi?

Oh, Dios, la cosa me estaba mirando como si quisiera comerme.

Pero la serpiente gigante no trató de convertirme en su aperitivo. Cuando se volvió de nuevo en dirección al Buscador, casi me caí al suelo por el alivio. Pero entonces salió disparada por el pequeño espacio, y se alzó hasta que su cabeza monstruosa quedó por encima del petrificado demonio inferior. La serpiente abrió la boca, revelando dos colmillos del tamaño de mi mano y, más allá de ellos, un enorme agujero negro.

–Está bien –murmuró el demonio, sonriendo con suficiencia–. A lo mejor tiene un montón de hambre. –Interpreté aquello como una señal para largarme del callejón–. ¡Espera! –gritó el demonio, y cuando en lugar de detenerme seguí corriendo más deprisa de lo que nunca lo había hecho, su maldición reverberó en mi cabeza.

Crucé las avenidas que rodeaban Dupont Circle y pasé junto a la tienda donde planeaba encontrarme con Stacey y Sam. Solo cuando llegué al lugar donde iba a recogerme Morris, nuestro chófer y una docena de cosas más, me detuve para respirar.

Las almas de tonos suaves vibraban a mi alrededor, pero no les presté atención. Adormecida por dentro, me senté en un banco que había junto a la cuneta. Me sentía rara, como si me pasara algo malo. ¿Qué diablos había ocurrido? Lo único que quería hacer era empezar el trabajo sobre Sin novedad en el frente aquella noche, no estar a punto de devorar un alma, conseguir que casi me mataran, conocer a mi primer demonio de Nivel Superior o ver cómo un tatuaje se convertía en una anaconda, por el amor de Dios.

Bajé la mirada hasta mi mano vacía.

O perder mi teléfono móvil.

Mierda.