SOBRE EL AUTOR

Christian de Selys Lloret es psicólogo especializado en tratamientos basados en Mindfulness, hipnosis eriksoniana, terapias alternativas y en psicología clínica legal y forense.

Desde hace más de treinta años se ha dedicado fundamentalmente a integrar los prinicipios y la práctica de la meditación con sus conocimientos en diferentes campos, a fin de lograr un tratamiento más holístico del ser humano.

En la actualidad vive y ejerce en Ibiza, donde atiende su consulta tanto de forma presencial como on-line.

Para más información, puedes visitar su página web

. autor

Si este libro le ha interesado y desea que lo mantengamos informado de nuestras publicaciones, puede escribirnos a o bien regristrase en nuestra página web:
www.editorialsirio.com

Diseño de portada: © air-Fotalia.com

Composición ePub por Editorial Sirio S.A.

A mis hijos, Adriana y Roberto.

Con todo mi amor.

portada
PORTADILLA

AGRADECIMIENTOS

Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro.

Algunos interpretan esta cita como el deseo de todo ser humano de inmortalidad, de que haya algo de él que persista cuando la muerte reclame lo que es suyo. Pero este libro no está escrito con esta intención.

Esta frase es una adaptación de un relato del profeta Mahoma que dice textualmente:

La recompensa de todo trabajo que realiza el ser humano finaliza cuando este muere, excepto tres cosas: una limosna continua, un saber o un conocimiento beneficioso y un hijo piadoso que pide por él, cuando este esté en la tumba.

El árbol simboliza la limosna continua. Gracias a que alguien en el pasado plantó un árbol, hoy podemos comer sus frutos e igual debemos hacer nosotros para que en el futuro otros puedan satisfacer su hambre o resguardarse y descansar bajo su sombra.

El libro, por su parte, hace referencia al saber o el conocimiento beneficioso que se puede dejar para que otras personas puedan investigar, divertirse o realizarse. Y esa es precisamente mi intención.

Tener un hijo, en mi caso dos, es perpetuar esta cadena del deseo de que la humanidad goce de felicidad, paz y amor.

Quisiera agradecer a mi padre, Willy de Selys, que haya plantado en mí la semilla de la curiosidad. Él fue sin lugar a duda mi primer maestro, aunque por aquellas fechas yo no lo sabía. Hace tiempo que ya no está a mi lado pero eso no impide que sienta su presencia todos los días. También a mi madre, Vicenta Lloret, por su apoyo constante y por enseñarme lo que es el amor incondicional. A los dos, mi más profunda gratitud.

A Ana Guasch, con la que compartí una parte importante de mi camino por la vida y que es la madre de mis hijos. Sin ella, Adriana y Roberto no serían igual de maravillosos.

A mis hermanas, Gisela y Belinda, que durante un tiempo fueron cómplices de mis diabluras de la infancia.

A mis compañeros de trabajo, que me acompañan una buena parte de mi vida. Son como mi segunda familia.

A todos mis amigos, maestros, profesores..., que no nombro por miedo a dejar a alguno en el tintero y que, sin duda alguna, han contribuido a ser la persona que soy.

Estoy especialmente agradecido a Ana Olivia Fiol, quien revisó en numerosas ocasiones el manuscrito y me dio sugerencias para hacer el libro más ameno. También a Luz Monteagudo y José María Matás, que me dieron su valiosa opinión.

Por último, a Julia Niño, por sus constantes muestras de ánimo y apoyo. Gracias por todo y por tanto.

INTRODUCCIÓN

Seguro que en alguna ocasión habrás oído o leído que para quitarle el hambre a una persona durante un día basta con darle un pescado, pero que si quieres que coma todos los días es mejor darle una caña de pescar. Yo opino que podemos ir un poco más allá y enseñarle a esa persona a construir su propia caña. Si además deseamos rizar el rizo, podemos adiestrarla en la aplicación de diferentes estrategias para conseguir un suculento pez. Porque los utensilios para tal fin son múltiples y variados: caña, arpón, red, palangre, tridente, nasa... así como las formas: a pie o en barco, en el mar, río o lago, por no decir de las modernas piscifactorías.

De ahí el título del presente libro. Vamos a ir de pesca, pero nuestra presa no será un atún o un bacalao, sino nuestros pensamientos. En cierta ocasión, mirando un documental sobre técnicas de pesca, observé que existen muchos aficionados que después de conseguir la captura, que en ocasiones había sido ardua y dificultosa, volvían a liberar el pez.

Precisamente es esto lo que te propongo, pescar pensamientos para después liberarlos. Se trata de no quedar «enganchados», «enredados», «atrapados»... en una sucesión de pensamientos que nos privan de vivir una auténtica existencia. Como todo pescador experto y avezado, tendremos que disponer de unas herramientas y unas técnicas, además de, ¿cómo no?, una buena dosis de paciencia, constancia y atención. Esta es, pues, la finalidad del libro que ahora tienes en tus manos.

En una primera parte te daré unos conocimientos sobre cómo se comporta tu mente, su funcionamiento y características. Vendría a ser, en términos pesqueros, conocer las características de un pez, cuál suele ser su hábitat, método de reproducción y alimentación. Cuantos más conocimientos poseas de tu presa, más fácil te resultará capturarla y, recuerda esto, volver a soltarla.

En la segunda parte te hablaré de las consecuencias más habituales que suelen darse cuando los pensamientos y creencias han conseguido «picar el anzuelo» y no se desprenden de él: ansiedad, depresión, estrés, ataques de pánico...

Por último, en la tercera parte, te enseñaré diferentes métodos para lograr escapar de la trampa creada por tu mente, y ya te adelanto que para que sean útiles es imprescindible la práctica. Evidentemente, nadie mejor que tú para saber si un método es efectivo en ti o no.

Este puede ser un excelente libro para adornar tu biblioteca o para poner debajo de una mesa que cojea de alguna de sus patas, pero seguro que no lo habrás comprado con esa finalidad. Este libro no te va a producir ningún cambio si no pones en práctica lo que te propongo. Es precisamente tu propia experiencia la que te proporcionará el cambio. Por mucho que compres volúmenes de pesca y los memorices, no te servirá de nada para paliar tu hambre si finalmente no echas el anzuelo o la red en el agua y lo intentas. ¿Una sola vez? Pues no. Una, y otra, y otra, y otra vez. El conocimiento es desde luego importante, pero no será lo que te dará el poder de cambiar. De ser así ningún médico fumaría.

El koan

Un koan es un problema que un maestro zen plantea a un iniciado para comprobar sus avances en la comprensión de la doctrina y averiguar si ha tenido alguna experiencia de aumento de la conciencia, despertar o satori. Muchas veces el enunciado del problema parece que no tiene sentido, que incluso es ilógico e irracional. Y es que, en cierta medida, así es, porque para su resolución de nada sirve el pensamiento lógico-racional al que estamos acostumbrados y que nos enseñaron en el colegio. No se trata de tirar del hilo para ir resolviendo paso a paso el problema o de que, como en ocasiones se dice, la solución esté en el mismo enunciado del problema. El koan se resuelve de un salto, de manera intuitiva, de un modo directo e inmediato. Es como un «¡eureka, lo encontré!».

Muchas veces la solución te viene cuando dejas de pensar en el koan, y eso es exactamente lo que me pasó en cierta ocasión. Tuve el «despertar» en pleno sueño. Recuerdo que me decidí a realizar un retiro de meditación de tres días con un maestro zen. Era eso, o un viaje a Estambul. La verdad es que no sé lo que me impulsó a tomar finalmente esa decisión, ya que hacía mucho tiempo que deseaba hacer aquel viaje.

Al llegar al monasterio nos reunimos todos los participantes, gente para la que, como yo, era su primera vez y otros muchos más experimentados. El maestro nos dio la bienvenida, se presentó y nos solicitó que cada uno de nosotros hiciésemos lo mismo.

Al lado del maestro había una chica que dijo que había venido para recibir las enseñanzas directamente de él y también para poder tocarlo. En ese momento puso la mano sobre su pierna. «¡Sacrilegio! –pensé yo–. ¿Cómo se atreve a tocarlo?». El maestro no solo no se molestó, sino que incluso le sonrió. Mi siguiente pensamiento fue: «¡Pelota! ¡Debería darle vergüenza!».

Mi idea de un maestro zen era la de un ser por encima de todo el resto de los mortales, con una sabiduría infinita, un saber estar, una mirada penetrante y que cada vez que abría la boca fuese para soltar una frase de las que, con suerte, te llevan directamente a la iluminación. Pero ahí estaba ese hombre (habrás notado que ya no digo maestro) que se dejaba tocar, sentado en una silla corriente, que sonreía y que, si no fuera por su ropa de monje, no se diferenciaba del resto de los mortales.

Mi primer día de estancia fue un tormento. A las pocas horas ya deseaba salir disparado y maldecía el momento en que decidí acudir a un centro donde tendría que estar callado y meditando veinticuatro horas al día cuando en lugar de eso tal vez hubiera podido estar en Estambul tomando un baño turco y después cenando en alguno de sus típicos restaurantes. Para mayor desconsuelo, tuve que dormir en una especie de carpa con otros tantos compañeros que se empeñaron en darme un recital de ronquidos durante toda la noche.

Pero lo cierto es que, pasadas algunas horas, mi cuerpo y mi mente parecían empezar a acostumbrarse al silencio, a los momentos de meditación, a las rutinas de trabajo, a las comidas, a las charlas... y, ¿cómo no?, incluso ¡a los ronquidos! Y digo «parecía empezar a acostumbrarse» porque en realidad mi mente (como descubrí más adelante) era un hervidero de pensamientos.

El último día de mi estancia se organizó una reunión para que cada uno de nosotros pudiera compartir con los demás su experiencia. Yo ya sabía todo lo que tenía que decir y deseaba que llegara mi turno para desenmascarar al farsante maestro. Después de una pequeña introducción en la que elogié la exquisita comida –«tres estrellas Michelín» dije, lo que causó las risas de todos– y agradecer a mis compañeros la amistad y atención que me habían dedicado, entré a matar, como se expresa en términos taurinos.

Critiqué al «maestro» en todo lo que hizo. ¿Qué necesidad tenía de que su zafu (cojín de meditación) fuese blanco y el de los demás negro? ¿Por qué tenía que sentarse en una especie de trono? ¿Por qué utilizaba una suerte de abanico con plumas, se afeitaba la cabeza, llevaba una ropa de otro color? ¿Acaso tenía miedo de que no supiéramos quién era el maestro? Además, no entendía que tuviéramos que esperarle a la hora de comer, levantarnos cuando él llegaba, inclinarnos a su paso... «¡A este tío se le han subido los humos a la cabeza!», pensaba yo con indignación. A medida que iba hablando, miraba a mis compañeros. Algunos tenían una sonrisa en la cara y afirmaban con la cabeza; a otros, en cambio, se les notaba incómodos y tenían la cara blanca como una pared. El «maestro», por el contrario, no perdió la compostura. Escuchó atentamente todas las quejas que salían de mi boca sin parpadear, sin interrumpirme en ningún momento. Cuando finalmente me di por satisfecho, lo miré directamente a los ojos y se hizo un silencio sepulcral. Entonces, me dijo:

¿Dónde está tu problema?

¿Cómo que dónde estaba mi problema? ¿Acaso no me había estado escuchando atentamente? ¿Para qué tenía esas orejas? ¿No se supone que era un «maestro zen»? Empecé a razonar y explicar lo que para mí era un maestro zen, lo que esperaba de él, que pensaba que no había necesidad de tanto disfraz.

—Un maestro zen se reconoce a la legua aunque vaya vestido de pordiosero –le espeté. No sé cómo ni de qué manera terminé hablando de mi padre, de las dificultades que tenía con los que ejercen la autoridad y no recuerdo cuántas cosas más.

Volvió a escucharme con paciencia y sin interrupciones. Cuando vio que ya no tenía nada más que decir, me pidió:

—Te recomiendo encarecidamente que reflexiones sobre mi pregunta.

Y pasó a darle la palabra al compañero que tenía al lado. Yo estaba que me subía por las paredes de la indignación. ¿Ya está? ¿Esa era toda su defensa? Lo que demostraba que yo tenía razón. No era más que un hombre con un ego desmesurado y una pandilla de acólitos descerebrados que no se daban cuenta de la realidad como yo.

Antes de irme del templo, algunos de mis compañeros me comentaron que estaban de acuerdo conmigo y que ellos también habían pensado cosas parecidas pero que no se atrevieron a decirlo. Eso me hizo crecer unos centímetros.

A la hora de irme, me despedí de todos, les di las gracias, les aseguré que nos volveríamos a ver y les dije que había sido una experiencia maravillosa. Bueno, ya que todos somos algo hipócritas, yo no iba a ser menos. Ya de camino a casa y mientras seguía despotricando contra el maestro, me di cuenta de que fue la única persona de la que no me había despedido.

La cuestión es que durante meses, y aún hoy en día, esa pregunta, «¿Dónde está tu problema?», estuvo rondándome la cabeza y no sabía por qué. Una noche en pleno sueño, se me reveló la respuesta. Por eso lo llamo «el despertar en un sueño». Fue tal el impacto del descubrimiento que abrí los ojos de golpe, interrumpiendo mi descanso. Me sentía desconcertado y extasiado a la vez. Había tenido la respuesta tan cerca que no era capaz de verla.

¿Dónde está el problema? Evidentemente, estaba en mí mismo. Yo creé el problema con mis creencias, con mis sesgos, mis condicionamientos. Yo juzgaba, criticaba y veía las cosas filtradas por una mente que actuaba como una lente deformada.

El verdadero objetivo del retiro era poder observar cómo funcionaba mi mente y cómo me identificaba con ella. Que el color del zafu fuera blanco, o que el maestro se afeitara o no la cabeza, no era el problema. Se trataba de encontrarme, de estar conmigo mismo en compañía.

Este koan sigue estando muy presente en mi vida. Me lo repito constantemente y le doy las gracias al maestro por este maravilloso regalo que me hizo.

Felicidad

Hace dos mil ochocientos años que en la civilización occidental comenzamos a reflexionar acerca de la felicidad, y el debate todavía no ha terminado. Multitud de autores a lo largo de los siglos han abarcado esta cuestión, analizándola desde diversos puntos de vista, y no son pocas las conclusiones a las que se ha llegado. Una de ellas es que la felicidad es escurridiza. Da la impresión de que es un estado que no se alcanza recitando un abracadabra ni cubriéndonos de riquezas terrenales. Sin embargo, creo que a lo largo de las siguientes páginas podremos recorrer juntos este camino para aclarar nuestras dudas y quizá descubrir que la felicidad está más cerca de lo que creemos, aunque al mismo tiempo se encuentre lejos.

Cuando John Lennon era pequeño, su madre le solía decir que «La clave de la vida es ser feliz».

Cuando tenía cinco años, un día la maestra en el colegio les preguntó, para un trabajo de clase, qué querían ser de mayores. Él respondió:

—Ser Feliz.

Y ella le dijo:

—John, no has entendido nada del trabajo que os he pedido.

A lo que él respondió:

—Señorita, usted no ha entendido nada de la vida.

Yo creo que la felicidad en sí no es un destino ni un objetivo al que dirigirse, como El Dorado o Shangri-La, lugares mitológicos que algunos buscaron con ahínco, perdiendo incluso sus propias vidas en el intento. Es habitual tener pensamientos del tipo «seré feliz cuando...», a los que pueden seguir metas como «... me compre aquel coche», «...gane el doble de dinero», «...consiga a la pareja perfecta»...

El mito de que llegaremos a ser felices en el futuro, cuando se hayan cumplido determinados planes, es una idea que lleva miles de años en el subconsciente de la raza humana. Toda la historia está llena de guerras, batallas y traiciones, provocadas por la motivación de conseguir objetivos, sobre todo materiales, en busca de la felicidad.

Si su obtención viniese determinada por la realización de una serie de planes, seríamos felices incondicionalmente en el momento en que consiguiésemos aquel trabajo que nos habíamos propuesto o tuviésemos por fin el hijo que tanto esperábamos. Sin embargo, confundimos felicidad con satisfacción, y aunque ser padres puede ser lo más maravilloso que nos suceda en la vida, hemos de admitir que, pasada la euforia, volverá a embargarnos el miedo y la inseguridad, probablemente con mayor fuerza que antes, puesto que ahora hay al menos una persona más que depende de nosotros, y si las circunstancias externas no son favorables, nos volveremos a dejar llevar por pensamientos negativos, alejándonos de la felicidad.

Tanto si crees que puedes como si no, estás en lo cierto.

Henry Ford

Nuestra vida puede estar regida, básicamente, por dos emociones: amor o miedo. Y la que predomina en nosotros, en estos tiempos de confusión que estamos viviendo, es el miedo. Y lo más triste es que tenemos a nuestro alcance la manera de darle la vuelta completamente.

Puede parecer un recurso manido, muy usado ya, que de tanto haberlo oído no le prestemos tanta atención, pero no hay nada más cierto: eres un ser único. Especial. Y la grandeza está en tu interior, solo tienes que descubrirla.

Filosofía

Ya en el siglo xviii, el célebre filósofo alemán Immanuel Kant se cuestionó acerca del verdadero sentido de la vida. En su obra Crítica de la razón pura, de 1781, se hizo diversas preguntas que sirvieron de base para fundamentar el idealismo. Ha pasado mucho tiempo, pero a día de hoy sus reflexiones siguen vigentes; son conceptos universales de especial calado que nos pueden ayudar a ahondar en nosotros mismos:

¿Qué puedo saber? Esta pregunta nos indica que frente al saber me encuentro equipado con mi propia capacidad, finita y limitada. ¿Podemos conocer solo lo que van a percibir nuestros cinco sentidos o somos capaces de captar información suprasensible, utilizando para ello la razón ampliada, o el intelecto, desvelando la verdad oculta de las cosas? El saber que a todos nos atañe es el conocimiento de nosotros mismos con un criterio de verdad, como fundamento de la libertad. Es el saber que importa para nuestra vida. Pero buscarlo exige esfuerzo propio y ahondar hasta lo más profundo de nosotros mismos.

¿Qué debo hacer? Nuestra forma de actuar nos acercará o nos alejará de nuestro objetivo en función de las decisiones que tomemos. La vida resulta un constante quehacer, y en el hacer se va forjando la persona a sí misma. Si no tengo claro mi camino, o si creo que solo debo seguir mis caprichos momentáneos o mis insaciables deseos, la vida no podrá resultar una experiencia plena y satisfactoria para mí. Hemos de discernir entre el bien y el mal, decantándonos siempre por la opción más elevada.

¿Qué me cabe esperar? No es lo mismo vivir con esperanza que sin ella. Sin esperar nada de la vida, ¿qué motivación podría tener para vivirla? Si no hubiera algo más allá que garantice que los verdugos finalmente no van a triunfar sobre sus víctimas, ¿cómo justificar la primacía del bien sobre el mal? Posiblemente la búsqueda angustiosa y compulsiva de la diversión a corto plazo, del placer y el aturdimiento de los sentidos es el síntoma de la falta de esperanza, de confianza en que la vida pueda tener un sentido.

La clave no es responder a las preguntas, es hacernos preguntas que nunca antes nos habíamos hecho.

Albert Einstein

¿Qué es el hombre? Podríamos escribir páginas y páginas a este respecto, en función del enfoque que le diéramos a la pregunta –biológico, antropológico, histórico...–. Pero la reflexión de Kant va más allá. ¿Quién es el ser que se ha estado haciendo estas preguntas? Reflexionar acerca de ello nos abrirá un poco más la puerta para entender nuestra propia naturaleza.

Cuaderno de bitácora

En cierta ocasión, un hombre con una memoria prodigiosa decidió aprender matemáticas. Se compró un montón de libros sobre esa materia y al cabo de poco tiempo se hizo un experto matemático. No satisfecho con su proeza, probó nuevamente con la química, y con muy poco esfuerzo, ya dominaba la química orgánica e inorgánica. Creía que gracias a su portentosa mente no habría materia que no pudiese dominar.

Un día, se le ocurrió que sería conveniente y saludable aprender a nadar. Una vez más, volvió a acudir a las librerías y bibliotecas para aprovisionarse de una buena colección de libros sobre diferentes estilos y técnicas de natación. Cuando pensó que ya no había nada más que aprender, se lanzó al agua... y se ahogó.

Todo tiene un precio; en algunas ocasiones es económico y en otros casos, como el que yo te propongo, es el tiempo y la práctica. Te mentiría si te dijese que con solo leer mi libro tu vida se va a transformar drásticamente. Yo sería un mentiroso, desde luego, pero tú, un ingenuo.

La primera frase que les digo a mis clientes es: «Sin trabajo no hay cambio». Para obtener resultados es imprescindible adquirir nuevos hábitos funcionales que sustituyan a los ya existentes disfuncionales. No existe «el milagro». Nadie ha descubierto una pastilla mágica ni una frase que te produzca el «despertar». El secreto, amigo, o amiga, es el trabajo aplicado con constancia, dedicación y esfuerzo. Es la única forma de garantizar el éxito y obtener esa transformación que tanto deseas.

¿Es posible tener cambios sin trabajo? Evidentemente es posible, pero será fruto de la casualidad, de factores externos y lo más probable es que tan pronto como han llegado se vuelvan a ir.

Este libro es un método, un sistema, que aplicado siguiendo mis indicaciones, te proporcionará lo que estás buscando y deseando. Además, te aconsejo y te animo a que hagas anotaciones en él, que subrayes frases que te parezcan importantes, que dobles las páginas por las esquinas... No es un libro para que adorne tu biblioteca, es un libro de trabajo. Es importante trabajar siguiendo un sistema. De lo contrario, el éxito será cuestión de suerte y el fracaso, cuestión de tiempo.

Puesto que he incluido el símil de la pesca para ilustrar lo que pretendo enseñarte, de nuevo utilizaré un término marítimo: el cuaderno de bitácora.

Antiguamente, cuando los barcos carecían de puente de mando cubierto, la bitácora era un armario fijo en la cubierta, generalmente de forma cilíndrica o prismática, junto a la rueda del timón y la brújula, en el que se guardaba un cuaderno donde se registraban las incidencias del trayecto así como las experiencias personales de los marinos y, de esta forma, resguardarlo de las inclemencias del tiempo.

A mis clientes siempre les recomiendo que compren una libreta donde apuntar todo lo que deseen respecto al trabajo que están realizando en terapia. En ella pueden anotar sus objetivos y metas, las dificultades que van encontrando y cómo las resuelven, frases que les puedan inspirar... en fin, cualquier cosa que les permita saber hacia dónde se dirigen y consultar los progresos que van realizando. Al fin y al cabo, la vida es un viaje y es bueno saber dónde tenemos el norte.Utiliza el libro como una herramienta más, tu diario de a bordo.

Primera parte

CONOCER TU
ESTANQUE INTERIOR