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Colección: Antología de cuentos

© Trinidad Olvera Rodríguez (El Escritor Solitario)

Edición: Letrame Editorial.

Maquetación y Diseño de portada: Letrame Editorial.

Fotografía de cubierta: © Fotolia.es

ISBN: 978-84-16916-09-2

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El espejo.




Y ahí estaba yo, frente al espejo, mirándome el impasible rostro.

Había escuchado en cierta ocasión, a un grupo de psicoanalistas de la universidad. Ellos hablaban sobre un nuevo método moderno de psicoanálisis del subconsciente, parecido al test de Rorschach. Este método, consistía en pararse frente al espejo y concentrarse únicamente en el rostro mismo. Al pasar los primeros minutos, la persona comenzaría a ver ligeras modificaciones en su reflejo.

Decían que el inconsciente mostraba ciertos temores y ese test podía ayudar a adentrarse de una forma más sencilla en el ello del paciente. Pero tenía uno que ser precavido, pues si te mantenías frente al espejo por mucho tiempo, no solo tu rostro iba a sufrir cambios, sino tu entorno también.

Fingí concentrarme en mi libro de literatura inglesa, pero seguía prestándoles atención con mis oídos. Según dijeron, se habían cometido fatídicos errores con los primeros pacientes que realizaron aquella prueba.

Se les dejó a solas en un cuarto obscuro enfrente del espejo; y ya que en aquel entonces, se desconocía el tiempo promedio en el que se debe mirar uno mismo al espejo, dejaron a los pacientes por más de media hora. Fatal suceso, pues afortunadamente ahora se sabe que solamente debes hacerlo no más de dos minutos. Cuando los psicoanalistas regresaron a la cámara de Gesell donde habían dejado a los pacientes, descubrieron que se encontraban en un estado deprimente, llorándole al melancólico vacío de sus grisáceas vidas, reflejadas en los espejos.

Según esto, al pasar el tiempo, dejaron de ver las modificaciones del rostro y empezaron a ver cosas horribles. Cosas que el inconsciente manifestaba de manera directa y cruda. Veían sus mayores temores, pero lo peor de todo, es que eran temores que desconocían tener. Hubo incluso un joven que, al no aguantar la tristeza del desolador paisaje que se le presentaba reflejado en el cristal, se suicidó.

Con el tiempo se fueron estableciendo normas para controlar el tiempo y la forma de hacer el test. Decían los pasantes de psicología que cualquiera podía hacer la prueba en su casa, a solas. Pero se debía tener en cuenta el tiempo. No más de dos minutos era lo sanamente recomendable, pues podías ver horrores que jamás olvidarías; el inconsciente es un arma de doble filo y como te puede ayudar a superar problemas emocionales, también te puede arrastrar hasta la locura. Hasta la más demencial y martirizante agonía.

Me sentí muy atraído sobre aquel nuevo descubrimiento psicológico, y decidí investigar un poco. Me dirigí a la facultad de psicología y pregunte a un viejo maestro acerca de lo que había escuchado.

Efectivamente, el test era verdad. Parecía como un mito, una leyenda urbana, pero sí se podía realizar. Yo era un fiel adorador de las cosas paranormales y esta prueba psicológica estimulaba mi deseo por conocer las sensaciones del verdadero horror.

Así que le pregunté al maestro que cosas habían visto las personas. El me contesto que en realidad, el horror era muy subjetivo. No es que las personas vieran al mismísimo lucifer en el reflejo, o imágenes gráficas de muerte y dolor. Cada persona representaba su miedo a través del inconsciente de diferente manera. Me dijo también que, cuando se les preguntó a los pacientes en prueba que era lo que habían visto, todos negaron la más leve insinuación de figuras tétricas y lúgubres. Ninguno de ellos vio un fantasma, un demonio o un muerto, pero se negaron a hablar rotundamente de lo que habían observado.

Excitado por la mórbida incertidumbre, regresé rápidamente a mi apartamento. Amante de la obscuridad, la espesura negra de mi casa penetró mis pupilas y dejando mi maletín en la sala, corrí hasta el espejo del baño.

Tenía algo de miedo, pero si realmente era verdad que nuestros mayores temores se veían representados a través del espejo, valía la pena.

Apagué las luces, todas, cerré las ventanas. La obscuridad cayó en mi como un balde de fresca y deliciosa agua fría. Por las rendijas de las persianas, se filtraba un poco de luz, y podía ver tenuemente mi reflejo. Estaba consiente del peligro que corría al retar los limites del tiempo de la prueba, pero quería ver, quería saber que era a lo que en verdad temía.

Y ahí estaba yo, frente al espejo, mirándome el impasible rostro. Recorrían mis ojos con ímpetu todas las facciones de mi cara. Paseaban silenciosos por mis cejas, y se detenían al llegar a las delicadas curvas de mis pestañas. Se encontraban recorriendo el pequeño punto saltón de mi nariz, y anidaban en las comisuras de mis labios, tenues parpadeos.

Así estuve unos segundos, recorriendo levemente mis facciones mortecinas. Mi mente estaba en blanco, no pensaba en nada. Sentí un ligero cambio alrededor de mis profundas ojeras, que eran resultado de tantas noches privándome del sueño, pensando en aquello jamás tuve y no llegue a tener nunca, quizá. Pero fueron figuraciones mías nada más, y al tiempo me hube fastidiado.

Mi rostro no cambiaba en absoluto, y podía sentir que los minutos habían transcurrido ya. Comenzaba a desesperarme, cuando me pensé superior. Pensé que no tenía miedo alguno, que mi inconsciente estaba intacto, que nada me hacía daño. Pero oh, mala pasada es la que juega mi mente siempre conmigo. Porque comencé a sentir el miedo.

Inexplicablemente, tenía una sensación fría en mi piel, como si algo o alguien me abrazara por la espalda. Como si esa persona que me abrazara, estuviera congelada o recién bañada por las aguas frías de un rio distante. Mis manos comenzaron a vibrar sin motivo alguno y mis ojos ¡mis ojos comenzaban a derramar el salado vino de la tristeza!

Sabía, realmente sabía yo que el inconsciente había mostrado en ese momento mis mayores miedos, mi mayor horror, el fruto de mis pesadillas más complejas que alegremente anotaba en el amanecer.

Pero mi yo no lo sentía todavía, o no lo veía aún. Definitivamente y sin duda alguna, estaba parado frente a la más grande manifestación de terror.

Y mi mente vulnerable lo sabía, aunque en el espejo se encontraba sola mi mirada, en medio de la obscuridad.

Sola.

Sola. Solo. Solamente. Soledad.


El muchacho no tenía un miedo convencional. No le tenía miedo al hombre del costal, al monstruo debajo de la cama o al ser que esta escondido en el armario. No le temía a la muerte ni al mismísimo Lucifer. El muchacho no temía siquiera al poder de dios. El solamente tenía un miedo. Un miedo que acosaba su existencia cuando llegaba la hora de dormir, y permanecía en su cabeza cada minuto, hasta el primer latido del sol. No era su miedo un sentimiento que no pudiera dar, sino aquel que no pudiera recibir. El muchacho tenía miedo a la soledad, a que nadie nunca lo pudiera amar.


Trinidad Olvera Rodríguez

El Escritor Solitario

Lunes 9 de junio del 2014

El gato de regaliz.




Hallándome solo en la penumbra de mi habitación, entran a mi memoria, con soltura y paso firme, pensamientos lúgubres y tenebrosos que hacen temblar a mi inconsciente.

Soledad que aqueja mi alma sosegada, traumatizada por las largas horas que me he visto forzado a mirar pasar, lentamente, como en un reloj de arena.

Mi apartamento es un reloj de arena, gigante, y me encuentro dentro de el, descompuesto, y cayendo grano por grano, lentamente, a través.

Sin aviso de conciencia, me levanto de mi cama, mi lecho nupcial donde la soledad y yo todas las noches hacemos el amor y atravieso el recibidor hasta la puerta de la entrada.

Faltándome aire con el cuál poder respirar, abro la puerta y salgo a tomar un poco de fresco.

La tarde se derrite en mi balcón, grisácea y borrascosa, como mi alma. Las nubes en el cielo, sin color ni brillo, obscuras y mortecinas, entorpecen el vuelo de las aves, que cantan tristes por el temor de no llegar a su nidal. El eco de los relámpagos lejanos penetra en mis oídos y canta melodías tristes y desesperadas, que comparten sentimientos de ansiedad con mi alma. Sola, como siempre está.

El miedo crece conforme observo el cielo, austero y opaco por la tormenta al final terminada. No encuentro una manera de tranquilizar mis vulnerables sentimientos, consumidos lentamente por el silencio penetrante de mi ser.

Sentado en la escalera que lleva a los demás pisos, observo por los recuadros tallados en la pared y fijo mi mente a través de las pequeñas ventanas de fachada que atraviesan los muros del mohíno edificio.

Encontrábame escudriñando los recónditos espacios de las casas vecinas, observando los colores del pasto recién mojado por el aguacero, la humedad en las paredes y el olor a asfalto de la calle, cuando de la pared de una casa abandonada, alzó su vuelo un gato negro que prontamente posábase en el tejado rojizo de aquella vivienda un día antaño habitada.

Observé al gato con curiosidad. La forma delicada del cuello y las orejas puntiagudas. El pelaje de regaliz mojado en partes desiguales. Y su lengua rosada que embadurnaba su pata izquierda con afán.

Con intento de acariciar el suave pelo de mi felino compañero, siseé con la lengua un sonido sibilante para que viniera a mi. El gato negro pareció advertir el ruido y detuvo su aseado por un instante, luego prosiguió.

Nos encontrábamos en un limbo de pálido ensueño mi amigo felino y yo, en el que narrábamos nuestras historias, el lamiéndose las patas y contemplándole hacerlo, yo.

Estoy tan solo como este gato, y mucho más solo porque lo sé y él no, decía Cortázar. Esta frase tiene un sentido ambiguo, porque el gato no tiene conciencia y por ende no siente la misma incomodidad y ansiedad que siento yo, la misma desesperación de estar solo entre tanta gente y también sin ella.

Pero dándome un golpe de aspaviento en la mejilla el desdichado destino cruel, me enfrenta a una coyuntura más triste que la anterior, pues de la parte trasera de la casa fría y solitaria, ha de encontrarse con mi misántropo amigo una gata, negra y lustrosa como el, que habrá de acariciarlo por las noches con suave recelo.

Detrás de ella, acompañándola también, tres lindas piedritas de azabache, contoneándose al caminar y meneando la pequeña cola.

La frase de Cortázar deja de ser ambigua y alegórica. Conmigo la soledad ha de presentarse ruda, salvaje y con instinto animal. No podría hacerme saber el destino cruel que mi soledad es tan severa a la constancia misma, convirtiendo en algo palpable la situación presentada con anterioridad, mostrándome las afiladas garras sin haber tocado las suaves almohadillas.

Ahora me doy cuenta de que ya no tengo escape. Y me siento abatido en la penumbra de la escalera, esperando a que el reloj de arena deje de funcionar y haya que darle la vuelta, para comenzar el ciclo sin fin otra vez, del que por más que intento no logro escapar.

Ya se ha de presentar de nuevo y desnuda ante mi, cubriéndose solamente con una delicada sábana blanca, la soledad.

<<Volvamos a la cama, cariño>>, dirá <<y hazme el amor como a su querida, el gato negro esta noche también lo hará>>.


Trinidad Olvera Rodríguez.

El Escritor Solitario

20 de junio del 2014