La picardía del venezolano
o el triunfo de Tío Conejo
AXEL CAPRILES
@axelcapriles

Donde hay muchas escuelas de niños, y maestros que guardan conciencias –aunque, como digo, ninguna ciudad, villa ni lugar se escapa en todo el mundo– es en Sevilla, de los que se embarcan para pasar la mar, que los más dellos, como si fuera de tanto peso y valume que se hubiera de hundir el navío con ellas, así las dejan en sus casas o a sus huéspedes, que las guarden hasta la vuelta. Y si después las cobran, que para mí es cosa dificultosa, por ser tierra larga, donde no se tiene tanta cuenta con las cosas, bien. Y si no, tampoco se les da por ellas mucho; y si allá se quedan, menos.

Por esto en aquella ciudad anda la conciencia sobrada de los que se la dejaron y no volvieron por ella.

GUZMÁN DE ALFARACHE, 1, III, 5

A mi padre, Carlos Capriles Ayala, cuya pasión por la lectura y la escritura me enseñó que, más allá del pasajero triunfo del hombre de acción, las ideas guardan, todavía, la posibilidad de la transformación.

Del héroe al antihéroe

El héroe es una de las figuras más atractivas, influyentes y complejas de la mitología y la literatura universal. No solo es un motivo típico que se repite de infinitas maneras en la imaginación cultural, sino que moldea las aspiraciones y el curso de muchas vidas individuales y hasta llega a apropiarse de las fantasías colectivas de sociedades y naciones enteras. La figura del héroe da expresión a procesos y formas mentales comunes a todos los seres humanos. Es uno de los elementos constantes de la mitología y del folclore, una de las imágenes universales con que aparecen ciertos dominantes psíquicos y arquetipos del inconsciente colectivo[6]. Es un mito fundamental. En su forma más básica, el héroe nos remite a hechos gloriosos y hazañas ilustres, a virtudes e ideales elevados, a grandes logros y actos memorables, a retos y acciones valerosas e insuperables. El heroísmo es temple de espíritu, valentía y arrojo, esfuerzo y sacrificio por el bien común.

Según el Diccionario de la Real Academia Española, el héroe es una «persona ilustre y famosa por sus hazañas o virtudes»[7], un ser que lleva a cabo acciones caracterizadas por el heroísmo, el «esfuerzo eminente de la voluntad y de la abnegación, que lleva al hombre a realizar hechos extraordinarios en servicio de Dios, del prójimo y de la patria»[8].

Cada sociedad y cultura tienen sus propios héroes que aparecen, con diferentes caras y vestidos, en la imaginación –en el mito, en la leyenda, en la saga, en la poesía, el teatro, la novela– al igual que en la vida real –en la guerra, en la política, en la aventura–. Teseo, Hércules, Aquiles, Amadís, Rama, Roldán, el Cid, todos tienen un perfil propio, características, retos e historias diversas. Desde otro ángulo, todos son, también, el mismo. Detrás de sus diferentes circunstancias y rostros, una especie de plano o patrón mental da forma y agrupa la experiencia con base en un denominador común, y algo como un ordenamiento natural de la geografía psíquica establece un conjunto de fronteras y límites que confinan la imaginación y el comportamiento para determinadas funciones dentro de cierto espacio.

En este sentido, la psicología profunda ha interpretado tradicionalmente la figura del héroe como una personificación de las funciones superiores del psiquismo que producen la consciencia. En palabras de Carl Gustav Jung, el héroe «es ante todo la autorrepresentación de la nostalgia buscadora de lo inconsciente, animado por esa sed no aplacada y raramente aplacable de la luz de la consciencia»[9]. A los ojos de muchos psicoanalistas, se trata de una imagen que sintetiza y expresa un conjunto de funciones indispensables para el buen desenvolvimiento de la actividad psíquica, una representación simbólica del puñado de atributos que conforman el complejo del ego o el yo encargado de mantener el equilibrio entre las demandas internas del organismo y la adaptación a la realidad y al mundo exterior.

Los estudios de mitología clásica muestran los paralelismos y los patrones recurrentes en las muy diversas historias y leyendas. Caracterizado por un nacimiento milagroso, el héroe mítico tiene, frecuentemente, un doble origen, un doble parentesco, divino y humano. Su desarrollo temprano lo lleva a descubrir pronto un llamado que apresura su iniciación y lo conduce a un camino excepcional lleno de retos y conflictos. Al desprendimiento y la separación le siguen el viaje y la aventura, recorridos fabulosos en los que ocurren todo tipo de sucesos inverosímiles, pruebas y enfrentamientos con seres monstruosos a los que el héroe casi siempre vence y da muerte con la ayuda de agentes sobrenaturales. El triunfo y los logros portentosos llevan al rescate de la doncella y el tesoro, punto de viraje que, por lo general, da inicio al retorno como desenlace de un viaje de transformación que finalmente lo conduce a encarar su propio destino.

Un típico ejemplo de este patrón lo encontramos en la historia del héroe griego Perseo. El rey de Argos, Acrisio, tenía una sola hija de nombre Dánae y decidió consultarle al oráculo de Delfos cómo podía tener un hijo varón. El oráculo no solo le dijo que no lo tendría, sino que un hijo de Dánae lo destronaría y mataría. Para evitar que se cumpliera la profecía, Acrisio encerró a Dánae en un calabozo subterráneo hecho de bronce para que no tuviera contacto con ningún hombre que la pudiera fecundar. Su extraordinaria belleza, sin embargo, atrajo al más grande de los dioses, Zeus, quien penetró la cámara y la poseyó en forma de lluvia de oro. De esta unión entre un dios y una mortal nació Perseo. El rey, enfurecido, no creyó que su nieto fuera hijo de la divinidad del cielo luminoso y lo encerró junto a Dánae en un arca que arrojó al mar para que murieran ahogados. Ambos, no obstante, sobrevivieron y, llevados a flote por las olas hasta la isla de Serifos, fueron rescatados por un pescador llamado Dictis, hermano del rey Polidectes.

Hay muchas versiones del mito. En una de ellas, Polidectes quiso casarse con Dánae, pero encontró que el hijo de esta constituía en un estorbo. Para deshacerse de él, el rey desafió a Perseo y logró que se comprometiera a traerle la cabeza de la Gorgona Medusa, un monstruo espantoso con afilados dientes de jabalí, una lengua muy larga y serpientes en la cabeza, cuya mirada convertía en piedra a las personas que osaran contemplarla. El viaje era una aterradora empresa en la que con toda seguridad el joven perecería. Tenía que llegar hasta la tierra de la oscuridad donde la luz del cielo se opaca y la que solo las más antiguas deidades conocen. Guiado por Atenea y Hermes, Perseo alcanzó el lejano monte donde habitaban las Grayas, tres diosas viejas y grises que compartían un único ojo y un diente. Aprovechó un momento en que las diosas se intercambiaban el ojo para arrebatárselo y prometió devolvérselo solo si le indicaban el camino.

Con inteligencia y determinación, Perseo logró llegar al país de los Hiperbóreos donde vivían las Gorgonas. Con los regalos y la ayuda de ninfas y dioses, utilizando las sandalias aladas, el manto de invisibilidad y el escudo de bronce que le había dado Atenea para no mirar al monstruo directamente, sino por reflexión, el héroe pudo decapitar con su espada a Medusa. Hallándose el cuello cercenado, de la tierra humedecida por la sangre que brotó de la cabeza de la Gorgona nació el caballo alado Pegaso. En su largo periplo, Perseo llegó al país de los etíopes donde encontró a una hermosa doncella atada a unas rocas. Se trataba de la más bella de las Nereidas, Andrómeda, que había sido ofrecida como sacrificio para liberar al país de un monstruo, enviado como castigo por el dios Poseidón. Perseo se comprometió a matar al monstruo a cambio de la mano de la joven y con la ayuda de sus sandalias voladoras y la hoz logró su cometido. Después del retorno y de haber petrificado a Polidectes mostrándole la cabeza de la Medusa, Perseo entregó el trono de Serifos a Dictis y continuó camino a Argos, donde encontró su destino. Invitado a participar en unos juegos fúnebres, lanzó un disco que accidentalmente se desvió y mató a su abuelo, el anciano rey Acrisio. Avergonzado por haber acabado con la vida de su abuelo, Perseo decidió intercambiar con su primo Megapentes el trono de Argos por el de Tilinto.

En la historia de Perseo podemos ver muchos de los componentes del mito del héroe antes mencionados: la doble parentela y el nacimiento milagroso, el desprendimiento y el largo viaje, las pruebas y retos, el enfrentamiento valeroso con monstruos horribles, la conquista de la doncella. Este patrón amplio y general, en el que encajan y encuentran correspondencia tanto Perseo como Moisés o Gilgamesh, no es irrelevante ni carente de significado. El héroe es el símbolo de los múltiples obstáculos que hallamos en nuestra vida y del esfuerzo necesario para crecer como individuos y alcanzar nuestro destino. Así lo afirma Erich Neumann, para quien «la historia del héroe, tal cual se manifiesta en los mitos, es la historia de la autoemancipación del ego, en su lucha para liberarse del poder del inconsciente y para mantenerse firme ante las disparidades abrumantes»[10]. Es la crónica del ego activo y voluntario, capaz de diferenciación consciente, que busca el peligro y abandona el estado de pasividad natural para realizar la gran hazaña del desarrollo individual. Podríamos decir que, psicológicamente, el héroe es un impulso hacia la acción y la independencia; un factor de decisión, una señal de dirección y orientación hacia logros y metas, un órgano de planificación; es el depositario de la voluntad y la determinación, una capacidad para discernir y también para responder al reto o hacerle frente a situaciones adversas; una fuerza de exploración, expansión y conquista, a la vez que fuente de confianza en sí mismo. Con atributos y rasgos tan valorados por la consciencia colectiva de la civilización occidental, es inevitable que la figura del héroe nos atraiga y fascine. Su apariencia es tan imponente y luminosa que su presencia nos encandila y sobrecoge. Solo con gran esfuerzo podemos divisar su patología e identificar su locura.

La locura heroica

Faltos de perspicacia psicológica para desenmascarar la sombra de los ideales colectivos, suponemos que la determinación y la voluntad del individuo excepcional –quien con su esfuerzo y constancia obtiene logros inigualables que lo elevan por encima del común– son valores absolutos y evidentes, virtudes dignas de emular, que bajo ningún respecto producen efectos nocivos o perjudiciales. Thomas Carlyle pensaba que el culto al héroe, la admiración y veneración de una forma semidivina y más noble de hombre, era el más antiguo y sólido fundamento de la evolución y el progreso de la sociedad y la cultura humana. Eran esos seres excepcionales los que impulsaban con su esfuerzo el desarrollo de las comunidades anodinas. Sin embargo, a pesar de la común exaltación del héroe y del individuo excepcional, más allá de la extendida percepción del gran hombre como motor de la historia y propulsor de los principales logros y grandes transformaciones de la humanidad, el heroísmo puede ser también, como de hecho lo es con frecuencia, una forma de demencia. Condición poco estudiada y difícil de reconocer, que pasa habitualmente inadvertida frente a los ojos miopes de la racionalidad dominante en la civilización occidental contemporánea, pero que, sin embargo, llamó la atención de los griegos de la antigüedad, más atentos a la peligrosa duplicidad de los dioses, una manera intuitiva de reconocer la polaridad esencial de todo arquetipo.

Por ello, a pesar de haber dado origen y transmitido de generación en generación los cantos homéricos y la tradición épica en que se fundamentan los pilares intelectuales de la civilización occidental, aquellos lejanos ciudadanos griegos, nuestros antecesores espirituales, pioneros de la democracia y del pensamiento racional, se percataron muy temprano de los efectos perturbadores del héroe en la vida social, su esencial negación del ideal de la polis. El inmutable conflicto que el fortalecimiento de la voluntad y de la personalidad individual inevitablemente plantea para el desarrollo simétrico como grupo y para la convivencia en sociedad. Este es uno de los grandes dilemas que nos dejó sobre el tapete la épica y que a pesar de haber sido reexaminado bajo la penetrante óptica de la tragedia, de manera particular por Sófocles –en Áyax, en Antígona, en Filoctetes–, sigue escondido e indiferenciado en la sombra.

Hoy en día, en un mundo tan alejado de la épica, el heroísmo mantiene su resonancia afectiva. A pesar de expresar conductas sancionadas y atributos altamente valorados por la colectividad, el heroísmo es el germen de un mal social porque, como código que exalta los logros de la voluntad por encima de cualquier obstáculo, alimenta un egocentrismo perjudicial para la relación entre iguales. Si bien el desarrollo del ego heroico es parte indispensable del proceso de individuación y lleva a un comportamiento beneficioso o hasta virtuoso desde la perspectiva individual, como agregado colectivo puede hacerse disfuncional. Cambia de signo por obra de lo que en psicología social se conoce como efecto de composición, el mecanismo por el cual lo que resulta provechoso para uno se torna perjudicial al repetirlo muchos. Es el mismo efecto que conduce a los pánicos financieros, en los que cada persona aislada, aprensiva, asustada, se apresura a retirar su dinero del banco, acción individual que sería perfectamente racional si no fuera por el hecho de que los otros se comportan de la misma manera, lo que produce la crisis colectiva y el resultado que se pretendía evitar. El todo difiere de las partes.

La preocupación por la gloria es el rasgo fundamental del temperamento heroico. El héroe personifica el impulso individualista del ser humano, la necesidad particular de distinguirse, de sobresalir, de ganar renombre y honra. En la tradición épica griega, la principal aspiración del héroe es el honor, el afán de realizar grandes hazañas para ser recordado por las siguientes generaciones, la sed insaciable de fama, de que su nombre perdure en la memoria de la humanidad. Para ese ser nutrido en la soberbia y en la estimación del amor propio, la negación de la honra constituye, per contra, su peor castigo y su mayor tragedia. No hay nada que pueda atribular más a un héroe que la posibilidad de que su reputación y honor le sean negados. Muerto Aquiles, Tetis decidió entregar las armas de su hijo al griego más valeroso. Áyax supuso que serían de él, pero los Atridas, Agamenón y Menelao, decidieron dárselas a Odiseo. Por no haber heredado la armadura de Aquiles, esto es, el reconocimiento y la honra que ella representaba, Áyax decidió vengarse. ¿Con qué rostro podía presentarse ante su padre sin galardones? Poseído por una ira demencial, salió armado pero, para evitar que causara destrozos, Atenea decidió enloquecerlo y el héroe se lanzó contra un rebaño de ovejas creyendo que eran los griegos. Desquiciado, Áyax descuartizó los corderos y a dos que quedaron vivos los amarró y azotó pensando que eran Ulises y Agamenón. Al recobrar la consciencia, avergonzado y disminuido por el deshonor, Áyax clavó la espada en la tierra y se lanzó sobre ella. El amor excesivo al honor (al que los griegos le tenían un nombre: philotimia), lo condujo a la locura y al suicidio.

Aunque el afán de prestigio y el ansia de diferenciarse ventajosamente de los demás forman parte del importante instinto de superación del ser humano, como perfil motivacional dominante tiene repercusiones insospechadas. La reputación y el honor son virtudes relativas. Su celebración exige que las otras personas tengan atributos inferiores, menos cualidades y virtudes, para que no puedan competir en el reclamo de la distinción. Difícilmente puede alguien ser celebrado y honrado si no logra distinguirse de sus pares, si estos exhiben logros superiores o iguales y exigen, al mismo tiempo, similar nivel de reconocimiento y honor. Tener que compartir el éxito con otro implica, de entrada, una reducción de la ventaja. El principal problema del amor al honor no es que el orgullo excesivo y la exagerada estima de sí mismo lleven a traspasar los límites humanos, sino que en el plano social se convierten en un freno de la creatividad y el desarrollo. La celebridad no solo cela que otros puedan superarla sino que, por lo general, se esfuerza en sembrar obstáculos y en hacer más difícil que los demás alcancen su nivel. Su interés es igualar y mantener a los otros por debajo. Es una pasión egoísta que Aristófanes examina en su comedia Las ranas. En ella, Hércules teme ver su honor reducido si otro hijo de Zeus sigue sus pasos y repite la hazaña de descender al mundo tenebroso de Hades. Por eso exagera las dificultades y trata de desanimar a Dionisos, por lo que este último lo acusa de celos. La misma baja pasión denunciaba Demóstenes como principal vicio del rey Felipe de Macedonia. Según el gran orador ateniense, la obsesión de honor del rey de Macedonia era tal que él prefería la derrota de sus generales para que sus triunfos bélicos no lo opacaran, de modo que el esplendor de la victoria y todos los éxitos fueran atribuidos exclusivamente a él. También Aquiles se cuida de limitar la gloria que puede ganar Patroclo cuando le permite vestir sus armas y salir con los mirmidones a la batalla sin él:

«Y tienes que hacer todo lo que voy a decirte, para que me conquistes honra y gloria entre los dánaos y, agradecidos, además de devolverme a la muchacha, me colmen de espléndidos regalos. Arrójalos de las naves, pero en cuanto lo consigas, vuelve sobre tus pasos; y aunque el tonante Zeus te impulse a más alta gloría, no te empeñes en luchar sin mi ayuda contra los ensoberbecidos teucros, porque contribuirías a mi deshonra en vez de encumbrarme[11].»

Aquiles, el más grande y hermoso de los héroes aqueos reunidos en Troya, resume el ideal de virtud de la aristocracia heroica y las principales paradojas que arropan el afán de honor. Tetis, su madre, le advierte el destino que le espera. Si va a Troya, ganará reputación y su gloria será inmortal, pero su vida será corta porque morirá a las puertas de la ciudad. Si se queda, tendrá una larga vida sedentaria, rodeado de amigos y familiares, pero perderá su «noble gloria» y su nombre no será recordado por las generaciones posteriores. Aquiles, sabiendo que la muerte lo espera, escoge ir a Troya. Muchas personas idealizan y ven como acto loable el sacrificio de los afectos y la renuncia a la tranquilidad doméstica, a los bienes, las comodidades y el dinero, en pos de grandes retos y la lucha por alcanzar la gloria perdurable. No obstante, quienes así piensan olvidan el conflicto social que implica tal psicología. Al comienzo de La Ilíada, en el décimo año de la guerra de Troya, Aquiles, ofendido en su orgullo y en su honra, abandona a los aqueos, se retira a su tienda y se niega a combatir hasta que Agamenón le devuelva a su concubina Briseida, repare la afrenta sufrida y le dé satisfacción a su honra. Poco le importa que, privados de su ayuda, miles de sus compañeros mueran o que el ejército griego sucumba ante el dominio de los troyanos. Su indignación y amor propio son más importantes que la causa de la civilización griega, tienen más peso que el espíritu de solidaridad, la compasión o el deber. Es el reclamo que le hace el mismo Patroclo: «Todos los más valientes guerreros han quedado fuera de combate y están en sus naves heridos […] Y mientras todo sucede, tú, Aquiles, eres inexorable; nunca se ha apoderado de mí un rencor como el que tú abrigas. ¿Es que no quieres ser egregio sino a costa de la ruina de tus amigos?»[12].

La facilidad con que la grandeza del héroe podía forjarse en detrimento de los demás preocupó obviamente a los primeros hombres occidentales que, distanciándose de los sistemas despóticos orientales, empezaron a verse a sí mismos como ciudadanos iguales en democracia. El reclamo de Patroclo es la expresión mitológica de un conflicto perenne: la oposición del código heroico a los propósitos y espíritu de la polis, el peligro inmanente de que la estima y la grandeza del individuo, el culto al gran hombre, socave los fundamentos de la vida civil, merme la cooperación entre iguales y el compromiso cívico. El gran dilema psicológico, además, es que todo ser humano se esfuerza en conseguir prestigio, renombre y reputación, pero a medida que los obtiene despierta celos y envidia en los demás. Aunque no lo reconozcamos, las personas, con frecuencia, se incomodan cuando otros se destacan. La palabra latina invidia proviene del verbo invideo, mirar con recelo, ver con malicia y con tristeza el bien ajeno, una emoción que, si no es tomada en cuenta y neutralizada, conduce a un clima de suspicacia que produce imponderables estragos y desolación en la vida social.

El héroe es, por un lado, el protagonista de la expansión y evolución de la consciencia, el actor principal de una obra que expresa el rasgo más propiamente humano: la diferenciación de la personalidad individual. Por el otro, sin embargo, es un germen patógeno para el desarrollo de sus congéneres. Una personalidad narcisista, totalmente poseída por sus ideales subjetivos, absolutamente convencida de la veracidad de su visión revolucionaria, centrada en sí misma y dirigida por una férrea voluntad, choca necesariamente con las exigencias de la vida del grupo, con las concesiones y los compromisos indispensables para la convivencia social. Es un obstáculo para la participación, el consenso y los logros de equipo. Aunque puede atraernos sobremanera el argumento romántico según el cual es preferible vivir intensamente un breve tiempo por un gran logro que tener una larga vida irrelevante, es preciso considerar que mucho más debe el bienestar y el progreso humano a la lenta consolidación de las instituciones y a la acumulación de pequeños aportes mediante la formación de redes sociales y el trabajo en cooperación que al destello solar de los grandes genios y héroes culturales.

El héroe es una deformación de la pulsión individualista que lleva a posiciones personales inflexibles, actitudes rígidas y obstinadas. Como aparece en la tradición épica, el héroe es un guerrero brutal. Por eso recibía, también, el calificativo de terrible, de ser sin moderación. En la mentalidad heroica, no solo domina el arrojo sobre la sensatez, sino que el horror pasa desapercibido y es tomado como acto normal. En el segundo canto de La Ilíada, Néstor invita a los melenudos aqueos a tomar venganza nada menos que con una violación masiva: «Por eso, que nadie se apresure aún a regresar a casa antes de acostarse con la esposa de alguno de los troyanos y cobrarse venganza por la brega y los llantos de Helena»[13]. El heroísmo es, en su núcleo arquetipal, un código de guerra y pillaje. En la Edad Media, los cronistas árabes desnudaron los valores de la caballería y los ideales épicos del honor castellano mostrando la maldad detrás del celo religioso de los héroes cristianos. El Cid Campeador usaba el terror para cobrar tributos y solía torturar a los enemigos y decapitar a los insurgentes. No es asunto de épocas y culturas. Hay algo en el arquetipo que lo vincula al fanatismo y lo aleja del consenso ciudadano. Es una legitimización de la violencia. En 1835, el héroe de la independencia venezolana, revolucionario y varias veces presidente, José Tadeo Monagas, se incorporó a la Revolución de las Reformas y lanzó una proclama que concluía así: «Siempre me veréis primero, adelante, a vuestra cabeza; y para triunfar o morir. Que sea vuestro lema el Triunfo del patriotismo o muerte; reformas en una convención nacional o guerra eterna…»[14].

Opuesto a la convivencia civil y a la solidaridad de la polis, el héroe desconoce los términos medios, la negociación y el compromiso. Incapaz de cambiar, permanece inalterable aunque conozca las consecuencias negativas de sus actos. Su pasión característica era llamada por los griegos orgé, un odio o ira prolongada que resulta de un daño al amor propio, que exige y conduce a la venganza. En la psicología del héroe no hay espacio para los quehaceres de la paz. Desconoce el mérito del trabajo y el valor de los imperceptibles logros ordinarios. Desprecia el empeño metódico y constante. Inepto para crear riqueza, se apropia de la fortuna de otros mediante el asalto y la conquista. Su economía, como la del pirata, es la del saqueo y el botín. Su desdén por la mediocridad de la vida sedentaria y laboriosa está ligado a un exceso de autoestima. Ulises, quien desdeña la actividad mercantil tanto como valora el pillaje, se presenta ante Alcínoo, rey de los feacios con afirmaciones que chocan abiertamente con la virtud de la humildad. Dice así: «Soy Odiseo, hijo de Laertes; todos los hombres piensan en mí por mis ardides, y mi gloria llega al cielo»[15].