Cubierta

Cómo ser grosero
e influir en los demás

Memorias
de un bocazas

Lenny Bruce

Traducción de Laura Salas Rodríguez

MalPaso
BARCELONA MÉXICO BUENOS AIRES

Introducción

Desde que tengo memoria he admirado a Lenny Bruce. Me gustaba antes de saber que existía, antes de escuchar sus monólogos. ¿Cómo es posible? Pues porque Lenny siempre estuvo con nosotros. Su tenebroso humor de idealista sensual y zumbón estaba ahí cuando mis padres tomaban martinis, bailaban el chachachá y coqueteaban con sus vecinos suburbanos.

Estaba ahí cuando yo cruzaba el país con las manos al volante, fumando porros, tomando anfetas y escuchando a Coltrane y a Hendrix en el radiocasete.

Estaba ahí cuando vivía colocado, convertido en un punki de mala muerte, en los oscuros desfiladeros de Manhattan.

Lenny estaba presente como el fantasma de las bohemias pasadas, presentes y futuras. San Lenny (así lo llamaría) murió por nuestros pecados. Y ahora que el péndulo oscila lentamente hacia las posiciones conservadoras que lo sublevaron, ha llegado la hora de leerlo.

Lenny Bruce era pura actitud, de hecho era un genio de la insolencia. Cuando pillas a Lenny entiendes su actitud. Era uno de los puentes entre la cultura afroamericana de posguerra y la contracultura de los sesenta y setenta. Si los Rolling Stones y los Animals plagiaron el R&B, si la MTV asimiló la música rap, Lenny se enganchó a la mentalidad del jazz.

Crecí en los suburbios y conocí a Lenny por medio de sus álbumes, pero más que nada por medio de Cómo ser grosero… Este libro era parte de un conjunto de textos sagrados que te daban las llaves para entrar en la bohemia y la rebelión. En los setenta, si estabas en la onda a lo Lenny, entonces estabas en la onda. Han pasado los años y Lenny se ha convertido más en un icono que en una influencia. Todos tienen una cierta idea de la filosofía de Lenny Bruce, pero es una idea vaga y general: «Era… ya sabes… sombrío, descarado, cool». Mucha gente me compara con Lenny Bruce. Algunos dicen que hasta me parezco a él. Yo les digo: «No me parezco en nada a Lenny Bruce. Me parezco a Dustin Hoffman en la película Lenny».

Si eres como yo, entonces Lenny ha sido una influencia positiva y negativa. Ya en los años setenta la mitología de Lenny como mártir estaba consolidada. La cínica biografía escrita por Albert Goldman, Ladies and Gentlemen, Lenny Bruce!! y la obra teatral de Julian Barry, Lenny, sólo sirvieron para asentar los cimientos del mito. La Guerra de Vietnam era ya una «experiencia» pretérita y nadie predijo que América pronto estaría envuelta en las bufonadas fascistoides y posmodernas de Reagan. Durante los setenta, la idea de los sesenta sufrió una limpieza general. Todos llevábamos el pelo largo, todos habíamos estado contra la guerra, los hombres eran más sensibles, los negros eran la hostia, ser gay era estar en la onda y… «blablablablá» (como diría el propio Lenny). En los setenta todos querían estar en la onda. Y nadie quería madurar.

Estas nuevas actitudes no eran más que apariencias, pero nos convencimos de que iban en serio. Y, presidiendo nuestras gloriosas y bien intencionadas creencias, que nunca habían sido puestas a prueba por la vida real y sus problemas, estaban los santos de la Nueva Actitud. Entre ellos teníamos a John Lennon, Bob Dylan, Jim Morrison, Abbie Hoffman y Lenny Bruce. Hombres blancos, básicamente. Hombres blancos rodeados de drogas y groupies. Plus ça change…

Ligada a la filosofía de la Nueva Actitud existía la idea que el Big Bad Daddy Government nos reprimía y sofocaba a todos. Era fácil de creer después de Watergate y Vietnam. Queríamos más y mejor acción política sin las complejidades de la política y necesitábamos más libertades sin el riesgo de la sobredosis, las enfermedades venéreas o la pobreza. No queríamos dinero, sino un estilo de vida. Queríamos «un mundo feliz» fundado en principios utópicos; un mundo sin hipocresías donde el amor sería ley y la guerra crimen, donde todos serían buenos con los demás y podríamos drogarnos todo el día. Un mundo donde no existiría la pobreza ni la muerte y donde la gente trabajaría cómo y cuándo le apeteciera.

Lo único que necesitábamos era escaparnos de Papá Gobierno. Teníamos que mudarnos de casa. Y queríamos las llaves del coche.

Lenny era muy trabajador. Él «lo quería», como bien dice su personaje Buddy Bob, el vendedor de coches. Actuaba y actuaba en «letrinas», clubs de jazz, donde fuese. Lo decía él mismo: no tenía reparo en «venderse». Por eso aparecía en programas de televisión, pero no encajó bien en ese ambiente tan comercial y pulcro. Ejercía los hábitos del jazz: disfrutar el trabajo, hacerlo para divertirse y comunicarse, explorar nuevos territorios, correr riesgos… Éstas eran las leyes del jazz y Lenny las aplicó a la comedia. También cultivó las actitudes de las culturas minoritarias con su constante menosprecio de sí mismas. Sus monólogos hablaban de «el hombre» en tono de conspiración, usando palabras y frases crípticas; Lenny lograba mezclar la jerga judía con la negra.

Hace un par de años fui a rendirle homenaje en uno de sus locales favoritos de San Francisco, el Hungry I. Ahora es un club de strippers y cuando asomé la cabeza la mujer del mostrador me dijo:

—¿Puedo ayudarle en algo?

—Sólo quiero echar un vistazo, conozco a alguien que actuaba aquí —le respondí.

—¿Cómo se llamaba?

—Lenny Bruce.

—¿Y qué instrumento tocaba?

La actitud de rebelde liberado era perfectamente legítima en un joven judío de los cincuenta o un negro de los sesenta. Comenzaba a estar aceptado, hasta bien visto, ser negro o judío. Lenny menciona que, aún durante la Segunda Guerra Mundial, en las fuerzas armadas un judío nunca pasaba desapercibido. Las minorías que Lenny fusionaba en su jerga tenían razones de sobra para quejarse. La lucha por los derechos civiles comenzaba a inflamarse en el sur de EE. UU. Los estereotipos del racista sureño y el ridículo liberal norteño eran los blancos perfectos para la política de perdedor que encarnaba Lenny. También era la expresión de una rebeldía perfecta para los millones de chicos suburbanos adinerados que buscaban escaparse de casa de papi y mami para «hacer las cosas a su manera».

Los santos de la Iglesia de la Actitud fundaron una base sólida de idealismo para mi generación con su pacifismo desenfrenado, su amor por la vida, su creencia en la tolerancia, su repudio del odio. Honestamente, si uno investiga a fondo, hay una moral escondida bajo las ideas de Lenny Bruce. Lenny no soñaba con un mundo de anarquía donde la gente hiciera lo que le diese la gana. No, Lenny soñaba con un mundo de amor y orden donde imperase la justicia. Murió con ese sueño entre los labios. Y al morir, igual que sucedería después con innumerables estrellas de rock, fue beatificado.

Mientras evolucionaba (y esta autobiografía marca el inicio del punto culminante en su corta vida), Lenny descubrió que ese idealismo maximalista era su arma secreta. Bromeando como hacía con sus amigos en cafeterías baratas, pero frente a un público que pagaba, Lenny electrizaba a la gente. El público buscaba esta Nueva Actitud. Quería cuestionar la religión, las costumbres sexuales, el capitalismo y la guerra. La economía crecía cada año y la gente quería quitarse el polvo de encima y bañarse en idealismo. Kennedy fue elegido con un programa de esperanzas adolescentes justo cuando Lenny estaba en su auge, y a éste le pareció apropiado darle su apoyo. Con ese candidato presidencial, hasta Lenny envainaba su espada.

Y esa espada tenía mucho filo. Lenny fijó el estándar para los artistas que observaban y analizaban su propia sociedad y cultura. Cortaba y sondeaba con pulso de cirujano, siempre a la caza de la incoherencia, la emoción sin sentido, el chovinismo, la avaricia o la vanidad. Atacaba nuestra complacencia y nuestra hipocresía bienintencionada. Y lo hacía por medio de historias y personajes chistosos. A veces su estilo experimental flaqueaba en sustancia, pero nadie daba en el clavo como él. Su relato de Moisés y Jesús visitando la Catedral de San Patricio o su imitación de un liberal blanco «entreteniendo a su amigo negro» o su simple descripción de la soledad del Llanero Solitario son ya clásicos. Y por más «enfermizo» o «excéntrico» que fuera, sus palabras siempre estaban cargadas de amor y generosidad.

Nosotros, la generación de los sesenta, aprovechamos esa buena onda. Pero también nos llegó lo malo. Cuando te propones adoptar la misma actitud que una banda de beatniks fumetas, terminas heredando unos cuantos vicios.

Primero, aquellos bohemios estaban realmente comprometidos con el no compromiso, eran unos irresponsables empedernidos. Todo era parte de la Nueva Actitud, y nadie salía lastimado, sino todo lo contrario: en esa época hasta era constructivo. En Como ser grosero… Lenny nos describe trampas, coartadas, mentirijillas, postureos, tropiezos, correrías, promiscuidades y peleas más propios de un adolescente que de un hombre de treinta y ocho años con mujer e hija. Sus fotos de esa época muestran a Lenny siendo arrestado con una mirada que parece decir: «¡Miren esto! Vaya broma, la vida…».

Si le tienen a Lenny el mismo afecto que yo, entonces preferirán una dosis de él sin adulterar, sin la borrosa mistificación que sufren las leyendas. Así que aquí lo tienen: Lenny con sus propias palabras, palabras que quizá tengan más sentido hoy, en la época de Jesse Helms y George Bush, que cuando se pronunciaron por primera vez. Admiro a Lenny Bruce porque asumió riesgos. Porque no era perfecto, pero intentaba serlo. Porque era vulnerable.

Era un niño grande, pero con corazón, inteligencia y desparpajo. Nos dio un gran regalo, un sueño a cuya altura nunca llegaremos, pero que nunca debemos olvidar: un mundo de amor.

ERIC BOGOSIAN,

diciembre de 1991

Prefacio

Una irritación constante y abrasiva produce la perla: es una enfermedad de la ostra. De la misma manera —según Gustave Flaubert— el artista es una enfermedad de la sociedad. Si ello es así, Lenny Bruce es una enfermedad americana. Un humor como el suyo delata las contradicciones del cuerpo político y social. Clase contra clase, ignorancia contra inteligencia, puritanismo contra hedonismo, mayorías contra minorías, hipocresía fácil contra verdades difíciles, negro contra blanco, chovinismo contra internacionalismo, precio contra valor, sospecha contra confianza, muerte contra vida: de estos choques y conflictos nace la atribulada voz de Lenny Bruce, una Casandra de club nocturno que nos anuncia el caos inminente, un hombre que baila sobre la cuerda floja entre la moral y el nihilismo: una margarita arrojada a los cerdos. Su mensaje es claro y tajante: todo lo que nos libere y nos una es bueno, todo lo que nos reprima y separe es malo. Lo peor siempre es la guerra. Bruce no tiene empacho en recordarle al público que «no matarás» significa exactamente eso. Aunque usa a Jesucristo como fuente de inspiración, creo que Bruce coincidiría con la afirmación que Wayland Young, un escritor agnóstico inglés, hace en su libro Eros Denied:

La cultura cristiana, poscristiana y comunista es un eunuco; la pornografía son sus huevos cortados; las armas termonucleares son su cetro. Si hay algo más triste que un eunuco son sus pelotas y si hay algo más letal que la impotencia es el homicidio.

Si estar de acuerdo con esto es una enfermedad, entonces que Dios nos proteja de la salud.

Quizá valga la pena resaltar el dato más pertinente sobre Bruce: es extremadamente gracioso. A veces uno olvida mencionar esto al hablar sobre él, olvida esa habilidad de pescador experto con la que maneja a su audiencia. Su maravilloso ritmo, con bases en sus orígenes cabareteros y jazzísticos, logran desencadenar repentinos borbotones de risa. Sin embargo, en sus chistes siempre hay intenciones ocultas. Te ríes con inquietud. Con Bruce la sonrisa no es un objetivo, sino un medio. Lo que empieza como simple hilaridad puede acabar en autoflagelación. Por ejemplo, cuando nos narra la historia de un matrimonio insatisfecho y la armonía que alcanzan en el ocaso de sus vidas cuando ambos descubren que tienen gonorrea. La reacción natural es la risa, pero luego esto te lleva a meditar sobre los desperfectos de tu propio matrimonio, que quizá sólo se mantiene por hábito, necesidad económica o miedo al reproche de la sociedad —todo esto mucho menos concreto que una enfermedad venérea— y entonces la risa se vuelve una perpleja mueca de autoanálisis. Te das cuenta de que quizá hay peores destinos que la gonorrea, que quizá una enfermedad tratable es preferible como punto de unión que una enfermedad espiritual para la cual no existe cura. Y, así, se socava otro tabú.

Bruce es el rompetabúes más ingenioso en el medio artístico de hoy en día. De entre todos los que trabajan en los clubs, él es un auténtico iconoclasta. Los demás bromean, se quejan o se burlan: Bruce demuele. Rompe la barrera de la risa y camina hacia el horizonte, donde la verdad tiene su santuario. La gente dice que Bruce es ofensivo y está en lo cierto. Parte de su propósito es forzarnos a redefinir «ofensivo». A todos nos indigna el racismo, pero cuando Bruce imita a un blanco de izquierdas que conoce a un negro en una fiesta e inmediatamente supone que debe de tratar a mucha gente de la farándula, no sólo nos reconocemos a nosotros mismos sino que además nos sentimos implicados. La pobreza y el hambre, que afligen a la mitad de los seres humanos, nos enfurecen sólo de una manera general y distante; sin embargo, cuando Bruce usa palabras inocuas como «correrse» y «follar» nuestra furia no conoce límites. En lo que concierne a la indignación moral, parece que nuestras prioridades están invertidas. El punto es que Bruce quiere impactarnos, pero con asuntos serios: no con palabrotas, que sólo vulneran las convenciones, sino con las carencias y el desamparo, que vulneran la dignidad humana. Esto no contradice el hecho que Lenny ve a la humanidad con desilusión. Hasta su número menos satírico, un monólogo sobre un cómico americano que intenta conquistar el London Palladium, termina con el protagonista ganándose el aplauso del público cuando, en un momento de inspiración sádica, los insta a «joder a los irlandeses». Pero este cinismo es una fachada. Bruce tiene el espíritu de un evangelista secularizado.

Lo vi por primera vez en el sótano del Duane Hotel en Nueva York. Esbelto, pálido, de pelo negro y corto, hablaba de «Religiones, S. A.»: un grupo ecuménico de Madison Avenue cuyo propósito era que la imagen de Billy Graham y la del papa Juan XXIII fueran indistinguibles. («Escúchame Juanito, cuando vengas a la costa ponte el anillo grande.») Micrófono en mano vagaba por la tarima improvisando a lo loco, sonriendo mientras declamaba y a menudo sin repetir lo que había dicho en su show anterior. Sus espectáculos se convertían en una sesión de psicoanálisis con la audiencia haciendo de paciente. Usaba las palabras como un músico de jazz usa las notas, marcando pequeñas cadencias y digresiones antes de regresar al tema principal justo cuando pensabas que se le había olvidado. Vi cuatro veces su show en el Duane, cada una con un grupo distinto de amigos. Algunos salieron ofendidos, una reacción que ocultaban llamándolo aburrido. A otros les parecía un esnob porque su manera de ganarse la confianza del público era la improvisación experimental, en vez de emplear monólogos ensayados. No les caía bien a todos mis invitados. Yo lo conocí durante ese show. Era el arquetipo de una persona nocturna: hipersensible, lacónico e introvertido. Terry Southern dijo una vez que un hipster es aquél que deliberadamente mata una parte de sí mismo para hacer que la vida sea más tolerable. Al hacer esto sabe que perderá emociones positivas junto con las tendencias destructivas y negativas que busca eliminar, pero el sacrificio vale la pena. Bajo esta definición, Bruce fue (y sigue siendo) un auténtico hipster.

Pasaron los años y fueron mis amigos, no Bruce, quienes mejoraron. Uno por uno cayeron en la cuenta de que siempre lo habían admirado. Esto me recuerda una frase de Gertrude Stein: «Un artista no se adelanta a su generación, pero es el primero de sus contemporáneos en darse cuenta de lo que pasa en su generación». Bruce se daba mucha cuenta, y su público en Chicago y San Francisco comenzó a reaccionar ante su estilo y su mensaje. También comenzó a reaccionar la policía, que detectó en Bruce una amenaza a las buenas costumbres. Hubo arrestos, cargos por posesión de narcóticos y obscenidad, pero Bruce perseveró: era un corredor de larga distancia que ahora tenía el aplauso del público progresista, incluso mis amigos de Manhattan no tardaron en volverse prosélitos. Antes habían alabado al satírico de la casa, Mort Sahl, que era brillante pero poco subversivo. Todo esto cambió cuando John F. Kennedy ganó la presidencia y desarmó la animosidad de Sahl, que siempre iba contra Eisenhower desde la débil ala izquierda del Partido Demócrata. Era claro que la sátira de Bruce rebasaba la falsa guerra del bipartidismo. No importaba quién estuviera al mando: las críticas de Bruce aún eran válidas. Ojalá hubiera ampliado su punto de vista con un poco de Marx y Freud, pero supongo que es pedir mucho de un comediante que trabaja al oeste de Eastport, Maine.

Durante la primavera de 1962 Lenny hizo su primera y (hasta ahora) única visita a Londres cuando lo ficharon por un par de semanas en The Establishment, un club nocturno del Soho dedicado a la sátira y dirigido por Peter Cook. Vestido con una túnica negra sin solapas, como las que usaba el fallecido Pandit Nehru, salió al escenario con su actitud usual de escarnio atormentado; noventa minutos después no cabía duda de que él era la voz más original, libre y desenfrenada entre las que habían llegado a nuestra inhibida isla para entretener a sus ciudadanos.

Tomé nota de algunas de las ideas que ese día compartió con nosotros y aquí las reproduzco:

«Deberíamos fomentar el uso de la marihuana porque no produce cáncer de pulmón. Los niños deberían ver películas pornográficas: es mejor que aprender sobre el sexo con películas de Hollywood. Las enfermedades venéreas sólo son noticia cuando las padecen los pobres. La publicidad es más fuerte que la cordura: con el relaciones públicas correcto, el pelo axilar en las cantantes podría volverse un fetiche nacional. El fascismo en América es solvente gracias al apetito de las izquierdas por la persecución: “Un progresista comprará todo lo que escriba un fanático”. Si Norman Thomas, líder de los socialistas americanos, ganara la presidencia tendría que buscar una minoría a quien odiar. Podrían ser los enanos, en cuyo caso el eslogan de la campaña podría ser: “Haz patria. Golpea a un enano”.»

Después habló sobre los matices de las relaciones entre las razas, y se centró en los blancos que aman a los negros y que, sin embargo, nunca los invitan a cenar; habló sobre la hipotética mejor película carcelaria del mundo (protagonizada por Ann Dvorak, Charles Bickford y Nat Pendleton), en la que el motín lo reprime un capellán, el padre Flotsky; sobre lo complicado que es masturbarse sin sentir culpa y la duplicidad psicológica («es un fraude cachondo») que existe al querer disfrutar del sexo con una prostituta; sobre el dolor en todas sus formas, la risa y la muerte. A veces hablaba arrastrando las palabras y farfullando en privado: usaba todas esas frases en yidish que aprendió en el mundo del espectáculo. Pero cuando terminó el show había logrado romper las barreras del lenguaje que yo consideraba infranqueables. El comediante inglés Jonathan Miller, que vio el espectáculo en una especie de trance, estuvo de acuerdo en que Bruce había sido una matanza mientras que Beyond the Fringe no era más que un pinchazo. Estábamos frente a algo que no existía antes en la cultura británica: un poeta improvisador cuya confianza en la audiencia era tan completa que hablaba en público con la misma vehemencia que en privado.

No debió de confiar tanto. No hubo apenas una noche en The Establishment sin quejas de clientes ofendidos, a veces levantando los puños al aire; esto, en un club privado londinense, es excepcional. La actriz Siobhan McKenna vino con un grupo, pero se levantó para irse en medio del espectáculo; al parecer le molestaban sus opiniones sobre la Iglesia Católica. Cuando salía, Peter Cook intentó protestar: ella lo agarró de la corbata mientras uno de sus acompañantes le atizó un puñetazo en la nariz. «Éstas son manos irlandesas —dijo la señorita McKenna—. ¡Y están limpias!» «Ésta es una cara inglesa —dijo Cook—. Y está sangrando.» Días después, seis jóvenes procedentes del mundo financiero londinense se sentaron junto al escenario. Ahí estuvieron soltando risitas durante los chistes sobre el dinero, el sexo con los negros, el onanismo como alternativa a las enfermedades venéreas y los riesgos genéticos producidos por la radiación. De repente Bruce se aventuró a hablar sobre los cigarrillos y el cáncer de pulmón. De golpe, como si obedecerían a las órdenes de un jefe de tribu, el líder de los jóvenes se levantó: «Bueno, ¡ya basta! ¡Susan, Charles, Sonia! ¡Vámonos de aquí! ¡Cáncer, por Dios! ¡Cáncer!». Así, en fila india, salieron del local. Bruce conservó grabaciones tanto de McKenna como de los jóvenes y las usó ante el público en las noches siguientes.

Antes de que terminara su contrato, Bruce tuvo que escapar del país con la prensa conservadora tras él. Al año siguiente, Peter Cook pidió permiso para traerlo de vuelta a Londres. El ministro del Interior rechazó la solicitud; Bruce, al parecer, era un extranjero indeseable. (Aunque parece que, fuera del escenario, Bruce se portó bastante bien. Sólo se rumorea que el gerente de un hotel londinense recibió quejas de algunos clientes y llamó a la puerta de Bruce a las cuatro de la mañana: lo encontró dirigiendo un coro de tres rubias a quienes había enseñado a cantar «Quiéreme, Lenny».) En 1963, el conde de Harewood lo invitó a tomar parte en la International Drama Conference del Festival de Edimburgo. A pesar de la prestigiosa invitación, el Ministerio del Interior de nuevo dijo que no; y mientras escribo esto, el veto sigue en pie. Lenny Bruce es una importación demasiado salvaje para el sistema británico.

Lo extrañamos. Inquieto aficionado al jazz, amante del dolor y del sexo, enemigo de la mentira y la guerra: extrañamos la vida que él representa. A veces deseo que se mude a Europa, por lo menos para ver que el capitalismo —blanco de tantos de sus ataques— no es un aspecto permanente e inmutable de la naturaleza humana. Pero aunque muriera mañana, ya se merece más que una nota a pie de página en la historia de la cultura moderna occidental. Lo han descrito como «la conciencia de América». Ese tipo de hipérbole no le haría gracia a Bruce. «No —seguro que se quejaría—, digamos el hombre que le bajó los pantalones a la conciencia americana.»

KENNETH TYNAN

1963

Le dedico este libro a todos los seguidores de Cristo y de sus enseñanzas; en particular a un buen cristiano, Jimmy Hoffa, porque contrataba a expresidiarios como supongo que habría hecho Jesucristo.

Capítulo uno

«Los filipinos se corren enseguida; los hombres de color están anormalmente dotados (tienen el nabo como el brazo de un bebé con una manzana en el puño); las señoras de pelo corto son lesbianas; si quieres conservar a tu hombre, úntate el chocho de alumbre.»

Éstos eran algunos de los extractos de folclore erótico que la señora Janesky, una viuda de mediana edad que vivía al otro lado de la calle, le enumeraba cada día a mi madre, pese a que el cartero le entregaba cada mes cantidad de libros —Una vida sexual sana; Ovidio, el Dios del amor; Cómo hacer más compatible a su cónyuge— en sobres marrones con la etiqueta «Personal».

Empezaba con pedantería, usando terminología médica y académica, pero a los diez minutos ya había pasado de lleno a la salsa picante. Sentado bajo el fregadero, yo las oía conversar mientras rascaba con aire soñador el resquebrajado linóleo y miraba el «asunto privado» de mi tía Mema, flanqueado por su compañera de fatigas, la fiel «solución limpiadora» que le abriría el camino al Lysol, el Zonite, el Massengill y a otros «geles íntimos».

A esa tierna edad yo no sabía nada de duchas vaginales. La única diferencia entre hombres y mujeres era que a las mujeres ni les gustaba silbar ni las pistolas de aire comprimido y siempre tenían dolor de cabeza, y que a los hombres no les gustaban las mujeres, al menos las mujeres con las que estaban casados.

El «asunto privado» de mi tía Mema, el bidé portátil, era una pera ancha y roja con una boquilla larga y negra. Nunca pude imaginarme para qué diablos servía. Pensaba que tal vez era un enema para gente que vivía en edificios con un portero que no dejaba clavar clavos para colgar cosas; me preguntaba si sería la bocina que apretaba Harpo Marx para puntuar sus frases silenciosas. Lo único que sabía era que ni soñando podía usarlo como pistola de agua y que no era asunto, mío para qué servía.

Cuando tienes ocho años, nada es asunto tuyo.

Todas mis preguntas acerca de la gran pera roja de goma de la tía Mema, o de por qué le crecía pelo en el lunar de la cara y en ningún otro sitio, o de por qué era que el talco siempre se le quedaba pegado entre las tetas, recibían la misma respuesta: «Ya sabes demasiado, vete fuera a jugar».

El miedo materno a que me convirtiera en un Leopold o un Loeb1 preadolescente fue la causa de que tomara más aire fresco que cualquier otro chaval del barrio.

En 1932 se oía un montón esa palabra, «asunto». Pero no en plan «Me pregunto qué pasará al final con ese asunto». Todos sabían qué había ocurrido con los asuntos: que no había asuntos. «El cretino integral del presidente Hoover» tenía la culpa de habernos conducido a la Depresión, según decía la gente que no tenía necesariamente interés en la política pero a la que le gustaba decir «el cretino integral del presidente Hoover».

Me pasaba horas y días interminables sentado a solas en la cocina mientras garabateaba mis deberes en una libreta roja, sin más compañía que la del hule brillante de flores, la nevera apoyada sobre un barreño que rebosaba todo el rato, y la luz del techo, cuya desnudez quedaba disimulada por una larga cuerda marrón con un nudo al final, donde se apareaban las moscas.

Me daban un poco de pena las condenadas moscas. No le hacían daño a nadie. Aunque se suponía que transmitían enfermedades, nunca oí que nadie se quejara de que una mosca le hubiera contagiado nada. Mi prima les pegó la gonorrea a dos tíos y a ella nadie vino a aplastarla con un periódico.

Mi radio Philco, con su pequeño dial naranja y sus números negros en el centro, me ayudaba a sobrellevar la desesperante tensión de la Depresión. Mi dulce y querida camarada, mi radio de madera, con aquel sensual enrejado de tela que separaba su arquitectura catedralicia de las ondas hertzianas de propaganda masiva que yo absorbía: estábamos empezando a tener conciencia de toda una nueva cultura de fantasía.

«Sube al carrusel de Manhattan: la autopista, la carretera hacia la ciudad de Nueva York…»

«Y aquí llega el Capitán Andy…»

El más marchoso era Mr. First-Nighter. Siempre tenía un coche esperándolo. «Lléveme al teatrillo de detrás de Times Square.» También estaban Barbara Luddy y Les Tremayne.

Y Joe Penner reía: «Jiu, jiu, jiu».

«Un fogoso caballo con la velocidad de la luz, una nube de polvo y un caluroso “¡Hi-yo, Silver!”»

Procter & Gamble proporcionaba a muchos ganadores de becas Fulbright y Guggenheim la misma cobertura formativa.


En Long Island hay montones de puertas con mosquitera y porches. Puertas con mosquitera contra las que aplastar la nariz, porches bajo los que esconderse. Siempre olía raro debajo del porche. Tenía la fantasía recurrente de que un día encontraría allí abajo un escondrijo lleno de dinero que emplearía caballerosamente en mi madre y mi tía si antes me explicaban qué era exactamente el aparato de debajo del fregadero; quizás, si ofrecía dinero, hasta podría ser que Mema me hiciera una demostración.

Normalmente me escondía bajo el porche hasta que llegaba el momento de «cobrar».

«Espera que vuelva tu padre, verás cómo entonces cobras de verdad.» Siempre pensé que ser padre debía de ser un coñazo. Te pasas el día trabajando y, después, en vez de descansar al llegar a casa, tienes que hacer que alguien «cobre». Aunque yo no «cobraba» tanto como los demás niños, porque mis padres estaban divorciados.

Tenía que esperar a los días de visita para «cobrar».

Miro atrás con deliciosa y tierna furia, y puedo oler los periódicos húmedos que esperaban en el porche a que los recogieran los de las organizaciones benéficas que nunca recogían nada porque jamás los tuvimos bien empaquetados y oigo las voces ahogadas por la estufa de queroseno.

«Mickey, no sé qué vamos a hacer con Lenny. Ha sido tan fresco con Mema. ¿Sabes qué preguntó?»

Luego todos estallaban en risas histéricas. Y, después, mi padre me arrancaba de un schlep de debajo del porche y me sacudía de lo lindo.

Por ser fresco con Mema. Por olvidar cambiarme la ropa buena después del cole y rasgarme los pantalones de pana con un clavo. Y por silbar. «Cobraba» hasta por silbar.

Me encantaba silbar. La primera melodía que aprendí a silbar fue «Amapola». «Amapola, lindísima amapola…» Recibí la mayor parte de mi educación musical de los sonidos que llegaban flotando del barparrilla Angelo’s. «Señoritas acompañadas gratis.» Me cautivó el descubrimiento de la gramola: una máquina que no cosía, perforaba, hervía ni mataba; una máquina al servicio exclusivo de la diversión.

Angelo, el tabernero, era una ilustración clásica de la onomatopeya. Se reía así: «¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!». Hablaba igual que los bocadillos de las tiras de cómic. Cuando estaba molesto decía: «¡Ts! ¡Ts! ¡Ts!». Para expresar desdén, carraspeaba: «¡Ejem!».

Siempre esperé que el perro de Angelo ladrara: «¡Guau! ¡Guau!». Nunca emitió sonido alguno. Le conté esto a Russell Swan, el pintor al óleo, eventual pintor de casas y borracho local. Respondió que el perro era un cruce con jirafa —referencia que no entendí, pero que hizo que el erudito señor Swan se desternillara de risa—. Debía de sentirse solo siendo brillante, ingenioso y despierto, pero estando atrapado en una ciudad en la que no había manera de que lo entendieran a uno.

El señor Swan me dio el primer libro que leí, Royal Road to Romance de Richard Halliburton, la historia de un trotamundos que va en busca de la belleza y la paz interior. Me encantaba leer.

—No leas en la mesa —me decían.

—¿Por qué escriben cosas en las cajas de cereales si no quieren que las leas?

—En la mesa no.

«Cuando crezca —pensé—, leeré donde quiera.» De pie en el metro, por ejemplo:

—¿Qué está leyendo, señor?

—Una caja de cereales.

A menudo daba un buen golpe en el bar parrilla de Angelo; el trofeo se componía de botellas retornables. Pero había un problema: nunca encontrabas a nadie dispuesto a canjeártelas por dinero. La presa más buscada era la botella grande de gaseosa Hoffman, que suponía un botín de cinco centavos.

El señor Geraldo, el tendero del barrio, hacía efectivo el cheque de asistencia social de mi madre, así que sabía que apenas teníamos dinero para lo básico. Era evidente, pues, que el lujo de las botellas retornables de gaseosa estaba fuera de nuestro alcance económico. Además, no sabía tratar con niños. No le gustaban porque le ponían nervioso.

—¿Me da un vaso de agua, por favor?

—No, el grifo no funciona.

Cuando le llevaba botellas me interrogaba sin asomo de piedad. «¿Las has comprado aquí? ¿Cuándo las compraste?». Yo siempre caía presa de sus tácticas propias de la camarada Olga de INTERPOL. «Sí, creo que las compramos aquí». Entonces me daba un capón en la nuca, como si estuviese catando un melón. «Sal de aquí ahora mismo, tú no has comprado gaseosa aquí en tu vida. Voy a informar al de la asistencia social para que le quite el cheque a tu madre.»

Me imaginé al señor de la asistencia social diciéndole a Mema: «Su sobrino, aquél que sabe demasiado está bajo arresto, acusado de robar botellas retornables. Tenemos que quitarle su cheque».

¿Adónde iría Mema entonces? Tendríamos que irnos a vivir debajo del porche, con ese olor raro.

Ésa era la gran amenaza de entonces: que te quitaran el cheque. Las generalizaciones quedaban a huevo: a los goys los amenazaban con quitarles los cheques por frecuentar los bares, y a los yids por frecuentar los bancos.

Otro modo seguro de que a una familia le quitaran el cheque era que pillaran a alguno de sus miembros yendo al cine. Pero eso no me preocupaba. Mi amigo y yo nos colábamos, nos escondíamos bajo los asientos mientras el conserje pasaba el aspirador y luego salíamos después de que terminara el noticiario, en mitad del grito deformado de Lew Lehr: «Los macacozz esdán todozz loogooos…».

En cualquier caso, mi siguiente parada con las botellas retornables fue el supermercado King Kullen. El encargado me miró. Yo le devolví la mirada sin malicia aparente, tratando de parecer tan inocente y anglosajón como el niño prodigio Jackie Cooper, poniendo morritos y todo, pero estoy seguro de que me parecía más a una versión enana de Maurice Chevalier.

—Las compré ayer, no sé cómo han entrado la suciedad y las telarañas…

Me canjeó las botellas y conseguí mis veinte centavos.

Y le compré a mi madre un número de la revista Liberty. Le gustaba leerla porque traían una estimación del tiempo de lectura: «cuatro minutos, tres segundos». Ella se cronometraba con el objetivo de batir el tiempo estimado. Siempre lo conseguía, pero seguro que nunca se enteraba de qué coño había leído.

A tía Mema le compré un bote de vaselina de doce centavos. La consumía por toneladas. Era adicta a la vaselina. Se la untaba y ponía a cualquier cosa. Para Mema, la vaselina carbonatada era la penicilina judía.


Quizá en este punto resulte conveniente decir algo acerca de mi vocabulario. Mi conversación, tanto escrita como hablada, tiene a menudo el sabor de la jerga de los «modernillos», del argot de los bajos fondos y del yidish.

En sentido literal —todo lo literal que puede ser el yidish, ya que técnicamente no es un lenguaje—, goy significa «no judío». Pero yo no lo uso así.

Para mí, si vives en Nueva York o en cualquier otra ciudad grande, eres judío. Da igual que seas católico; si vives en Nueva York eres judío. Y si vives en Butte (Montana), vas a ser goy aunque seas judío.

La leche evaporada es goy aunque la inventaran los judíos. El chocolate es judío y el dulce de azúcar es goy. La carne en lata es goy y el pan de centeno es judío.

Los negros son todos judíos. Los italianos son todos judíos. Los irlandeses que han renegado de su religión son judíos. Las bocas son muy judías. Y los pechos. Los bastones de las majorettes son muy goy. Los humoristas del tipo Georgie Jessel y Danny Thomas son cristianos, porque si los examinas a fondo seguro que les encuentras un absceso.

Para desenmascarar a una anciana judía —son astutas y mentirán— sólo tienes que atrapar a una y verás que tiene un pañuelo hecho una bola en la mano.

Es comprensible que no tengamos un presidente judío. Sería embarazoso oír a la madre del presidente expresando a gritos su amor por los nietos: «¿Quién es el nene de la abuela? ¿Quién es el nene de la abuela?».

«…Y aquí Chet Huntley desde Nueva York. La madre de la primera dama abrió el desfile del día de Acción de Gracias de los almacenes Macy’s al grito de “Oy zeishint mine lieber” y pellizcando con furia las mejillas del joven Stanley…»

En realidad, le dio un mordisco en el culo, con un «Aum, ñam ñam, ¿esto es un culito? ¿De quién es este culito?». Los judíos son famosos besaculos de niños. Los gentiles ni les muerden el culo a sus niños ni les hacen «hahhh» en la sopa.

Los gentiles quieren a sus hijos tanto como los judíos a los suyos, sólo que no lo expresan tanta alharaca. Por otro lado, las madres judías no cuelgan estrellas de oro en las ventanas. Tampoco están orgullosas de que sus hijos vayan al servicio militar. Siempre temen que los maten.

«Celebrar» es una palabra goy: «Oficiar» es una palabra judía. El señor y la señora Walsh celebrarán la Navidad con el comandante (retirado) de la Fuerzas Aéreas de Estados Unidos Thomas Moreland, mientras que el señor y la señora Bromberg oficiaron el Janucá con Goldie y Arthur Schindler de Kiamesha, Nueva York.

La diferencia entre las chicas judías y las goys es que una gentil no te la tocará «aunque sea una vez», mientras que una chica judía te besará y te dejará que la toques tú —la tuya, se entiende—.

Lo único judío de follar es la vaselina.

Un día señalado descubrí la autosatisfacción. Un niño mayor oficiaba de maestro y cinco de nosotros nos graduamos casi a la vez.

Unos días más tarde, estaba dispuesto para una tarde de pajeo. Tenía un ejemplar del National Geographic con fotos de tías desnudas en África.

Estoy seguro de que cuando esas negrazas de tetas caídas posaron para Osa y Martin Johnson nunca soñaron que formarían parte de la fantasía sexual de un sátiro de once años; de haberlo sabido, no habrían cedido sus derechos de imagen por nada en el mundo.

Estaba recostado en la cama, en plena faena. Estaba tan concentrado que no oí que se abría la puerta. «Leonard, ¿qué estás haciendo?» ¡Era mi padre! Se me paró el corazón. Me quedé helado. Repitió: «Te he preguntado qué estás haciendo».

Decir que fue un momento traumático sería un eufemismo. Tuve que contenerme para no preguntar: «¿Puedes esperar fuera un minuto?». Gruñó: «No sólo es asqueroso lo que estás haciendo sino que, además, joder, ¡lo estás haciendo en mi cama!».

Se sentó y procedió a contarme una historia, esa historia que todos hemos oído con distintos adornos. Su siniestra conclusión dejaba a tres de nuestros familiares en manicomios públicos —pobres diablos que nunca habían recibido instrucción sobre la conveniencia de dormir con las manos por encima de las mantas—. El guion sugería que se trataba de prácticas nocturnas asociadas a hombres lobo y vampiros. Como castigo las manos se les habían secado y convertido en alas y ya no podían cogérsela, sólo abanicársela un poco.

Tuve toda clase de horrendas visiones de mi futuro: se me encorvaría la columna vertebral, se me caerían los dedos de los pies. Aunque decidí no volver a hacerlo, sentí que había causado un daño irreparable.

¡Oh, maldición! Ya me veía en una esquina, voceando mi testimonio para la PADESE (Pajilleros Anónimos de Espalda Encorvada):

«Sí, hermanos, yo estaba hecho de carne mortal. Por suerte para mí, mi padre entró aquel día mientras yo luchaba con Satán. Suponed que no hubiera sido una persona observadora y pensara tan sólo que estaba tramando alguna trastada, cometiendo un triple harakiri, por ejemplo, entonces, ¿qué? Pero no, amigos, sabía que había un pervertido viviendo bajo su techo, el más peligroso de todos: ¡un pajillero! Había que acabar con ello. Nada de disminuir la frecuencia. ¡Tenía que dejarlo ya! En la jerga de los adictos, tenía que cortarlo en seco…»