SOBRE EL AUTOR

Chris Guillebeau es empresario, viajero y escritor. En su vida de trabajador autónomo, de la que dedicó cuatro años a colaborar como ejecutivo voluntario en África occidental, ha viajado a los ciento noventa y tres países del mundo antes de su treinta y cinco cumpleaños.

Durante la mayor parte de su vida de adulto ha sido claro ejemplo de la conocida definición de un empresario: «Alguien dispuesto a trabajar veinticuatro horas al día para él con tal de no trabajar ni una hora al día para otro».

El primer libro de Chris, The Art of Non-Conformity, se ha traducido a más de veinte idiomas. Su segundo libro, The $100 Startup, fue un éxito inmediato del que se han vendido cientos de miles de ejemplares por todo el mundo.

Todos los veranos Chris organiza en Portland (Oregon), la World Domination Summit, una reunión de gente creativa e interesante. Puedes ponerte en contacto con él en Twitter (@chrisguillebeau), escribirle a través de su página web www.chrisguillebeau.com o saludarle en la sala de espera de vuelos internacionales del aeropuerto que más te guste.

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Título original: The Happiness of Pursuit: Finding the Quest That Will Bring Purpose to Your Life

Traducido del inglés por Elsa Gómez Belastegui

Diseño de portada: Editorial Sirio S.A.

Composición ePub por Editorial Sirio S.A.


portada
portadilla

PRÓLOGO

EN EL CAMINO

Era casi la una de la madrugada cuando bajé del avión y me encontré de pronto en el aeropuerto internacional de Dakar, la capital de Senegal.

Ya había estado allí muchas veces, pero siempre tardaba unos segundos en ubicarme. En cualquier dirección que me volviera, aparecía un tipo que se ofrecía para llevarme las maletas; no es que me hiciera falta, porque siempre viajo ligero de equipaje, pero eran unos maleteros muy persistentes y costaba lo indecible rechazar sus ofrecimientos. Dos de aquellos hombres empezaron a discutir entre ellos. Yo sabía de sobra lo que estaba en juego: aquel que me ayudase se llevaría la propina.

Elegí a uno de ellos completamente al azar y le seguí por unas escaleras hasta un pequeño hueco medio escondido en un rincón, unos metros por encima del bullicioso gentío. Había un par de sillas de plástico clavadas al suelo.

—Aquí –me dijo en francés–. Puede quedarse aquí y dormir.

—Miré las sillas, le di al tipo su propina y me instalé para pasar la larga noche que sabía que tenía por delante.

Mi destino era la diminuta república de Guinea-Bisáu, a solo media hora en avión de Dakar, pero el vuelo no salía hasta las siete de la mañana. ¿Qué hacer durante aquellas seis horas?

Hubiera podido ir al centro de Dakar y buscar un hotel, pero la perspectiva de dormir tres horas y luego tener que hacer de nuevo todo el camino de vuelta hasta el aeropuerto no me tentaba demasiado. Mejor pasar el tiempo como pudiera, hasta alcanzar mi destino y poder meterme finalmente en una cama de verdad.

Tenía una botella de agua, que compré justo al llegar, y una botellilla de 90 mililitros de vodka, adquirida en el vestíbulo del aeropuerto de Fráncfort antes de embarcar con destino a África a primera hora de aquel mismo día. Eso y una manta de avión (gracias, Lufthansa) era cuanto necesitaba para entregarme a unas horas de sueño intermitente.

Cuatro días me encontraba en Nueva York. Bajo la lluvia, pasé por delante de la Estación Central de Manhattan y seguí caminando hacia un diminuto consulado situado en un edificio subarrendado a la ONU. La oficina no tenía horario de atención al público. Por una suma de 100 dólares –que pagué en efectivo, y sin recibo a cambio– obtuve el visado que llevaba meses intentando conseguir por todos los medios.

El viaje me llevaría de Nueva York a Fráncfort, y desde allí a Dakar y finalmente a Bissau, desde donde haría el viaje de vuelta vía Lisboa y Londres unos días más tarde. Era a la vez un viaje y una misión.

Incluso con el agotamiento de un viaje por tres continentes, es francamente difícil dormir en una silla de plástico de la zona de tránsito de un aeropuerto de África occidental. Tuve cuidado de enrollarme a la pierna la correa del maletín del ordenador, pero, aun así, me despertaba sobresaltado a cada momento, inquieto por la posibilidad de que me hicieran una nueva visita aquellos maleteros tan «serviciales». Y cuando por fin conseguía quedarme lo que se dice dormido, llegaba a desvelarme un enjambre de mosquitos, que se encargaban de que no dormitara demasiado tiempo seguido.

Pensé en lo irrisorio de la experiencia. ¿Por qué, después de haber alcanzado un considerable éxito empresarial, de tener numerosos proyectos esperándome en mi país y un extenso grupo de amigos repartidos por todo el mundo, y que disfrutaban de circunstancias de vida bastante agradables, me encontraba allí sentado, haciendo esfuerzos por no caerme de aquella silla de plástico en mitad de la noche senegalesa?

¿En qué consistía aquel viaje, y misión, tan importante?

Mejor empezamos por el principio. Fue en esta zona del mundo donde comenzó todo, hace mucho tiempo. Diez años atrás, había vagado por la región en calidad de cooperante humanitario, trabajando como voluntario para una organización benéfica de asistencia médica. A base de experiencias de todo tipo, aprendí a no tener que recurrir al soborno (bueno, excepto en el caso de los maleteros de aeropuerto) y a salir airoso de las caóticas situaciones que me esperaban a la llegada, como la que acababa de encontrarme esa noche.

¿Que por qué había vuelto?

En realidad, era muy simple. Esta vez tenía una misión diferente. Durante los últimos diez años, había dedicado mucho de mi tiempo, de mi dinero y de mi atención a viajar, de uno en uno, a todos los países del mundo. Recorrer todos y cada uno de los países de cada rincón del planeta, sin saltarme uno solo, era un desafío sobre el que llevaba muchos años cavilando antes de comprometerme finalmente con la aventura, a la que me entregaría de lleno tanto tiempo como hiciera falta.

Esa misión me había hecho tener que salir huyendo de antiguas repúblicas soviéticas e islas remotas del Pacífico Sur. En otra pequeña isla, había visto cómo el único vuelo de la noche despegaba sin mí. Había conseguido llegar a Pakistán y a Arabia Saudita sin visado y, no sé bien cómo, había sido capaz de convencer a las autoridades de inmigración de que me dejaran quedarme. Me habían deportado de un país que todavía trato de olvidar.

A lo largo de los años, pasé en Dakar muchas otras noches como esta, noches en que llegaba también sin otro plan que el de seguir mi viaje, en avión o en un microbús atestado, hasta otro pequeño país africano del que las noticias solo hablaban cuando se desataba en él una guerra civil o se cernía sobre él la amenaza de acabar desapareciendo por el cambio climático.

De un modo peculiar, casi masoquista, estaba contento de volver a Senegal. Era como cerrar el círculo, volver al comienzo..., algo así.

Después de más de ciento noventa países, mi misión estaba muy cerca de tocar a su fin. Pero todavía no. Antes tenía que llegar a Guinea-Bisáu, el último país que me quedaba de África.

ø

El aeropuerto de Dakar jamás ganaría un premio a la comodidad de pernoctar en sus instalaciones, pero cuando el sol sale en África occidental, vale la pena haber madrugado para verlo. Ocurre todo muy rápido: apartas los ojos un instante y ¡te lo has perdido! Un momento, la bruma; el momento siguiente, ahí está el sol, alto y refulgente. ¡Arriba, viajero, espabila! Para entonces, había vuelto a bajar a tropezones hasta la zona de embarque y había pasado el control de seguridad, un control bastante relajado. Compré en una máquina expendedora un café instantáneo y me lo fui bebiendo a pequeños sorbos mientras hacía cola para embarcar.

Lejos de casa, hay algo que uno es capaz de sentir incluso en momentos de agotamiento absoluto. Por muy exhausto que estuviese (¡dieciocho horas de vuelo, dos horas de sueño ligero en una silla de plástico!) y por muy ridícula que fuese la situación (¡estar volando a Guinea-Bisáu sin una razón de mucho peso!), pude, aun así, sentir la emoción de la aventura. Cuando la cafeína hizo efecto y estiré las piernas, me empecé a sentir mejor. Por muy disparatado que pudiera parecerles a algunos, allí estaba, en medio del mundo, haciendo algo que me apasionaba. ¿Se puede pedir más?

El vuelo, de apenas media hora, nos llevó por el litoral a baja altitud. El sol brillaba ya en todo su esplendor, eché una cabezada recostado en el asiento de la ventanilla y, para cuando quise darme cuenta, el avión rodaba por la pista de aterrizaje de la capital.

Una vez que aterrizamos, no había una pasarela de acceso directo a una reluciente zona de llegadas, ni tan siquiera un autobús que trasladara a los pasajeros al edificio. Bajé la escalerilla de la vetusta aeronave y caminé directamente por la pista hasta una edificación descuidada que se veía a poca distancia, donde estaba el control de inmigración.

El comité de bienvenida parecía haberse tomado el día libre. En su lugar, un solitario guarda echó un vistazo a mis papeles y les estampó el sello sin mediar palabra.

Me quedé mirando cómo un empleado lanzaba las maletas a la única cinta transportadora, que se desplazaba con un estridente chirrido. También en esta ocasión los maleteros se peleaban por el derecho a hacerse cargo de los equipajes. La mañana que había sido testigo de aquel bello amanecer se había ido disolviendo, para dar lugar a un día sofocante, y me encontré con un nuevo grupo de hombres que competían por ser el taxista elegido para trasladar al extranjero ocasional al único hotel de la ciudad. Pero sonreí por mi buena suerte, ya que acababa de marcar un hito más en la larga aventura de ir a todos los rincones del planeta. De los cincuenta y cuatro países africanos, Guinea-Bisáu era el último de mi recorrido. Tras diez años de exploración, me faltaban solo dos países más para completar el mundo entero.

ÉRASE UNA VEZ

Al ser humano siempre le han gustado las empresas arriesgadas. Los relatos más antiguos de la historia hablan de viajes épicos y grandes aventuras. Ya se trate de una historia africana, asiática o europea, el argumento es el mismo: un héroe parte en busca de algo muy difícil de encontrar y que tiene el poder de cambiar tanto su vida como el mundo.

En el relato judeocristiano de la creación, Dios expulsa a Adán y Eva del paraíso y los manda a trabajar la tierra con sudor. En el relato budista, se concede más importancia a la práctica y el esfuerzo que a la creación en sí...; los textos sagrados saltan directamente a la búsqueda de la iluminación.

La literatura de mayor relieve en el mundo entero refleja nuestro deseo de oír hablar de los esfuerzos y sacrificios del ser humano por alcanzar una meta. Desde las fábulas de Esopo hasta Las mil y una noches, son muchas las narraciones clásicas que tratan sobre la aventura y las búsquedas.

Shakespeare nos dejó embelesados con relatos de aventuras que hablaban de naufragios y errores de identificación. A veces todo salía bien, pero a veces la tragedia era la consecuencia natural de las decisiones desacertadas que tomaba un personaje dominado por sus imperfecciones.

En los tiempos modernos, Hollywood sabe que la búsqueda se vende bien. Fíjate, si no, en sagas tan taquilleras como Star Wars, Star Trek, Indiana Jones e incontables producciones más. Cuanto más difícil sea la empresa y más grandes y arriesgados los desafíos, tanto mejor, pues eso le da al público algo en lo que creer. Tenemos que creer en la misión del héroe, y, una vez que lo hacemos, nos quedamos fielmente a la espera de ver cómo se las arregla para superar cada obstáculo.

Los mejores videojuegos, que en la actualidad recaudan más dinero y atención que los libros o las películas, están programados también en torno a misiones y aventuras. A ti, un alma ordinaria arrancada de la oscuridad, se te ha confiado la misión de defender la Tierra de una invasión alienígena (por supuesto, se te ha dotado para ello de un lanzacohetes y un botiquín de primeros auxilios recargable). Tú, que eres un simple fontanero testarudo y un poco duro de mollera, debes rescatar a la princesa del castillo en que está cautiva. (¡Ah!, ¿que no era este el castillo? Pues nada, tendrás que seguir probando.)

La mayor parte de los relatos de arriesgadas aventuras se cuentan una y otra vez de muy diversas maneras, normalmente con una buena dosis de exageración. Pueden ser historias cautivadoras, pero en su mayor parte no son reales. Nos apasionan porque, por unos momentos, tienen el poder de cambiar la idea que tenemos de lo que es posible. ¡Quizá realmente haya una invasión alienígena! Quizá realmente haya un santo grial en alguna parte, esperando a ser descubierto.

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Mientras vagaba por el planeta, dedicando años a viajar a sus casi doscientos países, descubrí algo importante.

Me encantaba el viaje, y cada sitio al que iba tenía algo interesante que ofrecer. Mi visión del mundo se iba ampliando a medida que me encontraba con maneras de vivir diferentes y aprendía de gente de otras culturas. Pero igual de fascinante fue descubrir que yo no era el único que se había embarcado en una misión. En todas las partes del mundo, la gente había descubierto la manera de dar mayor sentido a su vida. Algunos se habían entregado con ahínco a intentar alcanzar una meta sin esperar el menor reconocimiento. Esa búsqueda, de lo que quiera que fuera, era sencillamente algo que para ellos tenía verdadero sentido y que les apasionaba llevar a cabo.

—Quiero hacer que mi vida valga la pena –decía una mujer–. Me considero un instrumento, y si no me pongo al servicio del mayor bien posible, sentiré que he perdido una oportunidad que nunca volverá.

Algunas de las personas con las que iba hablando se habían embarcado en una misión que implicaba largos viajes por todo el mundo, como la mía. Conocí a extraños –pronto nuevos amigos– que recorrían a pie, en bicicleta o por cualquier otro medio países o continentes enteros. En Estambul, por ejemplo, conocí a Matt Krause, un analista financiero de Seattle. Matt había llegado a Turquía con la intención de ir caminando hasta Irán, conociendo a gente por el camino y entrando en contacto con maneras de vivir distintas. Al principio fue solo una idea descabellada, me contó; pero luego había ido consolidándose en él, y supo que lo lamentaría toda su vida si no la hacía realidad. (Lección: atención a las ideas descabelladas.)

Otras empresas nacían de un anhelo de perfeccionamiento, o del coleccionismo. Un boy scout había ganado, para los quince años, todas las insignias al mérito que existían (¡ciento cincuenta y cuatro!). Una mujer de mediana edad había decidido dedicar el resto de su vida a ver al natural todas las especies de aves del planeta. Como explicaba en su diario, lo que empezó siendo una afición se convirtió en una obsesión cuando le diagnosticaron un cáncer en fase terminal. La aventura de algunos era de carácter eminentemente privado. Una adolescente neerlandesa se hizo a la mar en un velero, convirtiéndose en la persona más joven de la historia en circunnavegar sola los océanos del mundo. La publicidad que recibió por aquella aventura récord fue con frecuencia extremadamente crítica y poco amable en su mayor parte. Pero ser objeto de atención, positiva o negativa, nunca fue el móvil de su aventura.

—Lo hice por mí –me dijo después de haber terminado–, por nadie más.

Otros habían decidido unir todas sus fuerzas, como por ejemplo una familia de cuatro miembros que se lanzó a recorrer en bicicleta los veintiocho mil kilómetros que hay entre Alaska y Argentina, haciendo así realidad un sueño conjunto con cada pedalada del camino. Con similar pasión viajera, había una pareja joven que recorría Estados Unidos visitando cada basílica, con la esperanza de llegar a comprender mejor su fe.

La mayor parte de las veces, la misión se traducía en algo tangible: una montaña que escalar, un mar abierto que surcar, un departamento de expedición de visados al que convencer... Pero lo que los aventureros intentaban alcanzar trascendía normalmente la tarea en cuestión. Matt Krause, el analista financiero que se lanzó a recorrer a pie la Turquía rural en toda su longitud, reflexionaba sobre la vida que había conocido hasta entonces en Estados Unidos.

No era solo que ahora estuviera en otro país, diría más tarde, sino que tenía la sensación de haberse abierto camino a otra vida. En medio del mundo, solo, cruzando aldeas, avanzando un kilómetro tras otro por los caminos de tierra y encontrándose con desconocidos, que pronto se hacían amigos, se sentía extraordinariamente vivo.

Había algo que destacaba en todas estas personas que conocí. Hablaban con intensidad. Estaban centradas en alcanzar sus metas, incluso aunque, de entrada, para los demás no tuvieran el menor sentido.

Yo deseaba entender por qué habían decidido embarcarse en tan colosales empresas con tal determinación –¿les movían los mismos impulsos que a mí, o eran otros totalmente distintos?– y quería saber qué les hacía seguir adelante en momentos en que otros habrían abandonado. Tenía la fuerte impresión de que aquella gente tendría importantes lecciones que enseñar.

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¿Cuáles fueron las lecciones que yo aprendí en los diez años de viaje?

Las primeras versaban sobre los aspectos prácticos de lograr una meta. Si quieres alcanzar lo inimaginable, empiezas por imaginarlo. Antes de comenzar, dedicas un poco de tiempo a calcular el coste. Entender con exactitud lo que es necesario hacer, y encontrar luego una manera de hacerlo, hace que cumplir la misión sea mucho más viable.

Es cierto que el logro nos da valor, pero también el intento. Según me iba abriendo camino por un país tras otro, deteniéndome de tanto en tanto para reorganizarme en alguna de las muchas paradas habituales del camino que eran ya como un segundo hogar, contemplaba con mirada cada vez más optimista las posibilidades que tenía de lograrlo. El último año de viaje, me sentía imparable. «¡Puedo hacerlo de verdad!», comprendí; y comprenderlo me dio fuerza y resistencia.

Como descubrió don Quijote hace muchos años, una misión no siempre resulta ser como se había planeado. Los viajeros sufren contratiempos inesperados o se pierden porque alguien los ha orientado mal, y algunas situaciones que ha de afrontar son un auténtico reto. Sin embargo, por extraño que parezca, las desventuras (y a veces hasta los desastres) generan confianza.

Cuando me encontré pasando la noche entera en una terminal de aeropuerto totalmente desierta esperando otro vuelo que también se había cancelado, o sin dinero en un rincón remoto del mundo, aprendí que las cosas normalmente acababan por resolverse. Aprendí a reírme de mis desventuras, o al menos a no dejar que el miedo se apoderara de mí cuando ocurría algún contratiempo.

Las lecciones siguientes tuvieron más que ver con el trabajo interior que representa un viaje prolongado. Muchas búsquedas provocan una transformación de tipo alquímico, ya sea en lo referente a la búsqueda en sí o a la persona que la ha emprendido. Una vez que pones el pie en el camino a la aventura, no siempre sabes dónde acabarás.

Y llegar al final de la aventura nos enseña también algunas lecciones. El cuento no siempre acaba como quisiéramos. Cuando algo ha sido una parte importantísima de nuestra vida durante años y de pronto deja de existir, puede dejarnos un sentimiento de desconcierto y de vacío. Es el momento de pensar en lo que vendrá a continuación, y en si seremos capaces de recrear los intensos sentimientos que experimentamos durante el tiempo en que avanzábamos hacia nuestra meta.

Cuando mi viaje estaba a punto de tocar a su fin, me pregunté qué podría aprender hablando con la gente. La curiosidad que despertaba en mí el hecho de que alguien emprendiera una aventura o misión se convirtió en una misión en sí misma..., una misión que, como luego he descubierto, me permite darles algunas indicaciones a aquellas personas que a su vez están comprometidas con la búsqueda de algo que les dé un sentido más profundo a sus vidas.

PARTE I

LOS COMIENZOS

CAPÍTULO 1

DESPERTAR

Es peligroso, Frodo, cruzar la puerta. Pones un pie en el camino y, si no vigilas tus pasos, nunca sabes adónde te pueden llevar.

J. R. R. TOLKIEN

LECCIÓN: TODOS ESTAMOS HECHOS PARA LA AVENTURA

Vivimos en tiempos muy interesantes, una era excepcional que nos ofrece incontables oportunidades para el desarrollo y avance personal. A pesar de lo ocupados que estamos todos, la mayoría disponemos de suficiente tiempo libre como para poder dedicarnos además a nuestras aficiones y a desarrollar habilidades de carácter no esencial. Por lo que cuesta un billete de avión, podemos salir disparados a tierras remotas. Cualquier cosa que pudiéramos querer aprender, la tenemos a nuestro alcance.

Al mismo tiempo, disponer de todas estas oportunidades puede resultar también abrumador. Una vez satisfechas las necesidades básicas, ¿cómo elegimos en qué centrarnos? Para muchos de nosotros, la respuesta es asombrosamente simple: elegimos comprometernos con una misión, y elegimos vivir para la aventura.

En tertulias y cafeterías de los cinco continentes, busqué a gente que se hubiera embarcado en alguna aventurada empresa y escuché la historia de cada una de aquellas personas. En una serie de entrevistas y encuestas, las asediaba a preguntas sobre por qué habían elegido alcanzar una determinada meta a largo plazo, qué habían aprendido y cómo les había ido cambiando el camino.

Independientemente del tipo de proyecto que fuera, vi que la gente que se comprometía con una misión tenía por lo general unas cuantas cosas en común. Por ejemplo, hablé con bastantes personas que a pie, en bicicleta o a vela habían recorrido o se disponían a recorrer miles de kilómetros solas. Yo no quería caminar, pedalear ni navegar miles de kilómetros (prefería los aviones), y probablemente quienes habían sentido el impulso irresistible de hacer aquellos viajes tampoco tuvieran ningún interés en vivir el tipo de experiencias que yo iba encontrándome en los míos (es de suponer que no querían pasar incontables noches intentando dormir en el suelo de los aeropuertos, o incontables días tratando con funcionarios corruptos en situaciones de máxima tensión). Pero el reto en sí –la ambición de la empresa y el deseo de hacer lo que quiera que hiciera falta para seguir adelante– era el hilo común.

Para encontrar respuestas, tomé prestado además un método que había usado en mi libro anterior, The $100 Startup. Para aquel trabajo, un pequeño equipo de colaboradores y yo lanzamos una extensa red en busca de relatos de todo el mundo. Una cosa llevó a la otra y los relatos para el libro fueron sucediéndose con facilidad: cada persona interesante que aparecía nos conducía a otra igual de interesante.

Esta vez, sin embargo, me enfrentaba a un reto mayor. Si se buscan historias de gente que haya montado un negocio sin disponer de mucho dinero ni conocimientos, los criterios de búsqueda son claros. Pero ¿qué tipo de relatos se deben buscar cuando se trata de una aventura como la que aquí nos ocupa?

Acompañado de otro pequeño equipo de colaboradores y grandes cantidades de café, empecé por echar de nuevo una gran red, esta vez en busca de cualquiera que hubiera emprendido un largo viaje o una aventura con una intención concreta. Confiábamos en que, dejando abierta la convocatoria inicial, recibiríamos relatos que hablaran de toda una diversidad de temas. Como la gente que está embarcada en una gran aventura no siempre tiene acceso a Internet (y porque hay a quienes no les gusta hablar de sus proyectos), animamos a los lectores a que nos enviaran también relatos de gente que conocieran.

Realizar una convocatoria abierta fue un buen punto de partida, pero pronto nos dimos cuenta de que era necesario aplicar algún tipo de criterio más estricto. Entre las respuestas iniciales, recibimos un extenso grupo de escritos relacionados con una mejora general de vida: ponerse en forma, por ejemplo, o crear una pequeña empresa, o escribir un libro. Todos estos proyectos están muy bien, pensamos, pero no son lo que se dice una misión. Por mucho sentido que tenga a nivel personal tomar la decisión de mejorar nuestra vida, no es una misión en sí misma. Dejar de fumar, bajar de peso o saldar nuestras deudas son metas por las que vale la pena esforzarse, pero no deberían ser el objetivo central de toda una vida.

UNA MISIÓN, CONCLUIMOS, ES ALGO DE UNA MAYOR MAGNITUD. Conlleva más tiempo y exige un compromiso mucho mayor que la decisión de mejorar la vida en general. Aun así, ¿qué es exactamente una misión? ¿Cómo definirla?

Decidimos dejar que los relatos marcaran la pauta. ¿Cruzar de punta a punta un continente y no hablar durante una década? Sí, este vale. ¿Dejar un trabajo bien remunerado para irse a Bangladesh a defender los derechos de las mujeres..., como voluntaria, sin recibir el menor reconocimiento por ello en veinte años? Sí, este también. Tras mucha deliberación, estos son los criterios que acordamos:

  • UNA MISIÓN TIENE UNA META CLARA Y UN PUNTO FINAL CONCRETO. Toda misión tiene un principio y, tarde o temprano, tocará a su fin. (No todo el mundo entenderá por qué la has emprendido, pero esa es otra cuestión).
  • UNA MISIÓN SE PUEDE EXPLICAR CON CLARIDAD EN UNA O DOS FRASES.
  • UNA MISIÓN SUPONE CLARAMENTE UN RETO. Por su propia naturaleza, una misión implica superar algo. No toda misión tiene por qué ser peligrosa o prácticamente imposible de realizar, pero tampoco debería ser fácil.
  • UNA MISIÓN CONLLEVA ALGÚN TIPO DE SACRIFICIO. No es posible «tenerlo todo» cuando se trata de una misión; para hacer realidad un gran sueño, siempre hay algo que se ha de abandonar por el camino. A veces el sacrificio es obvio desde el principio; a veces no resulta obvio hasta al cabo de un tiempo.
  • UNA MISIÓN SUELE ESTAR GUIADA POR UNA VOCACIÓN, UNA LLAMADA O EL SENTIMIENTO DE TENER ALGO QUE CUMPLIR. Una llamada no tiene por qué ser alguna clase de inspiración divina. En la mayoría de las veces, se expresa simplemente como un profundo sentimiento de estar cumpliendo una misión vital. Tome la forma que tome, la gente que se lanza a hacer realidad esa misión se siente guiada, empujada o, cuando menos, altamente motivada para seguir adelante.
  • UNA MISIÓN CONLLEVA UNA SERIE DE PEQUEÑOS PASOS Y UN PROGRESO GRADUAL HACIA LA META. Como veremos, muchas misiones están compuestas de una marcha lenta y constante hacia algo, con contados y espaciados momentos de gloria y alegría. No se encuentra el Santo Grial al día siguiente de haber salido en su busca. (Si es así, probablemente no sea el Santo Grial, e indudablemente no será una misión.)

Resumiendo, una misión es un viaje hacia algo determinado, y el camino está sembrado de desafíos. La mayoría de las misiones conllevan además una serie de pasos logísticos y algún tipo de evolución personal.

Antes de poder hacer nada, hay que atender a los numerosos detalles prácticos y obstáculos ineludibles. En mi caso, tuve que conseguir visados y definir los medios de transporte. Tuve que idear cómo entrar en países hostiles que, por descontado, no tenían un departamento de turismo a disposición del viajero para responder a sus preguntas o enviarle folletos turísticos. Cuando tenía problemas, solo podía retirarme y reorganizarme, y luego planear otro tipo de acción.

Pero en una verdadera misión, una misión que nos cambie la vida, los aspectos prácticos no son lo único que se ha de tener en cuenta. En el transcurso, debemos hacernos personas mejores de lo que éramos antes de empezar. Debemos mejorar durante el viaje.

Ah, y hay una cosa más que aprendí: la mayor parte del tiempo, ocurre por el camino mucho más de lo previsto.

POR QUÉ PODRÍA HABER
UNA MISIÓN HECHA EXPRESAMENTE PARA TI

Este libro te dará la oportunidad de examinar docenas de misiones, proyectos y aventuras. Si ya estás empezando a pensar en cómo aplicar a tu vida esas lecciones y relatos, plantéate estas preguntas. Cuanto más tiendas a responder «sí», más probabilidades tienes de disfrutar de una misión propia.

  • ¿Te gusta hacer listas e ir tachando cosas?
  • ¿Te ha gustado siempre marcarte metas?
  • ¿Te motiva el hecho de ir avanzando hacia una meta?
  • ¿Te gusta planificar?*
  • ¿Tienes una afición o una pasión que no todo el mundo entienda?
  • ¿Alguna vez te sorprendes soñando o imaginando una clase de vida distinta?
  • ¿Pasas mucho tiempo pensando en tu afición o tu pasión?

* Los estudios muestran que disfrutamos planeando unas vacaciones tanto como yéndonos luego de vacaciones. La anticipación es una fuerza muy poderosa.

TAXONOMÍA DE LA AVENTURA

En los mitos antiguos, la mayoría de las misiones eran de descubrimiento o de enfrentamiento. Un reino sufría un asedio, y por tanto era necesario defenderlo. En tierras remotas un minotauro custodiaba un cáliz mágico, y solo el héroe podía enfrentarse al monstruo y recuperarlo.

Afortunadamente, las misiones del mundo real ofrecen más posibilidades que la de asaltar castillos y rescatar princesas, y, con alguna que otra excepción, las misiones y búsquedas de nuestro tiempo pueden clasificarse en unas pocas categorías generales. El viaje es un punto de partida obvio. Buscando relatos para el libro y leyendo las historias que me enviaban los lectores, supe de mucha gente que se había lanzado a circunnavegar el planeta de maneras muy diversas o a ser la primera persona en lograr una meta arriesgada lejos de su país.

Además de la categoría de los viajes, aparecían también bastante definidas la del aprendizaje, la documentación y el atletismo. Cuando un estudiante canadiense decidió preparar por libre todas las asignaturas de la carrera de ciencias informáticas del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés) en un solo año –publicando además sobre la marcha las notas obtenidas–, se trataba sin duda de un compromiso orientado al aprendizaje y el logro. Cuando una joven que competía en torneos internacionales decidió adoptar y entrenar a un caballo particularmente difícil –que se colocó finalmente casi a la cabeza de un importante campeonato europeo–, se trataba claramente de una meta deportiva.

Más interesante quizá que las categorías temáticas en sí es la cuestión general de por qué se embarca la gente en misiones o aventuras. Las respuestas pueden clasificarse también en categorías, pero no tan estrictamente definidas. Mientras recorría el mundo y la lista de mensajes de mi buzón de entrada, había varios conceptos esenciales que se repetían una y otra vez:

  • AUTODESCUBRIMIENTO. De la misma manera que los héroes de antaño se lanzaban a realizar sus sueños y a lomos de un caballo se adentraban en bosques encantados, muchas personas siguen recorriendo un camino para «encontrarse» a sí mismos. Nate Damm, que cruzó Estados Unidos a pie, y Tom Allen, que salió de su Inglaterra natal dispuesto a recorrer todo el planeta en bicicleta, en principio se lanzaron a la aventura simplemente porque podían hacerlo. Querían ponerse a prueba y superarse a sí mismos aprendiendo más sobre el mundo. Algunos de sus amigos y familiares entendieron aquel deseo de emprender un largo viaje –lo mismo Nate que Tom dejaron su trabajo para hacerlo–, pero a otros les pareció una locura. «Necesito hacer este viaje, es así de simple», decía Nate. Y Tom explicaba que la razón principal de hacer el suyo era «dejar entrar un poco de riesgo» en su vida.
  • RECLAMAR. Hace cientos o miles de años, el reclamar se refería a recuperar un territorio. Acuérdate de cómo Mel Gibson, en su actuación ya clásica en Braveheart, desde lo alto de un cerro grita «¡libertad!» en su lucha por defender Escocia de la tiranía impuesta por los ingleses llegados del sur.

Son muchos los que hoy en día siguen reclamando lo que para ellos es importante, aunque normalmente no con espadas y escudos. Sasha Martin, una mujer de Oklahoma dedicada a la crianza de sus hijos, de niña había vivido en el extranjero, y quería que su familia conociera otras culturas. No podía viajar a otros países, al menos en aquel momento, así que decidió preparar cada día una comida de un país distinto, acompañada de una pequeña celebración propia de cada país.

Desde las fronteras de Alaska, Howard Weaver, con un pequeño equipo de combativos colaboradores, se hizo cargo de un periódico hasta entonces bastante conservador. En una batalla épica que se prolongó durante años, Howard y el resto del personal lucharon por hacer oír «la voz del pueblo» en vez de limitarse a publicar un periódico que, por encima de todo, contara con una buena financiación y fuera un negocio lucrativo.

  • RESPUESTA FRENTE A LOS ACONTECIMIENTOS EXTERNOS. A Sandi Wheaton, empleada cualificada de General Motors, la despidieron en 2009, en plena crisis de la industria automovilística. En vez de adoptar la estrategia habitual (aterrarse, y luego hacer todo lo posible por encontrar otro trabajo), emprendió un largo viaje, haciendo fotos y documentándolo mientras iba de un lugar a otro. Mi propia resolución de viajar a todos los países del planeta nació a raíz de lo que sentí tras los atentados del 11 de septiembre en Nueva York. Quise encontrar una manera de prestar ayuda sustancial a mis semejantes, y aquel período de intensa introspección me llevó a pasar cuatro años en un buque hospital en África occidental, experiencia que desencadenó todo lo que vendría después.
  • SER DUEÑOS DE LA PROPIA VIDA Y REIVINDICAR EL DERECHO A DECIDIR SOBRE ELLA. Julie Johnson, una mujer ciega que adiestró personalmente a su perro guía, contaba que lo que la había motivado, al menos en parte, era la insistencia de los demás en que no lo hiciera a su manera. «Probablemente la razón de más peso es que me parecía lo natural –me dijo–. Sentía la necesidad de hacer aquella gran obra. Entonces no sabía que fuera una gran obra, solo sabía que era algo que necesitaba hacer yo sola. De no haberlo hecho, siempre me habría preguntado lo que hubiera podido ser». Este punto de vista –«si no lo hubiera intentado, me habría preguntado siempre qué habría ocurrido»– aparecía una y otra vez en los relatos que me llegaban.
  • TOMAR CARTAS EN EL ASUNTO. Algunas de las personas que conocí eran misioneros o cruzados por sus respectivas causas, que compartían su historia con todo aquel que quisiera escucharla e iban creando alianzas por el camino. Miranda Gibson, por ejemplo, se pasó más de un año viviendo en lo alto de un árbol en Tasmania protestando por la tala ilegal de árboles. Otros dedicaban sus vidas a algo en lo que creían, sacrificando tiempo e ingresos (y a veces más cosas) para poder dar cuanto estaba en su mano.

HAY UNA AVENTURA ESPERÁNDOTE TAMBIÉN A TI

La aventura de la vida real no consiste solo en recorrer el mundo (aunque muchos de los relatos de este libro traten de viajes) ni es una empresa que necesariamente signifique irse de casa (aunque con frecuencia suponga abandonar lo que nos resulta familiar y cómodo).

En las más de trescientas páginas que siguen, leerás docenas de relatos asombrosos, conocerás a las personas que ya he mencionado y a muchas más, y descubrirás que la gran mayoría de esos relatos tratan de gente normal que hace cosas extraordinarias.

Hay excepciones, claro: se me viene a la mente el relato de John Maddog Wallace. Wallace realizó la proeza de correr doscientos cincuenta maratones en un año, haciendo caso omiso de la legión de médicos deportivos y atletas que le decían que era imposible. Quizá te interese saber por qué lo hizo, o incluso cómo lo hizo..., aunque no es muy probable que vayas a intentar hacer lo mismo. ¡Calma, no pasa nada! Como te decía, el «elenco de personajes» está compuesto en su mayor parte de gente común y corriente; quiero decir, de gente que no tiene dones o capacidades especiales. Sus aventuras, y en muchos casos sus logros, fueron extraordinarios, pero, principalmente, estos individuos lograron sus metas no porque tuvieran un talento innato, sino por las decisiones que tomaron y por su dedicación.

En muchos casos, las metas fueron alcanzando proporciones mayores con el tiempo y la experiencia. Aquellos a quienes entrevisté solían hablar de lo frágiles que se sentían en muchos momentos, o de que creían que «cualquiera» podía hacer lo que ellos hacían, pero, como verás, poca gente tiene la resolución necesaria para perseverar como ellos lo hicieron.

Además de para satisfacer mi curiosidad, escribí este libro para inspirarte a que te atrevas a hacer algo extraordinario por iniciativa propia. Abre bien los ojos y verás un camino que puedes recorrer, da igual cuál sea la meta. Quien emprende una búsqueda o misión aprende muchas lecciones por el camino. Algunas tienen que ver con el logro, la desilusión, la alegría y el sacrificio; otras, con la empresa en sí que hayamos acometido. Pero ¿qué te parecería poder aprender esas lecciones de antemano? ¿Te apetecería poder estudiar con personas que han invertido años –a veces décadas– en seguir incansablemente el camino que las llevaría a hacer realidad sus sueños?

Sobre esa oportunidad de aprender trata este libro. Vas a sentarte en compañía de hombres y mujeres que iniciaron grandes aventuras y dieron un propósito a sus vidas trabajando en pos de algo que para ellos tenía un profundo sentido. Encontrarás aquí sus relatos y las lecciones que aprendieron. Sabrás lo que les ocurrió por el camino, pero, sobre todo, sabrás por qué ocurrió y por qué importa. Como autor, es responsabilidad mía ofrecerte un contexto y plantear un reto. La tuya es decidir cuáles serán los pasos siguientes.

Quizá leer los relatos de otra gente te haga pensar en tu vida. ¿Qué te anima? ¿Qué te preocupa? Si pudieras hacer cualquier cosa que quisieras, sin importar el tiempo ni el dinero, ¿qué harías?

Al ir avanzando en la lectura del libro, verás que presenta un argumento muy claro: la búsqueda da sentido y plenitud a nuestra vida. Si alguna vez te has preguntado si la vida puede ser algo más que aquello con lo que habitualmente nos conformamos, tal vez descubras que hay un sinfín de oportunidades y desafíos esperándote. Pero haz que la lectura de este libro sea tu primera empresa y aventura. Tiene una meta clara (terminar el libro) y un punto final concreto (la última página). Para llegar a la meta se necesitan tiempo y compromiso. Es de esperar que no sea un sacrificio inmenso, pero lo importante es que, en este instante, podrías estar haciendo otra cosa en lugar de leer.

ATRÉVETE A DAR ESE PRIMER PASO

Es difícil de explicar el entusiasmo que nos inunda cuando nos rebelamos contra la rutina y empezamos a hacer algo que de verdad tiene que ver con nosotros. Me acuerdo de la primera parada de seis meses que realizamos cuando trabajé como voluntario a bordo de un buque hospital en África occidental. Cuando me asomé al mar de caras en Sierra Leona, me sentí extraordinariamente vivo. Sobre el muelle se alzaban las colinas de Freetown, un lugar de abundante belleza natural devastado por ocho años de una guerra civil que casi acababa de terminar.

Me zambullí de cabeza en la vida del occidente africano, y durante la zambullida aprendí mucho sobre los transportes. La versión local era fascinante. Los taxis compartidos avanzaban con lentitud por las calles de Freetown recogiendo hasta a doce pasajeros en un solo vehículo. Una vez vi pasar un taxi a mi lado y el asiento de atrás estaba vacío... salvo por una vaca muerta, la cual no sé cómo habían conseguido meter allí para transportarla de una punta a otra de la ciudad.

Viajar por la región fue también interesante. Debido a la escasez de vuelos y las malas conexiones aéreas, muchas veces tenía que hacer tres escalas o más en los países vecinos para recorrer una distancia equivalente a la que hay entre Nueva York y Chicago. Los gobiernos de aquellos países no siempre simpatizaban unos con otros, así que a los pasajeros recién llegados se los trataba con desconfianza, incluso cuando resultaba obvio que estaban allí de paso, en ruta hacia su destino en otro país.

Todo era nuevo y emocionante. A primera hora del día corría por los muelles, antes de que el sol calentara demasiado. Durante el día, descargaba mercancías médicas y coordinaba la logística, y por la noche me sentaba en la cubierta de paseo para reflexionar sobre lo que me rodeaba.

Para cuando terminaron los cuatro años acordados, estaba deseando afrontar un nuevo reto. Había estado viajando por África y Europa, explorando un país tras otro cada vez que tenía ocasión. En un viaje, volé de noche de París a Johannesburgo, totalmente despierto y soñando todo el camino, memorizando la ruta trazada en el mapa de Air France y dándome cuenta de la cantidad de ciudades en las que todavía no había visitado.

No estaba seguro de cómo hacerlo, pero me seducía el concepto de los viajes frecuentes, y me pareció buena idea conectarla con una meta. Para entonces, no paraba de hacer listas de los sitios a los que quería ir. Había visto muchos, es cierto, pero había muchos más que no conocía.

A pesar de haber empezado mis aventuras viviendo y recorriendo una región conflictiva, donde los tanques patrullaban las ciudades y las farolas estaban llenas de agujeros de bala, algunas partes del viaje me intimidaban. No se me daban bien los idiomas, y no me consideraba particularmente valiente. Cuando miré el mapa y vi lo que significaba el mundo entero, me sobrecogí. Sin embargo, me atraía extraña y poderosamente la idea de ir a todas partes, y algo de aquello me recordaba a jugar a los videojuegos.

Desde pequeño, siempre me han gustado. Mis juegos favoritos eran aquellos en los que había que superar múltiples etapas y un sinfín de obstáculos. El objetivo de muchos de ellos era llegar a la meta y salir victorioso, pero, a mí, era el juego en sí lo que me gustaba. Etapa a etapa, nivel a nivel, una lucha triunfante tras otra, lo que más me apasionaba era cuando el juego planteaba retos que podían superarse con repetidos esfuerzos y aplicando la lógica.

Algo relacionado con aquellos juegos y su concepto de ir a todas partes me habló. Si hacía una lista y atendía a los pormenores reflejados en ella, lograr una gran meta –incluso una inmensa meta– se me antojaba factible. País a país, haría frente a los desafíos y los superaría. No me importaba solo el resultado final, sino cada esfuerzo. Disfruté paso a paso haciendo frente al mundo, yendo cada vez más lejos, a lugares de los que sabía muy poco antes de empezar..., o de los que no sabía nada en absoluto. Con el tiempo, llegué a la etapa final, pero había sido el juego en sí lo que me había apasionado.

¿Por qué deberías plantearte tú emprender una misión? Porque tu vida está bien, pero no sientes una satisfacción plena. Sueñas con un reto que te obligue a desarrollar nuevos músculos y a adquirir nuevos conocimientos, y si estás dispuesto a trabajar por ello, puedes encontrarlo... o quizá mejor aún, puedes crearlo tú.


RECUERDA

  • Una misión tiene unos cuantos aspectos o requisitos fundamentales; entre ellos, una meta clara, un auténtico reto y una serie de etapas a lo largo del camino.
  • Presta atención a las ideas que despiertan tu interés, sobre todo a aquellas en las que no puedes dejar de pensar.
  • Este libro no es solo un estudio de lo que otros han hecho. También tú puedes descubrir y emprender una aventura.