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ANN PETTIFOR

LA PRODUCCIÓN DEL DINERO

Cómo acabar con el poder de los bancos

Traducción de

Ángello Ponziano

 

 

 

 

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© Ann Pettifor, 2014

© Traducción: Ángello Ponziano

© Los libros del lince, S. L.

Gran Via de les Corts Catalanes, 657, entresuelo

08010 Barcelona

www.loslibrosdellince.com

Título original: The Production of Money: How to Break the Power of Bankers

ISBN DIGITAL: 978-84-15070-86-3

Depósito legal: B-24674-2016

Primera edición: marzo de 2017

Diseño gráfico de cubierta: © Malpaso Ediciones, S. L. U.

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro (incluyendo las fotocopias y la difusión a través de internet), y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo, salvo en las excepciones que determine la ley.

ÍNDICE

Prólogo

1. El poder del crédito

2. La creación del dinero

3. El «precio» del dinero

4. El caos en que nos encontramos

5. Los intereses de clase y el amoldamiento de las escuelas de economía

6. ¿Debería la sociedad arrebatar a los bancos la potestad de crear el dinero?

7. Subordinar las finanzas, restablecer la democracia

8. Sí, podemos permitirnos lo que seamos capaces de hacer

Agradecimientos

Notas

Lecturas recomendadas

Colofón

PRÓLOGO

Hace diez años, en la primavera de 2006, escribí un modesto libro titulado La próxima crisis de deuda del Primer Mundo. Lo escribí para hacer una advertencia nada sutil a aquellos amigos que habían aceptado el modelo de liberalización de las finanzas y estaban endeudándose como si el mañana no existiese. Mi temor era que debido a la extendida ignorancia de las actividades del sector financiero mundial, y también porque los propios economistas profesionales no demostraban grandes conocimientos sobre el dinero, la banca y la deuda, los usuarios normales estuviesen dirigiéndose como sonámbulos hacia una crisis de la que no eran responsables.

No estuve de acuerdo con el título elegido por el editor, creyendo que el libro estaría desfasado tan pronto como se publicase en septiembre de 2006. Para entonces, seguramente, la crisis habría llegado. Estaba completamente equivocada, y muy acertado el editor que ignoró mis objeciones. En el ínterin, tuve que soportar algunos comentarios poco amables sobre mi análisis del sistema. En una columna de The Guardian publicada el 26 de agosto de 2006, sostenía yo que la caída de las ventas de viviendas en Florida y California del verano anterior debía interpretarse como un indicador de la profunda y vasta crisis del crédito subprime que se avecinaba en Estados Unidos; y que el estallido de una crisis de crédito/deuda en este país tendría sobre nosotros un impacto mucho mayor que la entonces intensa crisis en el Líbano. «¡Es el fin del mundo!», clamaban en internet. Bobdoney —alguien que sospecho era un operador en la City de Londres— acotó líricamente:

La semana próxima, Ann escribirá sobre un asteroide de unos diez kilómetros de ancho que acaba de chocar contra una mariposa en los cinturones de Van Allen y que, en el preciso momento en que me dispongo a comerme mi sándwich de pepino y beberme la tercera taza de té del día, se dirige inexorablemente hacia su punto de impacto, frente a la costa de Grimsby a las 14.30 del 29 de agosto de 2006.

¡Plaf!

Bobdoney llevaba diez años en activo y tras el estallido de la crisis no volvió a saberse de él.

ESTALLA LA CRISIS

Recuerdo exactamente dónde me encontraba aquel soleado 9 de agosto de 2007, cuando me dijeron que los préstamos interbancarios habían sido congelados. Los banqueros sabían que sus colegas estaban arruinados y que no se podía confiar en que cumpliesen con sus obligaciones. En ese momento pensé, inocentemente, que los amigos captarían el mensaje. También esperé en vano que los economistas profesionales sumarían su voz a la de los pocos que anticipaban la catástrofe. No fue así. Aparte de los lectores del Financial Times y, por supuesto, de algunos especuladores del sector financiero, muy pocos parecieron darse cuenta.

Al final, habiendo transcurrido un año, en septiembre de 2008, cuando Lehman Brothers se derrumbó, la gente en general comprendió que el sistema financiero internacional se había hundido. Para entonces era demasiado tarde. El mundo se encontraba peligrosamente al borde de un completo desastre financiero. El temor a que los clientes de los bancos no pudiesen retirar efectivo de los cajeros automáticos era un hecho. El miércoles después de la caída de Lehman, Mohamed El-Erian, director ejecutivo de PIMCO, le pidió a su esposa que fuese al cajero automático y retirase todo el dinero que pudiese. Cuando ella le preguntó la razón, le respondió que temía que los bancos estadounidenses no abriesen.1 Muchas empresas con valores de primera clase (blue chips) llamaron al Tesoro de Estados Unidos para explicar que tenían problemas de financiación. Durante aquellas semanas terroríficas, fuimos testigos de un experimento de los mercados financieros que estuvo a punto de no funcionar.

Con este telón de fondo, no debía sorprendernos que las autoridades, los políticos y los comentaristas fuesen incapaces de ofrecer respuestas coherentes ante la crisis. Muchos situados a la izquierda del espectro político estaban igual de atónitos. Como la mayoría de los economistas, la izquierda parecía no entender ni jota del sector financiero. En cambio, la atención se centraba en la economía del mundo real: la fiscalidad, los mercados, el comercio internacional, el FMI y el Banco Mundial, las políticas de empleo, el medio ambiente, el sector público. Muy pocos habían prestado atención a las vastas, crecientes e intangibles actividades del sector financiero privado desregulado. Como resultado, muy pocos de la izquierda (en general, aunque con claras excepciones) y, en este sentido también de la derecha, fueron capaces de realizar un análisis sólido de las causas de la crisis y, por tanto, de las políticas necesarias para recuperar el control de ese importante bien público que es el sistema monetario.

También los banqueros fueron al principio incapaces de reaccionar y, necesitados desesperadamente de rescates financiados por los contribuyentes, al menos de momento se mostraron humildes. Pero no duró mucho. Después de los rescates, los gobernantes tuvieron que afrontar un enorme vacío político. Los miembros del G-8, encabezados por el británico Gordon Brown, en un principio cooperaron a nivel internacional para estabilizar el sistema. Pero tal cooperación y los estímulos que llevaba aparejados se esfumaron pronto. En todo el mundo, políticos y legisladores recayeron, o se vieron tentados a hacerlo, en las políticas ortodoxas para la estabilización, particularmente en el saneamiento presupuestario. Como había advertido Naomi Klein, muchos en el sector financiero interpretaron enseguida la crisis como una oportunidad para reforzar y ampliar el control ejercido por el sistema financiero mundial sobre las autoridades electas y sobre los mercados. A diferencia de buena parte de los partidos de izquierda y socialdemócratas, después de algunas vacilaciones decidieron aprovechar la oportunidad a fin de primero consolidar y luego extender su poder.

No hubo cambios fundamentales en la arquitectura financiera internacional. El Comité de Basilea para la Supervisión Bancaria alardeó de haber emprendido reformas poscrisis, pero no aportó sugerencias para hacer cambios estructurales en la arquitectura y el sistema financieros internacionales. El modelo económico dominante, es decir, el neoliberalismo, prevaleció en todas partes. Paul Mason escribió un libro en 2009 titulado Debacle, cuyo subtítulo era El final de la era de la codicia. Qué equivocado estaba. Diez años después del inicio de la recesión de 2007, al tiempo que las desigualdades polarizan a las sociedades, el mundo se encuentra dominado por un oligopolio que acumula de manera codiciosa obscenos niveles de riqueza. Y a pesar de la debacle inicial, la crisis financiera mundial no ha tocado a su fin. Al contrario, continúa, y ha desplazado su epicentro desde las economías anglo-estadounidenses a la Eurozona, para centrarse ahora en los llamados «mercados emergentes». Los bancos privados y otras instituciones financieras están atiborrándose de deuda barata emitida por los bancos centrales, a la vez que han transferido la deuda costosa a las empresas, las familias y los individuos.

La ciudadanía de las economías occidentales ha sufrido las consecuencias. En el momento en que este libro va camino de la imprenta, millones de personas están rebelándose, en algunos casos apoyando a candidatos populistas de derechas. Tienen la esperanza de que estos «hombres y mujeres fuertes» les protejan de las obstinadas políticas neoliberales que favorecen los mercados financieros, comerciales y laborales mundiales sin ningún tipo de restricción.

LAS CONSECUENCIAS DE LAS CRISIS FINANCIERAS EN CURSO

En un momento en que una reducida élite de los sectores financiero y tecnológico continúa acaparando enormes beneficios financieros, la OIT (Organización Internacional del Trabajo) calcula que en todo el mundo hay al menos 200 millones de personas sin trabajo. En algunos países europeos, una de cada dos personas jóvenes se encuentra en el paro. Oriente Medio y África del Norte, permanentemente sacudidos por turbulencias políticas, religiosas y militares, tienen la tasa de desempleo juvenil más alta del mundo. En las economías en que las contrataciones han aumentado, como en el caso británico, se trata de contratos precarios y en los que no se especifica las horas semanales que hay que trabajar, además de que los salarios son variables. Abundan los presagios de un futuro robotizado que traerá la obsolescencia de la mano de obra humana. Semejante visión se basa en suponer que la disponibilidad de los minerales básicos para el desarrollo de la robótica —como el estaño, el tantalio, el tungsteno y el coltán—, así como la capacidad del planeta para absorber las emisiones asociadas a su extracción, son infinitas. Sin embargo, la cuestión de la incapacidad para ofrecer un empleo digno a millones de personas —en un momento en que tanto hay que hacer a fin de superar la economía basada en los combustibles fósiles— casi no figura entre las prioridades políticas de la mayoría de los gobiernos socialdemócratas. Muy pocos, si es que hay alguno, reivindican el empleo pleno, bien remunerado y cualificado.

Mientras que el PIB mundial es de sólo 77 billones de dólares, desde 2007, según McKinsey, los activos financieros mundiales han crecido hasta los 225 billones de dólares. Gracias a los mercados de crédito sin regulación, la deuda mundial continúa aumentando. En 2015 era del 286 por ciento del PIB mundial, comparada con el 269 por ciento en 2007.2 Millones de trabajadores llevan siete años sin percibir un aumento de sueldo. Las empresas, tanto las grandes como las pequeñas, se enfrentan a una caída de los precios que conduce a menores beneficios y al riesgo de la quiebra. La «austeridad» está aplastando las economías del sur de Europa y reduciendo la actividad económica en todas partes. En Estados Unidos, casi un tercio de los adultos, cerca de 76 millones de personas, están «luchando por salir adelante» o simplemente «están apañándose».

Sin embargo, a los rentistas las cosas les van mejor que nunca; los banqueros, ya sean legales o «en la sombra», y otras instituciones financieras continúan en pie gracias a los avales gubernamentales respaldados por los contribuyentes, el dinero barato y otras concesiones de los bancos centrales dirigidas exclusivamente al sector financiero. También le va muy bien al nuevo oligopolio mundial; las grandes empresas como Apple, Microsoft, Über y Amazon están amasando enormes fortunas mediante actividades monopolizadoras cuando se trata de fijar los precios.

Estas y otras empresas que constituyen el 1 por ciento de las principales corporaciones acaparan activos líquidos por valor de 945.000 millones de dólares, mientras que el total de las corporaciones estadounidenses sólo cuentan con 1,84 billones de dólares en activos. Pero dichos activos se ven eclipsados por el endeudamiento de las empresas. En el momento en que este libro está listo para imprenta, las empresas estadounidenses han acumulado una deuda de más de 6,6 billones de dólares.3 En 2015, la deuda de éstas fue tres veces superior a sus resultados antes de intereses, impuestos, depreciación y amortización; todo un récord en los últimos doce años, según Bloomberg. Sólo en 2015, sus obligaciones aumentaron en 850.000 millones de dólares, lo que supone cincuenta veces el aumento de sus activos, de acuerdo a las estimaciones de Standard & Poor’s. No obstante, más o menos un tercio de estas empresas es incapaz de obtener suficiente rentabilidad de la inversión como para sufragar el elevado coste del crédito. La bancarrota es un riesgo real para muchas de las empresas pequeñas. Sus acreedores podrán mostrarse indiferentes, pero no es improbable que en algún momento los deudores corporativos, y no las familias, vuelvan a hacer estallar el sistema, una vez más.

Hay otros indicadores de la crisis de las finanzas mundiales, y todos coinciden en anunciar otra crisis en el sistema financiero globalmente interconectado. El más temible es la deflación: una amenaza poco comprendida por la opinión pública y apenas abordada por los políticos y economistas, pero un fenómeno hoy plausible en Europa y Japón y una amenaza para China. Esta última en 2009 salió en rescate de la economía mundial al introducir medidas de incentivación equivalentes a 600.000 millones de dólares, lo que permitió que las economías occidentales se mantuvieran a flote. Los dirigentes occidentales reaccionaron volviendo a las políticas contractivas ortodoxas y reduciendo la demanda de bienes y servicios chinos. Esto condujo a China a un sobreendeudamiento bancario y a un excedente de productos tales como neumáticos, acero, aluminio y gasóleo, excedentes que provocaron una inflación negativa de los precios de producción en los cuatro años previos a 2016; y dado que esta sobrecapacidad se canalizó hacia los mercados globales, las presiones deflacionarias afectaron a las economías occidentales.

Resulta sorprendente que tanto los políticos occidentales como los comentaristas financieros se alegrasen de la caída de los precios. En mayo de 2015, coincidiendo con la entrada oficial del Reino Unido en un estado de deflación por primera vez desde hacía más de medio siglo, el ministro de Hacienda, George Osborne, declaró esta «clase adecuada de deflación como algo bueno para las familias». Aseguró que no temía «un ciclo perjudicial de caída de precios y salarios».4 Nadie en el establishment político y económico británico quiso reconocer que la caída de los precios era la consecuencia de una economía mundial en desaceleración, y debida especialmente al descenso de la demanda de mano de obra, financiación, bienes y servicios. En su lugar, la mayoría de los economistas se limitó a interpretar la deflación como un signo de que los consumidores ¡estaban postergando sus compras!

Lo más preocupante de las presiones deflacionarias es el efecto que tienen sobre la deuda y las tasas de interés. Puesto que una caída generalizada de los precios repercute en el sistema financiero, también los salarios y los beneficios descienden, y las empresas acaban en quiebra. Al mismo tiempo, inexorable e invisiblemente, el valor del volumen de las deudas aumenta en comparación con los precios y los salarios. El coste de la deuda (la tasa de interés) sube también, por más que las tasas nominales sean bajas, negativas o estables. Las tasas negativas de interés reales sólo son posibles si las tasas nominales de interés son mucho más negativas todavía; y para los bancos centrales, en el nivel político, tales tasas serían difíciles de mantener.

Hablando claro: para una economía mundial sobreendeudada, la deflación es una amenaza en verdad aterradora.

Pero lo que a mí me preocupa —y también a muchos más— es que los bancos centrales no supieron usar las herramientas políticas de que disponían para afrontar otra crisis financiera mundialmente interconectada. Tanto en el Reino Unido como en Estados Unidos, después de la crisis de 2007-2008, las tasas de interés de sus bancos centrales pasaron de estar en torno al 5 por ciento a apenas un poco por encima de cero. Aumentaron enormemente sus balances contables mediante la compra o el préstamo de activos financieros y corporativos (valores) en los mercados de capital, y acreditándolos en las cuentas de los vendedores. De este modo, la Reserva Federal de Estados Unidos sumó 4,5 billones de dólares a su balance contable. El del Banco de Inglaterra es todavía mayor, en relación con el PIB del Reino Unido, de lo que ha sido en cualquier otro momento de su historia. Pero por más que la «flexibilización cuantitativa» (QE, por sus siglas en inglés) pueda haber estabilizado al sistema financiero, también ha contribuido a inflar el valor de los activos mayoritariamente en manos de los ricos. En tal sentido, la QE ha favorecido el aumento de las desigualdades y de la inestabilidad política y social derivada de éste. Por esta razón, potenciar aún más la QE es muy probable que no resulte políticamente factible.

Pese a que la política monetaria se suavizó, la recuperación económica se paralizó o ralentizó, debido a que los gobiernos se embarcaron simultáneamente en políticas a favor del «radicalismo monetario con conservadurismo fiscal». Esta estrategia de la «austeridad» fue promovida por los economistas ortodoxos, los bancos centrales y las instituciones internacionales como el FMI y la OCDE, y contaron con el apoyo de los medios de comunicación occidentales.5 El resultado era predecible: endeudamiento continuado y recesiones recurrentes. La recuperación de las crisis, sobre todo en Europa, ha sido peor que después de la Gran Depresión de la década de 1930, cuando a los países les llevó mucho menos tiempo volver a los niveles de empleo, ingresos y actividad anteriores a la crisis.

En la actualidad, la defensa de la «austeridad» se halla en retroceso. A las instituciones mundiales les aterra la volatilidad del sistema financiero, las amenazas de deflación y la posibilidad de una ralentización de la economía mundial. En respuesta, mediante unos insólitos giros de 180 grados, han cambiado radicalmente sus recomendaciones de consolidación presupuestaria. El FMI, en un escrito de mayo de 2016, se preguntaba si no se habría impulsado el neoliberalismo de forma excesiva. En 2016, la OCDE recomendó en varias ocasiones a los responsables políticos que «actuaran ya y mantuvieran las promesas», ampliando el gasto y las inversiones públicas. En junio de 2016 planteó que «por sí sola, la política monetaria no puede escapar a la trampa del bajo crecimiento y puede estar sobrecargada. El espacio fiscal se ve aliviado si las tasas de interés son bajas». Se incitó a los gobiernos a utilizar la «inversión pública para fomentar el crecimiento».6 Pero estos nuevos, aunque tardíos, conversos de la expansión presupuestaria podrían muy bien haber chocado contra un muro de ladrillos, si consideramos la atención que les han prestado tanto el Congreso de Estados Unidos como los neoliberales ministros de economía de Alemania, Wolfgang Schäuble, de Finlandia, Alexander Stubb, o de Gran Bretaña, George Osborne. La ideología de la austeridad —la drástica reducción del Estado— unida al fundamentalismo del libre mercado están hoy tan arraigados en los ministerios de Hacienda de los gobiernos occidentales que, por más que resulte trágico, ni los políticos ni los legisladores logran reaccionar.

Al borde de la desesperación, algunos bancos centrales (el Banco Central Europeo y los de Suiza, Suecia y Japón) han cruzado «el rubicón» del límite inferior igual a cero, fijando tasas de interés negativas, lo que significa que los prestamistas pagan a los bancos centrales a cambio del privilegio de prestarles sus capitales. Es una muestra de la disfuncionalidad del sistema monetario, pero también del temor de los inversores, a medida que la volatilidad financiera los lleva a refugiarse en los únicos «paraísos» que consideran seguros para sus capitales: la deuda de los gobiernos soberanos.

¿QUÉ SE DEBE HACER?

¿Qué deben hacer entonces las fuerzas positivas —las fuerzas progresistas— para estabilizar el sistema financiero mundial y restablecer el empleo, la estabilidad política y la justicia social?

Primero, necesitamos que la opinión pública entienda mejor cómo se origina el dinero y cómo funciona el sistema financiero. Por desgracia, son áreas de la economía seriamente ignoradas por la corriente mayoritaria de los economistas; una conveniente preferencia que sin duda favorece al sector financiero. Este libro constituye un intento de simplificar conceptos clave relacionados con el dinero, las finanzas y la economía, a fin de hacerlos accesibles a un público mucho más amplio, en especial a las mujeres y los ecologistas. Esta obra es una ampliación de mi libro anterior Just Money, publicado en 2015, para intentar aportar más contenidos y claridad a los temas aquí tratados. Estoy convencida de que sólo si los ciudadanos comprenden mejor el dinero y el crédito, además del funcionamiento del sistema bancario y financiero, podrán llevarse a cabo cambios significativos.

El segundo objetivo de cualquier movimiento progresista debería ser canalizar la ira ciudadana generada por los banqueros y los políticos para favorecer alternativas progresistas y positivas. Por desgracia, la derecha es muchísimo más efectiva a la hora de canalizar el descontento ciudadano hacia la culpabilización de los inmigrantes, de quienes demandan asilo y de otros «hombres del saco». Igual de preocupante es ver cómo ciertos sectores de la llamada izquierda vehiculan dicho descontento hacia los banqueros para promover políticas económicas neoclásicas con el fin de resolver la crisis. Tales propuestas adoptan la forma de sistemas bancarios de reserva fraccional, la nacionalización de la oferta monetaria y los «presupuestos equilibrados» para los gobiernos; políticas estas que deben su origen a Friedrich Hayek y Milton Friedman y que tendrían efectos devastadores en la población trabajadora y en quienes dependen de las ayudas sociales estatales. De ahí que este libro cuestione los enfoques erróneos —aunque bienintencionados— de las organizaciones civiles que, en mi opinión, están conduciendo a mucha gente de izquierdas hacia un callejón intelectual sin salida.

CUESTIONAR A LOS PROFESIONALES DE LA ECONOMÍA

Parte del motivo por el que existe tanta confusión acerca del dinero, la banca y la deuda reside en que los economistas no incluyen en sus modelos al sistema financiero, se niegan (en general) a comprender y explicar estas cuestiones y, arrogantemente, culpan a otros (tanto a políticos como a consumidores) de la crisis financiera. Como muestra de dicha arrogancia, el profesor Steve Keen, en su libro La economía desenmascarada, cita a Ben Bernanke, gobernador de la Reserva Federal estadounidense cuando estalló la crisis: «La reciente crisis financiera fue más un fallo de la ingeniería económica y de la gestión de la economía que de lo que he definido como ciencia económica».7

Los «científicos económicos» de la profesión (y muchos de la izquierda) también han pasado por alto sistemáticamente, o menospreciado, las radicales teorías y políticas monetarias de John Maynard Keynes. En su lugar, las políticas «keynesianas» son desacreditadas por limitarse a «la fiscalidad y el gasto», a pesar de que la principal preocupación de Keynes era la política monetaria; la prevención de las crisis, no su cura. Después de todo, su obra principal se titula Teoría general del empleo, el interés y el dinero. Sin embargo, eso no significa que no otorgase importancia al desarrollo de las políticas fiscales como parte de la «cura» de una crisis. Sencillamente pretendía que la política monetaria estuviese bien gestionada, a fin de evitar las crisis. Dada la importancia de su teoría monetaria, el libro que el lector tiene entre sus manos se basa fundamentalmente en las políticas propuestas por John Maynard Keynes, a pesar de que siguen considerándose un tabú por el establishment económico.

Keynes fue un intelectual británico a la altura, en mi opinión, de Charles Darwin. Ambos revolucionaron e hicieron que se comprendieran mejor los ámbitos que en que investigaron y donde trabajaron, lo que supuso una fuente de malestar entre muchos de sus contemporáneos y colegas. Tanto el uno como el otro debieron hacer frente a increíbles resistencias, como lo confirma la persistencia de las escuelas creacionistas en Estados Unidos,8 así como la restauración de la escuela de economía clásica en todas las facultades universitarias, incluso en su alma máter, la Universidad de Cambridge.

La incapacidad para aprovechar el profundo conocimiento del sistema monetario al que Keynes llegó ha llevado a la mayoría de los economistas (y a buena parte de la clase política) a un tipo de negacionismo irracional muy similar al «creacio­nismo» antidarwinista. Sostengo aquí que pasar por alto a Keynes ha tenido un elevado coste: desempleo y empobrecimiento de millones de personas, crisis económicas y financieras recurrentes, desigualdades polarizantes, revueltas sociales y políticas, y guerras. Pero tampoco puede sorprendernos semejante desinterés, dado que Keynes fue implacable en su exigencia de que el sector financiero se hallase subordinado a los intereses de la sociedad en general y defendió activamente la «eutanasia de los rentistas». Consideraba el amor al dinero por sí mismo como «una morbosidad bastante desagradable, una de esas propensiones semi-criminales, semipatológicas que uno, con cierto estremecimiento, deriva al especialista en enfermedades mentales».9

Ello le creó muchos enemigos en el sector financiero y entre sus compañeros de las facultades de economía, de ahí que no sea extraño que se haya echado tierra sobre sus ideas y permitido que en nuestras universidades y facultades de ciencias económicas prevalezca el equivalente neoliberal del «creacionismo».

Por más que muchas cosas hayan cambiado tras su muerte, su conocimiento de los fundamentos del sistema monetario sigue siendo relevante y puede orientar la formulación de políticas. Además, la adopción de la teoría monetaria keynesiana y las políticas que lleva asociadas serán, en mi opinión, fundamentales para recuperar la estabilidad económica y ecológica, además de la justicia social.

Por tanto, aparte de promover un amplio conocimiento del sistema financiero, ¿qué debería hacerse para recobrar la prosperidad económica, la estabilidad financiera y la justicia social?

Creo que la respuesta podría resumirse en una sola línea: relocalizar el capital deslocalizado.

Para que una regulación democrática logre administrar un sistema financiero que favorezca los intereses de toda la ciudadanía —y no sólo los de una minoría globalizada y móvil— es indispensable que el capital deslocalizado sea relocalizado mediante el control de capitales. Sólo entonces podrán los bancos centrales gestionar las tasas de interés y mantenerlas bajas en todo el espectro de las actividades crediticias, tanto para tener una economía saludable y próspera, como para —según explicaré más adelante— poder gestionar bien las emisiones tóxicas y los ecosistemas. Sólo entonces será posible controlar la creación de crédito y evitar que se generen deudas insostenibles e impagables. Y sólo entonces será posible hacer cumplir las disposiciones fiscales democráticamente establecidas y acabar con la evasión de impuestos. La formulación democrática de políticas —sobre impuestos, pensiones, justicia penal, tasas de interés, etcétera— requiere límites y fronteras. Un país sin fronteras no podría fijar cuotas tributarias, ni determinar qué ciudadanos merecen cobrar pensiones, ni detener a los delincuentes. Pero el capital financiero internacional detesta los límites y la regulación democrática.

Algunos economistas valientes han sostenido durante años que los estados debían tener el poder de controlar los flujos de capital, por ejemplo los profesores Dani Rodrik y Kevin P. Gallagher. A ellos se han unido recientemente algunos economistas ortodoxos, incluida la muy respetada profesora Hélène Rey, que sostiene que en el arsenal de instrumentos macroprudenciales no se debería excluir el control de capitales. Hasta ahora, sus voces se han visto acalladas por una efectiva labor de presión por parte de Wall Street y la City de Londres. Por otra parte, los argumentos a favor del control de capitales tampoco han logrado el apoyo de la izquierda o de los partidos socialdemócratas; más bien al contrario: la mayoría de los gobiernos socialdemócratas han aceptado y fortalecido un modelo de hiper-globalización.

Relocalizar el capital globalizado supondría una completa transformación del orden monetario mundial. Sólo entonces estaríamos en condiciones de afrontar los retos del cambio climático.