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Índice

 

 

 

Portada

Índice

Introducción

 

Destellos de luz en el camino

Así es como te recuerdo

La despedida

En primavera

Viva la vida

Las coincidencias

El arte de perder

El último viaje

Caído del cielo

Ecos de una carta

Tengo 44 años y soy feliz

El amor se manifiesta

El valor de un gesto

Un domicilio peculiar

Una escena de película

El último regalo

 

Sobre el autor

Créditos

Introducción

 

 

 

 

Que la muerte es el gran tabú de nuestros tiempos, y que la sociedad vive de espaldas a ella y se esfuerza por ocultar bajo la alfombra todo lo que se la recuerda, es una obviedad. Ya casi se ha convertido en un tópico más, de tanto que se ha repetido la idea.

 

La muerte asusta, y se asocia inevitablemente a palabras como sufrimiento, pérdida, tristeza, drama, tragedia. Es el límite no deseado, es la finitud, es la eterna lección de humildad para la ciencia y para la soberbia humana. Como no somos capaces de integrarla en nuestra realidad, en nuestro ciclo vital, nos protegemos de su aliento de infinidad de formas, pero es inútil, porque un día u otro nos acaba alcanzando. Sin excepción.

 

Tal vez por eso, quienes nos dedicamos al maravilloso (sí, maravilloso) trabajo de acompañar y asistir al final de la vida a los pacientes, recibimos prácticamente el pésame cuando respondemos “cuidados paliativos” a la pregunta acerca de nuestra ocupación o especialidad. Alusiones a la presumible dureza del oficio, apelaciones en tono de admiración o de conmiseración a nuestra capacidad de resistencia psíquica, o simples silencios que traducen parálisis momentáneas del pensamiento, son lo que solemos encontrar como réplica a nuestra respuesta. Uno se acaba acostumbrando a generar ese efecto que, también hay que decirlo, es frecuente pero no generalizado.

 

Pero, ¿realmente todo lo que tiene que ver con la muerte es necesariamente horrible y trágico? ¿Hay que estar un poco zumbado o pertenecer a cierta extraña raza para dedicarse a cuidar a los que van a morir? En mi opinión, la respuesta a ambas preguntas es que no, en absoluto. Y tratar de mostrar por qué es el objetivo primordial del libro que tienen en sus manos.

 

Cuando hace tres años publiqué mi primera novela, El oscuro camino hacia la luz, algunas voces amigas me susurraron al oído que en lugar de un relato de ficción duro y sacudidor de conciencias hubieran preferido que escribiera sencillamente acerca de experiencias reales en mi trabajo. Y es que el tema despierta temores y respeto, pero al mismo tiempo interés y curiosidad, y ejerce un fuerte magnetismo que nos atrapa.

 

Destellos de luz en el camino viene a recoger ese figurado guante, aunque no es su única razón de ser. Siempre he pensado que el sufrimiento humano, de la naturaleza que sea, es algo que merece mucho más que consideración, merece inclinarse ante él, y ante quien sufre, en señal del máximo respeto, porque en ese momento es digno de nuestra compasión, como nosotros lo seremos cuando nos corresponda atravesar nuestros propios desiertos. Situémonos en el escenario de la enfermedad grave, del final de vida, de la muerte. Allí encontramos a los enfermos, a sus familias, a sus seres queridos, y a unos profesionales que tratarán de ayudarles en ese difícil momento. A todos ellos, a quienes sufren, a quienes lloran, a quienes consuelan, a quienes acompañan, a todos ellos, repito, va dedicado humildemente este libro.

Destellos pretende ser un homenaje a todos los y las médicos, enfermeras, psicólogos, fisioterapeutas, trabajadores sociales, musicoterapeutas, arteterapeutas, voluntarios, etcétera, que se dedican día a día, en los domicilios, en los hospitales, allí donde trabajen, a hacer más llevadero el camino hacia su destino final a otros seres humanos, sin miedo y con generosidad.

 

Pero también es un homenaje a todos esos enfermos (y familiares) que hemos tenido el privilegio de acompañar, que nos han enseñado mucho, que nos han permitido aprender a su lado, que han confiado en nosotros, que han compartido sus sentimientos, su intimidad, su angustia, y lo más preciado que tenían, su historia de vida.

 

¿Qué es Destellos? Pues es una recopilación de relatos basados en episodios estrictamente reales. No son relatos de ficción. Ésa es su particular característica, que las historias que se explican, las frases que se citan, los sentimientos que se describen, sucedieron así, se escribieron o se dijeron así, se vivieron así.

 

Nos muestran a unos profesionales que, además de esforzarse por ejercer la excelencia en su trabajo, son seres humanos que interaccionan con otros seres humanos, con su sufrimiento, con su angustia, con su esperanza, con su grandeza, y al tiempo que ponen sus habilidades y competencias al servicio de quienes las necesitan, viven una experiencia personal, única con cada paciente, porque no renuncian a ello parapetándose tras el rol profesional, sino que se exponen. Ésa es la belleza de este oficio, y que es precisamente la que permite captar y percibir mucho más allá de la mera circunstancia de que la muerte se acerca.

 

Las fuentes de las que han bebido los textos han sido algunos de los actores que protagonizan cada uno de los capítulos, que han rescatado de su memoria recuerdos y vivencias para aportar suficientes elementos con los que reconstruir episodios que sucedieron hace pocos o en algunos casos no pocos años. También, palabras que en su momento fueron puestas por escrito por pacientes, familiares o los propios profesionales han ayudado en esa tarea de reconstrucción. Y la imaginación del autor ha servido para rellenar los huecos que el paso del tiempo ha dejado necesariamente en el archivo de recuerdos de cada uno, y para añadir la argamasa adecuada para darle a cada capítulo consistencia y coherencia. Pero lo esencial de cada uno de los relatos sucedió y se vivió tal como se explica.

 

Creo firmemente que hablar de aquello que tememos, compartir las experiencias de otros y sumergirnos en historias reales sobre el tema (y no imaginarias), con todo lo que tienen de tristeza, de emoción, de amor, pero sobre todo de humanidad, porque por encima de todo son historias humanas, puede ayudar a tener una visión menos angustiosa de cosas que ya hemos vivido o de otras que están por venir.

 

Y también es por ello que, paralelamente a narrar de forma un tanto libre esas historias que de verdad ocurrieron, he tratado de explicar cómo trabajamos en cuidados paliativos, porque comprender lo que hacemos y cómo lo hacemos puede ayudar a perdernos el miedo y a superar los prejuicios ante nuestra tarea, no siempre bien entendida.

 

Quiero expresar mi agradecimiento a todas esas personas concretas, con nombres y apellidos (que han sido debidamente cambiados en la redacción para preservar la confidencialidad) que han hecho posible Destellos. Mi más sincero agradecimiento a todos aquellos junto a quienes he trabajado o sigo trabajando en la actualidad, que han contribuido generosamente al emotivo ejercicio de rememoración de episodios, que en algunos casos se remontaban a bastante tiempo, y que han rebuscado entre sus recuerdos y emociones para poder compartirlos conmigo y con los futuros lectores. Mi agradecimiento a los familiares que de igual modo han accedido a colaborar en el proyecto, o que dejaron textos escritos para mantener vivo el recuerdo de lo que había sucedido y de lo que habían sentido. Y por encima de todo, mi agradecimiento a los verdaderos protagonistas, las personas que ya no se encuentran entre nosotros, y que ahora espero que desde donde estén contemplen con benevolencia este modesto homenaje a quienes fueron en vida.

 

Por último, quisiera dejar constancia de que todos los derechos del libro están cedidos a la Fundación Paliaclinic, entidad con fines no lucrativos que tengo el honor de presidir y que se dedica a dar soporte en el tramo final de sus vidas a los colectivos más vulnerables y desfavorecidos, con el objetivo de que el proceso tenga la máxima dignidad, y que las personas atendidas puedan vivir su final en el lugar escogido y con el acompañamiento deseado.

 

Al final del camino, no todo es oscuridad, ni dolor. Hay personas que brillan, y producen destellos de luz, que no sólo iluminan su propio camino y el de quienes les acompañan, sino que pueden ayudar a iluminar el de otros que conozcan su historia.

 

 

Joan Carles Trallero

Destellos de luz en el camino

Historias de acompañamiento al final de la vida

Así es como te recuerdo

 

 

 

Era el primer día de sus deseadas y esperadas vacaciones. Joana salió al jardín con una taza de café en la mano, aspiró el aire de la montaña, contempló el paisaje que se le ofrecía desde la privilegiada posición de su casa, y decidió regalarse una mañana de paz e inactividad, aprovechando que el resto de la familia, incluidos sus bulliciosos niños, habían salido y no volvían hasta la hora de comer.

Vacaciones. No sabía si las necesitaba más su cuerpo, cansado de la dictadura del reloj y de las obligaciones, o su mente, un tanto agotada y consumida, después de un importante desgaste emocional. Es lo que tiene ser médica y dedicarse a los cuidados paliativos. La continua cercanía de la muerte. La continua convivencia con la pena y aflicción de los que se quedan, y con la angustia o la amargura o la plenitud de los que se van. Un trabajo que ella no cambiaría por nada, pero que requería pausas para reponerse.

Se sentó a la sombra porque el sol ya en las primeras horas invitaba a rehuirlo. Trató de dejar su mente en blanco. Un difícil ejercicio para un primer día. Le venían a la cabeza los pacientes más recientes, sus familiares, escenas de emoción, escenas de tristeza, escenas humanas. También algunas poco agradables, no siempre las cosas salen como uno desearía. Si quería no pensar, debería buscar un entretenimiento.

Recordó que tenía una caja llena de papeles pendientes de ser ordenados y clasificados. Esa caja en la que hacemos desaparecer momentáneamente aquello a lo que no deseamos ni podemos prestar más atención, pero frente a la que algún día nos tendremos que sentar si no queremos que crezca en volumen año tras año. Podía ser un buen momento.

Salió de nuevo al jardín con la caja, menos llena de lo que suponía. Y fue hojeando, leyendo superficialmente, rompiendo algunos papeles, ordenando en pequeños montones otros. Había una considerable variedad, que convertía la tarea en distraída pese a su poco interés a priori.

De repente tomó en sus manos unas hojas escritas. Estaban fechadas hacía casi diez años. ¿Cómo habían permanecido allí? Al empezar a leer, en su memoria se fueron desperezando toda una serie de recuerdos que pertenecían a uno de los pacientes con los que más había congeniado y a quien había admirado profundamente. Y leyendo despacio y paladeando aquellas líneas que en parte pertenecían a ella misma y en parte a Salvador, que era quien las había inspirado en su momento, o prácticamente las había dictado, Joana se sintió transportada hacia aquel episodio entrañable.

Cuánto había aprendido de él, de su sabiduría. Cuánto le había enseñado. Superados los 90 años, estaba orgulloso de la vida que había tenido, y que enfilaba la última recta, a la que había llegado sin apenas darse cuenta. Una vida plena, llena de acontecimientos, de experiencias, de viajes, de múltiples personas que se habían cruzado con él y que había conocido. Pero por encima de todas, su querida Marta, su esposa. Qué relación más bella tenían.

Ambos estaban enfermos. Ella había empezado antes, mucho antes, cuando esa plaga despiadada llamada alzheimer se instaló en su persona y la fue deshaciendo poco a poco, en un camino de retorno a la simplicidad y a la perdida infancia, y en una progresiva desconexión del mundo real, o al menos del que pensamos que es real, para quedar refugiada en el suyo. Él enfermó mucho más tarde.

Vivían en una residencia. Ella, porque hacía tiempo que su situación requería de unas atenciones y cuidados que Salvador ya no le podía dar. Él, porque no había resistido la ausencia de Marta, y quiso seguir junto a ella aunque en aquel momento el lugar no resultara para él el más adecuado ni el más acorde a sus capacidades aún indemnes.

Cuando la progresiva sensación de ahogo acabó por llevarlo al hospital, Salvador empezó a tomar conciencia de que aquello iba en serio, y de que podía ser el principio del fin. No le gustaban los hospitales, pero no tanto por el hospital en sí (con todo el amenazante imaginario al que se asocia), sino porque eso suponía estar lejos de su amada Marta, como le confesaría más tarde a Joana. Salió del hospital levemente repuesto, pero con un diagnóstico y un pronóstico que dejaban poco margen de maniobra al optimismo. Y entonces Joana y su equipo empezaron a visitarlo en la residencia y se incorporaron a su vida.

Le venía a la memoria aquella sonrisa de hombre sabio, de hombre que se siente tranquilo porque ha vivido la vida, no la ha dejado escapar ni la ha malgastado. No, la vida no debía dejarse pasar de largo mientras uno se afanaba por lo accesorio, era un regalo efímero que había que aprovechar.

Pero la sabiduría no nos protege del sufrimiento, ni de la melancolía. Cuántas conversaciones había compartido con Salvador, en las que él la dejaba asomarse a su intimidad y contemplar sus miedos, sus alegrías, su desánimo, su tristeza ante la evidencia de que en cuestión de poco tiempo Marta se quedaría sola.

Él sabía, intuía, pero necesitaba escuchar las respuestas de labios de su doctora. Un día preguntó si lo que tenía podía curarse. Suena un tanto absurdo lanzar esa pregunta cuando uno tiene la certeza de que la respuesta sólo puede ser negativa, pero sucede que poner lo que nos inquieta en palabras tranquiliza y, si la respuesta se da desde la empatía y la compasión, aún tranquiliza más.

Y si era así, ¿qué iba a ser de Marta? No le preocupaba su futuro, le preocupaba el de su mujer.

Sus ojos desprendían paz. Aunque en muchas ocasiones estuvieran rebosantes de emoción y húmedos de lágrimas pidiendo paso o deslizándose ya por sus mejillas. Quien desprende paz, otorga paz a quienes le rodean. Tal vez por eso a Marta, felizmente ignorante en su particular y resguardado mundo, se la veía igualmente en paz.

Hablaba con Joana de la muerte. No le tenía miedo, ni a la muerte ni a hablar de ella. Era consciente desde hacía tiempo de que con esa edad no podía tardar en llegar, la esperaba. Había pensado mucho sobre ella, a diferencia de buena parte de los seres humanos, que hablan de ella como algo ajeno pero no la piensan seriamente, porque no lo resisten, porque la temen, y temen también pensarla, o incluso nombrarla. Pero Salvador explicaba con una mezcla de curiosidad y satisfacción que a él le iba bien hablar de la muerte, de la suya, porque hacerlo le tranquilizaba y compartirlo con Joana en palabras, en tiempo real, le quitaba misterio, y eso le ayudaba. Lo tangible se teme menos que lo que se imagina. Poner en palabras aquello que se teme y desconoce a un tiempo puede tener un efecto balsámico insospechado. Y Salvador utilizaba ese recurso una y otra vez, y tenía en Joana el recipiente ideal para acoger sus reflexiones.

¿De dónde sacaba aquella paz, aquella sabiduría, aquella serenidad? Joana pensó que del amor. Era otra de sus enseñanzas, extraídas de la intimidad de sus elevados diálogos. El tiempo dedicado a amar a los demás, y a dejarnos querer, ése era el tiempo verdadero y valioso, que quedaba guardado y atesorado en alguna parte, para siempre. Ése era el tiempo que merecía ser vivido, y era nuestro verdadero legado que permanecía eternamente. El resto era vano, y se difuminaba y diluía para siempre en la nada.

La vida era un regalo, y él se alegraba de haber dispuesto de ese regalo para vivirlo. Morir era el tributo a pagar por haber podido disfrutar de la vida. Todo era un regalo, desde el mismo momento de nacer, con el primer llanto y el primer aliento, y a continuación todas las posibilidades que las circunstancias le irían ofreciendo a cada uno en la vida, tomando o escogiendo unas, rechazando otras, acertando o equivocándose, pero viviendo, tanto lo alegre como lo triste, viviendo.

Su congoja era por el futuro de Marta. También hablaron de ello. Sí, era cierto, la propia enfermedad la protegería de la nostalgia, de la añoranza y la tristeza. Ella no estaba anticipando sentimientos como sí estaba haciendo él. No podía. No comprendía. Ella seguía y seguiría feliz en su mundo, del que Salvador no se marcharía. Y pensar que, contemplado desde ese punto de vista, el alzheimer iba a ser su mejor aliado, no dejaba de ser para Salvador un paradójico consuelo.

En otra ocasión le preguntó directamente a Joana cuánto tiempo le quedaba. Y ante la respuesta poco concreta, ironizaba sobre las respuestas que los médicos dan siempre a esa pregunta y sobre los argumentos que Joana le daba para no ser todo lo precisa que él le pedía. No está bien contestar con evasivas y generando falsas expectativas, que suenan huecas y te hacen sentir bobo. Pero tampoco se puede contestar con una cifra como quien hace presuntuoso una apuesta o un vaticinio. Nadie sabe exactamente lo que va a ocurrir, aunque sí se pueden describir unas coordenadas genéricas, que es lo que hizo Joana. Pero Salvador le sacaba punta a todo, y reflexionar en alto sobre temas serios, como la fecha prevista de su propia muerte, le ayudaba a cimentar aún más su serenidad.

Efectivamente, aceptó que eso no estaba en sus manos, pero sí lo estaba disfrutar de cada día, semana o mes que la vida aún le concediera. Sí, eso ya lo sabía, era lo que había hecho o había intentado hacer siempre, vivir. Y todo ese tiempo restante quería vivirlo al lado de Marta, aprovechando cada minuto de su presencia.

Joana seguía leyendo, y recordando. Ya estaba acabando. Evocaba la venerable imagen de Salvador. Evocaba toda aquella sabiduría y el proceso que ella había hecho durante los meses en los que tuvo el privilegio de acompañarle. Y sintió agradecimiento, porque él había sido muy generoso con ella, abriéndose en su intimidad, pese a que ella acumulaba entonces poca experiencia en el cuidado de este perfil de enfermos.

Con los ojos brillantes de emoción, Joana visualizó otra imagen, que resumía toda una forma de vivir. Una imagen de ternura y felicidad aunque de cierta tristeza. Una imagen que transmitía calma y serenidad. Recordó, y vio, a Marta saliendo de la habitación, empujando cuidadosamente la silla de ruedas, en la que iba sentado y ya muy frágil Salvador. Él la iba dirigiendo con palabras suaves, y ella seguía obedientemente sus indicaciones, guiando la silla hacia el comedor. Él, sin apenas poder respirar. Ella, sin apenas poder recordar. Él, con aquella mirada sabia. Ella, sonriente y feliz a su modo. Ambos formando un auténtico equipo, un buen equipo. Así es como los recordaría siempre.

La despedida

 

 

 

En cuidados paliativos, la primera vez que entras en la habitación, o en el domicilio, de un nuevo paciente, seas médico, enfermera, psicólogo o voluntario, vas a entrar en la vida de una persona y de su familia y, si te lo permiten, te vas a quedar hasta el final. En esa relación asistencial y de ayuda que está a punto de empezar, puedes llegar a tener un papel crucial para el enfermo y para quienes le quieren, y vas a compartir con ellos un proceso vital y trascendente. Cuando todo acabe, es probable que seas recordado, a menudo con agradecimiento y cariño, otras veces con neutralidad, y también a veces con rabia y enojo. Eso depende de muchos factores.

Entramos en vidas ajenas en un momento de máxima fragilidad y vulnerabilidad, y por eso debemos movernos siempre con máxima cautela y respeto, conscientes de que todo aquello que hagamos o digamos puede tener consecuencias físicas y emocionales, inmediatas y retardadas, en el enfermo y en sus acompañantes. Por eso nos formamos, para eso nos preparamos.

Pero también sucede que, en ese mismo momento, una persona extraña, cogida de la mano de quienes más le estiman y le cuidan, entra en la vida del profesional. Si le deja. Pero le va a dejar, porque por eso se dedica a cuidados paliativos, para sentir de cerca la relación personal con quienes sufren, con el riesgo que eso comporta.

También para eso nos preparamos. Y es por ello que, en la mayoría de situaciones, convivimos bien con la multitud de personas sufrientes a las que atendemos e intentamos aliviar. Sentimos el calor del fuego cercano, pero no nos quemamos. En algunos casos, habrá procesos que por diversas circunstancias (relacionadas con la intensidad, la duración, el tipo de enfermedad o la personalidad del enfermo o de quien le cuida) dejarán en los profesionales una huella marcada, que guardarán en su memoria durante un tiempo, y que tal vez necesite labores de reparación.

Y de vez en cuando, sucede que entra en nuestra vida un caso que va a causar impacto, que nos va a sacudir, y que va a marcar un antes y un después. Esta vez no podremos evitar quemarnos. Con suerte, sólo las puntas de los dedos, pero sentiremos el dolor, y tendremos luego que curarnos o, mucho mejor, dejar que nos curen, aunque no estemos acostumbrados a ello.

 

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Era sábado. A Gerard le correspondía el turno de pase de visita en el hospital aquel sábado. Durante las últimas semanas estaba asignado al equipo domiciliario, pero los días festivos se repartían los turnos hospitalarios entre todos los médicos del equipo.

No podía decir que le entusiasmara trabajar en día de fiesta, pero los sábados tenían sus ventajas. Se podía trabajar con mayor tranquilidad, con menos presión. A Gerard le gustaba tomarse su tiempo, estudiar bien cada caso y dedicar todos los minutos necesarios a la escucha activa, al acompañamiento, al consuelo, y a tomar las decisiones tras la suficiente reflexión.

Tras ponerse la bata, llenar sus bolsillos del instrumental y material habitual y colocarse la identificación, se sentó ante la pantalla del ordenador para leer las novedades y revisar las últimas anotaciones en las historias de sus pacientes. Todo le era familiar, su compañera de equipo, Ángela, le había explicado con detalle quién era quién y la situación en que estaba cada uno. Todo no, había una nueva paciente asignada a su nombre. Entró en su historial y tuvo que respirar hondo. Aquel sábado sería diferente. No iba a ser fácil.

Carla había ingresado la tarde anterior. Un rápido vistazo al curso clínico permitió a Gerard percibir la gravedad, dada la extensión de la enfermedad y los resultados de los análisis practicados. Tras comprobar que pese a ello la situación no era crítica y que la visita podía esperar, decidió dejarla para el final y así dedicarle toda la atención a aquella paciente, sin prisa de ninguna clase. Carla tenía 36 años.