Primera edición: junio 2012

Título Original: Voyage en Russie

© de esta edición:

Laertes S.A. de Ediciones, 2012

C./Virtut 8, baixos - o8o12 Barcelona

www.laertes.es

Ilustración de la cubierta:

The Return Journey - Abram Efimovich Arkhipov

Composición:

JSM

ISBN: 978-84-7584-876-1

Depósito legal: B-14217-2012

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El Kremlin

Uno se imagina el Kremlin ennegrecido por el tiempo, ahumado por ese tono oscuro que en Francia reviste los monumentos antiguos y contribuye a su belleza haciéndola venerable. Esta idea nos lleva hasta el extremo de darle una pátina a las partes nuevas de los edificios con hollín mezclado con agua a fin de quitarles la severa blancura de la piedra y armonicen con las construcciones más antiguas. Se tiene que haber llegado al extremo de la civilización para compartir tal sentimiento y apreciar como algo valioso las marcas que los siglos han dejado a su paso sobre la epidermis de templos, palacios y fortalezas. Al igual que a los pueblos todavía primitivos, a los rusos les gusta lo que es nuevo o, al menos, lo parece, y creen demostrar su respeto hacia un monumento renovando su vestido en cuanto aparecen flecos o está raído. Son los mayores embadurnadores de mundo. No hay fresco de estilo bizantino como los que adornan las iglesias por dentro y a menudo por fuera que no esté repintado si les parece que ha perdido color; de manera que estas pinturas, tan solemnemente antiguas en apariencia y de una barbarie tan primitiva, a veces acaban de ser pintadas. No es raro el espectáculo de uno de esos embadurnadores, encaramado a un frágil andamio, retocando con el aplomo de un monje del monte Athos cualquier madre de Dios y coloreando con pintura fresca el austero perfil que, a su vez, no es más que una repetición inmutable. Por lo tanto conviene usar de extremada prudencia en la apreciación de estas pinturas que han sido antiguas, si cabe expresarse así, pero que ya no les queda más que lo moderno a pesar de su rigidez y de su hosco hieratismo.

Este pequeño preámbulo no tiene más objeto que el de preparar al lector ante el aspecto blanco y colorido, en lugar del aspecto sombrío, melancólico y grave que sus ideas occidentales le hacían soñar.

Antaño, el Kremlin, considerado en todas las épocas como la acrópolis, el santo lugar, el palladium y el corazón mismo de Rusia, estaba rodeado por una empalizada de gruesos tablones de encina —la ciudadela de Atenas no contaba con otro tipo de defensa frente a la primera invasión de los persas—. Dmitri-Donskói hizo sustituir dicha empalizada por murallas almenadas, que el zar Iván III reconstruyó debido a su estado de vetustez y ruina. Es esta muralla la que sigue existiendo hoy, pero a menudo restaurada y rehecha en no pocos sitios. Por lo demás, espesas capas de argamasa impiden actualmente descubrir las heridas que el tiempo haya podido causar así como los negros vestigios del gran incendio de 1812, el cual, por otra parte, solo lamió con sus lenguas de fuego el exterior del recinto. El Kremlin guarda cierto parentesco con la Alhambra. Lo mismo que la fortaleza mora, ocupa la meseta de una colina a la que rodea con su muralla flanqueada de torres: contiene residencias reales, iglesias, plazas, y, en medio de los edificios antiguos, un palacio moderno empotrado tan lamentablemente como el palacio de Carlos V entre la delicada arquitectura árabe, a la que aplasta con su masa. La torre de Ivan Veliki, Iván el Grande, tiene algún parecido con la torre de la Vela; y desde el Kremlin, como desde la Alhambra, se disfruta de una vista admirable, de un panorama del que la mirada guarda, asombrada, un perenne deslumbramiento. Pero no vayamos más lejos en esta comparación no sea que la exageremos forzándola demasiado.

Cosa curiosa, visto desde fuera, el Kremlin tiene algo de más oriental que la propia Alhambra con sus macizas torres rojizas que nada traicionan las magnificiencias últimas. Por encima de su muralla de recortadas almenas, entre las torres de labrados techos, parecen subir y bajar burbujas de oro resplandeciente, miríadas de cúpulas, de pináculos bulbosos de reflejos metálicos con bruscos destellos de luz. La muralla, blanca como un cestilllo de plata, ciñe ese ramillete de flores doradas y se tiene la sensación de estar, realmente, ante una de esas ciudades mágicas que la imaginación de los narradores árabes construyeron con prodigalidad, ante una cristalización arquitectónica de Las mil y una noches. Y cuando el invierno espolvorea con su mica diamantina estos edificios extraños como un sueño, uno se creería de verdad transportado a otro planeta, pues nada parecido ha despertado nunca tal admiración a nuestros ojos.

Entramos en el Kremlin por la puerta Spaskói, que da a la Krásnaia, la Plaza Roja. Pocas cosas tan románticas como esto. El acceso está horadado en una enorme torre cuadrada a la que le precede una especie de pórtico o arimez. La torre consta de tres plantas escalonadas y termina en una aguja que se apoya sobre arquerías abiertas. El águila bicéfala, que sostiene entre sus garras la esfera del mundo, corona el vértice de la aguja, octogonal como la planta que cubre y con aristas y paredes doradas. En cada uno de los lados del segundo piso hay, incrustado, un enorme reloj, de manera que la torre indica la hora a todos los puntos del horizonte.

Añádase a esto el efecto pictórico que produce la reverberación de algunas placas de nieve depositada en los salientes de la construcción y se tendrá una ligera idea del aspecto que presenta esta torre maestra cuya triple esbeltez se yergue por encima de la muralla dentada interrumpiendo su continuidad.

La puerta Spaskói es objeto en Rusia de tal veneración a causa de alguna imagen o de alguna leyenda milagrosa, que no hemos podido averiguar con precisión, que nadie se atrevería a pasar cubierta la cabeza, aunque fuese el autócrata en persona. Una irreverencia al respecto sería considerada sacrilegio y podría resultar peligrosa. Por esta razón se advierte a los extranjeros de la costumbre. No se trata solo de inclinarse ante las imágenes santas que se encuentran a la entrada del pórtico y delante de las cuales arden perpetuamente lámparas, sino de permanecer sin cubrirse hasta haber salido de la bóveda. Por supuesto, no es nada agradable llevar en la mano el gorro de piel a veinticinco grados bajo cero mientras se recorre un largo pasillo por el que se cuela un viento glacial. Pero en todas partes conviene adaptarse a las costumbres de cada país: quitarse el gorro al traspasar la puerta Spaskói y los zapatos en el umbral de la Solimanía o de Santa Sofía. El auténtico viajero no hará nunca la menor objeción, aunque le cueste una gripe tremenda.

Al salir de la puerta se desemboca en la explanada del Kremlin, en medio del más espléndido amontonamiento de palacios, iglesias, monasterios que pueda soñar la imaginación. Nada aquí guarda relación con algún estilo conocido. No es ni griego, ni bizantino, ni gótico, ni árabe, ni chino; es simplemente ruso, moscovita. Jamás la más libre de las arquitecturas, la más original, la menos preocupada por las normas, la más romántica, en suma, llevó a cabo sus caprichos con tal fantasía. A veces su trazado recuerda el azar de las cristalizaciones. No obstante, las cúpulas, los dorados campanarios en forma de bulbo son la característica de este estilo que no parece obedecer a ninguna ley y lo hace discernible a primera vista.

Más abajo de esta explanada que agrupa los principales edificios del Kremlin y que forma la meseta de la colina, serpentea, siguiendo las anfractuosidades del terreno, la doble muralla fortificada de su camino de ronda flanqueada por una infinita variedad de torres, redondas unas, cuadradas otras, esbeltas como minaretes las de más allá, o macizas como bastiones, con un rosario de aspilleras, pisos escalonados, chaflanes, galerías abiertas, lucernarias, agujas, escamaduras, aristones; todas las formas imaginables de rematar una torre. Las almenas que recortan profundamente la muralla, coronadas por un perfil de muescas que recuerdan las de una flecha, son tupidas o tienen troneras en orden alterno. Desde un punto de vista estratégico ignoramos su valor como defensa, pero desde el poético la muralla satisface plenamente la imaginación y despierta la imagen de una fortaleza formidable. Entre la muralla y la explanada, que rodea una balaustrada, se extienden unos jardines en este momento espolvoreados de nieve, y se alza una pequeña y pintoresca iglesia con campanarios en forma de bulbo. Mas allá, a pérdida de vista, se despliega el panorama prodigioso e inmenso de Moscú, al que la crestería dentada de la fortaleza sirve de admirable primer plano con un fondo de horizonte que el arte, si se lo propusiese, sería incapaz de combinar.

El Moscova, de una anchura aproximada a la del Sena, y sinuoso como él, envuelve en un recodo este lado del Kremlin, y desde lo alto de la explanada se lo podía ver completamente helado y como si fuera un cristal, opaco, pues se había barrido la nieve en el sitio que mirábamos con objeto de hacer una pista para los caballos trotones entrenados para una carrera de trineos sin duda próxima.

El revestimiento del muelle, que bordean palacetes y soberbias casas de moderna arquitectura forma como un zócalo de líneas conformes con el vasto océano de las casas y los tejados que se extienden detrás hasta el infinito, y resulta realzado por la perspectiva y la altura desde este punto de observación.

Una helada preciosa —palabras que harían tiritar de horror a Méry, pues este poeta friolero sostiene que toda helada es fea— al haber alejado del cielo el gran nubarrón uniforme de un gris amarillento que la víspera había corrido como un telón en el horizonte ensombrecido, dejaba ver un vivo azul celeste que teñía el lienzo circular del panorama, y el recrudecimiento del frío, al cristalizar la nieve, intensificaba la blancura de esta. Un pálido rayo de sol, tal como puede lucir en Moscú en el mes de enero durante esos cortos días de invierno que nos recuerdan la proximidad del Polo, resbalaba oblicuamente sobre la ciudad abierta en abanico alrededor del Kremlin, rasando los tejados cubiertos de nieve y haciendo aquí y allá brillar las níveas micas. Por encima de aquellos tejados blancos semejantes a los copos de espuma de una tempestad paralizada, resaltaban como escollos o navíos las moles más altas de los monumentos públicos, los templos y los monasterios. Dícese que Moscú alberga más de trescientos conventos e iglesias; quizás esta cifra sea exacta o puramente hiperbólica, pero parece verosímil cuando se contempla la ciudad desde lo alto del Kremlin, que encierra, él mismo, un gran número de catedrales, capillas y edificios religiosos.

Imposible imaginar algo de más bello, más rico, más espléndido, más de cuento de hadas que esas cúpulas que rematan cruces griegas, que esos campanarios en forma de bulbo, que esas agujas de seis u ocho muros ribeteados de nervaduras, huecos, redondeándose, ensanchándose, afilándose sobre el tumulto inmóvil de las techumbres nevadas. Las cúpulas doradas adoptan reflejos de una transparencia maravillosa y la luz, incidiendo en el punto más saliente, se concentra en él como una estrella que brilla cual una lámpara. Los domos de plata o de cobre parecen poner un tocado a las iglesias de la luna; más allá son cascos de azul tachonado de oro, luquetes hechos de láminas de cobre batido al martillo, que se imbrican como las escamas de un dragón, y, más allá todavía, bulbos invertidos de cebolla pintados en verde y glaseados con reverberantes placas de nieve; luego, a medida que retroceden los planos, van desapareciendo los detalles, incluso con los gemelos prismáticos, y no se puede distinguir más que un deslumbrante revoltijo de bóvedas, agujas, torres, campaniles de todas las formas imaginables, que dibujan sus siluetas con un trazo oscuro sobre la tonalidad azulada de la lejanía y recortándose aquí y allá con reverberaciones de oro, plara, cobre, zafiro y esmeralda. Para acabar el cuadro imagínese, sobre los tonos fríos y azulados de la nieve, algunas ráfagas de una luz tenuemente púrpura, rosas pálidas del sol poniente polar esparcidas por la alfombra de armiño del invierno ruso.

Permanecimos allí, sin sentir el frío, en absoluta y muda contemplación y como en una especie de estupor admirativo.

No hay otra ciudad que cause tal impresión de novedad absoluta, ni siquiera Venecia, a la que Canaletto, Guardi, Bonington, Joyant, Wyld, Ziem y las fotografías nos ha puesto perfectamente al tanto de su esplendor. Hasta este momento, Moscú no ha sido muy visitado por los artistas, y sus sorprendentes particularidades no han sido reproducidas.

El riguroso clima septentrional se suma a la singularidad de su aspecto decorativo a causa de los efectos pintorescos de la nieve, las raras coloraciones del cielo, la calidad de la luz, que no es igual a la nuestra y hace que la paleta de los pintores rusos tenga algo de especial y haga difícil entender, fuera del país, lo justificado de la misma.

En la explanada del Kremlin y con el panorama que se extiende ante sus ojos, uno se siente verdaderamente en un lugar distinto, y este francés, el más enamorado de París, no echa de menos el arroyo de la calle Bac.