Ángela Sierra González y Francisco José Martínez (eds.)

LA FILOSOFIA ANTE EL OCASO
DE LA DEMOCRACIA REPRESENTATIVA
Pluralismo, consenso, autoritarismo

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Serie Logoi


Directora de la serie: Ángela Sierra González


Primera edición: noviembre 2013


© Ángela Sierra González, Francisco José Martínez, Manuel Artime, Gabriel Bello Reguera, Guiseppe Bentivegna, Ascención Cambrón, Domingo Fernández Agis, Dora Elvira García G., Antonio García Santesmases, Carmen González Marín, David Hernández Castro, Gerardo López Sastre, Eugenio Moya, Vicente Sanfélix Vidarte, Luís G. Soto


© de esta edición: Laertes S.A. de Ediciones, 2013

C./ Virtut 8, baixos - 08012 Barcelona

www.laertes.es


ISBN: 978-84-7584-952-2


Fotocomposición y diseño cubierta: JSM

Fotografía de la cubierta: Álvaro Minguito


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Introducción

Ángela Sierra González

Este libro colectivo es el resultado de un esfuerzo de reflexión filosófica sobre alguno de los aspectos y fisuras más conflictivos de la democracia representativa. Cada uno de éstos ha sido tratado desde ángulos muy diversos y posiciones teóricas marcadas por una circunstancia consistente en que la sociedad contemporánea está integrada por realidades independientes y, a veces, irreductibles entre sí. El pluralismo de los enfoques desplegados en los textos es expresivo del reconocimiento de la democracia como un sistema dialógico en el cual tenga cabida la diversidad social e ideológica. En estos trabajos se analizan críticamente algunos aspectos particulares de la realidad histórica presente que comprometen su legitimidad como sistema. En algunos casos se examinan las condiciones de origen de la democracia, de sus instituciones, de su eficacia pero, también, de su decadencia como sucede con el planteamiento del ocaso actual de la democracia moderna. Y, de su futuro en un mundo en transformación que, para algunos, se orienta hacia una utopía cibernética en la que las redes cambian el significado y sentido de la acción social. Es éste el momento propicio para examinarlo, habida cuenta, que el ciberespacio abre posibilidades de acción infinitas para la ciudadanía.

No se han evitado las controversias en los textos que integran el volumen, pero el abordaje de éstas se ha llevado a cabo sin renunciar a la consciencia del contexto, cuya influencia se manifiesta en la multiplicidad de las relaciones sociales entre los individuos, de éstos consigo mismos y de las relaciones de los sujetos colectivos regidas hoy por los procesos de mundialización, la angustia identitaria devenida de éstos y, simultáneamente, al auge de los particularismos. Se trata de problemas básicamente históricos, como sucede con el desgarro existencial y cultural provocado por las complejas relaciones de democracia, autoritarismo y memoria, pasando por las relaciones entre populismo y democracia e, incluyendo, la democracia en el final de la historia. Son todos temas candentes que considero los más significativos e influyentes «al menos» para una aproximación que no pretende ser exhaustiva.

El tratamiento teórico de estas cuestiones da cuenta de la fragilidad del sujeto político a la hora de legitimar sus acciones y de los conflictos que de éstas se derivan, así como de sus intereses y perversiones. Se ha pretendido recuperar el verdadero sentido de estos problemas, si bien reconociendo su complejidad, e incorporándolo al discurso filosófico del que con frecuencia ha estado desterrado. Es evidente que las cuestiones de orden cultural, estratégico, socioeconómico y geopolítico ocupan un lugar central en todo proceso de cambio y transformación histórica, pero cada uno de estos aspectos en sí mismo es portador de antagonismos, particularmente con el triunfo de la globalización neoliberal. Y éstos han sido objeto de reflexión en los trabajos compilados.

Por otro lado, no puede sorprender la complejidad del marco de reflexión. Al fin y al cabo, la política se define como un conjunto de relaciones de conflicto y de cooperación. En gran medida, es ésta una actividad racional dirigida a la consecución de objetivos útiles para el conjunto de la sociedad. Pues, la acción política está íntimamente arraigada en culturas específicas y en intereses diversos. A fin de comprobar si esta afirmación es cierta no hace falta ir muy atrás a rebuscar pruebas en la historia, y posiblemente, no haga falta siquiera abandonar el presente. Basta con examinar las «rupturas» actuales de los procedimientos democráticos, cuando éstos no son «útiles» al logro de intereses determinados. Así, se engendra la aparición de una razón política autoritaria en la que no se armoniza la libertad y la seguridad, la igualdad y la diferencia. La voluntad de que las instituciones democráticas no interfieran con la consecución de fines particulares gana posiciones entre ciertos grupos sociales cuyas relaciones de influencia con el poder son, como mínimo, discutibles y van en detrimento de la sociedad en su conjunto.

La inspiración principal de este volumen es la inquietud y el desasosiego existente en la conciencia de la ciudadanía en relación a ciertos dilemas del devenir político y social contemporáneo. Ante estas circunstancias se ha tratado aquí de interpelar a la filosofía sobre las turbulencias del presente, de recrear y re-discutir algunos aspectos significativos de las incertidumbres y ambigüedades de la actualidad, así como, motivar el re-planteamiento de estos aspectos entre los medios académicos y el espacio público. En un momento histórico como el presente en que las propuestas emancipadoras, asumidas por amplias mayorías sociales, aparecen como la ruptura del orden y de la subordinación a una situación dada —a veces con trágicos resultados—, explorar las conexiones existentes entre la democracia y la filosofía con el fin de establecer los límites de las posibilidades de un disenso cognoscitivo y político en el seno de las democracias representativa no es una tarea menor y ese es el eje vertebrador de este volumen.

La urgencia de esta reflexión sobreviene, básicamente, en un momento de naufragio de la vida política en el oportunismo y la corrupción, pero, también, de «revalorización» de los modos más habituales de practicar la disciplina por parte del poder para asegurar el «orden» social convertido en un fin en sí mismo. Hay que pensar en la relación históricamente efectiva entre teoría y práctica políticas en un contexto puramente contractual como expresión de la voluntad de la sociedad y no como fin. En estos trabajos no se pretende señalar cuáles deben ser las posibilidades de decisión y acción —ésta es una tarea colectiva— pero sí re-pensar las disociaciones entre democracia y equidad social, entre orden y libertad, entre Estado de derecho y autoritarismo, en sus diferentes formulaciones y enfoques.

En otro orden de cuestiones, es preciso añadir que la decisión de publicar esta compilación de textos se inspira al menos en dos motivaciones. En primer lugar, la voluntad de intervenir en debates que se han abierto, desde hace décadas, y que continúan hoy provocando argumentaciones polémicas. En segundo lugar, me ha parecido que las limitaciones que, de alguna manera, se presentan desde el saber filosófico convencional exigían concentrar nuestros esfuerzos no tanto en dar respuestas —y guías de acción—, sino en plantear consideraciones críticas y formular preguntas nuevas. El predominio de los interrogantes provoca desconfianza en ciertos sectores académicos, en la medida en que algunos de éstos están convencidos de que siempre deben conocer todas las respuestas o podrían perder la autoridad. Como consecuencia, se eliminan las preguntas «amenazadoras». No es el caso de los autores cuyos textos configuran este libro colectivo.

En los trabajos reunidos en este volumen se acepta la incertidumbre de la respuesta posible. Son preguntas que ponen el foco en el problema, en lo que no funciona, en lo que nos falta, en lo que tememos, en lo que no tenemos. Ponen en crisis el presente, porque cuestionan las certezas con las cuales nos movemos —o nos quedamos detenidos—, pero, asimismo, nos ubican en el aquí y ahora, que es donde podemos actuar. Los trabajos no encierran de antemano la respuesta, sino que nos lanzan a una suerte de incertidumbre expectante, pues nos ponen ante numerosas puertas abiertas, con lo que nos situamos en posición de elegir y de decidir.

Así, pues, es preciso señalar que la voluntad que inspira estos trabajos, gira en torno de una actitud comprometida sobre experiencias teóricas y metodológicas que comportan ciertos riegos. Hoy es más necesario que nunca correr riesgos teóricos y metodológicos. La selección de los problemas y el tratamiento dado a éstos obedece a los intereses y posicionamiento propio de cada autor, pero cada uno de ellos sigue la estela de los problemas candentes concernientes a la democracia actual, sin abandonar el rigor académico ni conceptual. Se ha intentado ofrecer una perspectiva actualizada de la compleja relación existente entre la estructura social y las instituciones, en particular, las jurídico-políticas. Se pretende con ello presentar una imagen anticipadora de otra realidad.

Nos anima el convencimiento de que vivimos en un mundo desgarrado, dividido y fragmentado y, como dice Atilio Borón en Teoría y filosofía política (2001), «un mundo donde emergen extremos hasta ahora desconocidos de pobreza y opulencia que conviven de manera escandalosa. Y, ciertamente, en donde se desarrolla la degradación integral de un capitalismo replegado sobre sus formas más parasitarias». Estos hechos han convertido en distopía la realidad actual, toda vez que se ha instaurado un orden negador de la igualdad y de la libertad. La contribución de una reflexión filosófica que examine las principales categorías que conforman la arquitectura de la democracia representativa y sus vulneraciones podría ser, hoy, de extraordinaria importancia. Cuestiones tales como aquellas que sirven para examinar la legitimidad de determinados propósitos políticos y, también, para recuperar, como aquí se pretende, la dimensión utópica. ¿Qué clase de contribución se ha hecho? Una que permita estimular la búsqueda de nuevos mundos posibles y re-valorizar la imaginación utópica, para de este modo contrarrestar el fatalismo de la resignación «posibilista» y el «pensamiento único».

Por ello, las contribuciones que suman este volumen, promueven una crítica de aspectos significativos de la realidad política presente y de las formas sociales que la integran y pretende, a su vez, ofrecer parámetros éticos para juzgar las realidades económicas, sociales y políticas de nuestro tiempo. Asumen una perspectiva, en síntesis, que nos recuerda la permanente necesidad de valorar, de preguntarnos acerca de si ésta u otra política o forma social es conducente, o no, hacia la buena sociedad y el buen vivir. De ahí, que en este libro hayamos intentado examinar algunos de los aportes más directamente vinculados con estas preocupaciones como el autoritarismo, el derecho a la protesta, la seguridad y transparencia, la ciudadanía plural, la emergencia de un quinto poder, la represión y la tecnocracia, así como, la existencia de una democracia post-utópica.

¿Por qué es urgente una reflexión plural como ésta? La calidad de una democracia se mide por la capacidad de sus instituciones para representar la voluntad de los ciudadanos y eso, hoy en día, ha sido vulnerado por interpretaciones interesadas de la democracia representativa. Una de las características de las críticas expresadas contra este tipo de democracia, actualmente, consiste en afirmar que el derecho constitucional al sufragio universal, libre, igual, directo y secreto no es, en la práctica, ni igual ni libre. La democracia antigua tuvo una relación problemática con la filosofía, pero, la filosofía es un saber democrático, habida cuenta que apela a la razón de cada uno sin importar su clase, sexo, edad ni otras contingencias individuales. De ahí que sea preciso en un momento de crisis de la democracia representativa —que no de la conciencia democrática— realizar una reflexión filosófica sobre cuestiones tan significativas como las tratadas aquí para el devenir histórico de la democracia.

Por último, además, estos textos sirven para revalorizar la función que desempeña la filosofía en el régimen democrático, así como el futuro de la filosofía como instrumento crítico ante el descrédito sobrevenido de las instituciones y de la puesta en cuestión de la legitimidad misma de la democracia representativa, como Estado de los partidos, en lugar de como Estado de los ciudadanos.

¿Tiene este libro pretensiones? Tal vez sí, contribuir —dentro de sus limitaciones— a generar una «masa crítica» de pensamiento sobre cuestiones fundamentales de nuestras sociedades, que incluyen desde los problemas de la calidad democrática hasta la construcción de una buena sociedad que suponga el fin de toda discriminación y opresión. Pero, son los lectores quienes pueden juzgar si tales propósitos se han cumplido.

Sobre las complejas relaciones de democracia, autoritarismo y memoria. Consideraciones al hilo del relato liberal español

Manuel Artime

No pienso, en efecto, que la voluntad de no ser gobernado en absoluto sea algo que podamos considerar como una aspiración originaria.

Pienso que, de hecho, la voluntad de no ser gobernado es siempre la voluntad de no ser gobernado así, de esta manera, por éstos, a este precio.

Foucault, 2006: 44-45

Introducción

«Como una ola»... es el símil escogido por Samuel Huntington (1994) para ilustrar el modo en que la democracia liberal se ha extendido a lo largo y ancho del mundo en los dos últimos siglos. Este profesor de política comparada afirma que desde los primeros conatos de revolución liberal hasta nuestros días se habrían venido desarrollando en las sociedades libres una serie de procedimientos para la participación abierta en la política. La democracia, entendida aquí metodológicamente —como propusiera Schumpeter (1971)—, habría logrado esta portentosa difusión por el planeta en virtud de la capacidad de sus instituciones para resolver las disputas de poder con ausencia de violencia (por la regla de las mayorías). La adopción por un Estado de los procedimientos democráticos permitiría a sus miembros articular satisfactoriamente cualquier demanda legítima, resultando de ello un alto grado de conciliación entre gobernante y gobernado, y la mitigación de la conflictividad social en sus diferentes expresiones. Estos efectos pacificadores del sistema democrático no se plasman sólo en la armonización interna de las naciones, a la reputación de esta fórmula política debemos sumar el que no se conozcan guerras internacionales entre democracias; esto es, entre aquellos países que han decidido guiarse por el lenguaje de la paz y la libertad por excelencia.

La principal aportación de Huntington a esta teoría procedimentalista es la secuenciación del proceso de expansión democrática en tres oleadas. La primera de ellas (1828-1926), y precursora de las demás, sería la que observamos en países como Reino Unido, Suiza o Estados Unidos. A raíz de las revoluciones burguesas y siguiendo el modelo de la libre competencia mercantil se habrían ido desarrollando en estas naciones unas instituciones de representación e intercambio político igualitario, no coactivo, entre individuos. La democracia vendría pues a sustituir las relaciones de poder premodernas, asentadas en el puro voluntarismo y en la autoridad de la fuerza (detentada por el señor feudal), por instituciones fundadas en el principio de neutralidad e independencia. La «segunda ola» democrática (1943-1962) será la experimentada por los países derrotados en la Segunda Guerra Mundial (Alemania, Italia...), que dejan atrás el fascismo, y aquellos otros países que (como Venezuela, Malasia, Jamaica, Gambia...) consiguen evadirse del yugo de la colonización. Tanto estos últimos, sometidos por el imperialismo, como los primeros, seducidos por el nacionalismo totalitario, podrían hoy congratularse de haber recuperado la senda del progreso. Todas aquellas desviaciones románticas y los delirantes programas políticos de entreguerras serían secuelas de un mismo mal, el historicismo, que con su pretensión de imponer a la sociedad y a la historia un destino arbitrario, acabará por conducirlas al «camino de servidumbre» (Hayek, 2002) y desencadenando terribles episodios para la humanidad. La «tercera ola» (1974-1990) es la que protagonizan los países iberoamericanos, al abandonar sus regímenes autoritarios (España, Guatemala, Argentina...), y las antiguas repúblicas soviéticas (Polonia, Bulgaria, Rumanía...), al librearse del yugo de Moscú. En ambos procesos democratizantes —apunta Huntington— resultará decisiva la expansión comercial-capitalista del último cuarto de siglo, así como el giro de la Iglesia católica en el Concilio Vaticano II; lo que desactiva la clausula del primer procedimentalismo, el de Weber, para quien las instituciones políticas modernas estaban reservadas a la cultura protestante. La democracia sería ya pues concebible como puro procedimiento en expansión universal.

Al hilo de estas tesis de Huntington no faltará quien quiera ver en las revoluciones árabes del 2011 la emergencia de una «cuarta ola» de democratización, que con su extensión a países islámicos estaría confirmando ese carácter formal de la democracia y su desconexión respecto de aspectos culturales e históricos concretos. Las causas de esta eclosión «primaveral» de la democracia en países árabes han pasado ha buscarse entonces en la proliferación de instrumentos informáticos, como las redes sociales de Internet, favorecedoras el intercambio comunicativo entre individuos y de la gestación, casi espontánea, de la conciencia de libertad. La democracia queda así caracterizada universalmente como el entramado institucional que permite el diálogo abierto entre seres autónomos, más allá de su particular inserción espacial y temporal; y la ola democratizadora, como un providencial tsunami, que avanza hoy implacable entre las sociedades humanas, inundándolas de autoconciencia y anegado los avatares de la historia en el fondo abisal de sus aguas pacificadoras.

Nos encontramos pues con que la ortodoxia neoliberal, representada aquí por Huntington y sus acólitos, difunde —con notable éxito por cierto— una interpretación canónica para cualquier proceso de democratización, con independencia de momento y lugar, siguiendo ciertos tópicos acuñados por la historiografía liberal anglosajona del xix —y que nos proponemos analizar en la primera parte de este trabajo—. Para el liberalismo conservador decimonónico la revolución burguesa constituiría ese acontecimiento decisivo que escinde la historia de la humanidad en dos mitades: un presente de libertad y un pasado de servidumbre. Después de esta «gran división» (Huyssen, 2006) quedará predeterminado el horizonte de la modernización política; el futuro legítimamente imaginable para la humanidad pasa por hacer extensivo este nicho de libertad, hacer que lo que hoy disfrutan unos pocos se propague al conjunto de los hombres. Vemos pues como el liberalismo estará reproduciendo una concepción mesiánica de la historia, análoga a aquellos relatos escatológicos, propios de la literatura religiosa, que supuestamente venía a remplazar. Como consecuencia de ello, —sostendremos en la segunda parte— la historiografía liberal habrá ido sacrificando interpretaciones alternativas del pasado, relatos que proporcionen contrastabilidad a la modernización en ciernes, y promoviendo una idea de democracia, que ha ido perdiendo de vista el sentido histórico de sus instituciones, para convertirse en un lastimoso proselitismo liberal —como el de Huntington—, cuando no en una invocación expansionista en nombre de dicha libertad —como en Bush—; y que terminan por transformar la «ola democrática» en un pavoroso diluvio universal que pone fin a la historia y abre paso a un eterno presente.

La memoria democrática (mal)entendida como memoria «posautoritaria»

El pensamiento liberal confiere el título genérico de «antiguo régimen» a todo el universo político que la precede. El carácter puramente arbitrario y caprichoso del poder señorial lo haría políticamente indistinguible, imposible de categorizar bajo un modelo de orden o legalidad. El poder estamental no estaría pues fundado en ninguna clase de legitimidad racional, sino en la creencia o prejuicio religioso, que inviste al soberano de una autoridad divina y, como tal, ilimitada. Las únicas obligaciones que tendría el señor hacia sus súbditos serán de índole moral. En la España pre-revolucionaria, la «liberalidad» no pasa de ser una virtud ética, atribuida al patrón magnánimo y generoso con sus siervos (Pérez Garzón, 2007), pero que no supone obligación pública alguna.

Todavía en el siglo xviii las ideas del humanismo estarían pendientes de encontrar plasmación política. En primera instancia el discurso de la Ilustración es puesto al servicio del poder absolutista, que buscaría sustituir, o complementar —según el caso—, la legitimación religiosa por otra de origen secular. Un ejemplo de ello lo encontraríamos en el «regalismo» borbónico, el proyecto de Carlos III de construir un entramado legal en torno a la soberanía monárquica y sacudirse así la tutela de la Iglesia. Este proyecto iría acompañado del desarrollo de un incipiente imaginario «nacional» (Álvarez Junco, 2001), la creación de las Reales Academias (Lengua, Historia, Bellas Artes) y la convocatoria de concursos (literarios o pictóricos) de exaltación de los episodios gloriosos del pasado. Ahora bien —nos advertirá suspicazmente nuestra intelectualidad liberal—, esta precoz narrativa nacional no debe ser confundida con el soberanismo del xix, sería éste tan sólo un «protonacionalismo» (Maravall, 1997); ya que aquí el concepto de «nación» no representa todavía a un sujeto histórico-político popular, sino que es referido al «reino», al patrimonio territorial y dinástico del rey, como único soberano. Así las célebres obras del «españolismo» primigenio, recogidas bajo el título genérico de Legenda aurea, se compondrían de meros relatos apologéticos, antologías de hazañas históricas para mayor gloria de la realeza (los triunfos bélicos o la venturosa política matrimonial), pero no podríamos considerarlas ni mucho menos el germen de un pensamiento político moderno, puesto que no habría en ellos invocación alguna a una idea de bien común; pertenecerían sin más a un subgénero literario o propagandístico, dirigido a contrarrestar la «Leyenda negra» auspiciada por los enemigos del reino. La apelación al consentimiento popular estaría entonces ausente en el universo político preliberal; tan sólo podríamos encontrar rastros de modernismo político avant la letre en la defensa de la libertad de imprenta y, por tanto, de expresión, auspiciada desde cierta burguesía ilustrada. Será pues en esta vindicación, aún marginal, de libertad de conciencia, donde —según la historiografía liberal— debemos situar el punto de partida del pensamiento político moderno. Se nos anticipa así un presupuesto clave para el pensamiento liberal, el que presenta la razón política como resultante de un tránsito de lo privado a lo público, desde la intimidad de la conciencia al acuerdo contractual.

Esta vanguardia burguesa e ilustrada será la protagonista de la gran quiebra en la historia que supone la revolución liberal. Según el relato anglosajón —que tan hondamente ha calado entre nuestros historiadores— son los profesionales liberales y los funcionarios del nuevo Estado, quienes lograrían romper con las cadenas del pasado. La independización económica de estos nuevos agentes sociales respecto de las cargas del vasallaje los dispondrían privilegiadamente para desprenderse de aquellos prejuicios (religiosos o tradicionales), que sustentaban la coacción feudal, y reconocerse a sí mismos como sujetos de su propio destino. Queda así pues asentada en este relato otra idea vertebral del liberalismo, la anterioridad —ontológica— de «lo social» respecto a «lo político»; es decir: la presunción de una autodeterminación social originaria, experimentada por aquellos individuos económicamente emancipados del vasallaje («burguesía...) y, por tanto, en disposición de tomar conciencia de su condición de sujetos libres (...ilustrada»), que estaría en la base de cualquier proyección política legítima posterior, entendida ya como la objetivación de unos principios de autoridad entre individuos «autónomos» y «racionales» —análogamente a la concertación del valor-precio en el mercado—. Esto viene a significar, que para el liberalismo cualquier la modernización política legítima estará (pre)determinada por esa idea, «ontologizada», de modernización social, que extrae de la mercantilización económica burguesa.

La descripción que nos ofrece el liberalismo de la aparición de la «nación moderna», entendida ahora sí como soberano popular, invoca entonces como fuente de legitimidad una instancia de carácter pretendidamente apolítico e incondicional, como es la autoconciencia humana y su razonabilidad política; de tal modo que en la historiografía liberal se abogará por aislar ese momento de gestación nacional de las condiciones de poder que lo rodean. El liberalismo dibuja recurrentemente una imagen de la revolución burguesa como un acontecimiento absolutamente inocente, surgido del puro y simple autorreconocimiento popular. En este mismo sentido, la tradición liberal española, desde el siglo xix (Pérez Galdós, 1988) hasta el xxi (Juliá, 2004), de izquierda (Elorza, 1989) a derecha (de Diego, 2008), coincide en señalar la insurrección independentista de 1808 como el acontecimiento germinal de la modernidad política española, presentándolo como un acto espontáneo e inocuo de insurrección popular contra el invasor (francés), y enmarcándolo incluso en un contexto de vacío de poder (por el «secuestro» napoleónico de la monarquía).

El Estado moderno, así contemplado, irrumpiría en la historia casi como resultado de un proceso de decantación natural, como llega la primavera o la pubertad. Pero dado que en primera instancia esta madurez histórica está sólo al alcance de unos pocos, aquella burguesía ilustrada, está justificado que sea esa minoría la depositaria de la autoridad política, bajo la fórmula del sufragio censitario y en el marco de la Monarquía constitucional. Aunque, la prioridad del Estado liberal una vez constituido deberá ser profundizar y favorecer esta maduración natural de la sociedad, en un doble sentido: por un lado ampliando el conjunto de ciudadanos en disposición de participar en las decisiones públicas, esto es, masificando la cultura liberal; y por otro, depurando de la esfera política todas aquellas instancias ajenas a la acuerdo contractual, es decir, toda clase de autoridades tradicionales (aristocrática o religiosa) que distorsionen el funcionamiento del Estado como instrumento de regulación neutral. La historia política del siglo xix será contada por el liberalismo —posterior— como la incansable persecución de este principio de objetividad, supuestamente originario del Estado liberal, y que predestinaría su devenir democrático en el siglo xx.

El progreso en la dirección marcada por el modernismo liberal obligaría a la política del xix a actuar en dos ámbitos. En primer lugar en el fortalecimiento del aparato estatal. La centralización legal y administrativa de las decisiones políticas debería servir para mitigar la intrusión de poderes intermedios, entre administración y administrado, y llevar a efecto el imperio de la ley. Con ese propósito se procederá a robustecer el aparato jurídico-penal y militar del Estado, que garantice el cumplimiento de las obligaciones fiscales y del servicio militar, la persuasión de proyectos involutivos o del insurreccionismo radical... Pero en un segundo ámbito de actuación también se considera necesario socializar a los individuos en la conciencia cívica liberal; la asunción por el Estado de la formación primaria de sus ciudadanos, hasta el momento en manos de las congregaciones religiosas; así como la elaboración de un nuevo relato histórico cuyo sujeto sea la nación en sentido impersonal.

Con esta vocación cohesionadora el Estado decimonónico habría estimulado, instrumentalmente, una cierta mitologización del relato nacional, que ayudase a difundir la nueva confesión liberal. La literatura romántica, al menos primigeniamente, proporcionaría ese refuerzo narrativo preciso para la nacionalización estatal en curso. Es con este mismo interés pedagógico, que el liberalismo español del xix habría hecho remontarse el relato nacional hasta un inexcrutable pasado originario, proyectando así una imagen esencializada de la nación. En la Historia de España de Modesto Lafuente, la mitologización nacional nos retrotrae hasta los íberos, pasando por Viriato, el Cid, Hernán Cortés, para desembocar en Daoiz y Velarde (héroes de la guerra de Independencia). De los antiguos protagonistas se extraen los rasgos de una supuesta alma o psique nacional, pero el eje del relato continua siendo la revolución liberal, momento en que la nación toma conciencia de sí como tal, como sujeto histórico y soberano. De ese modo queda salvaguardada para el liberalismo la escisión crítica entre la nación cultural (premoderna) y la política. En este género de narrativas «protorrománticas» la modernización política adquiere el sentido de un tránsito de maduración nacional o de «resurgimiento» (caso gallego o catalán); siendo la coyuntura opresiva de una colonización o invasión (francesa en el caso español), lo que haría emerger en forma de independentismo ese aura emancipatoria hasta entonces latente en el cuerpo nacional.

La medida del éxito en esta socialización liberal será tomada retrospectivamente del ejemplo de Reino Unido, cuyo nacionalismo habría contribuido favorablemente a fomentar el compromiso ciudadano con el Estado y a armonizar el orden instituido con las demandas de libertad, haciendo así posible la consecución democrática de su historia. La Monarquía Constitucional, sobre la que se construyó el primer liberalismo, habría supuesto la autoimposición de unos límites legales por el poder público, que permiten prosperar la libertad (mercantil o expresión) en la vida social, siendo entonces la propia inercia del ejercicio de la libertad social lo que irá empujando hacia su ampliación a la esfera política (parlamentarismo). El Estado de derecho garantizaría pues unos márgenes de libertad «esenciales» para la praxis social, que irán generando sucesivas demandas reformadoras hacia el Estado, depurándolo de intrusiones heterónomas, en su imparcialidad. Funciona aquí el —citado— supuesto de que la iniciativa liberalizadora corresponde a la sociedad, no a la política (esencialmente coactiva); y que la libertad social por excelencia es la del mercado no intervenido políticamente, que habría alcanzado altas cotas de eficiencia en la armonización de la competencia comercial, eliminando de todo principio de autoridad ajeno a la suprema regla de la oferta y la demanda. Es esperable entonces, que a medida que se vaya consumando esta modernización liberal del Estado, acorde con la lógica de liberación social, se irán haciendo más visibles los efectos de la justicia y prosperidad, mientras que la mitología nacional irá ocupando un papel más simbólico (como la monarquía inglesa). El avance de la libertad, la riqueza y la paz en la Inglaterra del xix quiere ser el mejor exponente de esta verdad histórica.

El referente con el que el liberalismo anglosajón se confronta estaría en la historia política continental. El imperialismo prusiano habría renunciado a convertirse en modelo de progreso universal, para reivindicar un camino propio de la historia (Sondernweg). En manos del romanticismo germano, la nación dejaría de ser un simple recurso simbólico al servicio de la modernización liberal, para terminar convirtiéndose en un particularismo histórico y cultural esencializado. En nombre de este historicismo particularizante las fuerzas reactivas continentales impondrán sus propias restricciones a cualquier proyecto de autodeterminación popular; lo observamos paradigmáticamente en el Estado prusiano, cuya racionalización burocrática no había trastocado las viejas estructuras de la sociedad estamental, amparadas en el tradicionalismo. La superposición de estos vestigios premodernos e imperativos culturales, tan comunes en la política continental, es lo que habría obstaculizado artificialmente el «natural» desarrollo de las sociedades liberales hacia modelos políticos más representativos. Luego, el romanticismo prusiano se conduciría —a ojos del liberalismo— no ya por un camino propio, como cree, sino por uno erróneo o descarriado (Irrnweg), respecto del recto curso de la historia universal, precipitándonos a todos hacia las mayores desgracias que haya conocido el ser humano, las dos guerras mundiales.

La causa última de la, no menos, trágica historia política española habrá de buscarse (Juliá, 2004), por tanto, también en las desviaciones y déficits de nuestra modernización liberal, o como se ha venido repitiendo casi compulsivamente, en el precario proceso de estatalización nacional del xix (Álvarez Junco, 2003). El temprano pacto de la Monarquía Constitucional española con la Iglesia (1851), por el que el Estado renunciaba a su responsabilidad educativa ciudadana, suponía renunciar a la implemantación de una cultura cívica nacional; así mismo, su debilidad como aparato de poder para hacer cumplir las leyes (recaudar impuestos, combatir el bandolerismo y la deserción, unificar normativamente el mercado...), imposibilitarán al Estado la rectificación de viejos usos clientelares (foralismo, caciquismo...) o para hacer frente a los nuevos desafíos colectivistas (anarcosindicalismo). En la historia española estarían por tanto ausentes los dos ingredientes imprescindibles —señalados por la historiografía liberal— para que fructifique la modernidad: un Estado mínimamente fuerte y neutral, que imponga la lógica de la competencia, y una sociedad urbanizada, que profese culto a la libertad y respeto a las instituciones comunes. Por contra, el panorama decimonónico español presenta un país subdesarrollado económica y culturalmente, anclado en creencias religiosas y adocenado por siglos de servilismo; un país incapaz, en fin, de asumir las riendas intelectuales y políticas de su futuro. Las iniciativas democratizadoras en España no pueden proceder luego de la sociedad, sino del «arribismo» militar (desde Riego hasta Pavía). El fallido experimento republicano (1868-73) hará resignarse a nuestros liberales, «no existe pueblo, sólo muchedumbre» (Juliá, 2004), para avenirse a integrar la solución verticalista de la Restauración.

El período que a partir de aquí se abre para la historia española es considerado por nuestros historiadores como una versión acelerada de la modernización liberal canónica; lo que no pudo ser en el xix, será en el primer tercio del xx, periodo bautizado como «Edad de plata» de la cultura española. Si bien el régimen de la Restauración no abandona la legitimación romántica, al remitir el origen de la nación a la acción de la divina Providencia, implementará por otra parte un vigoroso impulso en la edificación del Estado liberal. La centralización política y el fortalecimiento punitivo (policial, jurídico y penal) contribuirán respectivamente, a la ansiada unificación de la leyes y a su cumplimiento efectivo. La nueva Constitución (1876), la legalización de partidos (1887) y el restablecimiento del sufragio (1890) crearían las condiciones de orden y paz necesarias para la proliferación de la iniciativa económica e intelectual y que encontramos plasmada en la modernización de la sociedad española en este primer tercio del siglo: eclosión industrial y empresarial, fuerte crecimiento demográfico, propagación de clases medias urbanas, despegue científico, multiplicación de periódicos y revistas...

Dado que esta «Edad de plata» constituía la réplica española del progreso universal, cabría esperar que tal impulso de liberación social desembocase en la ampliación de las libertades políticas. No faltan impulsores en esta dirección, como esa vanguardia de jóvenes burgueses formados en las modernas universidades europeas (becados por la Junta para la Ampliación de Estudios) y representados egregiamente por Ortega, quien llamará a su generación («del 14») a hacer las reformas políticas pendientes. Incluso estas iniciativas modernizadoras irán acompañadas, desde el Centro de Estudios Históricos y Menéndez Pidal, de una reelaboración del imaginario político español sobre bases científicas; esto es, la sustitución del relato historicista restaudador («menéndezpelayista») por una historia social universalizable, científica y no ideológica de nuestro pasado. Sin embargo, habrían operado ciertos lastres, impidiendo a la sociedad española incorporarse de facto a esta historia universal. La principal de estas cargas —señaladas ya por Ortega (1973)— es el atrincheramiento de la “vieja política”, en torno a la figura de Alfonso XIII, la otra —motivo de su decepción con la «nueva política»— es el apresuramiento de las nuevas clases sociales, representadas por el sindicalismo socialista y anarquista (Elorza, 1984). Mientras la Iglesia y los terratenientes siguen parapetadas en un providencialismo anti-liberal y en la salvaguarda de sus privilegios, las izquierdas «bolchevizadas» profesan un mesianismo obrero no menos refractario al progreso liberal. La segunda experiencia republicana fracasará —según nuestros liberales (Ayala, 2007)— precisamente al dejarse seducir por los cantos de sirena revolucionarios y entregarse al culto de un «neohistoricismo», que promete la emancipación total por la proletaria, transmutando el mito de los señores por el de los esclavos. Izquierda y derecha revolucionarias invertirían el curso «normal» de la historia —según la gran lección del xix— al tratar de diseñar desde la política un orden artificial para la sociedad, y no dejar que sea la sociedad la que marque los tiempos de la política. Cuando «la política lo absorbe todo» (Juliá, 2010) como en la II República, nos vemos abocados de nuevo al camino erróneo de la historia.

Con la derrota del fascismo en la Segunda Guerra Mundial comenzaría la recuperación para el continente del sendero recto. Pero para dar por superadas aquellas derivas románticas será preciso todavía restablecer la confianza en el progreso del mundo libre y renunciar a todas aquellas ideologías que proyectaban irresponsablemente sus veleidades políticas sobre la historia. Se convertirá en una prioridad de nuestro tiempo reivindicar el carácter científico de la concepción liberal de la sociedad. La autoridad del modernismo liberal no estaría fundada en su interpretación del pasado, ni en su comprensión de las relaciones de poder temporales, aunque ulteriormente lo respalden, sino en que reproduciría directamente los dictados de la conciencia humana (Habermas, 1991). La historiografía liberal es el relato de este autorreconocimiento de la conciencia en la historia reciente y las instituciones democráticas, la pacificación social resultante. Los principios sobre los que se edifica el pensamiento liberal sintetizarían todo el bagaje epistémico del humanismo (clásico e ilustrado) y el Estado moderno sería el hito que escinde en dos la historia del hombre, un pasado esclavo y un presente en libertad. La política de posguerra no puede ser luego otra cosa que una actualización (.2ª ola) de la verdad política conquistada un siglo atrás (1.ª ola). Habermas (2001) prescribe para aquellas naciones que, como la alemana, se guiaron otrora por los atavismos románticos, una profunda inmersión en las instituciones del liberalismo («Patriotismo Constitucional»), hacia las que reivindica una legitimidad «postnacional» (Habermas, 1998), más allá de condicionantes culturales e históricos.

El extravío romántico será en cambio más prolongado en países como España, donde la vieja política se perpetúa en el poder hasta finales de los setenta. Si bien a principios de siglo advertíamos una intensa modernización, el desembarco en la península de las ideologías radicales (‘30) echará por tierra todo lo logrado. Nuestros liberales se verán empujados al exilio o al ostracismo interior (3.ª España), poniendo de nuevo a cero el reloj de nuestra historia. La tradición liberal española habrá de esperar a que una nueva generación, los nacidos en la posguerra, forjen su propio aprendizaje político en la paciente deslegitimación del franquismo (López Pina, 2010), pues la emponzoñada herencia republicana se antoja irrecuperable. Aunque la caída del fascismo europeo no se va a extender a España, el nuevo contexto internacional empuja al régimen a introducir ciertas reformas que eviten su aislamiento. La tecnocracia «tardofraquista» pondrá en marcha un Plan de Estabilización y Liberalización Económica (1959), que sienta las bases para el desarrollo y aperturismo; y promueve una Ley Orgánica del Estado (1967), que integra el ordenamiento legal, impulsando la modernización social del país (iniciativa empresarial, urbanización demográfica, expansión de clases medias, europeísmo, sindicación sectorial...). De este modo, aunque no sea el propósito del régimen (Juliá, 2010), durante el tardofraquismo se habrán generado las condiciones socioeconómicas propicias para la modernización política ulterior, la democratización que está por venir y que nos reconcilia con la historia.

El factor principal para que en España se haya logrado una transición pacífica y ejemplar, habría que buscarlo en esa transformación experimentada por su sociedad civil en las dos décadas previas, donde se va tramando una cultura del diálogo inédita entre los españoles y que permitiría hablar de una sociedad de «demócratas antes de la democracia» (Juliá, 2010: 315). Las nuevas generaciones habrán sabido aprender de los errores de sus antepasados y abogar por unas instituciones políticas homologables a las de sociedades libres de su entorno, que les permitirían vehiculizar cualquier demanda de justicia razonable. La consecución de este sistema democrático en la Constitución de 1978 vendría a trasladar la conflictividad al ámbito de lo privado y dar por zanjada definitivamente la problematización histórica de lo público. La democracia nos permitiría hoy dar por saldadas nuestras responsabilidades con los crímenes pretéritos y devolver el pasado a la competencia de los historiadores, «de donde nunca debía haber salido» (Juliá, 2010). Evitando la instrumentalización de la historia en nombre de algún fantasmagórico destino, habríamos despejado definitivamente los fantasmas de la violencia política. Podríamos proclamar con orgullo la conquista, al fin, de este otro lado de la historia, que nos permite «echar al olvido» los traumas del pasado e instalarnos políticamente en un eterno presente.

Sin embargo, esta autosatisfacción, promulgada por nuestros historiadores, no parece ser suficientemente compartida en el debate político actual. Surgen por todos los rincones voces críticas con la democracia constituida, que ponen en entredicho el apriorismo de las instituciones políticas y se resisten a dar por clausurado el aprendizaje político de la historia. Las demandas del 15-M respecto de las instancias de representación, las republicanas con relación al modelo de Estado, las feministas respecto del abstraccionismo de los derechos, las nacionalistas acerca de la distribución de la soberanía... vienen a poner en evidencia la vigencia de discriminaciones de carácter público; y por tanto lanzarán un desafío problematizador hacia la narrativa liberal hegemónica a la luz de las injusticias a las que estaría dando cobijo. Nos invitan pues a sacar el pasado del tiránico paternalismo de la historiografía liberal, que en su celo por preservar la interpretación institucionalizada, colabora en el silenciamiento de ciertas injusticias perennes. Nos proponemos —en la segunda parte de este trabajo— la revisión de estos tópicos de la tradición liberal, al hilo de algunos de los conflictos históricos en que se inserta. La deconstrucción de los supuestos escatológicos del modernismo liberal —hasta aquí señalados— nos conduce a considerar otros proyectos emancipatorios pendientes, otras modernizaciones-democratizaciones posibles.

Trazos de modernización en torno al liberalismo: memoria histórica 2.0

Uno de los más importantes focos historiográficos de crítica hacia el modernismo liberal procede de la «Escuela de los Annales», cuya 2.ª generación (Braudel, Le Goff...) revisa seriamente los tópicos modernos sobre el Medioevo (Iggers, 1998). Lejos de poder ser representado como un panorama homogéneo e indiferenciado, el feudalismo es el escenario de numerosos conflictos de índole política; es decir, que más allá del choque irrestricto de los señores en su expansionismo territorial, encontramos disputas que comprometen diferentes modelos de vasallaje o a instituciones comuneras o a revueltas de campesinos. El poder de los señores no estará por tanto limitado sólo por su fuerza, ni fundado en la pura arbitrariedad, sino que entraña una serie de obligaciones regladas, concebibles en último término como formas de normatividad política. A este respecto resultan enormemente ilustrativos los estudios del antropólogo Marcel Mauss sobre la organización económica y política de las sociedades redistributivas (no mercantiles), cuyas conclusiones se pueden trasladar mutatis mutandis al análisis del feudo. Para Mauss (2012) los actos de distribución o donación no son meramente voluntarios, ni libres, sino que están públicamente regulados por la triple obligación «dar, recibir y devolver». Desde esta óptica las relaciones de vasallaje se nos presentan como lazos de dependencia, o de deuda mutua, entre señor y súbdito; lo que nos conduce a reinterpretar la «liberalidad», o magnanimidad señorial, ya no como un deber estrictamente moral, sino como una obligación estructural, que fomenta al mismo tiempo la responsabilidad del señor hacia su feudo y, de vuelta, su autoridad jerárquica sobre éste. Por consiguiente, el poder de los señores no se legitima únicamente en la sacralización religiosa o en la arbitrariedad de las armas, sino en el ejercicio de su poder feudal, para el que están contempladas, al menos implícitamente, ciertas instancias de consentimiento por el sometido.

Del mismo modo que la aceptación pública no tiene por qué estar formalmente acotada y estipulada, pudiendo encontrarse camuflada en la asunción de un entramado moral o religioso, como ha quedado ejemplificado en el feudalismo, tampoco la secularización «racionalista» del lenguaje político proporciona criterios de decisión pública fundados en la imparcialidad, como se puede observar de modo paradigmático en el despotismo ilustrado, pero también —veremos— en el Estado burgués. La acuñación ilustrada de principios de racionalidad «universales» no nos sitúa per se en un espacio de neutralidad política; lejos de ello, el «reformismo» ilustrado pone el discurso racionalista al servicio del poder despótico. La idea de un bien común, o la de univocidad de la autoridad, sirven de justificación a la concentración del poder monárquico en detrimento de la multiplicidad de autoridades señoriales.

(Legenda aurea),