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© Mario Campos Pérez
© Laertes S.A. de ediciones
c./Virtut 8 bajos
08012 Barcelona

Programación: JSM

ISBN: 978-84-7584-955-3



Mario Campos

Andrés
y el Dragón
Matemático

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A mi hermano Jaime


I
El problema

El ambiente era irrespirable. Andrés tragaba saliva, todos sus compañeros le estaban mirando, incluyendo Lucía, la niña que tanto le gustaba. Matilde, la profesora, tamborileaba con los dedos de su mano derecha sobre su vieja mesa de nogal, mientras con la izquierda señalaba amenazante el encerado.

—Andrés, ¡no tenemos toda la tarde! ¿Vas a contestarnos y resolver el problema o tengo que llamar a otro más avispado?

Andrés contemplaba la pizarra como a un ser extraño, hubiera querido atravesar los números y las letras e introducirse en la negrura de su dimensión. Desaparecer, ser tragado por la tierra, cualquier suceso con tal de no tener que aguantar los ojos clavados en su espalda del resto de la clase. Intuía la mirada de Luis, burlona y despreciativa; la de Carmen, tan mala como él en matemáticas, compasiva y temerosa, más que nada por si la llamaban como sustituta de Andrés para enfrentarse a ese horrible ejercicio.

La mirada más temida era la de Lucía, con su bonita cara expresando decepción pensando que era un problema muy fácil.

Andrés tenía trece años, era de estatura normal y tenía los ojos castaños al igual que el pelo, su inteligencia era despierta, pero odiaba las Matemáticas con toda su alma. El motivo era bien simple, porque no era capaz de entenderlas. Ahora estaba frente a su profesora que le observaba con rudeza, frente a los amigos y frente a su propia soledad. Notaba cómo se le encendían las mejillas, sentía el sudor en la mano que no sujetaba la tiza, y se lo limpiaba mecánicamente contra el pantalón. El corazón le latía desbocado, miraba nervioso al suelo, a la profesora y a sus compañeros. El maldito problema seguía sin resolverse.

La maestra, tras sus viejos cristales, pensaba con aire dubitativo, sonrió falsamente y pronunció su nombre de nuevo, aunque esta vez masticando las palabras.

—Andrés. ¿Vas a solucionar el problema o pido ayuda a tus compañeros?

Esta vez no esperó ninguna respuesta y pidió ayuda casi de inmediato.

—Chicos, ¿hay alguien en esta clase más despierto que Andrés?

Varias manos se alzaron con evidente satisfacción, alguna voz clamó que quería salir a resolver el problema.

—¿Marcos? ¿Sabes resolver el ejercicio?

—Sí, señorita.

«Sí, señorita», esas palabras molestaron profundamente a Andrés. Marcos, aquel gañán que no sabía darle una patada a un balón, aquel que no pasaba del cuarto nivel en el videojuego Dragones y Princesas, sabía resolver el problema.

—Lucía, ¿sabrías resolverlo?

—Sí, señorita Matilde.

Esta vez las palabras pronunciadas por Lucía fueron un puñal de fuego clavado en su orgullo.

La profesora alzó ambos brazos para apaciguar los ánimos.

—Chicos, como es muy tarde y va a sonar la campana, los que no saben hacerlo que lo intenten hoy como deberes, y mañana lo resolveremos en clase. Podéis recoger.

Una marabunta se desató en un instante. Los libros volaban hasta aterrizar en el fondo de las mochilas. Restos de lápiz, papeles, y algún bolígrafo que otro ya descansaban en el suelo. Andrés estaba desolado, molesto consigo mismo, humillado no tanto por la profesora y los compañeros como por los trazos confusos escritos en el encerado.

Se volvió para disculparse ante Lucía, cualquier excusa valdría; decir que había estado enfermo, que no pudo estudiar por ayudar a su madre. Daba igual, Lucía hablaba con el pedante de Luis y parecía muy complacida.

Andrés salió al patio y vio como otros niños iban a jugar al fútbol, como tantas veces él hacía, pero esta vez no, esta vez prefería pasear, caminar con su tristeza.

Cruzó los límites de la escuela, bordeó el Ayuntamiento y siguió por la calle principal, callejeó un rato y se internó en el bosque.

A sus padres no les gustaba que fuera allí, lo consideraban peligroso, pero ¿qué podía hacer? Su ciudad era pequeña y tenía ganas de pasear, también tenía ganas de llorar y de gritar. Sentía sensaciones extrañas dentro de sí. Vagó un rato entre árboles que parecían tocar el cielo. En un claro, entre la arboleda, encontró una gran piedra de color verde. Decidió pararse a descansar. En cuanto se sentó encima de la piedra ésta soltó un quejido lastimero, no era una piedra...

II
Berto, el Dragón Matemático

—¡Ay!

—¿Quién eres tú? —preguntó Andrés muerto de miedo.

—Soy Berto. «Berto, el Dragón Matemático».

—¿Qué es un dragón matemático? Andrés no salía de su asombro por la criatura que estaba delante. Decía que era un dragón y encima de las matemáticas. Ya le parecía a él que eran demasiado horribles como para que no tuvieran su propio monstruo.

—Un tipo de dragón, ¿no has oído hablar nunca de los dragones matemáticos?

—No, nunca.

—Pues, jovencito, los dragones matemáticos somos iguales al resto de los dragones, excepto por nuestra habilidad para desentrañar cualquier cuestión de tipo matemático. A veces también dominamos otros temas. En mi caso en particular me gusta mucho la repostería y cocinar enormes tartas que comparto con mis amigos. Creo que me he quedado dormido en este claro del bosque, con el sol dándome en las escamas soy feliz, pero me entra un gran sueño.

—No te creo, sólo me pareces un dragón glotón y muy feo.

—Eso no es muy cortés por tu parte. ¿Es que ya no se enseña educación en los colegios?

—Lo siento, Berto —se disculpó Andrés todavía aturdido.

—No pasa nada, chaval. ¿Cuál es tu nombre, mi joven amigo?

—Me llamo Andrés. Andrés Castro Almenara.

—Andrés, ¿te gustan las Matemáticas?

—¡No, claro! ¿Cómo me van a gustar si son horribles?

—¿Horribles? Gracias a las Matemáticas comprendemos el maravilloso mundo que nos rodea.

—Eso dice mi profesora, pero yo no lo veo así; creo que son complicadas, absurdas, sin ningún sentido práctico y que fueron inventadas por un ermitaño loco o algo parecido.

—Ya veo que tu concepto de las Matemáticas es del todo erróneo. Para empezar, no fueron inventadas por un loco, fueron muchos hombres y algún que otro dragón matemático los que con pequeñas aportaciones hemos ido creando el gran edificio que constituyen. Las Matemáticas son hermosas, prácticas, útiles e indispensables para el progreso y, aunque te parezca increíble, fáciles.

—¿Fáciles? Yo soy capaz de tirarme una hora delante de un problema o resolviendo un ejercicio sin entender nada de nada. ¡Quizá para ti que te gustan sean fáciles o será que has nacido con un don especial!

Andrés estaba aún bastante asustado y con pocas ganas de hablar. Sin que el dragón pareciera advertirlo, había cogido una piedra del suelo y empezó a correr como si le persiguiera el mismo diablo. Al alejarse unos metros se volvió lanzando la piedra contra la cabeza del dragón. Afortunadamente para Berto la piedra cayó a unos dos metros de donde se encontraba.

—Un mal lanzamiento, chaval, veo que no dominas el tiro parabólico.

—¿El tiro parabólico?

—Sí, ¿tampoco sabes nada de Física? ¿Qué aprendéis en la escuela hoy en día? ¿Adónde vamos a parar? Al lanzar la piedra desde tan lejos no has tenido en cuenta la ley de la gravedad y por eso ha descrito una trayectoria en forma de parábola. La piedra era tu proyectil y al arrojármela adquiere dos componentes físicos: uno horizontal y uno vertical, apoyada por la susodicha ley. Hablando en plata, o tiras otra piedra con más fuerza o no me darás.

—¡Vale, Berto! Me rindo. Cuéntame algo de matemáticas que sea divertido y útil. ¡Explícame para qué sirven!

—Andrés, en este claro del bosque sólo estamos nosotros. Tú eres un ser vivo y yo otro. Somos un conjunto de seres vivos, es decir, una agrupación de seres vivos formada por dos elementos. Somos un conjunto bien definido pues conocemos todos sus elementos.

El dragón tomó una ramita del suelo y escribió.

Conjunto de Seres Vivos = {Andrés, Berto}

—Andrés, ahora que estamos juntos ya no soy un conjunto unitario.

—¿Conjunto unitario?

—Sí, aquel que consta de un solo elemento, en este caso yo mismo. Ahora somos un conjunto binario porque somos dos. Los conjuntos son casi mágicos, Andrés, ya que cuando tú y yo nos hayamos ido aún habrá un conjunto, el llamado conjunto vacío.

El dragón volvió a coger la ramita y dibujó en el suelo: ø

—Observa que este dibujo representa el símbolo de conjunto vacío. Este conjunto no posee ningún elemento.

—Está bien, Berto, existen muchas clases de conjuntos, ya lo he entendido.

—Correcto, Andrés, pero no nos debemos ufanar demasiado. Hay muchas personas que forman conjuntos, al igual que existen conjuntos de: hadas, trasgos, gnomos; incluso hay conjuntos de elfos. En realidad nosotros somos un subconjunto del conjunto de los seres vivos. Andrés, tú y yo pertenecemos a la gran agrupación de conjuntos cuyo conjunto es llamado conjunto universal.

—Es interesante, Berto, pero no le veo mucha utilidad, sólo hemos nombrado los elementos de otro modo.

—No seas impaciente. Las Matemáticas se interrelacionan. Te pondré un ejemplo. Andrés, antes te he dicho que somos un conjunto binario. ¿Por qué?

—Pues. Porque tú y yo somos dos.

—¿Ves qué fácil? Tú y yo somos dos. Y el dos es un número.

—¡Contar sí que sé!

—No lo dudo, Andrés. Pero ¿sabes qué clase de número es?

—Un número pequeño.

—¡Ja, ja, ja! —rió el dragón de buena gana—. Bueno, no tan pequeño, los números no sólo dependen de sí mismos, sino de la magnitud física a la que representan: longitud, velocidad, peso... Y de la unidad de medida que los acompaña. Entre tú y yo hay una distancia de unos dos metros, pero de aquí a tu casa a lo mejor hay unos dos kilómetros que es una distancia mil veces mayor. ¿Comprendes la importancia de la unidad de medida que acompaña al número?

—Es cierto.

—Me refiero a que el número dos pertenece a un conjunto determinado. Pertenece al conjunto de los números naturales. Se los llama así porque surgen de la necesidad de contar que tienen los seres vivos, tanto los humanos como los dragones. Así sabemos que las hadas tienen dos alas, los elfos una sola cola y por supuesto los duendes tienen tres gorros; uno el de uso diario, otro el de los días de fiesta y un tercero exclusivo para dormir.

—Creo que ya entiendo. Por ejemplo: si un hada recoge flores para adornar la cabeza de sus ocho hermanas necesitará saber cuántas flores debe coger, y para ello le bastará contar el número de hermanas ya que cada una sólo posee una cabeza.

—Casi, Andrés, también necesitará saber cuantas flores adornan la cabeza de un hada; que como todo el mundo sabe son seis las necesarias.

Observa la operación en la tierra: 6x8=48 flores.

—Hemos operado con los números naturales. Vamos a llamarlos para abreviar: (N).

—Berto, los números naturales son simples y ya los entendía antes de conocerte. Yo puedo tener tres piedras, dos conchas o un pastel, pero me hago un lío cuando ponen negativos.

¿Cómo puede existir menos algo de cualquier objeto? Yo creo que el límite debería ser el cero.

—Andrés, no eres tú el único que ha pensado así. Estos números han tenido muy mala fama. En la antigüedad se los consideraba falsos, absurdos e imposibles. ¡Pero ojo!, Andrés, sólo porque no veas un objeto no quiere decir que no exista. ¿Acaso ves el aire que respiras? ¿Dónde se esconde el amor?

—Eso lo entiendo, pero he oído que han conseguido pesar el aire y eso demuestra que existe. Respecto al amor, me basta el cariño de mis padres para creer en él.

—Dime, Andrés, ¿llevas dinero encima?

—Déjame mirar en los bolsillos, sí, aquí tengo cinco monedas.

—Tú tienes cinco monedas que has extraído de los bolsillos de tu pantalón. Ahora te enseñaré algo, vamos a mi cueva.

Andrés no se fiaba mucho del dragón, pero le parecía simpático y contaba las matemáticas de un modo más divertido que la señorita Matilde. Caminaron un rato hasta llegar a una enorme cueva delante de un claro del bosque. Andrés pensó: parece la cueva de un dragón, al instante observó que así era. La entrada estaba oscura como la noche más negra. Andrés sintió un poco de miedo, a lo mejor con el rollo ese de las matemáticas lo único que quería era atraerlo hasta la cueva para luego comérselo. ¿Qué comerán los dragones?

—¡Vamos, pasa, no seas tímido! Está un poco oscuro, pero dentro se filtra la luz entre las rocas y se ve con claridad.

—Pero, Berto, es tu casa, yo... Yo no quiero molestar.

—¡Vamos, vamos, no molestas! Serás mi invitado.

Ambos penetraron en la cueva del dragón. Era muy espaciosa por dentro. Tenía una gran mesa de pino macizo y una cama gigantesca para un dragón de unos dos metros de alto.

Poseía una gran biblioteca con libros muy antiguos: Cosmología del Espacio Interior, Astronomía desde mi Salón, Ecuaciones Diofánticaspara Elefantes, Los Pasteles según Aristóteles...

—Tienes muchos libros, Berto. A mí leer me gusta aunque a veces me canso un poco. Suelo leer cómics, pero lo que más me gusta es jugar con mi ordenador a videojuegos. ¿Conoces Dragones y Princesas?

—No, no lo conozco. ¡Andrés, escúchame! Leer es una experiencia única, a través de los libros exploramos nuevos mundos, nos sumergimos en la fantasía, conquistamos el espacio interior y el exterior; nos hablan de seres inconcebibles, de parajes exóticos, del material del que están compuestos los sueños, de la naturaleza de la vida, de la muerte y sus secretos insondables.

Cada autor destila en sus libros un poco de sí mismo. Bebemos en esos libros el licor de la sabiduría y así nos hacemos un poco mejores. Andrés, cada vez que abres un libro entras en un reino mágico en el cual todo es posible. La experiencia es increíble y sólo te exige el esfuerzo de abrir la cubierta y leer unas pocas frases. El libro te enganchará y transportará a su propio mundo.

Pero también tengo que prevenirte, no todos los libros son buenos, hay algunos cuyo contenido es falaz; me explico, a primera vista lo que dicen parece verdad, pero tras un análisis te das cuenta de la falsedad de sus argumentos. Lo mejor que puedes hacer es basarte en tu criterio, sopesar el contenido con otros libros y contrastarlo con la realidad. Además, hay personas que hacen de algún libro en concreto su manual de vida, se convierten en fundamentalistas sin ningún tipo de criterio para decidir, por sí mismos o mediante el razonamiento, lo que está bien o mal; te dirán que lo que pone el libro es lo único que pueden, deben y quieren hacer.

Andrés, debes tener en cuenta que los libros los escriben personas y por tanto son seres que cometen errores. Dicho esto, me parece que he empezado a divagar un poco y no sé qué te estaba explicando.

—Berto, me parece que todavía no me has contado lo de los números negativos.

—Es verdad, mira la piedra preciosa que extraigo de este estuche negro. ¿Es bonita, verdad? Es una esmeralda muy valiosa, pero por ser mi amigo te haré un precio especial. Cuesta siete monedas como las que tú tienes. Aunque tú me has enseñado sólo cinco. Pero no te preocupes, como eres mi amigo me fío, tomo tus cinco monedas a cambio de la esmeralda y ya me pagarás las dos que te faltan.

—Una gema tan bonita como ésa bien cuesta siete monedas. ¡Ten, dragón, trato hecho!

—Andrés, ¿cuántas monedas tienes ahora?

—Cero.

—No exactamente. Cierto es que no posees ninguna moneda, pero como me debes dos monedas, en realidad te faltan dos, y eso matemáticamente lo expresamos con un número negativo. Mira, aquí tengo una pizarra y te voy a dibujar cómo se representa: (-2). Si juntamos los números positivos o naturales y los negativos, tenemos un bonito conjunto. Este conjunto recibe el nombre de los números enteros y se representa por: (Z).

—¡Qué bien! —dijo Andrés—. Ya tenemos todos los números.

—No, Andrés, no todos, pero ahora vamos a merendar, que con la charla me ha entrado un apetito voraz. Ven conmigo y comeremos tarta.

El dragón sirvió una enorme tarta de nata y chocolate.

—A mí no me gusta la nata.

—No pasa nada, no la comas si no quieres. Como ves hay más chocolate que nata, y ahora vamos a marcar los trozos con un cuchillo. ¿Qué nos sale?

—Pues salen cuatro trozos de chocolate y dos de nata.

—Es decir que si nos comemos sólo el chocolate nos habremos zampado 4/6 de la tarta.

—Dime, dragón, 4/6 no es natural, ni siquiera entero. Es otro tipo de número y existe porque lo acabo de comprobar. ¿Cómo se llama?

—Es un número fraccionario y surge de la necesidad que tenemos de medir para comparar. Así sabré, glotoncete, que no has comido más tarta que yo. La suma de los números enteros y fraccionarios, incluido el cero, da el conjunto de números racionales. Aquí en la pizarra te voy a dibujar la letra con la que se representa dicho conjunto: (Q).

Andrés cogió su porción de tarta y empezó a comérsela con gran voracidad. Berto cocinaba unas tartas estupendas.

—Está buenísima.

—El secreto está en el chocolate. Esta tarta tiene: nata, crema, bizcocho y otros componentes; pero una tarta que se precie debe tener chocolate o no debería llamarse tarta.

Los dos rieron de buena gana.

Al final, hartos ya de comer, sobraron dos trozos de tarta.

—Andrés, ¿sabes lo que es una correspondencia?

—Sí, es cuando te mandan las cartas por correo.

—¡Ja, ja, ja! Sí, tienes razón, pero yo me refiero como concepto matemático.

Andrés abrió mucho los ojos, levantó ambos hombros al unísono y entonó un sonoro no.

—Bueno, pues aquí estamos tú y yo. Un simpático y pequeñajo humano y un dragón. Recuerda que éramos un conjunto binario. ¿Te acuerdas? —¡Sí!

—Pues mira los dos trozos de tarta que quedan.

—¡Ajá!

—Ambos trozos pertenecen al conjunto llamado: «Ésta es la estupenda tarta que nos estamos merendando.» Ahora mismo los elementos de ese conjunto o trozo de tarta cada vez son menos, en concreto tenemos delante de nosotros, sobre esta mesa de madera, otro conjunto binario. Como vamos a repartirnos los trozos de tarta entre tú y yo, lo que vamos a establecer es una correspondencia.

No es ni más ni menos que un subconjunto del producto de dos conjuntos. No me mires con esa cara de pánico. Tú y yo vamos a llamarnos conjunto (A). Escojo la letra A por ser muy bonita, a la par que la primera de nuestro alfabeto. Llamamos ahora conjunto (B) a los trozos de tarta que quedan y establecemos una correspondencia que llamaremos (f). Esto, a efectos prácticos, indica que nos vamos a comer la tarta.

—Ya entiendo, pero ¿por qué las letras? ¿Por qué no decir «tú y yo tenemos una correspondencia»?

—Dime, Andrés, ¿tienes muchos amiguitos?

—Sí... Carmen, Marcos, Lucía y... Muchos más.

—Bien, pues si a todos tus amigos los denominamos por la letra (A) se simplifican los conceptos. Las letras en matemáticas sirven para generalizar los conceptos y no para particularizar. En este caso (A) somos nosotros dos, pero (A) podría ser cualquiera que quiera comerse los dos trozos de tarta. Ahora coge un trozo y dame otro a mí. En esta correspondencia podemos determinar que somos el conjunto inicial y los trozos de tarta el conjunto final.

Andrés cogió el trozo que parecía un poco más pequeño para sí y le dio el otro al dragón. Andrés era muy educado y además empezaba a caerle bien su nuevo amigo.

—Oye, Berto, te lo vuelvo a repetir. Este pastel está muy rico.

—Me alegro de que te guste, los preparo yo mismo.

—Dragón, esto... Berto, ¿te puedo hacer una pregunta?

—Sí, has de entender que quien no pregunta está en desventaja con aquel que sí lo hace, pues al obtener una respuesta conseguimos información y como dice el famoso dicho: «La información es poder y el poder al final siempre se utiliza.»

—¿Nunca te cansas de las Matemáticas?

—No, no me canso porque me gustan mucho, pero si en algún momento estoy fatigado las dejo y retomo el trabajo más tarde. Un simple cambio de actividad o un descanso ayuda a que el cerebro se reponga y estudiemos mejor.

—No entiendo el porqué te gustan tanto las Matemáticas. Yo me quedo atascado y me enfado mucho.

—Me gustan porque pueden ser un juego muy divertido.

—¿Juego?

—Sí, vamos a jugar. Andrés, ¿cuántos miembros componen tu familia?

—En total: cinco. Mis padres, dos hermanos y yo.

—¡Perfecto! Por ejemplo: si tuvieras ochocientas monedas para repartir entre los cinco. ¿Cómo lo harías?

Andrés tras devanarse un poco los sesos y ver que se iba a equivocar con la respuesta escribió en la pizarra la división: 800÷5 y realizó la operación dándole 160 de cociente y 0 de resto.

—Andrés, el resultado es correcto, pero has tenido que coger una tiza y escribir en la pizarra. Podrías haber realizado los cálculos en tu cabeza.

—No, eso es muy difícil.

—Es fácil si sabes algún truco de dragón, como que cinco es la mitad de diez. Empezamos dividiendo mentalmente 800^10, que es muy sencillo, quitando un cero, y da: 80. Como hemos dividido primero por dos ahora multiplicamos el resultado por dos para que no varíe, y multiplicar por dos es también muy fácil. 80 x 2 = 160 monedas. Te has ahorrado la pizarra. Tal y como has solventado tú la operación está bien resuelta, pero yo he simplificado para hacerla de cabeza.

Existen grandes genios calculadores que manipulan cifras muy elevadas mediante el cálculo mental. Para nosotros serían números casi astronómicos. Cuentan que el más famoso genio calculador, Rhezius, un ente semidivino que vivió en la India hace miles de años, conocía el número exacto de los granos de arena que tenía la playa donde vivía. Sumaba y restaba los granos de arena que traían y llevaban las olas e iba reajustando el resultado para obtener el número correcto de granos de arena en cada momento.

—No sé si creerte, dragón.

—¡Bien hecho! Siempre que alguien te diga algo no creas al que te lo dice por ser quien es o parece ser. Intenta comprobar todas las hipótesis por ti mismo. Y si no puedes, sé crítico y tamízalo todo con tu inteligencia. Te ayudará a comprender mejor el mundo que te rodea.

—Berto, quiero hacerte una pregunta.

—Pregunta lo que quieras, Andrés.

—Es una cuestión matemática que nunca he entendido, pero a diferencia de otras ésta pica mi curiosidad. Esto. si tenemos un número determinado de objetos, por ejemplo: 100 manzanas, y dividimos ese número entre un número más pequeño que la unidad, nos da un resultado mayor que el original. Continuando con el ejemplo: si tienes 100 manzanas y las divides en dos cestos al final tienes 50 manzanas para cada uno, pero si divides 100 manzanas entre 0,4 obtienes un resultado de 250. ¿Cómo podemos tener ahora 250 manzanas?

—No tienes 250 manzanas, Andrés. Al dividir por un número decimal menor que la unidad o en su caso 2/5, que es la fracción equivalente, nos sale la cantidad de 250 trozos de manzana. Andrés, no son manzanas enteras, sino la fracción de la manzana: Son 250 trocitos de 2/5 de manzana cada uno. Más fácil, para que lo veas claro, este pastel era una unidad y al dividirlo en trozos el número resultante es mayor, pero cada trozo es más pequeño que la unidad inicial.

—¡Vaya, lo he entendido! ¡Es fantástico!

—Andrés, es tarde y en tu casa ya te tienen que echar en falta.

—Es cierto, Berto. Me voy.

—Puedes volver cuando quieras.

—Mañana es sábado y no tengo colegio. Podría venir un rato si a ti no te importa e incluso traer a algún amigo.

—¡De acuerdo, pero no vengas muy temprano! Soy un poco vago, y aunque no me importa acostarme tarde para estudiar alguna extraña cuestión de topología o por escuchar a Mozart en mi tocata, por las mañanas me disgusta madrugar. En eso, Andrés, sé que no soy un buen ejemplo, así que no me imites.

—No vendré temprano.

Andrés regresó todo lo rápido que pudo a su casa, pero no se libró de una buena reprimenda de su madre por llegar tarde a cenar.

—Andrés, nos tenías preocupados a tu padre y a mí. ¡Es la última vez que vienes tan tarde y además sin avisar! Estoy segura de que estuviste en el bosque. ¡No lo entiendo! ¿Qué puede haber allí tan interesante? Si te preocuparas más de tus libros de texto que de vagar por ahí, otro gallo te cantaría. El otro día me dio vergüenza enseñarle a tu padre las notas que trajiste: cuatro suspensos y el peor de todos el de matemáticas. Tu padre me dijo que estaba muy enfadado y planeaba dejarte sin salir durante un mes. Al final pactamos que hasta que no apruebes las matemáticas y mejores en el resto de asignaturas no tocarás la videoconsola. Así que, amiguito, quiero que te apliques y desempolves de una vez los libros de texto.

Andrés escuchaba sin rechistar, cabizbajo y meditabundo. Tenían razón, aunque le fastidiara reconocerlo. Su rendimiento escolar era cada vez peor, una cuestión era no ser como Francisco Gonzalo que sacaba todo con las máximas calificaciones y otra era que casi no aprobaba ni las asignaturas más fáciles. Bueno, eso cambiaría. Respecto a los videojuegos tendría que ir a casa de Luis a jugar. ¡Bah, no importa! Además, Luis parecía muy amigo de Lucía, podía matar dos pájaros de un tiro. Por una parte se podría acercar más a Lucía si estaba en contacto con Luis y por otra le tendría vigilado para que no le hiciera ninguna mala jugada con ella.

—¡Está bien, mamá! Mejoraré, lo prometo.

—Eso espero, Andrés.

La madre de Andrés empezó a enrollar muy decidida los cables de la videoconsola dispuesta a esconderla cuanto antes. Andrés cogió el teléfono y llamó a unos cuantos amigos.

—Te lo prometo, Lucía, te va a flipar. ¡Que no es broma! Mañana puedes verle si vienes conmigo. ¡Llamaré al resto! Sí, Luis también irá, no te preocupes.

III
La historia del gnomo Tarot

Berto ocupaba un área considerable comparado con sus amigos. Se encontraban en la explanada donde se conocieron el día anterior. Lucía, Marcos, Miguel, Carmen, Luis y el propio Andrés rodeaban al dragón.

Estaban sentados en corro con las piernas recogidas. Era una tarde muy agradable, y Berto, encantado con su público, no paraba de hablar. Por otra parte, el auditorio estaba fascinado con su nuevo maestro, tanto por ser un dragón parlante como por las historias que contaba.

—Amigos míos, la siguiente historia no sólo es verdadera, sino que se remonta miles de años hacia atrás en el tiempo y se extiende hasta nuestros días. Voy a contaros la historia del gnomo Tarot.

No sé si sabéis, pero yo os lo cuento, que los gnomos son auténticos guardianes de tesoros. Les encanta acumular riquezas y luego contarlas, poseen: oro, plata, joyas, piedras preciosas, papiros sagrados del antiguo Egipto y hasta la joya de la corona de Cleopatra. Para que no les engañen, pues debéis aprender que muchos

son los seres que codician los bienes de los gnomos, necesitan saber contar. Cuentan y recuentan su tesoro para asegurarse de que está todo y no falta ni una gema grande como un melón ni un brazalete de rubíes ni siquiera un anillo.

Una vez conocí a un gnomo que estuvo contando su tesoro durante doce días, doce horas y doce minutos. El resultado final coincidió con otros recuentos más rápidos realizados anteriormente. Era un ser muy constante. Como iba diciendo, otros gnomos tienen peculiares modos de contar.

Tengo un amigo gnomo cuyo nombre es Tarot y le encanta contar piedras preciosas. Cada mil piedras preciosas que cuenta ejecuta una cabriola en el aire girando sobre sí mismo y volviendo a caer de pie.

—Dime Lucía, si Tarot, la última vez que lo vi, dio ocho vueltas mortales. ¿Cuántas piedras preciosas poseía?

—Fácil —dijo Luis.

—¡Cállate! Me lo ha preguntado a mí. Son ocho mil piedras preciosas.

—¡Casi, Casi! En realidad poseía ocho mil trescientas siete, pero como sólo daba un salto mortal por cada mil contadas, sólo dio ocho vueltas. ¿Cuántas piedras preciosas le faltaban para un noveno salto? Venga; sin escribir en el suelo. ¡Hacedlo de cabeza!

—Setecientas noventa y tres.

—No, Carmen, has equivocado el cálculo mental.

—Seiscientas noventa y tres —dijo Luis con evidente orgullo.

—Muy bien, Luis. Esto es lo que se llama cálculo mental.

Ahora os voy a hablar de otros seres curiosos: «Los Follets». Los follets son seres elementales, un poco gruñones, que viven en cuevas y suelen llevar trajes de rombos. Miguel, ¿sabes lo que es un rombo?

—¡Mmmmmmm! Un cuadrilátero.

—Muy bien, Miguel. Un rombo es un cuadrilátero, es decir un polígono de cuatro lados, en este caso en particular los cuatro lados son iguales y sus diagonales son perpendiculares. Muchos follets se dedican al estudio de la Geometría, son meticulosos y apuntan todo en viejos libros encuadernados con piel de animal.

—¿Qué es la Geometría? —preguntó Carmen.

—Es una rama de las matemáticas que estudia cuerpos y figuras, y el espacio en que se ubican, por ejemplo: en un plano estaríamos hablando de una geometría bidimensional, ya que sólo tendría dos dimensiones. Nuestro mundo es tridimensional, pero ya os hablaré de los seres tan irresistibles que viven en otras dimensiones. En nuestro mundo también tenemos personajes dignos de mención como: «Los Elfos del Subsuelo.» Son bajos, arrugados y no muy bien parecidos, a diferencia de mí.

Todos los chavales rieron.

—Los elfos trabajan cavando día y noche en la búsqueda de oro y metales preciosos. No son muy buenos matemáticos y en ocasiones piden ayuda a gnomos como Tarot para contar su riqueza. Tarot se presta pronto para la tarea, eso sí, siempre les cobra alguna pieza que añade con prestancia a su gran colección.

Volviendo a los elfos, muchos de ellos guardan sus tesoros en cuevas subterráneas y colocan a un guardián en la puerta. El único modo de llegar al tesoro consiste en averiguar la palabra secreta que le debes decir al guardián. Si es correcta, él mismo te abrirá la pesada puerta y te dejará coger todo lo que puedas cargar en un viaje. Pero si fallas la palabra mágica puede que no vuelvas para contarlo a tus amigos.

La palabra mágica es una contraseña compuesta de letras y números. La última vez la palabra era: TES141. Tardé casi un día en sustituir las letras por los números, era un código especial, el 1 era la letra O, siguiendo el orden del alfabeto y sustituyendo los números por letras resulta que 2 es P, 3 es Q y 4 era R; luego, sustituyendo los números por las letras completamos la palabra secreta que era: Tesoro. Puedes pensar que las tres primeras letras no tienen ninguna relación con este código, tienes razón, los elfos a veces encriptan como quieren las palabras, y en este caso, TES sólo tiene relación para componer la palabra. En otros casos cifran todas las letras o las revuelven formando un anagrama que hay que resolver. ¿Alguien me pone un ejemplo de anagrama?

—Yo.

—¡Dinos, Andrés!

—MORA y AMOR.

—Exacto, son dos palabras con las mismas letras pero con distinto orden, con lo cual adquieren un significado distinto.

—También valdría ROMA —dijo Luis.

—Efectivamente, ROMA es un anagrama de las palabras anteriores.

Los códigos los puede realizar cualquiera que se lo proponga, y los podéis complicar todo lo que queráis. Las reglas las ponéis vosotros, pero recordad que tienen que seguir una lógica inherente a todo el código o no se podrá descifrar. Esa lógica es la que al final hace vulnerable al propio código. Por eso, los elfos cambian el suyo cada día, para que no le dé tiempo a nadie a descifrarlo y les ganen parte de su tesoro que tanto les cuesta arrancar de la tierra. El tiempo en este caso forma parte del problema.

—Yo tengo una pregunta.

—¡Dime, Marcos!

—Si siempre hay que estar sustituyendo letras por números hasta encontrar un patrón para resolver la palabra, pero los elfos la han cambiado ya, digo yo, te puedes volver majareta.

—¡Ja, ja, ja! Claro que sí. Dicen que hay personas que se han vuelto locos intentando encontrar la palabra correcta antes que los elfos la cambiaran, pero yo creo que son habladurías. Además, os he puesto un solo ejemplo de código, pero existen infinitos ejemplos, tantos como se os ocurran. Es mejor renunciar al tesoro de los elfos. Pero si queréis podéis entrenar un poco con códigos secretos y cuando estéis listos os acompañaré a retar a los elfos. ¿Cuántos os apuntáis?

Ninguna mano se alzó y todos evitaban mirar a los ojos al dragón.

—No seáis cobardicas, entre todos y con la ayuda de las Matemáticas podemos conseguirlo. Podemos formar un grupo de trabajo.

—¿Qué es un grupo de trabajo?

—Luis, un grupo de trabajo está compuesto por unos cuantos seres que se dedican a un fin común. En nuestro caso, si formamos una alianza de trabajo, el fin será conseguir el tesoro de los elfos. Pero no sólo aquí podemos formar un grupo de trabajo. Vosotros en la escuela podéis juntaros con varios compañeros para estudiar la lección, componer un poema o resolver un problema de química.

—¡Es verdad! Óscar, Olga y Pedro siempre estudian juntos y nunca suspenden —dijo Carmen.

Berto desplegó sus alas verdes para desentumecerse y continuó hablando.

—Recientemente, formé un grupo de trabajo con mis amigas las hadas. Es sabido que muchas no saben contar, otras cuentan poco y mal, y alguna, de forma excepcional, es una gran matemática. Yo estoy intentando cambiar eso. Ellas son mejores guardianes que los elfos a la hora de custodiar un tesoro, pero, a veces, su incapacidad de contar permite que estos las engañen.

De ahí surge mi pequeño grupo de hadas, solemos reunirnos los días de luna llena y charlamos sobre temas interesantes. En estas reuniones no siempre damos con una solución. Muchas veces sólo conseguimos esbozar los problemas y nos quedamos atascados o nuestro entendimiento no da más de sí. En la última luna llena hubo reunión, os contaré de qué hablamos.

El hada más joven, una delicia llamada Namrih, nos preguntó si existía vida en otros planetas. Algunas hadas opinaban que sí y otras que no. Yasmina argumentaba que tenía que existir, pues el Universo es tan grande y contiene tantas galaxias que es bastante probable que la vida se haya desarrollado en otros lugares.

También especificaba que era difícil, si no imposible, que entraran en contacto con nosotros debido a las enormes distancias que separan las galaxias y dentro de éstas a los planetas. Propuso que el modo de comunicación con una civilización alienígena podría venir de la mano de un canal atípico como es el mundo de los sueños, un contacto onírico interespacial.

Otra hada, Msajl, no creía en la vida fuera de nuestro mundo.

Unas decían que no poseían el conocimiento necesario para dilucidar si existía vida en otros planetas, pero así como muchos humanos no creían en las hadas y existían, igual podía pasar con otras civilizaciones extraterrestres. Yo, por mi parte, me limité a escuchar y moderar la conversación, pues a veces se caldea un poco el ambiente y empiezan a zumbar con sus pequeñas alas para provocar ruido y estorbarse en la exposición unas a otras. Mi única aportación clarificadora, pues no sé mucho del tema, fue contar que la ciencia que estudia si hay vida en otros planetas se llama exobiología.

IV
Días de clase

Sólo transcurrió un mes y los chicos que visitaban a Berto en el bosque mejoraron notablemente en Matemáticas, y este mejor rendimiento en esta asignatura les llevó a elevar el nivel del resto de calificaciones.

Para Lucía, Luis y Miguel no era un problema, pero Andrés y Carmen estaban encantados, por no hablar de sus padres. No contaron toda la verdad al decir que un amigo les ayudaba a entenderlas fuera de clase. Los adultos no hubieran querido en su bosque a un dragón por muy matemático que fuera. Simplemente, no lo entenderían, le tendrían miedo y el miedo genera odio. No tardarían mucho en organizar una batida para cazarle.

Muchos adultos también hubieran desconfiado de Berto por sus habilidades matemáticas, para muchas personas no dejan de ser un «coco» que dejaron atrás en su primera juventud. Así que los chicos decidieron no contar nada a nadie.

—Luis, no me gusta lo que acabas de decir —dijo Andrés.

—Lo he dicho porque creo que es lo mejor. Debemos contarle a nuestros padres lo de Berto.

—Te digo que no. Ya lo hemos hablado y lo único que conseguiremos es que le maten. ¿Te gustaría eso, te gustaría que le mataran? Para empezar, ten en cuenta que en un mes te ha enseñado más de lo que tú sabías en toda tu vida.

Una lágrima de pura rabia estaba a punto de caer por la mejilla de Andrés. Lucía lo estaba mirando y él lo sabía, sus mejillas eran carbones ardiendo.

—Ya lo sé —dijo Luis—. ¡Eres tonto! Sólo te estoy tomando el pelo. ¿Te crees que soy capaz de denunciarle? ¿Por quién me tomas, por un chivato? ¡No soy un chivato!

Luis empujó un poco a Andrés.

—Lo... lo siento, yo creí...

—Ahora no te pongas llorica, al final va a ser cierto lo que dice Lucía de ti, que no tienes carácter.

Andrés no entendió muy bien lo que significaba no tener carácter, pero sabía que era un insulto. Estaba bloqueado, no podía enfadarse con Luis porque éste no le había insultado, era Lucía la que pensaba que no tenía carácter. Miró a Lucía con aire de incredulidad mientras ella bajaba la cabeza. Un rayo de sol reflejado en su pelo derramaba dulces ocres en su cabellera dándole un aspecto frágil y etéreo.

Andrés saltó como un resorte.

—Para que os enteréis los dos, sí que tengo carácter, y mucho, no me hace falta vuestra falsa amistad para nada, me las puedo arreglar muy bien solo. ¿Así me pagáis que os haya presentado a Berto? ¡A la porra! Me voy a clase.

Andrés consideró soltar la palabra «mierda», pero le parecía soez delante de una dama. Lucía se había metido con él, pero no dejaba de ser una dama por ello. ¿O sí? La verdad es que no lo tenía muy claro. Tras estos pensamientos y tras sus solitarios pasos sonó la campana.

¡Rinnnnnnnnnnggggg! Un tañido de timbre odioso y malévolo que siempre le disgustaba, pues significaba el final del recreo. Se fue lentamente a clase, Luis y Lucía lo estaban mirando y por las películas sabía que andar despacio imprimía carácter. Luis y Lucía pasaron junto a él como un rayo. Habían decidido ir corriendo a clase a ver quien llegaba antes. Se sintió como un tonto por querer fingir carácter e impresionar a Lucía. Cuando llegó al aula estaba cerrada la puerta y la profesora Matilde le miró con desaprobación.

—Andrés, ya que has llegado tarde, vas a ser voluntario para contestar unas preguntas.

—Sí, señorita.

—¿Qué es un número primo?

—¡Mmmmm! Sí, es aquel que sólo puede dividirse por sí mismo y por la unidad.

—Bien la teoría. Ahora, ponme un ejemplo.

—El 12.

—No, Andrés. El 12 se puede dividir por 12, 6, 4, 3, 2, 1. Esto implica que no es primo.

Hace un mes Andrés se hubiera callado, siendo alguno de sus compañeros los que respondieran por él. Pero la situación ahora era muy distinta, se sabía con confianza para analizar la situación sin dramatizar. Es verdad que el 12 se puede dividir por esos números luego eso implica que no es primo. Veamos, otro número. ¡Mmmmmmm!

—El siete.

—Muy bien, Andrés, el siete es un número primo porque se puede dividir sólo por sí mismo y por la unidad. No se puede descomponer en otros factores.

Andrés se acababa de acordar de la conversación mantenida hacía menos de una semana con Berto.

—Berto, no entiendo qué significa que un número sea primo, tú me dices que un número primo es aquel que se puede dividir sólo por sí mismo y por la unidad. Yo lo entiendo, ¿pero qué valor tiene eso en el mundo real? No deja de ser una curiosidad científica.

—Andrés, imagínate que tienes doce gominolas y vas a repartirlas entre tus amigos. Puedes hacer paquetes de una gominola para doce amigos, de dos para seis amigos, de tres para cuatro amigos... El reparto es equitativo. Ahora imagina que en vez de doce gominolas sólo tienes siete. Los paquetes que podrás formar son: un paquete de siete gominolas o siete paquetes de una gominola si quieres que sean iguales. El siete es primo, como el tres, el cinco y tantos otros. Dime Andrés. ¿Qué se te ocurre?

—¡Mmmmm! Podría comerme una gominola de modo que me quedaran seis y así ya no sería primo, es decir, al no ser primo

podría tener más divisores y así elaborar paquetes de gominolas que sean exactamente iguales.

—Exacto, Andrés, pero ya operas con un número que no es primo. Cuando un número tiene más de dos divisores se llama compuesto.

—Es verdad, no sólo es curioso, sino que sirve para la vida diaria.

—Muy bien, Andrés —alabó Matilde—. Observo con satisfacción que has mejorado en Matemáticas. Puede que aún te quede un poco de esfuerzo, pero estoy segura de que haciendo los deberes como hasta ahora pronto redundará en una mejora de tus calificaciones.

«¡Si tú supieras!», pensó divertido Andrés. «He mejorado, pero gracias a mi amigo el dragón. Él hace que las Matemáticas parezcan mágicas y divertidas. No estudio con esfuerzo, sino que las comprendo porque son aplicables a mi vida diaria. Lo mejor de todo es la mirada de Lucía, por fin empieza a fijarse un poco en mí. La verdad es que lo tengo difícil con Luis, el cabrito es tan alto, no es que yo sea bajo, pero él me saca una cabeza y eso les mola a las tías. ¡Bah! No debería preocuparme tanto, es alto pero es un auténtico patán y yo soy como un gato: tengo estilo. Por cierto, ahí está Laura mirando, parece que hay un brillo en sus ojos que antes no lo tenía.»

—Andrés, me has oído. ¿Quieres sentarte por favor?

—¿Eh? Sí, perdone señorita, estaba pensando en el problema.

—Así me gusta, que penséis en los problemas incluso cuando los hayáis resuelto.

«Yo pensaba en el problema de desembarazarme de Luis», pensó para sí Andrés.

—Chicos, ahora va a salir al encerado a demostrarnos sus habilidades... ¡Mmmmmm! Luis, por favor, sal para resolver el siguiente ejercicio.

—¿Eh? El siguiente ejercicio, dice usted, espere un momento. No, no lo tengo hecho. ¡Lo siento!

—Jovencito, no lo sientas tanto y sal a la pizarra. No lo has hecho, no pasa nada porque ahora vas a tener la posibilidad de enmendar la plana y hacerlo delante de tus compañeros.

Luis, tan gallito en el patio, estaba ahora acobardado y temeroso. Salió al encerado con las manos en los bolsillos por los nervios y con la camisa de color verde colgándole por encima de los pantalones. Miraba nervioso a un lado y a otro del aula, la clase entera le devolvía la mirada con expectación. Intentó cruzar su mirada con la de Lucía, pero ella se había puesto a buscar el ejercicio en el cuaderno y no se la devolvió. Buscó en otra dirección y se topó con la mirada de Andrés. Andrés lo miró más con curiosidad que con odio. A su vez, Luis lo miró con temor y un pequeño punto de desdén.

—Caballerete, lo primero que vas a hacer es darnos una lección a todos de buena educación y vas a sacar las manos de los bolsillos, lo segundo va a ser una lección del buen vestir y te vas a meter la camisa por dentro de los pantalones.

La clase estalló en una sonora carcajada.

—Sí, señorita Matilde.

Luis sacó las manos de los bolsillos y se remetió la camisa como pudo, dejándose un pequeño faldón por detrás que provocó las sonrisas maliciosas de algunos de sus compañeros.

—Luis, ahora que ya estás presentable para resolver el problema, apunta en la pizarra. ¿Cuántas peras hay en 200 piezas de fruta, si las peras son los 3/8 del total?

—¡Mmmmm! Las peras son 3/8 del total —escribió en la pizarra—, luego, queremos conocer cuantas hay en 200, volvió a escribir en la pizarra. Deberemos multiplicar el numerador 3 por 200 y multiplicar el denominador 8 por el denominador de 200 que como no tiene en este caso es 1, es decir: 8x1. En el numerador nos queda 600 y en el denominador 8. Dividimos 600 entre 8 y nos da 75 peras.

—Muy bien, Luis.

La verdad es que Luis no había hecho los problemas, pero sí que se le daban bien las Matemáticas. Su semblante había cambiado. Ahora estaba radiante. Lucía lo miraba con afecto y las tornas volvían a estar complicadas para Andrés. «Esto parece una partida de ajedrez», pensó Andrés. «¿Tendrá algo que ver el ajedrez con las Matemáticas? Supongo que sí. Se lo preguntaré a Berto.»