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Primera edición digital: abril 2017
Imagen de la cubierta: Foter.com
Diseño de la colección: Jorge Chamorro
Corrección: Juan Francisco Gordo
Revisión: Laura Vera

Versión digital realizada por Libros.com

© 2017 Carlos Burguete
© 2017 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17023-31-7

Carlos Burguete

Claustro

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Claustro
  5. Mecenas
  6. Contraportada

1

Mayo de 2009

La náusea se acomodó grávida en el esófago de Aurora Nogueiras tras rehacerse en su sueño aquella sensación de inmovilidad ante la trampilla cerrada del sótano, en una de tantas ocasiones en que se habría quedado a un escalón del umbral horizontal, estática, casi hierática y doblegada por un temor visceral al desconocido e intuido exterior, mirando arriba sin pestañear y con los sentidos afinados para captar alguna señal, la que fuese. Recién despierta, pudo sentir de nuevo sus brazos, finos y blancos, pegados a aquella tela de raso azul que la cubría; acabados en manitas sudorosas, manos con dedos juntos y apretados entre sí y a sus piernas, rígidas y casi paralizadas por el miedo. Aún yaciendo en su lecho rememoró también aquella amalgama olfativa, aquella mezcla mal batida de olores definidos fijados en su mente, como la impronta indeleble de la fragancia de la madera húmeda o de la geosmina de la tierra empapada, así como el olor orgánico del humo de algún fogón cercano y del telúrico estiércol de las bestias. También su propio olor.

Todo lo que recordaban sus pupilas, dilatadas por la obscuridad, era la negrura de las vigas mohosas y una cortina finísima de luz mojada de lluvia que se colaba goteando entre los tablones, cortando como un bisturí la ausencia de luz. La música de su sueño recurrente consistía en un recuerdo sonoro en el que aún distinguía una voz masculina, metálica, lejana y casi ahogada, interrumpida de tanto en tanto por alguna sintonía enlatada. La fantasmal y caótica composición de recuerdos nadaba en la angustia, la que ha de tener un neonato que tras abandonar el útero materno se sabe en un nuevo claustro de cuyo exterior obtiene pálidos retazos. El miedo, infiltrado como el agua de lluvia, se metamorfoseaba en impulso por vomitar aquel pasado remoto durante el cual la noche se fundía en el negro día.

Se incorporó en la cama y trató de eructar en un fútil intento de aliviarse. Desearía olvidar esa parte de su vida, que sus sueños la abandonasen. Incluso pensaba con frecuencia que se sometería gustosa a una lobotomía si así lograra liberarse de aquellas representaciones de ese pasado concreto enraizadas en sus neuronas. Como única vía de escape, Aurora había pergeñado una huida hacia delante. Había imaginado su victoria al enfrentarse de cara a aquella nube informe de memoria que la asaltaba caprichosamente para atenazarla con nocturnidad. Una vez más se había despertado antes de lo previsto. Dio un manotazo al despertador para evitar que el metálico cascabeleo de la alarma mecánica sonase en vano y se levantó tratando de despejar su mente con pensamientos banales, cuanto más banales mejor. Como cada madrugada arrastró sus pasos hasta el mueble y encendió su transistor, el mismo antiguo aparato que compró su padre en la feria en 1929. El vetusto receptor se había averiado en tres ocasiones pero jamás pensó en deshacerse de él. Lo mandó reparar pese a que le habría sido más rápido y económico comprar uno nuevo. Ese transistor significaba algo importante para ella. Sus manos nudosas lo mimaban hoy como el primer día.

El tiempo ha pasado de otro modo en Chaguaceda, deshabitada desde mediados de los años setenta del siglo XX. En tiempos fue una aldea diminuta y en su apogeo no llegó a albergar a más de cincuenta vecinos y a unos quince perros. Todo llegaba tardísimo a Chaguaceda, tan tarde que muchas cosas no llegaron jamás. Las ideas, las costumbres, las cosas, e incluso las personas se demoraban. Tanto en entrar como en salir. Cuando la aldea aún vivía, el humo lento y sempiterno de los fogones se perdía en el aire húmedo mientras los años heredaban de los siglos lo invariable, lo que apenas muta, lo que se aísla y sigue su evolución única, sin apenas influjos ni reflujos, haciéndose más simpar e irrepetible perdiéndose en un callejón sin salida, minuto a minuto, noche tras noche, generación tras generación. Un tren muerto yaciendo oxidado sobre los raíles rotos del tiempo. Para sus gentes la aldea era el cosmos, diminuto e íntimo, amado y a la vez detestado.

En su retorno un mes atrás, Aurora contempla como la vegetación se ha empeñado en hacer desaparecer de la vista las casas de rotundo granito, tapizado ahora de verde por musgo y liquen. Los castaños pugnan con los carvajos y los arbustos para rodear las casas que aún logran mantenerse en pie. Parece como si la flora quisiese engullirlas, como una gigantesca e informe anaconda que descoyuntase sus mandíbulas para tragarse la aldea entera y con ella los rastros de las vidas. La impronta inconfundible del antiguo quehacer humano se hace más borroso cada día en un proceso lento pero inexorable, como el del metal de las azadas herrumbrosas que recupera átomo a átomo, oxidándose, su estado mineral. Desde la cima del valle los abedules, castaños y robles permanecen impertérritos como testigos de la despoblación, del éxodo humano lento y ya concluso, oculto al resto del mundo. La maleza se ha atrevido a colarse en establos y casas, así como en la diminuta iglesia, aún reconocible por la tímida cruz de granito verdoso. Una ruinosa lavadora automática, ya del color férrico del orín, asoma entre ortigas y aperos abandonados en lo que fue la casa de Santiago, el último cura de Chaguaceda. Su muerte sería especialmente recordada por lo violento de sus circunstancias, si bien algunos opinaron que lo tenía bien merecido.

Aurora Nogueiras, divorciada desde hace dos lustros, se acaba de instalar en lo que fue el hogar de sus padres durante la infancia, un macizo y austero caserón de cierta envergadura que había resistido el abandono con sorprendente dignidad. Su hazaña, su locura, la encarnizada lucha contra su inconsciente está ya en marcha. Ha necesitado más manos para hacer habitable aquello. Incluso llegar hasta allí ha requerido ayuda. Al cadáver de la aldea puede llegarse por carretera hasta Triufé, incluso algo más cerca, pero a partir de un punto la única opción es llegar a pie por senderos no aptos para sus lentas piernas. No fue tarea fácil instalarse en Chaguaceda y menos aún vivir allí de forma permanente. Tuvo claro que nada ni nadie le impediría regresar a aquel lugar donde vio la luz y la oscuridad por primera vez, aquel lugar que sería el campo de batalla donde esperaba derrotar a la angustia. El próximo jueves haría un mes desde su regreso, quizás definitivo. Quería morir allí, no sin antes robarle respuestas al miedo y satisfacer la contundente necesidad de perdonar y dormir en paz.

2

Verano de 1931

La noche se cernió y abrazó a Justo tan lentamente que no reparó en ello. Continuó trabajando su parcela de tierra cuando el primer fulgor plateado de la luna comenzó a crear fantasmales claroscuros en los surcos de la piel de su rostro, bañado en sudor. Sus pupilas nadaban en lágrimas de esperanza y se habían abierto paulatinamente para recoger la fría luz que agonizaba de forma imperceptible. Su cuerpo enjuto y fibroso se movía como un mecanismo, a un ritmo constante y sin atisbo de desánimo. Apenas era consciente de trabajar tantas horas; muy al contrario, la euforia le hacía levantar el legón una y otra vez y hundirlo en la tierra húmeda a golpe de exhalación. Nada importaba porque Demetria estaba preñada por fin y pariría en un par de semanas, para primeros de septiembre, si Dios quería. Durante las largas horas de labranza y soledad, más de una oración había dedicado al cielo pidiendo que fuese un varón, el cuarto Justo Nogueiras, el suyo, quien llevase su sangre. Le daría la educación que él no recibió. No se pasaría la vida encalleciendo sus dedos como él. No. Su hijo sería alguien, alguien importante y respetado. Irían a la feria con sus mejores galas y presumiría de su vástago ante los de la aldea vecina. Toda la ilusión de su vida estaba canalizada hacia ese objetivo de forma casi obsesiva. Su hirsuto pelo negro parecía reflejar el estado febril de su voluntad, obstinada en un deseo visceral de ser padre y prolongar su estirpe, su sangre, su apellido.

Justo Nogueiras era físicamente incapaz de sonreír. Pero lo hacía en cierto modo. Sonreía de forma invisible en los vericuetos de su mente. Y ese día, prácticamente oculto en la noche, su pensar lucía una inconfundible expresión de alegría. En algunos minutos sus pies doloridos le anduvieron hasta la casa. Dejó la azada en el cobertizo y entró en la vivienda. Sacó sus pies de las almadrabas y se sentó en el banco de castaño que fabricó su abuelo, un banco que, según decía el propio Justo, era sobrio y austero pero tenía la capacidad de devolver el resuello a quien en él se sentase. Con las articulaciones crispadas y los músculos sobrecargados dejó caer su cuerpo hastiado sobre la madera que crujió casi a la vez que su rodilla. La débil luz de las dos lámparas de aceite se le antojaba más intensa que de costumbre, tanto como su emoción. Debía ser que su vista se había hecho a la tenue luz solar reflejada en la luna. Demetria, grávida, descansaba en el camastro. Al oírle entrar se levantó rauda.

—Tarde llegaste hoy, Justo. No debes trabajar tanto o tu rodilla quebrará como una rama seca. Te lo vengo advirtiendo.

Justo calló. Era hombre de muy pocas palabras, menos que las precisas. Hablaba con la boca cerrada. Sus silencios así adquirían significado, igual que lo hacía la intensidad de su respiración, la postura de su cuerpo enjuto, o incluso el movimiento de sus dedos. Demetria conocía muy bien todo aquel repertorio gestual casi involuntario y sabía interpretarlo. Esa noche, de repente, Justo habló con énfasis.

—Vuelve al lecho, mujer. En tu estado debes descansar lo más posible. Yo me serviré el pote. ¡Ve a dormir!

Demetria se sorprendió de la vehemencia con la que se empleó su marido y por la aparente preocupación por su estado. Justo era muy hosco, casi físicamente impedido para cualquier muestra de afecto, pero su corazón sentía profundamente en silencio. Sin querer preguntar nada, Demetria volvió al lecho y se tumbó tras recolocarse el henchido vientre. Había percibido un indicio de inmensa alegría en la mirada del hombre, de natural impenetrable y fría como la nieve.

—Debes ser un niño —pensó para sí hablando a la criatura por venir—, si no tu padre mucho habrá de sufrir.

3

 

Aurora había contado con la ayuda valiosa de su nieta Sofía y con la de un par de amigas inseparables de la joven cuyos nombres ella siempre confundía. Entre las cuatro habían eliminado la maleza y limpiado a fondo el interior. Incluso habían acristalado de nuevo las ventanas. Fue trabajo de cerca de un mes, pero habían logrado hacer de la antigua casa un lugar medianamente confortable. Aurora había rogado a las jóvenes que mantuvieran secreto al respecto. En un principio se negaron dado que les parecía un desatino y una chaladura de vieja el irse a vivir allí sola. Sin embargo, la anciana logró convencerlas de su trabajo y de su silencio recurriendo a su libertad y a su intenso deseo antes de morir. El principal problema era la ausencia de energía eléctrica y de agua corriente. Pero esos detalles no desanimaron un ápice a la mujer. Se hizo con un pequeño generador que adquirió por consejo de quien fuera su marido hasta hacía una década, Román, el veterinario. A él también hubo de convencerle, si bien fue tarea más sencilla pese a que el sentimiento de aquel por ella era tan intenso como el primer día. Su amor por ella le llevó a aceptar su voluntad con lágrimas de impotencia, consciente de que quizás no volviera a verla jamás.

El agua la venía obteniendo del arroyo que serpenteaba a un par de kilómetros. Pero no era todo tan sencillo. El generador necesitaba gasoil y el agua había que acarrearla desde el riachuelo. Aurora contaba con una pensión y algunos ahorros que le permitieron dar un dinero semanal a un joven de Triufé, nieto de una amiga suya. Gabriel se encargaría de acercarse un par de veces por semana hasta Chaguaceda, llevando gasoil en su moto hasta el punto en que sólo el sendero era válido para continuar. Allí dejaría su vehículo y continuaría a pie, cargando su mochila. Una vez en Chaguaceda, dejaría el gasoil y se acercaría hasta el arroyo para cargar un par de bidones de veinticinco litros que llevaría en una carretilla.

Gabriel puso sus ojos en Sofía desde el primer momento. Ella no hizo lo mismo. Sofía debía volver a la ciudad a continuar sus estudios a principios de septiembre, dejando sola a su abuela en aquella aldea. No era una idea que la tranquilizase, pero había desistido tras muchos intentos previos de disuadirla. Era la decisión irrevocable de la mujer y debía respetarla enteramente. Lo que sí logró fue convencerla de que comprase un teléfono móvil. La cobertura no era buena y había que desplazarse unos cientos de metros fuera de la aldea para lograr entenderse, pero la joven estaría más tranquila sabiendo que la anciana no quedaría incomunicada.

Sofía tenía veintidós años, era muy delgada y lucía un caballo tatuado en su hombro izquierdo. Su pelo, liso, negro y larguísimo, parecía imitar la crin del equino. No conoció a su padre. Su madre murió en un accidente de moto. Aurora, su abuela materna, era el único familiar que tenía y con quien había vivido desde el fallecimiento de Celia, su madre. El carácter de la joven se había hecho muy reservado. Había más que coqueteado con ciertas drogas pero una noche creyó estar caminando sobre una cuerda suspendida a una altura infinita, manteniendo el equilibrio y rodeada de pavor. El aislamiento casi total en la aldea durante el verano supondría una ayuda inestimable para olvidar esos estímulos químicos aparentemente inofensivos. Se conformaría con su tabaco de liar y la música de su reproductor. Y por supuesto, su bloc de dibujo y sus lápices. Desde que llegó a Chaguaceda había terminado un puñado de bocetos de la aldea; la iglesia, una vista desde la ladera, y otro de lo que pudo ser, por llamarlo de algún modo, la calle principal.

Era una mañana fresca y húmeda. Se percibía intensamente el olor de la tierra, con un toque de eucalipto. Sofía curioseaba esta vez por los aledaños del caserón de su abuela, buscando un buen punto de vista desde donde hacer trabajar a sus lápices. La vegetación había alfombrado casi por completo lo que en tiempos fue el camino empedrado que rodeaba la casa. Sofía lo siguió hasta llegar a la parte trasera. Era una zona que apenas había inspeccionado. Era una especie de patio pequeño, delimitado por muros que parecían hechos por acumulación vertical de cualquier cosa que sirviese al efecto. Sofía fijó su mirada en un cráneo de asno que había servido como improvisado sillar para el muro. Metros a la izquierda, otro de oveja. El resto eran bloques irregulares de granito y algún que otro pedazo de tronco de árbol. Un par de ruedas de carro de madera muerta se apoyaban inertes en una esquina. Azadas, rastrillos y una yunta con décadas de uso y desuso aparecían diseminados en el patio. Sofía centró su atención en una mesa austera sobre la que había un botijo y un par de cuencos polvorientos. Bajo ellos hubo un día un periódico. Hoy día era una especie de hojaldre rígido de celulosa, quebradizo y amarillento. Sofía levantó los cuencos para inspeccionar el diario. Al hacerlo, lo que fue la portada, adherida a la cerámica, se desprendió del resto. La joven exclamó casi en silencio y se inquietó por el pequeño desastre. Trató de recomponer el periódico como pudo. Resultaba casi imposible hojearlo, así que se detuvo a leer algo, lo que fuese. Lo más legible era el inicio de una columna lateral de una de las primeras páginas. Debía de ser una noticia de cierto interés. El titular decía: «Nodo en Galicia». Continuaba: «El noticiario documental No-do vendrá a la comarca para plasmar las costumbres populares de esta tierra tan querida por nuestro insigne Caudillo…». Sintió curiosidad por saber la fecha exacta de ese periódico. Tras inspeccionar con cuidado, logró dar con una página que conservaba casi intacta la fecha en la esquina superior izquierda: 12 de mayo de 1971. Intuyó que por aquel tiempo quedaría poca gente en la aldea, que estaría ya agonizando, perdiendo sus últimas almas. Cerró de nuevo minuciosamente el amasijo de papel y siguió deambulando por el patio, tapizado de verde y cantos. Anduvo despacio, consciente de que cualquier prisa allí era un sinsentido. Podía detenerse horas en detalles nimios. Se encaminó hacia el cráneo de asno que permanecía embutido en el muro.

De repente, una de sus botas de montaña produjo al pisar un sonido distinto al esperado leve roce con la maleza. Fue un sonido algo sordo y hueco. Sofía creyó haber pisado un tablón y miró hacia el suelo. Quitó la mirada en el acto pero la devolvió un par de segundos después. Le pareció distinguir una argolla herrumbrosa de gran tamaño. Se agachó y la cogió para inspeccionarla, pero no pudo levantarla del suelo. Estaba tan cubierta de óxido y tierra que apenas pudo moverla. Sin apenas dudarlo se sentó con las piernas cruzadas junto a la argolla y cogió un cascote anguloso con la idea de retirar lo que la rodeaba y le impedía ser movida. Se recogió el pelo en una coleta y comenzó a raspar. Al rato la argolla podía moverse algo más. Continuó varios minutos hasta que observó que estaba sujeta a otra pieza metálica que la abrazaba. Tiró con cierta fuerza y la argolla giró en el pasador con un chirrido que hizo horripilar el vello de sus antebrazos. Repitió el movimiento varias veces para liberar el giro, produciendo una extraña mueca, como si quisiese cerrar sus oídos. Siguió limpiando la zona hasta que comprobó que la argolla estaba fijada a un tablón. Tiró de ella hacia arriba, pero fue en vano. No se movió un ápice. Se quedó un rato observando hasta que concluyó que sería una puerta de la casa que quedó allí abandonada y medio enterrada. Se levantó y olvidó el asunto casi en el acto. Se sentó sobre un montón de leña y comenzó un nuevo dibujo. El motivo sería el muro con el cráneo de asno. Al fondo, la ladera.

4

 

Demetria Silva volvía del río. Apoyaba un voluminoso canasto de mimbre en su cadera, cargado de ropas blancas recién lavadas y dejadas secar al sol. En su avanzado estado de gestación no debería cargar peso, lo sabía, pero también tenía que tener todo lo más limpio posible para cuando naciera el niño. Bueno, quizás fuese una niña, pero mejor no pensarlo. Cogió la vereda en pendiente que subía hasta la aldea. No había terminado el recorrido cuando un calambre de turbio dolor le sacudió el bajo vientre. Trató de ignorarlo y siguió el camino, asustada. A los pocos segundos, otro aún más fuerte. Demetria soltó de inmediato el canasto, que se desparramó pendiente abajo. Se llevó ambas manos a su gravidez y se arrodilló bruscamente ignorando el dolor por el roce con el terreno. Gimió y sollozó y gritó.

—¡Auxilio! ¡Comadrona! ¡Que alguien mande llamar a la comadrona!

Demetria barruntó que algo no iba bien. Era su primer embarazo pero tuvo la certeza de que las cosas no iban como debían. Necesitaba asistencia inmediata, por lo que gritó con todas sus fuerzas. En breve vio llegar a Matilde, una mujer bastante mayor que ella que también se dirigía hacia el río para lavar su ropa. Dejó su cesta en el suelo y acudió de inmediato a socorrer a Demetria. La ayudó a incorporarse y ambas llegaron hasta la primera casa que no era otra que la de Santiago, el cura. Unas voces y los insistentes golpes de los nudillos de Matilde contra la puerta sobresaltaron al párroco. Era un hombre joven, rondando la treintena. Mostraba una alopecia casi total, ya anunciada desde la adolescencia. De tez muy blanca, casi cetrina, sudaba con frecuencia y desprendía un olor extraño pese a ser muy aseado. Según Demetria y otras mujeres, olía a cera de velas. Algo había en él que producía desasosiego, incluso repugnancia. Santiago abrió la puerta y observó la escena, inexpresivo, analizando fríamente lo que estaba ante sus ojos. Tras varios segundos abrió la boca.

—Pasad, mujeres. ¿Estás para parir ya, Demetria?

—¿Usted qué cree, padre? Acabó de romper aguas —replicó Matilde.

El cura, vestido con un pantalón de paño negro y una camisa blanca impoluta que apenas contrastaba con su tez macilenta, hizo un somero ademán señalando su cama.

—¿Quiere avisar a Regina, padre? Yo cuidaré de Demetria. Vaya, por favor.

Tras una media hora que se hizo interminable llegó de nuevo el cura, acompañado de Regina, la comadrona. Mujer corpulenta y brusca, tenía fama de resolutiva. Había ayudado en los partos de casi todas las mujeres de la aldea, las más jóvenes que ella. Incluso se decía que había practicado un aborto y que era algo bruja. Demetria sentía temor ante ella. Le asustaba profundamente ponerse en sus manos, pero había de admitir que su experiencia debía de tranquilizarla. El hecho de que nunca hubiera habido que lamentar muertes de criaturas ni de madres, salvo el inevitable caso de ‘la bufa’, aquella loca que se autolesionaba, la tranquilizó en cierto modo, pero cuando la vio aparecer en la alcoba sintió la punzada del miedo en su espina dorsal. Regina se dirigió hacia ella sin vacilar ni detenerse un segundo. Andaba con mucha rapidez, más de la que se atribuiría a una mujer de su edad y peso.

—Ese niño pidió paso ya, ¿no? ¡Ayudémosle a salir!

Sin más preámbulo se situó a los pies de la cama y retiró los ropajes de Demetria con brusquedad. Repentinamente, miró al cura y le dijo:

—Traiga una palangana con agua, unos paños y luego déjenos solas. Y avise a Justo.

Después continuó dando órdenes tras girar su vista hacia la otra mujer.

—Y tú, Matilde, no te vayas que me asistirás.

Mientras, Demetria miraba a Regina con una mezcla de pavor, dolor y admiración. Balbuceó.

—Algo no marcha bien, Regina. Algo no marcha bien.

—¡Calla y comienza a empujar! Lentamente.

La comadrona comenzó a manipular con esfuerzo, respirando con dificultad y mostrando concentración. Demetria sentía un pudor absoluto que desaparecía con cada andanada de dolor. Cuando este cedía un mínimo, entreabría los ojos y observaba el semblante de Regina. Podía ver cómo la mujer mordía la punta de su lengua, volcada en su labor.

—¡Empuja, Demetria, empuja más o la criatura no saldrá!

La parturienta sintió un escalofrío al oír la terrible amenaza de Regina y, olvidando todo, cerró con fuerza sus párpados y presionó con toda la fuerza de sus músculos abdominales. El resultado fue inmediato; la criatura comenzó a salir, pero no de la forma que habría sido deseable. El rostro de Regina reflejó en el acto el estupor. Demetria abrió los ojos levemente y entre lágrimas vio la preocupación en el rostro de la oronda mujer.

—¿Qué ocurre, Regina? —gritó preguntando—. ¡Dime qué ocurrió!

—Tu criatura viene al revés, trae los pies por delante. ¡Será más difícil pero saldrá!

Regina se llevó la mano derecha a un pequeño saco de tela que pendía de su cinturón. De allí extrajo algo apresuradamente, queriendo que no fuera visto por nadie. Lo aferró en su mano izquierda y gritó a Matilde:

—¡Pon agua a cocer! ¡Rápido!

Matilde obedeció instantáneamente. Buscó un caldero entre los enseres del cura, vertió en él algo de agua de un jarro metálico y lo puso sobre una parrilla bajo la que aún titilaban las pavesas del último fuego. Las avivó y colocó más leña. En ese momento llegó Justo a la carrera, atropellado y sin aliento. Segundos después, el cura.

—¡Mujer!

—¡Justo! ¡Quédate donde estás y no te acerques hasta que te avise!

—Va la cosa bien pero no te necesito ahora. Padre, lléveselo fuera —dijo Regina imperativa.

Las piernas y la voz del hombre quedaron inmóviles, como si obedecieran ciegamente a la mujer. Santiago presionó con la palma de su mano en el hombro de Justo, indicándole que salieran.

—Vamos fuera, dejemos a las mujeres que saben más de esto.

Justo comenzó a temblar del mismo modo que lo hacía el caldero al hervir el agua. Regina se acercó al fuego, lo observó y depositó en el líquido bullente el objeto que había recuperado de su saquito. Matilde se acercó con curiosidad y observó. Regina trató en vano de ocultarlo con su cuerpo. Matilde vio que era un hueso lo que flotaba en el agua agitada. Parecía una vértebra. Era una vértebra. Miró extrañada a Regina buscando una explicación. No la obtuvo. Preguntó.

—¿Para qué cueces ese hueso roñoso? ¿Es alguna de tus brujerías?

—Es para que beba el agua. Eso ayudará a que el parto vaya bien.

Un grito de dolor de Demetria interrumpió a las mujeres. Regina se volvió hacia ella y retomó la tarea de tirar con suavidad de los diminutos pies que comenzaban a aparecer. Según lo hacía, ordenó a Matilde:

—Llena un cuenco con el agua del caldero, y no toques el hueso. Dáselo a beber cuando no hierva.

Matilde hizo lo que le fue indicado y acercó el cuenco a Regina. Demetria bebió el agua aún caliente. Ella conocía la razón por la que Regina se la daba a beber. Sólo se preguntaba con angustia a quién habría pertenecido ese hueso. Rezó en silencio porque no fuera del cuerpo de su padre o del de alguno de sus abuelos.

5

 

Decidió encender las velas que había dispuesto en la estancia principal y apagar el grupo electrógeno. Pese a que el aparato era relativamente silencioso y lo habían colocado a más de veinte metros de la casa, se percibía un zumbido constante que terminaba crispando. Además, le interesaba ahorrar todo el gasoil que pudiese debido a lo complicado y trabajoso que resultaba traerlo desde Triufé. La estancia adquirió repentinamente un aire distinto. La luz de las velas, oscilante y vibrante al son de la llama, proyectaba sombras difusas y móviles que parecían trepar por los muros levantados por mera superposición de bloques de austero granito. La inmensa soledad del valle despoblado se hacía si cabe más patente en la noche oscura, herida por la luz de tres velas. La negrura se colaba por los vanos, acompañada del rítmico roce de los élitros de grillos y cigarras.

Sofía llegaba en ese momento. Había estado recorriendo el valle en su bicicleta. Hubo de abandonar el pedaleo y llevar su vehículo andando varias veces. No quedaba rastro de caminos, senderos o pistas. La vegetación había recuperado el terreno que le conquistaron los seres humanos y las bestias domesticadas durante siglos. Sofía pataleó levemente en el suelo antes de entrar para desprender la tierra de sus botas. Saludó a su abuela y se acercó a una nevera portátil que habían dispuesto en lo que en tiempos fue una despensa.

—Abuela, ¿te preparo algo para cenar?

—No, niña, ya comí algo antes. No tengo apetito.

—Bueno, yo comeré algo de queso.

—¿Cómo fue tu paseo en bicicleta?

—Casi no pude montar; el suelo es terrible, piedras y ramas por todas partes. Pero es muy bonito. Estuve dibujando unos caballos que vi a lo lejos. Ya sabes que me encantan.

—Sí, lo sé. ¿Me muestras esos dibujos?

—Claro.

Sofía sacó el bloc de su mochila y se lo entregó a Aurora. La anciana acercó una vela y abrió el cuaderno lentamente. En las primeras hojas había unos estudios anatómicos femeninos y unos bocetos de manos y pies. Aurora se detuvo en ellos y asintió bajando las comisuras de sus labios en señal de aprobación y admiración. Sofía sonrió con algo de rubor. Las siguientes hojas mostraban paisajes y los primeros bocetos que había hecho de la aldea. Era muy detallista. La anciana se sorprendió al comprobar que la chica había dibujado incluso una lagartija que se bañaba de sol en un muro. El realismo del reptil era notable. Aurora reconocía cada lugar que había captado su nieta. Finalmente llegó a la última hoja utilizada del bloc, aquella sobre la que Sofía había dibujado el muro con el cráneo de asno. Aurora se quedó un rato mirando hasta que reconoció el lugar representado en el dibujo. Justo en ese momento su expresión se congeló. Guardó silencio y miró a Sofía de forma que a esta le resultó inquisitiva.

—¿Has estado en este patio? ¿Qué hacías allí?

—Pues… nada especial. Curioseaba y luego me senté a dibujar. ¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—Nada, son cosas mías —respondió Aurora de forma un tanto críptica.

Sofía se quedó mirando fijamente a la anciana esperando alguna aclaración. Vio que el juego de sombras móviles de las luces de las velas confería a su cara un aspecto inquietante. La mujer se levantó de su silla, sin lograr ocultar el nerviosismo. Según abandonaba la estancia contestó a Sofía.

—Es sólo que tengo algún mal recuerdo de ese patio. No pasa nada. Voy a estirar un poco las piernas y a acostarme.

Sofía detectó que su abuela no tenía la menor intención de ampliar esa información, por lo que no insistió. Cerró su bloc y se quedó sentada, pensativa. Por un instante le vino a la mente la argolla que allí descubrió y pensó si podría tener algo que ver. Al rato desistió y gesticuló para sí misma abandonando la idea. Se colocó los auriculares en los oídos y pulsó alguna tecla en su reproductor de música. Acabó el trozo de queso que había cortado y se tumbó en su colchón. Desde su posición podía ver la luna a través del vano. Se le antojó que tenía un brillo especial. La música le hizo imaginar un viaje volando hasta el satélite, como si nadase. Después pensó en la cara oculta de la luna. Se preguntó por qué nunca se mostraba. En su viaje imaginado se situó detrás del astro y la vio. Esos pensamientos la estaban adormeciendo. Cerró los ojos dejándose llevar, pero algo se los hizo abrir. Debía apagar las velas. Detuvo el reproductor de música y se levantó. Apagó las tres llamas con sendos soplidos. De pronto creyó oír algo, un gemido. Con la escasa luz que llegaba de la luna se las apañó para encender uno de los cirios y se encaminó hacia el jergón donde descansaba su abuela, aquel donde durmieron sus padres. Según se acercaba se hacía evidente que era ella quien lloraba.

—¿Por qué lloras, abuela? ¿Qué te pasa? —dijo Sofía según se sentaba a los pies del colchón.

—Son recuerdos que me vienen, no te preocupes. Ten en cuenta que yo nací aquí y aunque esté todo tan distinto no puedo evitar emocionarme.

Sofía pasó su brazo por el hombro de la anciana, que permanecía sentada junto al cabecero. No dijo nada. Pero Aurora continuó.

—Yo no fui feliz aquí, Sofía. Es la razón por la que he querido volver, por enfrentarme al pasado y morir con la satisfacción, o quizás debiera decir el consuelo, de haber disfrutado algo del lugar donde nací y crecí, aunque sea ochenta años después.

—¿Te ocurrió algo malo aquí, abuela?

Aurora fijó su mirada húmeda en los ojos levemente robados a la oscuridad por la luz rebotada por la luna. Una lágrima desbordó el párpado inferior y resbaló hasta los labios de la mujer. No habló más. Se limitó a besar a su nieta y tumbarse. Tragó saliva y murmuró algo.

6

 

Demetria comenzó a gritar con más intensidad. Sentía repulsión por el agua que le habían dado a beber pero el dolor de su vientre ocupó de nuevo toda su consciencia. La criatura que estaba naciendo había mostrado ya su ombligo, pero una de las diminutas piernas había sufrido una torsión extrema para poder salir del útero. El tiempo se dilató para Justo, que fumaba y maldecía en silencio junto al cura fuera de la casa. Regina sabía ya que no era un varón lo que acababa de ver la luz. Aún quedaba el resto del cuerpo en el vientre de Demetria y ella intuía que alguna nueva complicación se produciría, pese al agua cocida con hueso de muerto que había bebido la parturienta. Se oyó el sonido de los cascos de un caballo aproximándose y la voz de un perro que le ladraba. Demetria agradeció el velo de normalidad que esos sonidos conferían a su experiencia. Regina había logrado ya sacar el torso de la niña. Un atisbo de sonrisa de satisfacción adornó su cara crispada.

—Ya queda poco, mujer, ¡pero sigue empujando!

—Es un niño, ¿verdad? Tiene que ser un niño —replicó Demetria.

Regina la miró a la cara durante un instante y devolvió la atención a su tarea.

—¡Calla ya! ¡Tú empuja y no preguntes antes de tiempo!

Demetria liberó un intenso alarido cuando empujó con todo su ser. Sintió que accionaba músculos de cuya existencia no albergaba noción. El esfuerzo logró que Regina pudiera extraer hasta el cuello de la criatura, e instantes después la cabeza. Pero en ese momento la comadrona quedó inmóvil y callada. Separó súbitamente sus manos del cuerpo del neonato para dejarlas crispadas en el aire a la vez que contenía la respiración sin parpadear. Lo que se ofrecía ante sus ojos era infinitamente peor de lo que jamás habría imaginado. Es más, jamás habría imaginado algo remotamente similar a lo que tenía ante sí. Para la ciencia no era algo nuevo, era enormemente inusual, pero nada desconocido. Pero en Chaguaceda aquello pasaría a ser una aberración, una monstruosidad, algo que sólo podría ser cosa del demonio o de algún espíritu maligno. Los pensamientos de Regina corrían desesperados, aturullándose y estorbándose. Estaba superada. Matilde y la propia Demetria se percataron del estado de la matrona casi al unísono. Demetria quiso gritar pero el pánico a lo que pudiera estar ocurriendo la ahogaba. Matilde se acercó con pasos cortísimos, presa de la impresión. Llegó hasta la escena, apartó a Regina con un codo y vio lo que la pasmaba. Un grito desgarrado logró escapar de su boca antes de que ella misma tapase sus labios con las dos manos. Mientras, la cara de Demetria era un baile de muecas. Seguía atenazada por el pavor, intentando proferir una pregunta desesperada.

La nacida no era normal. Su cabeza era inimaginablemente extraña. Tan extraña que eran dos cabezas en una. Parecía como si dos testas se hubiesen unido por la nuca hasta configurar un solo cráneo con dos caras mirando casi en sentidos opuestos. El cordón umbilical, de un grosor algo superior a lo habitual, serpenteaba blancamente junto al engendro. Finalmente Regina reaccionó entre ideas contrapuestas. Cogió de los pies a la criatura y la izó, sin poder ocultar un temor reverencial ante los espíritus que pudiera haber involucrados. Cortó el cordón con una azuela que sacó de su refajo y agitó a la criatura con una mezcla de pavor y asombro, aderezada con un atisbo de ternura incontenible. La niña reaccionó. Demetria vio a su retoño boca abajo, pendiendo de las callosas manos de la comadrona. En un primer momento todo le pareció absolutamente normal. Reparó incluso en que no era un varón, pero en ese instante eso pasó a ser lo de menos. Lo importante era que la criatura había salido y que ambas estaban aparentemente bien. No obstante, Demetria sentía que aquello no había terminado. Regina se las apañó para que la parturienta no viese de perfil a su criatura. Con movimientos rápidos la ocultó tras su cuerpo y la llevó hasta una mesa donde la colocó y se dispuso a limpiarla, envuelta en sangre y llantos. Pero no pudo continuar. Un nuevo alarido de Demetria la hizo volver frente al camastro.

—¿Qué ocurre? ¡Ya pariste, mujer! ¿Por qué gritas?

—¡Paréceme que viene otro, Regina!

—¡Demonios! —exclamó la mujer preparándose para lo no imaginable—. ¡Matilde! Lava y cubre a la niña, que tenemos más faena.

El parto de la segunda criatura fue completamente normal e infinitamente más sencillo. Apareció la cabeza en primer lugar y la operación duró poco más de un par de minutos. Demetria sintió un dolor mitigado. Regina se sorprendió a sí misma rezando durante el proceso sin saber a quién, pero con el firme deseo de que todo acabase cuanto antes y de la forma más normal posible. Fuera de la casa, Justo había oído las voces y detectaba la agitación. Sospechaba que las cosas no estaban yendo del todo bien. Intentó entrar en la casa pero el cura se lo impidió.

—¡No entres a menos que las mujeres te requieran. Sólo puedes molestar!

Justo le miró crispado pero asintió y trató de liar otro cigarro. Regina había colocado a la segunda criatura junto a su madre. El esfuerzo la había dejado casi inane. La niña se aferró a uno de sus dedos. Demetria preguntó.

—Vinieron dos niñas, ¿no es así? No logro comprenderlo. El conjuro de mi madre anunció que sería un varón, y en vez de ello traigo al mundo dos hembras.

Regina y Matilde permanecían casi sin habla. Aún no le habían mostrado a la primera niña que todavía permanecía arropada sobre una mesa. No sabían cómo ni cuándo hacerlo. Por la mente de Regina pasó la idea de apretar el cuello de la extraña recién nacida hasta anular su respiración. Ese monstruo era un aviso, un mal presagio, quizás un castigo, quizás el espíritu de algún difunto que en vida hubiese mostrado una segunda piel, algún lobo con piel de cordero, alguien traicionero. Matilde tragó saliva de forma audible e intervino.

—Demetria. La primera niña no vino normal. Hay algo terrible en ella.

Antes de que continuase o de que Demetria preguntase, Justo se zafó del cura y entró en la casa apresurado, seguido del sacerdote. Sin mediar palabra, se acercó a la niña que yacía junto a Demetria y la miró fijamente. Después miró a Demetria. Detectó tensión. Comprobó los rostros de las otras dos mujeres, lo que le confirmó que algo terrible podría haber ocurrido.

—¿Estás bien, mujer? —preguntó abruptamente a Demetria.

—No, no estoy bien, Justo. Eso paréceme, fue un parto muy duro.

Justo experimentó cierta relajación. De momento parte del riesgo se había disipado; su Demetria no había perecido. Resopló y miró al suelo concentrándose y tomando coraje para formular una nueva pregunta, esta vez a Regina.

—Fue un varón, ¿no? Espero por tu bien, mujer, que no hayas hecho alguna brujería y que tenga un varón sano.

—Es una criatura sana, pero he de decirte que no es un varón. Es hembra como yo —respondió Demetria con un hilo de voz.

Justo la miró fijamente con expresión de desconcierto. Después miró a Matilde, que pareció huir de la mirada con dos pasos atrás. Finalmente, posó su mirada en la matrona, buscando una explicación. Nada. Halló un semblante temeroso. En ese momento se oyó un gemido continuado que procedía de detrás del voluminoso cuerpo de la mujer. Las cejas de Justo se levantaron como si tuviesen vida propia. Su boca se entreabrió y buscó de nuevo los ojos de las mujeres. Se aproximó hacia la fuente del gemido. Regina se interpuso mientras Matilde se alejó aún más. Demetria habló desde el camastro.

—Justo, dos hembras vinieron. No hay varones esta vez, pero ya habrán de venir, no te atormentes.

Las palabras de Demetria mataron de un golpe la tenue esperanza del padre de que al menos la otra criatura fuese de su sexo. Mientras, Regina miraba a ambos alternativamente. Repentinamente miró hacia el bebé. Se volvió a estremecer y reaccionó cubriendo su cabeza con los paños que envolvían su cuerpo minúsculo, en un intento de evitar que Justo la viese. Era en vano, tarde o temprano vería a su otra hija. El hombre, absolutamente intrigado por el celo que ponía Regina en impedir que viera a la niña, comenzó a violentarse.

—¿Qué pasó con esa niña? ¿Por qué demonios no me dejas verla, bruja?

—Vino bien la niña, la vi hace unos momentos —interpuso Demetria.

—¡Es mejor que no la mires, Justo! ¡Yo me encargaré de ella, no es una criatura de este mundo! La desgracia traerá a todos nosotros.

Demetria miraba atónita a Regina, boquiabierta.

—¿Qué dices, comadrona? ¿Por qué fabulas? ¡Aléjate de la niña ahora!

No había más opción. Tendría que retirarse y dejar que los padres vieran a su primogénita. No hubo necesidad de más, Justo la empujó violentamente hacia un lado y se dispuso a retirar los paños que cubrían al bebé, aún gimiendo. Santiago, el cura, se movía nervioso e intentaba mirar por encima de los hombros del padre. Algo detuvo a Justo tras haber sujetado las telas, quizás el miedo a ver algo para lo que no estaba preparado. Trató de ponerse en lo peor y lentamente retiró los trapos de áspero lino. El gemido del neonato, libre de obstáculos, llegó más intenso a sus oídos. Fue lo último que oyó antes de caer desplomado, golpeando su nuca fuertemente contra el suelo frío. El berrido animal de Demetria llegó segundos después, pero no devolvió la consciencia a su hombre.

7

 

Aurora despertó temprano. Aturdida y aún tumbada, extravió su mirada en las vigas de madera de la techumbre. Trataba de recordar qué había soñado, pero sólo conseguía esbozar la sensación angustiosa que la dominaba durante su transcurso. Permaneció largos minutos dejando yacer su leve cuerpo y viajando a través de su mente con las pupilas abstraídas. De pronto supo qué fue lo que le había atormentado en su sueño. Soñó ser invisible, pero no como algo emocionante que le diera una libertad inusitada, sino como una situación desesperada. Aurora quería ser vista a toda costa, sentida su presencia. Pero le era imposible; gritaba, golpeaba, agarraba a las personas con las que se cruzaba pero era totalmente en vano. Para los sentidos de cualquier otro ser humano, ella no existía.

Ya calmada, decidió levantarse y pasear por el pueblo mientras Sofía aún dormía. Fue a vestirse pero desistió. Hacía calor y su camisón era más que suficiente. Los pájaros no la juzgarían por salir de esa guisa. Caminaría hasta el camposanto, pero pensó que era una buena idea dejar una nota a Sofía. Una vereda casi oculta por la frondosa flora subía suave por la ladera del valle hasta una escueta terraza natural donde estaba instalada la necrópolis. Su bastón la ayudaría a llegar. Aun así le esperaba más de una hora de camino; su andar era lento y de pasos tan cortos que apenas adelantaba un pie al otro. No le importaba en absoluto, aunque temía tropezar o pisar algo que la hiciese caer. En cualquier caso, había dejado instrucciones a su nieta. Podía ir tranquila. Bebió agua, dejó la nota junto al bloc de Sofía y partió. Para llegar al punto donde nacía la vereda, había de pasar por lo que fue la única tienda de la aldea. Los recuerdos se le agolpaban. Era una casa tan austera como las demás, sólo que algo más grande. Junto a ella se erguían los restos de un hórreo derruido. Aurora se limitó a echar un vistazo somero y continuó camino. A la salida de la aldea se adivinaba la vereda. Una sensación de libertad se apoderó de ella. Era tan fuerte que casi dolía. Su cuerpo parecía receptivo a cualquier estímulo. Incluso las piedras que pisaba con sus zapatillas, clavándosele en las plantas, le hacían sentirse acogida. La pendiente ascendente era leve, pese a lo cual la mujer sintió cansancio pronto. Avistó un poyete de piedra y decidió continuar hasta allí y sentarse. El sol se había ocultado. El olor a eucalipto le daba una extraña ilusión de ligereza y altura que le ayudaban a resistir el esfuerzo. Aurora recolectó un puñado de moras y se sentó. Tenía la costumbre desde niña de comer de forma ansiosa. Devoró las moras con apetito y prosiguió su camino.

Inmediatamente antes de levantarse creyó oír algo, un chasquido de ramas que procedía de unos cien metros atrás en su camino. Observó tratando de vislumbrar algo, pero no vio nada. Prosiguió. El sol aparecía y desaparecía tras las nubes. Se había levantado un viento que por fortuna para Aurora soplaba en la misma dirección que su caminar. Un conejo cruzó el camino con tres saltos y se perdió entre la vegetación. Aurora vio que el sendero parecía llegar a una zona elevada tras una curva. Deseó que allí estuviera el final de su camino. Continuó y apretó el paso levemente espoleada por la idea. Así fue.

Nada más tomar la curva pudo ver un recinto delimitado por someros muros de bloques que no podía ser otra cosa que el camposanto. Al acercarse vio una cruz metálica desplomada cerca de lo que parecía haber sido la entrada. Una verja de hierro herrumbroso, en tiempos cerrada con una cadena candada, aparecía abierta, más bien forzada. La cadena y el candado aún permanecían en el suelo, haciéndose parte de él poco a poco. El recinto era alargado. Sólo unas pocas tumbas mostraban lápidas elaboradas. Una de ellas parecía especialmente lujosa en comparación con el resto. Era una lápida de mármol verde y gris, con letras de bronce. Aurora leyó: «Santiago Suárez Castro, 1895-1932. Párroco de Chaguaceda». Una ráfaga de aire le trajo un olor que le recordó al del incienso. Siguió caminando en el silencio. Leyó algún nombre que le resultaba familiar. Parecía buscar alguno en concreto.

Sofía la había seguido. Leyó la nota al despertar y decidió hacer el mismo camino tratando de no ser vista. Le preocupó que pudiera caerse o perderse. La estaba observando detrás de un árbol junto a la entrada del recinto. Sofía vio cómo su abuela se detenía cerca de una de las esquinas del camposanto. Desde la lejanía le pareció oír una exclamación de la mujer. Vio cómo después trababa de sentarse junto a lo que debía ser la lápida de algún familiar. Así era. Era una laja de granito cubierta de musgo. La leyenda, excisa en la piedra, a duras penas era reconocible por la erosión y el verdín. Pero Aurora reconstruyó pacientemente las palabras. Era la tumba de su padre y de su madre. Ambos fueron inhumados en la misma fosa. Una impresión fotográfica sobre una placa metálica convexa debió mostrar en su tiempo los rostros de Justo Nogueiras y de Demetria Silva con nitidez. En ese momento la imagen aparecía casi perdida, aunque la anciana pudo distinguir los ojos de su padre. Le pareció percibir en ellos una expresión de desequilibrio. Después lloró. Secó sus ojos con el camisón y se levantó lentamente.

Parecía dar media vuelta para encaminarse a la salida cuando reparó en algo junto a la lápida de sus padres. Era una pequeña fosa que el tiempo y el viento habían disimulado hasta el punto de hacerla casi irreconocible pero, observando con atención, Aurora discernió un contorno someramente rectangular. La curiosidad le pudo y lentamente se sentó en la tierra junto al objeto de su atención. Comenzó a retirar ramas y cascotes. En unos minutos logró delimitar el contorno con mayor nitidez. Presa de la urgencia continuó escarbando. No le fue difícil porque el sedimento no estaba compactado. La fosa parecía haberse rellenado paulatinamente después de haber permanecido vacía un tiempo. La anciana prosiguió vaciando el agujero en el suelo. Sofía la observaba perpleja desde su escondite. Vio que la mujer dejó de escarbar y cogió algo de entre la tierra. Le pareció a la joven que su abuela comenzaba a limpiar aquello que había cogido, que después lo apretaba contra su pecho y que finalmente se levantaba pesadamente y emprendía el camino de vuelta. Sofía se ocultó por completo y permaneció inmóvil hasta que pasados un par de minutos, su abuela pasó cerca de ella sin intuir su presencia. Cuando más cerca la tuvo le pareció oír que canturreaba algo. Sofía afinó el oído pero no entendió nada. Esperó a que la anciana adelantase un largo trecho. Emprendió su marcha sigilosa tras ella, pensando en que ese sería el destino de su próxima excursión en bicicleta.

Aurora proseguía su camino hacia la aldea con síntomas evidentes de cansancio. Sofía deseaba acompañarla pero no quería que sospechase que la había seguido. Finalmente decidió adelantarla a través del campo y retroceder hasta cruzarse de frente con ella y decirle que había salido en su busca. Eso hizo. La anciana terminó el camino agarrada al brazo de su nieta. Mientras, conversaron.

—¿Dónde estuviste, abuela? ¿Llegaste al camposanto?

—Sí. Vi la tumba de mis padres y volví. Nunca la vi antes.

—Si quieres otro día te acompaño y ponemos unas flores.

—Te lo agradezco, Sofía, pero prefiero venir sola.

—Son mis bisabuelos al fin y al cabo… Bueno, vendré yo por mi cuenta.

—Como tú quieras. Estoy muy cansada. Me bañaré al llegar y me acostaré.

Aurora permaneció con su mano izquierda cerrada durante todo el trayecto. Guardaba entre sus dedos algo que no quería compartir, algo que le ardía en la mano, algo que la conmovía profundamente.

8