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Akal / Cuestiones de antagonismo / 56

Fredric Jameson

Arqueologías del futuro

El deseo llamado utopía y otras aproximaciones de ciencia ficción

Traducción: Cristina Piña Aldao

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A mis camaradas del partido de la Utopía: Peter, Kim, Darko, Susan

Si la escarcha se apodera de tu choza agradecerás que termine la noche

Primera parte

El deseo llamado utopía

Introducción

La utopía hoy

La utopía siempre ha sido una cuestión política, destino inusual para una forma literaria: pero al igual que el valor literario de la forma está sometido a duda permanente, también su prestigio político es estructuralmente ambiguo. Las fluctuaciones de su contexto histórico no ayudan nada a resolver esta variabilidad, que tampoco es cuestión de gusto o de juicio individual.

Durante la Guerra Fría (y en Europa oriental inmediatamente después de su terminación), la utopía se había convertido en sinónimo de estalinismo y había acabado por designar un programa que descuidaba la fragilidad humana y el pecado original, y delataba la voluntad de uniformidad y la pureza ideal de un sistema perfecto que siempre tenía que ser impuesto por la fuerza a sus súbditos imperfectos y reacios. (En un desarrollo posterior, Boris Groys ha identificado este dominio de la forma política sobre la materia con los imperativos de la modernidad estética)[1].

Tales análisis contrarrevolucionarios –ya poco interesantes para la derecha desde el hundimiento de los países socialistas– fueron entonces adoptados por una izquierda antiautoritaria cuya micropolítica abrazaba la diferencia como lema y reconocía sus posiciones antiestatales en las tradicionales críticas anarquistas que tachaban al marxismo de utópico precisamente en ese sentido centralizador y autoritario.

Paradójicamente, las tradiciones marxistas más antiguas, sacando lecciones acríticas de los análisis históricos sobre el socialismo utópico realizados por Marx y Engels en el Manifiesto comunista[2], y también siguiendo el uso bolchevique[3], denunciaban que la competencia utópica de dicho socialismo carecía de toda concepción de agencia o de estrategia política, y caracterizaban el utopismo como un idealismo profunda y estructuralmente opuesto a lo político propiamente dicho. La relación entre la utopía y lo político, así como las cuestiones sobre el valor político práctico del pensamiento utópico y la identificación entre socialismo y utopía, siguen siendo en gran medida temas no resueltos hoy, cuando la utopía parece haber recuperado su vitalidad como lema político y una perspectiva políticamente energizante.

De hecho, toda una nueva generación de la izquierda posglobalización –que reúne los restos de la vieja y la nueva izquierda, junto con los de un ala radical de la socialdemocracia y de las minorías culturales del Primer Mundo, así como a los campesinos proletarizados y las masas sin tierra o estructuralmente inempleables del Tercer Mundo– está cada vez con más frecuencia dispuesta a adoptar este lema, en una situación en la que el descrédito tanto de los partidos comunistas como de los socialistas, y el escepticismo acerca de las concepciones tradicionales de la revolución han aclarado el terreno discursivo. Es de esperar que la consolidación del mercado mundial emergente –porque es esto lo que realmente está en juego en la denominada globalización– permita al fin que se desarrollen nuevas formas de agencia política. Mientras tanto, adaptando la famosa sentencia de Margaret Thatcher, no hay alternativa a la utopía, y el capitalismo tardío parece no tener enemigos naturales (los fundamentalismos religiosos que se resisten al imperialismo estadounidense y occidental no respaldan en absoluto las posturas anticapitalistas). Pero no es sólo la invencible universalidad del capitalismo la que está en cuestión, deshaciendo incansablemente todos los avances sociales obtenidos desde el comienzo de los movimientos socialistas y comunistas, revocando todas las medidas de bienestar, la red de seguridad, el derecho de sindicación, las leyes reguladoras industriales y ecológicas, y ofreciendo privatizar las pensiones y de hecho desmantelar todo lo que se interponga en el camino del libre mercado en todo el mundo. Lo devastador no es la presencia de un enemigo sino la creencia universal no sólo de que esta tendencia es irreversible, sino de que las alternativas históricas al capitalismo se han demostrado inviables e imposibles, y que ningún otro sistema socioeconómico es concebible, y mucho menos disponible en la práctica. Los utópicos no sólo ofrecen concebir dichos sistemas alternativos; la forma utópica es en sí una meditación representativa sobre la diferencia radical, la otredad radical, y sobre la naturaleza sistémica de la totalidad social, hasta el punto de que uno no puede imaginar ningún cambio fundamental de nuestra existencia social que antes no haya arrojado visiones utópicas cual sendas chispas de un cometa.

La dinámica fundamental de cualquier política utópica (o de cualquier utopismo político) radicará siempre, por lo tanto, en la dialéctica entre la identidad y la diferencia[4], en la medida en la que dicha política tenga por objetivo imaginar, y a veces incluso hacer realidad, un sistema radicalmente distinto a éste. En esto podemos seguir a los viajeros del espacio-tiempo de Olaf Stapledon, que gradualmente acaban dándose cuenta de que su receptividad a las culturas ajenas y exóticas se rige por principios antropomórficos:

Al principio, cuando nuestra capacidad imaginativa estaba estrictamente limitada por la experiencia de nuestros propios mundos, sólo podíamos establecer contacto con mundos estrechamente afines al nuestro. Además, en esta fase inicial de nuestro trabajo llegábamos invariablemente a estos mundos cuando pasaban por la misma crisis espiritual que la que subyace hoy a las dificultades del Homo sapiens. Parecía que, para que entrásemos en cualquier mundo, tenía que haber en nosotros mismos y en nuestros anfitriones una similitud o una identidad profundas[5].

Stapledon no es en sentido estrico un utópico, como veremos más tarde, pero ningún escritor utópico ha abordado tan directamente la gran máxima empirista de que en la mente no hay nada que no hubiera estado primero en los sentidos. Siendo así, este principio no sólo augura el fin de la utopía como forma, sino también de la ciencia ficción en general, al afirmar que hasta nuestras imaginaciones más desatadas no son más que collages de experiencia, constructos compuestos de fragmentos y trozos del aquí y el ahora: «cuando Homero se formó la idea de la Quimera, no hizo más que unir en un solo animal partes correspondientes a distintos animales: cabeza de león, cuerpo de cabra y rabo de serpiente»[6]. En el plano social, esto significa que nuestra imaginación es rehén de nuestro modo de producción (y quizá de todos los restos del pasado que dicho modo de producción conserva). Sugiere que, en el mejor de los casos, la utopía puede servir al fin negativo de hacernos más conscientes de nuestro aprisionamiento mental e ideológico (algo que yo mismo he afirmado en alguna ocasión)[7], y que por lo tanto las mejores utopías son aquellas que más ampliamente fracasan.

Es una propuesta que tiene el mérito de centrar el estudio de la utopía en la representación en sí y no en el contenido. Estos textos se consideran tan a menudo expresión de la opinión política o de la ideología que hay algo que decir para restablecer el equilibrio de un modo resueltamente formalista (los lectores de Hegel o de Hjelmslev sabrán que la forma siempre es, en cualquier caso, la forma de un contenido específico). Desde esta perspectiva, no son sólo las materias primas sociales e históricas del constructo utópico las que interesan, sino también las relaciones de representación establecidas entre ellas: como el cierre, el relato y la exclusión o la inversión. Aquí como en otras partes del análisis narrativo lo más revelador no es lo que se dice, sino lo que no puede decirse, lo que no se registra en el aparato narrativo.

Es importante completar este formalismo utópico con lo que yo dudo en llamar una psicología de la producción utópica: un estudio, por el contrario, de los mecanismos de la fantasía utópica, el cual evite la biografía individual para fijarse en el cumplimiento de deseos históricos y colectivos. Tal enfoque ilustrará necesariamente las condiciones de posibilidad histórica de la fantasía utópica, porque hoy ciertamente es de gran interés para nosotros comprender por qué las utopías han florecido en un periodo y se han agostado en otro. Ésta es claramente una cuestión que debe ampliarse para incluir también la ciencia ficción si, como yo, seguimos a Darko Suvin[8] en la opinión de que la utopía es un subgénero socioeconómico de esa forma literaria más amplia. El principio de «extrañamiento cognitivo» establecido por Suvin –una estética que, basada en la idea formalista rusa de «hacer extraño» y en el brechtiano Verfremdungsffekt, caracteriza a la ciencia ficción como una función esencialmente epistemológica (excluyendo así las huidas más oníricas de la fantasía genérica)– plantea así un subconjunto específico de esta categoría genérica dedicada particularmente a imaginar formas sociales y económicas alternativas. En este libro, sin embargo, nuestro análisis se complicará por la existencia, junto al género o texto utópico propiamente dicho, de un impulso utópico que infunde mucho más, tanto en la vida diaria como en sus textos (véase el capítulo i). Esta distinción también complicará el propio análisis selectivo de la ciencia ficción que aquí se efectúa, dado que, junto con los textos de ciencia ficción que despliegan temas abiertamente utópicos (como La rueda celeste de Le Guin), también haremos referencia a obras que, como en el capítulo IX, delatan el funcionamiento del impulso utópico. En todo caso, «El deseo llamado utopía», a diferencia de los artículos recopilados en la Segunda parte, trata principalmente de esos aspectos de la ciencia ficción relevantes para la dialéctica más propiamente utópica entre la identidad y la diferencia[9].

Todas estas cuestiones formales y representativas nos conducen de nuevo a la cuestión política con la que empezamos: pero ahora ésta se ha agudizado para convertirse en el dilema formal de cómo obras que plantean el fin de la historia pueden ofrecer impulsos históricos utilizables; cómo obras que pretenden resolver todas las diferencias políticas pueden seguir siendo políticas en el más pleno sentido; cómo textos pensados para superar las necesidades del cuerpo pueden seguir siendo materialistas; y cómo visiones de la «época de descanso» (Morris) pueden darnos energía e instarnos a la acción.

Hay buenas razones para pensar que todas estas cuestiones son indecidibles, lo cual no es necesariamente malo siempre que sigamos intentando decidirlas. De hecho, en el caso de los textos utópicos, la comprobación política más fiable no radica tanto en un juicio sobre la obra individual en cuestión como en su capacidad para generar otras obras, visiones utópicas que incluyan las del pasado y que las modifiquen o corrijan.

Pero esta imposibilidad de decidir no es política, sino que en realidad pertenece a la estructura profunda y explica por qué tantos comentaristas de la utopía (como los propios Marx y Engels, a pesar de toda su admiración por Fourier)[10] pudieron emitir evaluaciones contradictorias sobre el tema. Otro visionario utópico, Herbert Marcuse –seguramente el utópico más influyente de la década de 1960–, ofrece una explicación de esta ambivalencia en un argumento anterior cuyo tema oficial es la cultura y no la utopía propiamente dicha[11]. El problema, sin embargo, es el mismo: ¿puede la cultura ser política, es decir, crítica e incluso subversiva, o es necesariamente reapropiada y absorbida por el sistema social del que forma parte? Marcuse sostiene que es la mismísima separación entre el arte y la cultura por un lado, y lo social por otro –una separación que inaugura y define la cultura como ámbito por derecho propio–, la que constituye la fuente de la ambigüedad incorregible del arte. Porque esa misma distancia respecto a su contexto social, que permite a la cultura servir de crítica y recusación a dicho contexto, también condena sus intervenciones a la inutilidad y relega el arte y la cultura a un espacio frívolo y trivializado en el que dichas intersecciones se neutralizan de antemano. Esta dialéctica explica asimismo, incluso de manera más convincente, las ambivalencias del texto utópico: porque con cuanta más seguridad una utopía dada reafirme su diferencia radical respecto a lo que hoy existe, en mayor medida se convertirá no sólo en algo irrealizable sino también, lo que es peor, inimaginable[12].

Esto no nos deja exactamente en nuestro comienzo, en el que los estereotipos ideológicos rivales pretendían trasladar uno u otro juicio político absoluto a la utopía. Porque aunque ya no podamos adherirnos con conciencia inequívoca a esta forma variable, podemos recurrir ahora a ese ingenioso lema político que Sartre inventó para encontrar su camino entre un comunismo imperfecto y un anticomunismo aun más inaceptable. Quizá algo similar puede proponérseles a los partidarios de la propia utopía: de hecho, para aquellos demasiado recelosos de los motivos de sus críticos, pero no menos conscientes de las ambigüedades estructurales de la utopía, para aquellos conscientes de la función política tan real que la idea y el programa utópicos tienen en nuestro tiempo, el lema del anti-anti-utopismo bien podría ofrecer la mejor estrategia de trabajo.

[1] Boris Groys, The Total Art of Stalinism, Princeton, 1992.

[2] Véase Karl Marx y Friedrich Engels, Manifiesto comunista, capítulo iii, «Literatura socialista y comunista», Madrid, Akal, 2004; y véase también F. Engels, «Socialismo utópico y científico». Pero tanto Lenin como Marx escribieron utopías: éste en La guerra civil en Francia [1871] y aquél en El Estado y la revolución [1917].

[3] La denominada «teoría de los límites» y «teoría de los objetivos más cercanos» («teoriya blizhnego pritsela»); véase Darko Suvin, Matamorphoses of Science Fiction, New Haven, 1979, pp. 264-265 [ed. cast.: Metamorfosis de la ciencia ficción; sobre la poética y la historia de un género literario, México, FCE, 1984].

[4] Véase G. W. F. Hegel, Encyclopedia Logia, Libro Segundo, «Essence», Oxford, 1975.

[5] Olaf Stapledon, The Last and First Men / Star Maker, Nueva York, 1968, p. 299 [ed. cast.: La primera y última humanidad y Hacedor de estrellas, Barcelona, Minotauro, 2003]. El novelista inglés Olaf Stapledon (1886-1950), cuyas dos obras más importantes, aquí citadas, se estudiarán en el capítulo 9 de este libro, deriva de lo que podría denominarse la tradición artística europea de los «romances científicos» o la novela especulativa de H. G. Wells, y no de las revistas populares en las que surgió la ciencia ficción estadounidense.

[6] Alexander Gerard, Essay on Genius, citado en M. H. Abrams, The Mirror and the Lamp, Oxford, 1953, p. 161 [ed. cast.: El espejo y la lámpara, Buenos Aires, Nova, 1962].

[7] Véase Segunda parte, artículo IV.

[8] D. Suvin, Metamorphoses of Science Fiction, cit., p. 61.

[9] El repudio convencional de la ciencia ficción por parte de la alta cultura –su estigmatización de lo puramente formulista (que refleja el pecado original de su descendencia de las revistas de relatos populares), sus quejas ante la ausencia de personajes complejos y psicológicamente «interesantes» (una postura que no parece haber seguido el ritmo de la crisis poscontemporánea del «sujeto centrado»), su nostalgia por los estilos literarios originales que pasa por alto la variedad estilística de la ciencia ficción actual (como la desfamiliarización del estadounidense hablado por parte de Philip K. Dick)– probablemente no sea cuestión de gusto personal, y tampoco debería abordarse mediante argumentos puramente estéticos, como el intento de asimilar las obras selectas de la ciencia ficción al canon establecido. Debemos aquí identificar un tipo de revulsión genérica, en la que esta forma y este discurso narrativo son objeto de resistencia psíquica en general y objetivo de una especie de «principio de realidad» literario. Para dichos lectores, en otras palabras, racionalizaciones como las de Bourdieu, que rescatan las formas literarias elevadas de las asociaciones culpables de improductividad y mera diversión y que las dotan de justificación socialmente reconocida, están aquí ausentes. Es cierto que ésta es también una respuesta que los lectores de fantasía bien pudieran dirigir a los lectores de ciencia ficción (véase el capítulo V).

[10] K. Marx y F. Engels, Selected Correspondence, Moscú, 1975; por ejemplo, 9 de octubre de 1866 (a Kugelmann) tachando a Proudhon de utópico pequeñoburgués «mientras que en las utopías de un Fourier, un Owen, etc., encontramos la anticipación y la expresión imaginativa de un mundo nuevo» (p. 172). Y véase también F. Engels: «el socialismo teórico alemán nunca olvidará que descansa sobre los hombros de Saint-Simon, Fourier y Owen, tres hombres que a pesar de sus fantasías y de su utopismo deben considerarse entre las mentes más significativas de todos los tiempos, porque anticiparon con ingenio incontables cuestiones cuya precisión demostramos ahora científicamente», citado en Frank y Fritzie Manuel, Utopian Thought in the Western World, Cambridge, 1979, p. 702 [ed. cast.: El pensamiento utópico en el mundo occidental, Madrid, Taurus, 1984]. Benjamin era también un gran admirador de Fourier: «Il attendait la libération totale de l’avènement du jeu universalisé au sens de Fourier pur lequel il avait une admiration sans borne. Je ne sache pas d’homme qui, de nos hours, ait vécu aussi intimement dans le Paris saint-simonien et fouriériste», en Pierre Klossowski, «Lettre sur Walter Benjamin», Tableaux vivants, París, Gallimard, 2001, p. 87. Y Barthes era otro lector apasionado (véase capítulo I, nota 5).

[11] Véase Herbert Marcuse, «On the Affirmative Character of Culture», en Negations, Boston, 1968.

[12] Desde otro punto de vista, este análisis de la realidad ambigua de la cultura (es decir, en nuestro contexto, de la cultura en sí) es ontológico. Se presume que la utopía, que se ocupa del futuro o del no ser, sólo existe en el presente, donde conduce la vida relativamente débil del deseo y la fantasía. Pero esto sirve para calcular sin la anfibiedad y la temporalidad del ser, respecto al cual la utopía es filosóficamente análoga al vestigio, sólo que desde el otro extremo del tiempo. La aporía del vestigio es la de pertenecer al pasado y al presente al mismo tiempo, y así constituir una mezcla de ser y no ser muy diferente a la categoría tradicional de devenir y, por lo tanto, ligeramente escandalosa para la razón analítica. La utopía, que combina el todavía no ser del futuro con la existencia textual en el presente, no es menos digna de las arqueologías que estamos dispuestos a conceder al vestigio. Respecto a un análisis filosófico de éste, véase Paul Ricoeur, Time and Narrative, volumen iii, Chicago, 1988, pp. 119-120 [ed. cast.: Tiempo y narración, México, Siglo xxi, 1995].

I. Las variedades de lo utópico

A menudo se ha observado que necesitamos distinguir entre la forma utópica y el deseo utópico: entre el texto o el género escritos y algo parecido a un impulso utópico detectable en la vida cotidiana y en sus prácticas mediante una hermenéutica especializada o un método interpretativo. ¿Por qué no añadir a esta lista la práctica política, en la medida en que movimientos sociales completos han intentado hacer realidad una visión utópica, se han fundado comunidades y librado revoluciones en su nombre, y dado que, como hemos visto, el término en sí está de nuevo presente en los enfrentamientos discursivos actuales? En cualquier caso, la futilidad de las definiciones puede medirse por el modo en el que excluyen áreas completas del inventario preliminar[1].

En este caso, sin embargo, el inventario tiene un punto de partida cómodo e indispensable: se trata, por supuesto, del texto inaugural de Tomás Moro [1517], casi exactamente contemporáneo a la mayoría de las innovaciones que parecen haber definido la modernidad (la conquista del Nuevo Mundo, Maquiavelo y la política moderna, Ariosto y la literatura moderna, Lutero y la conciencia moderna, la imprenta y la esfera pública moderna). Dos géneros relacionados han tenido similares nacimientos milagrosos: la novela histórica, con Waverly en 1814, y la ciencia ficción (ya se date en el Frankenstein de Mary Shelley por las mismas fechas [1818] o en La máquina del tiempo de Wells, en 1895).

Tales puntos de partida genéricos siempre están incluidos y aufgehoben de algún modo en la evolución posterior, y en buena medida en el conocido paso del espacio al tiempo dado por las utopías; de los relatos de viajeros exóticos a las experiencias de visitantes al futuro. Pero lo que caracteriza singularmente a este género es su intertextualidad explícita: pocas formas literarias se han afirmado con tanto descaro como argumento y contraargumento. Pocas han exigido tan abiertamente la remisión de una obra a otra y el debate dentro de cada nueva variante: ¿quién puede leer a Morris sin Bellamy?, ¿o de hecho a Bellamy sin Morris? Y por lo tanto cada texto comporta toda una tradición, reconstruida y modificada con cada nueva adición, y amenaza con convertirse en una mera cifra dentro de un inmenso hiperorganismo, como el enjambre de seres sensibles y dotado de mente de Stapledon.

Pero las obras completas de Ernst Bloch están para recordarnos que la utopía es mucho más que la suma de sus textos individuales. Bloch postula un impulso utópico que rige todo lo orientado al futuro en la vida y la cultura; y lo abarca todo, desde los juegos a los medicamentos patentados, desde los mitos al entretenimiento de masas, desde la iconografía a la tecnología, desde la arquitectura al eros, desde el turismo a los chistes y el inconsciente. Wayne Hudson resume expertamente su obra magna como sigue:

En El principio de la esperanza Bloch proporciona una inaudita revisión de las imágenes del deseo y los sueños humanos de una vida mejor. El libro empieza con los pequeños sueños (Primera parte), seguidos por una exposición de la teoría de la conciencia anticipadora de Bloch (Segunda parte). En la Tercera parte, Bloch aplica su hermenéutica utópica a las imágenes del deseo halladas en el espejo de la vida corriente: al aura utópica que rodea a un nuevo vestido, a la publicidad, a las máscaras hermosas, a las revistas ilustradas, a los trajes del Ku Klux Klan, al exceso festivo del mercado anual y al circo, a los cuentos de hadas y el sensacionalismo, a la mitología y a la literatura de viajes, a los muebles antiguos, las ruinas y los museos, y a la imaginación utópica presente en el baile, la pantomima, el cine y el teatro. En la Cuarta parte, Bloch se fija en el problema de cómo construir un mundo adecuado a la esperanza y a diversos «esbozos de un mundo mejor». Proporciona un análisis de 400 páginas sobre las utopías médicas, sociales, técnicas, arquitectónicas y geográficas, seguido de un análisis de los paisajes del deseo en la pintura, la ópera y la poesía; las perspectivas utópicas en la filosofía de Platón, Leibniz, Spinoza y Kant, y el utopismo implícito en movimientos a favor de la paz y del ocio. Por último, en la Quinta parte, Bloch recurre a las imágenes de deseo del momento colmado que revelan que la «identidad» es la suposición fundamental de la conciencia anticipadora. De nuevo, el barrido es impresionante a medida que Bloch abarca experiencias felices y peligrosas de la vida ordinaria; el problema de la antinomia entre el individuo y la comunidad; las obras del joven Goethe, Don Juan, Fausto, El Quijote, las obras teatrales de Shakespeare; la moral y la intensidad en la música; las imágenes de esperanza contra la muerte, y la creciente autoinyección del hombre en el contenido del misterio religioso[2].

Retomaremos a Bloch en breve, pero debería quedar ya claro que su obra suscita un problema hermenéutico. El principio interpretativo de Bloch es más eficaz cuando revela el funcionamiento del impulso utópico en lugares insospechados, en los que está oculto o reprimido. ¿Pero qué ocurre, en tal caso, con los programas utópicos deliberados y plenamente conscientes de sí mismos? ¿Deben tomarse también como expresiones inconscientes de algo aún más profundo y primordial? ¿Y qué ocurre con el proceso interpretativo en sí y con la propia filosofía del futuro establecida por Bloch, la cual supuestamente ya no necesita tal decodificación o reinterpretación? Pero a menudo el exégeta utópico no es el diseñador de las utopías, y ningún programa utópico lleva el nombre propio de Bloch[3]. Funciona aquí la misma paradoja hermenéutica a la que Freud se enfrentaba cuando, en la búsqueda de precursores para su análisis de los sueños, detectó por fin una desconocida tribu aborigen para la que todos los sueños tenían significados sexuales (excepto los sueños abiertamente sexuales en sí, que significaban otra cosa).

Haríamos mejor, por lo tanto, en plantear dos líneas de descendencia distintas a partir del texto inaugural de Moro: una centrada en la realización del programa utópico; la otra un impulso utópico oscuro pero omnipresente que aflora en diversas expresiones y prácticas encubiertas. La primera de estas líneas es sistémica, e incluye la práctica política revolucionaria cuando tiene por objetivo la fundación de una sociedad completamente nueva, junto con los ejercicios escritos en el género literario. Sistémicas son también todas esas secesiones utópicas conscientes del orden social que son las denominadas comunidades intencionales; pero también los intentos de proyectar nuevas totalidades espaciales, en la propia estética de la ciudad.

La otra línea de descendencia es más oscura y más variada, como corresponde a una inversión proteica en múltiples asuntos dudosos y equívocos: reformas liberales y fantásticas ideas comerciales, estafas engañosas pero tentadoras del aquí y el ahora en las que la utopía hace de mero atractivo y seducción para la ideología (siendo también la esperanza, después de todo, el principio de los juegos de confianza más crueles y de la charlatanería como bello arte). Aun así, quizá puedan identificarse algunas de las formas más obvias: la teoría política y social, por ejemplo, incluso cuando –especialmente cuando– tiene por objetivo el realismo y la eliminación de todo lo utópico; también las reformas sociales fragmentarias y las reformas «liberales», cuando son meramente alegóricas de una transformación a gran escala de la totalidad social. Y, ya que hemos identificado la ciudad en sí como forma fundamental de la imagen utópica (junto con la forma de la aldea, ya que refleja el cosmos)[4], tal vez deberíamos hacerle sitio al edificio individual como espacio de inversión utópica, esa parte monumental que no puede ser el todo y sin embargo intenta expresarlo. Tales ejemplos sugieren que quizá sería bueno pensar en el impulso utópico y en su hermenéutica desde el punto de vista de la alegoría; en ese caso, desearíamos reorganizar en un momento la obra de Bloch en tres niveles distintos de contenido utópico: el cuerpo, el tiempo y la colectividad.

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Pero la distinción entre ambas líneas amenaza con recuperar el antiguo y muy criticado objetivo filosófico de distinguir entre lo auténtico y lo falso, incluso cuando pretenda de hecho revelar la autenticidad más profunda de lo que no lo es. ¿No tiende esto a hacer revivir ese antiguo idealismo platónico del verdadero y el falso deseo, el verdadero y el falso placer, la satisfacción o felicidad genuina y la ilusoria? Y esto en una época en la que ya de por sí estamos más inclinados a creer en la falsa impresión que en la verdad[5]. Como yo tiendo a simpatizar con esta última postura, más posmoderna, y también deseo evitar una retórica que opone lo reflexivo o autoconsciente a su irreflexivo número opuesto, prefiero plantear la distinción desde un punto de vista más espacial. En ese caso, el programa o la realización propiamente utópicos implicarán una aceptación del cierre (y por lo tanto de la totalidad): ¿no fue Roland Barthes quien observó, acerca del utopismo de Sade, que «tanto aquí como en cualquier otra parte es el cierre el que permite la existencia del sistema, es decir, de la imaginación»[6]?

Pero ésta es una premisa que no carece de todo tipo de consecuencias significativas. En Moro, ciertamente, el cierre se alcanza mediante ese gran foso que el fundador hace cavar entre la isla y el continente y que por sí solo le permite convertirse en utopía: una secesión radical, acentuada aún más por la brutalidad maquiavélica de la política exterior utópica –soborno, asesinato, mercenarios y otras formas de Realpolitik– que rechaza todas las nociones cristianas de hermandad universal y derecho natural y decreta la diferencia fundacional entre ellos y nosotros, enemigo y amigo, de un modo perentorio digno de Carl Schmitt y característico de un modo u otro de todas las utopías posteriores pensadas para sobrevivir dentro de un mundo todavía no convertido en el Estado mundial de Bellamy: como atestigua el triste destino de La isla de Huxley o las precauciones que exigen situaciones tan diferentes como las comunidades Walden de Skinner o el Marte de Stanley Robinson[7].

La totalidad es, por lo tanto, precisamente esta combinación de cierre y sistema, en nombre de la autonomía y la autosuficiencia y que en último término constituye la fuente de esa otredad, o diferencia radical, incluso alienígena, ya mencionada y que retomaremos en cierta profundidad. Pero es precisamente esta categoría de totalidad la que preside las formas de realización utópica: la ciudad utópica, la revolución utópica, la comuna o la aldea utópicas, y por supuesto el texto utópico en sí, en toda su diferencia radical e inaceptable respecto a los géneros literarios más legítimos y estéticamente satisfactorios.

Con igual claridad, por lo tanto, es esta impresión de la forma y la categoría de totalidad la que prácticamente por definición carece de las formas múltiples investidas por el impulso utópico de Bloch. Aquí nos referimos, por el contrario, a un proceso alegórico en el que diversas metáforas utópicas se filtran en la vida cotidiana de las cosas y de las personas y ofrecen una prima de placer superior y a menudo inconsciente, no relacionada con su valor funcional ni con las satisfacciones oficiales. El procedimiento hermenéutico es, por lo tanto, un método de dos pasos en el que, en un primer momento, los fragmentos de experiencia delatan la presencia de figuras simbólicas –belleza, integridad, energía, perfección– que sólo posteriormente serán identificadas como las formas por las cuales se puede transmitir un deseo en esencia utópico. Obsérvese que a este respecto Bloch apela a menudo a las categorías estéticas clásicas (que de por sí también son en último término teológicas) y en esa medida su hermenéutica tal vez pueda ser captada también como una forma definitiva de estética idealista alemana que se agota a finales del siglo xx, y en el movimiento moderno. Bloch tenía gustos mucho más ricos y variados que Lukács e intentaba acomodar la cultura popular arcaica, tanto vanguardista como realista y neoclásica, en su estética utópica; pero ésta es perfectamente capaz de asimilar gustos culturales de masa posmodernos y no europeos, y por eso he propuesto reorganizar su inmenso compendio de un nuevo modo tripartito (cuerpo, tiempo y colectividad) que se corresponde más de cerca con los niveles de la alegoría contemporánea.

El materialismo ya está omnipresente en una atención al cuerpo que busca corregir cualquier idealismo o espiritualismo que perdure en este sistema. La corporeidad utópica también es, sin embargo, algo recurrente que inviste hasta a los productos más subordinados y vergonzantes de la vida cotidiana, tales como aspirinas, laxantes y desodorantes, transplantes de órganos y cirugía plástica, todos los cuales albergan mudas promesas de transfigurar el cuerpo. La interpretación que Bloch hace de estos suplementos utópicos –la dosis de exceso utópico cuidadosamente medido en nuestras mercancías y cosido como un hilo rojo en nuestras prácticas de consumo, ya sea sobrio y utilitario o enloquecido y adictivo– reúne ahora los mitos blakeanos de los cuerpos eternos de Northrop Frye proyectados sobre el cielo. Mientras tanto, las alusiones a la inmortalidad que acompañan a estas imágenes parecen hacernos avanzar urgentemente hacia el plano temporal, tornándose verdaderamente utópicas sólo en aquellas comunidades de los increíblemente longevos[8], como en Volviendo a Matusalén de Shaw, o de los inmortales, como en la película Zardoz [1974] de Boorman, ofreciéndoles significativamente munición a los antiutópicos con el deterioro adjunto de la visión utópica: el tedio suicida de los longevos ancianos de Shaw, o el tedio asexuado de los habitantes de Vortex en Zardoz. Mientras tanto, la política liberal incorpora parte de este impulso particular en las plataformas políticas que ofrecen potenciar la investigación médica y establecer una cobertura sanitaria universal, aunque el atractivo de la eterna juventud encuentra lugar más apropiado en el programa secreto de la derecha y de los ricos y privilegiados; en fantasías sobre el tráfico de órganos y las posibilidades tecnológicas de la terapia rejuvenecedora. La trascendencia corpórea, por lo tanto, también encuentra ricas posibilidades en el ámbito espacial, desde las calles de la vida diaria y las habitaciones de la vivienda y del lugar de trabajo, hasta el ámbito mayor de la ciudad, que en tiempos antiguos reflejaba en sí misma el propio cosmos físico.

Pero la vida temporal del cuerpo ya resitúa el impulso utópico en lo que es la preocupación fundamental de Bloch como filósofo, a saber, la ceguera de toda la filosofía tradicional al futuro y a sus dimensiones singulares, y el ataque a ideologías, como la anamnesia platónica, tercamente fijadas en el pasado, en la niñez y en los orígenes[9]. Es un empeño polémico que comparte con los filósofos existencialistas en particular, y quizá más con Sartre, para quien el futuro es la praxis y el proyecto, que con Heidegger, para quien el futuro es la promesa de mortalidad y la muerte auténtica; y lo separa decisivamente de Marcuse, cuyo sistema utópico se basaba significativamente no sólo en Platón, sino en la misma medida en Proust (y Freud), para plantear un argumento fundamental sobre la memoria de la felicidad y los vestigios de la gratificación utópica que sobreviven en un presente caído y le proporcionan una «duradera reserva» de energía personal y política[10].

Pero vale la pena señalar que en algún punto las discusiones sobre la temporalidad siempre se bifurcan en las dos sendas de la experiencia existencial (en la que parecen predominar las cuestiones de memoria) y del tiempo histórico, con sus urgentes interrogaciones al futuro. Yo sostengo que es precisamente en la utopía donde estas dos dimensiones se reúnen sin fisuras y donde el tiempo existencial es introducido en un tiempo histórico que paradójicamente también constituye el fin del tiempo, el fin de la historia. Pero no hace falta pensar en esta combinación de tiempo individual y colectivo como si se tratase de un eclipse de la subjetividad, aunque la pérdida de individualidad (burguesa) es ciertamente uno de los grandes temas antiutópicos. Pero la despersonalización ética ha sido un ideal en gran número de religiones y también en buena parte de la filosofía, mientras que la trascendencia de la vida individual ha encontrado representaciones muy distintas en la ciencia ficción, en la que a menudo sirve de reajuste de la biología individual a los ritmos temporales incomparablemente más largos de la propia historia. Así, la ampliación de la longevidad en el caso de los colonos de Marte de Kim Stanley Robinson les permite coincidir más tangiblemente con las evoluciones históricas a largo plazo, mientras que el recurso de la reencarnación, en su relato alternativo titulado Tiempos de arroz y sa[11], permite volver a entrar una y otra vez en la corriente de la historia y de la evolución. Pero la tercera vía en la que el tiempo individual puede identificarse con el colectivo está en la propia experiencia de la vida cotidiana, de acuerdo con Roland Barthes, el signo más puro de la representación utópica: «la marque de l’Utopie, c’est le quotidien»[12]. Lugar donde divergen el tiempo biográfico y la historia, esta vida cotidiana permite a lo existencial plegarse en instantes sucesivos al espacio de lo colectivo, al menos en la utopía, donde la muerte se mide en generaciones y no en individuos biológicos.

El viajero de Stapledon, por su parte, vive el tiempo en una relatividad einsteiniana indeterminable, pero también se combina con toda una serie de individuos y sus temporalidades en una experiencia colectiva para la que carecemos de categorías lingüísticas o metafóricas ya formadas. Es un análisis que por sí mismo merece citarse, y marca el modo en el que una inversión temporal del impulso utópico avanza hacia esa forma definitiva que es la figura de la colectividad:

No debe suponerse que esta extraña comunidad mental borrase las personalidades de cada uno de los exploradores. El habla humana no tiene términos precisos para describir nuestra peculiar relación. Sería tan incierto decir que habíamos perdido nuestra individualidad, o que estábamos disueltos en una individualidad comunitaria, como decir que éramos al mismo tiempo individuos distintos. Aunque el pronombre «yo» se aplicaba entonces a todos nosotros colectivamente, el pronombre «nosotros» también se nos aplicaba. En un aspecto, a saber, la unidad de la conciencia, éramos de hecho un solo individuo sensible; pero al mismo tiempo éramos importante y deliciosamente distintos unos de otros. Aunque sólo había un único «yo» comunitario, también había, por así decirlo, un «nosotros» múltiple y variado, una compañía observada de personalidades muy diversas, cada una de las cuales expresaba creativamente su propia contribución única a toda la empresa de la exploración cósmica, mientras que todas estaban reunidas en un tejido de sutiles relaciones personales[13].

En este punto la expresión del impulso utópico se ha acercado a la superficie de la realidad todo lo que puede sin convertirse en un proyecto utópico consciente y pasar a esa otra línea de desarrollo que hemos denominado el programa utópico y la realización utópica. Las primeras fases de la inversión utópica estaban aún encerradas en los límites de la experiencia individual, lo cual tampoco quiere decir que la categoría de la colectividad esté libre de límites. Ya hemos insinuado su requisito estructural de cierre, al que volveremos más tarde.

Por el momento, sin embargo, baste observar que, sin llegar a una política utópica consciente, lo colectivo conoce una variedad de expresiones negativas cuyos peligros son muy diferentes de los del egotismo y el privilegio individuales. El narcisismo caracteriza a ambos, sin duda, pero es el narcisismo colectivo el que se identifica más fácilmente en las diversas prácticas xenófobas y racistas, todas las cuales tienen su impulso utópico, como sabidamente he intentado explicar en otra parte[14]. La hermenéutica de Bloch no está diseñada para excusar estos impulsos utópicos deformados, sino que por el contrario alberga la apuesta política de que el proceso de desenmascaramiento puede apropiarse de sus energías, y la conciencia puede liberarlas, de un modo análogo a la cura freudiana (o la reestructuración del deseo lacaniana). Ésta bien podría ser una esperanza peligrosa y descaminada, pero la dejamos atrás cuando volvemos al proceso de construcción utópica consciente.

Los niveles de la alegoría utópica, de las inversiones del impulso utópico, pueden por lo tanto representarse como sigue:

lo colectivo (anagógico)

temporalidad (moral)

el cuerpo (alegórico)

inversión utópica (el texto)

[1] Pero se puede encontrar una declaración de autoridad en Lyman Tower Sargent, «The Three Faces of Utopianism», Minnesota Review 7, 3(1967), pp. 222-230 y «The Three Faces of Utopianism Revisited», Utopian Studies 5, 1(1994), pp. 1-37. Dado que los estudios utópicos son una disciplina relativamente reciente, las bibliografías de las intervenciones teóricas en él siguen siendo relativamente raras; pero véanse las incluidas en Tom Moylan, Demand the Impossible, Nueva York, 1986; y en Barbara Goodwin y Keith Taylor, The Politics of Utopia, Nueva York, 1983. Respecto a la reciente evolución del campo, puede consultarse la revista Utopian Studies. Las contribuciones teóricas al estudio de la ciencia ficción son otro tema: véase la espléndida sinopsis de Veronica Hollinger, «Contemporary Trends in Science Fiction Criticism, 1980-1999», Science Fiction Studies 78, julio (1999), pp. 232-262; y respecto a una perspectiva más francófona, la bibliografía incluida en Richard Saint-Gelais, L’Empire du pseudo, Québec, 1999. Para ambas, por supuesto, tenemos la suerte de disponer de la soberbia Encyclopedia of Science Fiction de John Clute y Peter Nicholls, Nueva York, 1995; y respecto a las utopías, Dictionary of Literary Utopias, de Vita Fortunati y Raymond Trousson, París, 2000.

[2] Wayne Hudson, The Marxist Philosophy of Ernst Bloch, Nueva York, 1982, p. 107. Debemos también señalar las críticas de Ruth Levitas a la idea de «impulso» utópico en Concept of Utopia, Syracuse, 1990, pp. 181-183. Este libro, fundamental para la constitución de los estudios utópicos en especialidad por derecho propio, sostiene que se da un pluralismo estructural en el que, de acuerdo con las construcciones sociales del deseo en periodos históricos específicos, los tres componentes de forma, contenido y función se combinan de modos distintos e históricamente singulares: «las principales funciones detectadas son la compensación, la crítica y el cambio. La compensación es una característica de la utopía abstracta, «mala» para Bloch, de toda la utopía para Marx y Engels y de la ideología para Mannheim. La crítica es el elemento principal de la definición de Goodwin. El cambio es crucial para Mannheim, Bauman y Bloch. La utopía también puede servir para expresar la educación del deseo, como opinan Bloch, Morton y Thompson, o para producir extrañamiento, como consideran Moylan y Suvin. Si definimos la utopía desde el punto de vista [sólo] de una de estas funciones no podemos ni describir ni explicar la variación» (p. 180).

[3] Tom Moylan me recuerda pertinentemente que Bloch ya tenía una utopía concreta: se llamaba Unión Soviética.

[4] Véase Claude Lévi-Strauss, «Do Dual Organizations Exist?», en Structural Anthropology i, Chicago, 1983 [ed. cast.: Antropología estructural, Barcelona, Paidós, 1995]; y asimismo Pierre Bourdieu, Outline of a Theory of Practice, Cambridge, 1977.

[5] Véase Gilles Deleuze, Cinéma II, París, 1985, Capítulo iv, sobre «le faux» [ed. cast.: La imagen-tiempo: estudios sobre cine 2, Barcelona, Paidós, 1996]; y también Jean-Paul Sartre, Saint Genêt, Nueva York, 1983, sobre «le toc», pp. 358 y ss [ed. cast.: San Genet comediante y mártir, Buenos Aires, Losada, 2003].

[6] Roland Barthes, Sade, Fourier, Loyola, París, 1971, p. 23 [ed. cast.: Sade, Fuerier, Loyola, Madrid, Cátedra, 1997].

[7] Y podríamos haber añadido la tragedia histórica de Winstanley y su comuna de St. George’s Hill (junto con el destino de la comuna utópica de Goetz en El diablo y Dios de Sartre: es cierto que esta última es impuesta más que intencional, que era presumiblemente el otro argumento que el filósofo de la libertad y la práctica quería plantear). Como es bien sabido, la última obra de Huxley, La isla [1962], representa su intento de rectificar el satírico Un mundo perfecto [1932] con la construcción de una contribución «seria» (aunque narrativa) al género utópico. B. F. Skinner (1904-1990), uno de los teóricos conductistas estadounidenses más idiosincrásicos e inventor de la denominada caja de Skinner, escribió una gran utopía en Walden dos [1948], en la que (en mi opinión) el «condicionamiento negativo» influye poco: véase el breve análisis incluido en el capítulo iv. Kim Stanley Robinson (1952-) no es autor de uno sino de dos ciclos utópicos, la denominada trilogía de Orange County [1948-1990] y la trilogía de Marte [1992-1996], y una tercera, centrada en el desastre ecológico y sus posibilidades utópicas, en camino. Acerca de la trilogía de Marte, véase el artículo xii, en la Segunda parte de este libro.

[8] Véase la Segunda parte, artículo vii, «Longevidad y lucha de clases».

[9] Véase el ataque de Ernst Bloch a la anamnesia en The Principle of Hope, Cambridge, Massachusetts, 1986, p. 18 [Ed. cast.: El principio esperanza, Madrid, Trotta, 2006].

[10] Herbert Marcuse, Eros and Civilization, Nueva York, 1962, p. 18 y capítulo XI [ed. cast.: Eros y civilización, Barcelona, Ariel, 2001].

[11] Kim Stanley Robinson, The Years of Rice and Salt, Londres, 2002 [ed. cast.: Tiempos de arroz y sal, Barcelona, Minotauro, 2005], ofrece la crónica de un mundo del que la peste negra ha eliminado en el siglo xiv d.C. a Europa y al cristianismo, un mundo en el que florece una alta civilización «autóctona americana» en el hemisferio occidental, y China y el islam se han convertido en los principales sujetos de una historia que concluye con equivalentes a «nuestra» Primera Guerra Mundial, «nuestra» revolucionaria década de 1960, y (con optimismo) un futuro distinto del nuestro.

[12] R. Barthes, Sade, Fourier, Loyola, cit., p. 23.

[13] O. Stapledon, The Last and First Men / Star Maker, cit., p. 343.

[14] Véase la «Conclusión» a mi libro The Political Unconscious, Ithaca, 1981 [ed. cast.: Documentos de cultura, documentos de barbarie, Madrid, Antonio Machado Libros, 1989], y también mi artículo reseña «On “Cultural Studies”», en Social Text 34(1993), pp. 17-52.