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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

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1826

Fernando Silva Vargas (Editor)

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CIP - Pontificia Universidad Católica de Chile

Historia de la República de Chile / Fernando Silva Vargas (editor), Juan

1. Chile – Historia – Siglo 19.

2019         983    DCC23           RDA

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AUTORES

HORACIO ARÁNGUIZ DONOSO

Profesor de Estado de Historia, Geografía y Educación Cívica, Departamento de Historia y Geografía, Facultad de Filosofía y Educación, Pontificia Universidad Católica de Chile; profesor del Instituto de Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile; decano de la Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política de la Pontificia Universidad Católica de Chile; especializado en historia agraria; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.

CAROLINA CHERNIAVSKY BOZZOLO

Licenciada en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile; doctora en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile y la École des Hautes Études en Sciencies Sociales, París; especializada en historia cultural y religiosa de Chile en el siglo XIX.

JUAN RICARDO COUYOUMDJIAN BERGAMALI

Licenciado en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile; doctor en Historia por la Universidad de Londres; profesor del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile; director de este en el periodo 1984-1990; decano de la Facultad de Historia, Geografía y Ciencia Política (1990-1993); especializado en historia económica y empresarial de Chile en los siglos XIX y XX; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia y su presidente en el periodo 2013-2018.

JACQUELINE DUSSAILLANT CHRISTIE

Licenciada y doctorada en Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile; directora e investigadora del Centro de Investigación y Documentación (CIDOC) de la Universidad Finis Terrae; especializada en temas de historia social y cultural, con énfasis en las áreas de consumo, comercio y vida urbana.

JOAQUÍN FERNÁNDEZ ABARA

Licenciado y magíster en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile; certificado académico en Ciencias Sociales por la misma universidad; estudios de doctorado en Historia en la Universidad de Leiden, Países Bajos; profesor investigador del Centro de Investigación y Documentación (CIDOC) de la Universidad Finis Terrae.

MATEO MARTINIĆ BEROS

Licenciado en Derecho por la Pontificia Universidad Católica de Chile; fundador del Instituto de la Patagonia; profesor emérito de la Universidad de Magallanes; Premio Nacional de Historia 2000; especializado en historia de la zona austral de Chile; miembro correspondiente de la Academia Chilena de la Historia.

RENÉ MILLAR CARVACHO

Profesor de Estado de Historia, Geografía y Educación Cívica, Departamento de Historia y Geografía, Facultad de Filosofía y Educación, Pontificia Universidad Católica de Chile; doctor en Historia por la Universidad de Sevilla; profesor titular adjunto del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile; especializado en historia política y económica de Chile y en religiosidad colonial; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.

MACARENA PONCE DE LEÓN ATRIA

Licenciada en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile (1996); estudios de doctorado en La Sorbonne-Pantheon, París I, recibiendo el Diplome d’Études Approfondies (DEA 1999); doctora en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile (2007); profesora asistente del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile en la cátedra de Historia de Chile de los siglos XIX y XX; especializada en las relaciones entre la sociedad y el Estado a través de la filantropía, la educación, el sufragio y las elecciones; directora del Museo Histórico Nacional de Chile.

FERNANDO SILVA VARGAS

Licenciado en Derecho por la Pontificia Universidad Católica de Chile; estudios de doctorado en la Universidad de Sevilla; exprofesor agregado de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile; exprofesor del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.

ALEXANDRINE DE LA TAILLE-TRÉTINVILLE URRUTIA

Licenciada y Doctora en Historia por la Pontificia Universidad Católica de Chile; profesora investigadora del Instituto de Historia de la Universidad de los Andes; especializada en historia de las mujeres, de la educación y de la religiosidad.

RODOLFO URBINA BURGOS

Profesor de Historia y Geografía y Licenciado en Filosofía y Educación por la Universidad Católica de Valparaíso; doctor en Historia por la Universidad de Sevilla; profesor emérito del Instituto de Historia de la Universidad Católica de Valparaíso; especializado en historia de Hispanoamérica colonial e historia de Chiloé; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.

JUAN EDUARDO VARGAS CARIOLA

Profesor de Historia, Geografía y Educación Cívica, Facultad de Filosofía y Educación, Pontificia Universidad Católica de Chile; doctor en Historia por la Universidad de Sevilla; exprofesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile; exprofesor del Instituto de Historia de la Pontificia Universidad Católica de Chile; especializado en historia colonial y republicana de Chile; miembro de número de la Academia Chilena de la Historia.

ÍNDICE

SIGLAS

PRIMERA PARTE:

EL ORDEN ECONÓMICO

CAPÍTULO I.

ARCAÍSMO Y MODERNIDAD EN LA AGRICULTURA

CAPÍTULO II.

UNA ACTIVIDAD SIN INNOVACIONES: LA MINERÍA

CAPÍTULO III.

LA INCORPORACIÓN DE CHILE AL COMERCIO GLOBAL

CAPÍTULO IV.

LOS PRIMEROS PASOS DEL DESARROLLO INDUSTRIAL

CAPÍTULO V.

UNIENDO EL TERRITORIO: TRANSPORTES Y COMUNICACIONES

CAPÍTULO VI.

LAS IDEAS ECONÓMICAS 1826-1880

CAPÍTULO VII.

POLÍTICA MONETARIA

SEGUNDA PARTE:

ARTE Y CULTURA

CAPÍTULO I.

HACIA UNA INSTITUCIONALIZACIÓN DE LA CULTURA

CAPÍTULO II.

ARTES ESCÉNICAS Y MUSICALES

CAPÍTULO III.

CULTURA Y ARTE EN EL PAPEL: ESCRITORES, POETAS Y DIBUJANTES

CAPÍTULO IV.

PINTURA, ESCULTURA Y FOTOGRAFÍA

CAPÍTULO V.

LA LECTURA Y LOS LECTORES EN CHILE REPUBLICANO

CAPÍTULO VI.

LA EDUCACIÓN DE LA REPÚBLICA. ESTADO Y SOCIEDAD EN LA FORMACIÓN DE UN SISTEMA NACIONAL DE EDUCACIÓN

TERCERA PARTE:

EL TRÁNSITO DEL AUTORITARISMO CONSERVADOR AL AUTORITARISMO LIBERAL

CAPÍTULO I.

PRIMER GOBIERNO DE PÉREZ: EL TRIUNFO DE LA FUSIÓN LIBERAL-CONSERVADORA

CAPÍTULO II.

LOS PROBLEMAS INTERNACIONALES: SANTO DOMINGO, MÉXICO, BOLIVIA

CAPÍTULO III.

BELIGERANCIA POLÍTICA Y ELECCIONES DE 1864

CAPÍTULO IV.

ESPAÑA, PERÚ Y CHILE

CAPÍTULO V.

LA PRIMERA GUERRA DEL PACÍFICO

CAPÍTULO VI.

BOLIVIA: UN ARREGLO PASAJERO

CAPÍTULO VII.

HACIA LA REFORMA CONSTITUCIONAL

CAPÍTULO VIII.

EL SEGUNDO PERIODO PRESIDENCIAL DE PÉREZ

CAPÍTULO IX.

UN ACUERDO CON ESPAÑA Y SUS CONSECUENCIAS

CAPÍTULO X.

PREOCUPACIÓN POR MAGALLANES

CAPÍTULO XI.

CUESTIONES ELECTORALES Y CONSTITUCIONALES

CAPÍTULO XII.

CAMBIOS MINISTERIALES Y DIFERENCIAS ENTRE PODERES

CAPÍTULO XIII.

LA ACUSACIÓN A LA CORTE SUPREMA

CAPÍTULO XIV.

EL MINISTERIO AMUNÁTEGUI

CAPÍTULO XV.

LA PRIMERA REFORMA CONSTITUCIONAL

CAPÍTULO XVI.

LA ELECCIÓN PRESIDENCIAL

CUARTA PARTE:

EL GOBIERNO DE FEDERICO ERRÄZURIZ ZAŃARTU

CAPÍTULO I.

UN POLÍTICO DE LA MODERNIDAD

CAPÍTULO II.

REAPARICIÓN DE LOS PROBLEMAS RELIGIOSOS

CAPÍTULO III.

LAS REFORMAS CONSTITUCIONALES

CAPÍTULO IV.

LA RUPTURA DE LA FUSIÓN LIBERAL-CONSERVADORA

CAPÍTULO V.

AVANCES EN LA CODIFICACIÓN

CAPÍTULO VI.

PROBLEMAS EN EL NORTE: UN VECINO INCÓMODO

CAPÍTULO VII.

DIFERENCIAS CON ARGENTINA

CAPÍTULO VIII.

EL FIN DE LA ADMINISTRACIÓN

QUINTA PARTE:

EL GOBIERNO DE ANÍBAL PINTO Y LA GUERRA DEL PACÍFICO

CAPÍTULO I.

LOS PRIMEROS PASOS DE LA ADMINISTRACIÓN

CAPÍTULO II.

LA VACANCIA DEL ARZOBISPADO DE SANTIAGO

CAPÍTULO III.

NUEVAS CUESTIONES CON BOLIVIA

CAPÍTULO IV.

ARGENTINA: LA URGENCIA DE UN ARREGLO

CAPÍTULO V.

CRISIS EN LAS RELACIONES CON BOLIVIA Y OCUPACIÓN DE ANTOFAGASTA

CAPÍTULO VI.

COMIENZO DE LA GUERRA CON BOLIVIA Y PERÚ

CAPÍTULO VII.

LOS VACILANTES PASOS INICIALES DEL CONFLICTO

CAPÍTULO VIII.

UN GIRO DECISIVO

CAPÍTULO IX.

UN PLAN PARA LA GUERRA

CAPÍTULO X.

EL NUEVO MINISTERIO Y SUS LABORES

CAPÍTULO XI.

LA CAMPAÑA DE TARAPACÁ

CAPÍTULO XII.

PARALIZACIÓN DE LA GUERRA

CAPÍTULO XIII.

CONTINUACIÓN DE LA CAMPAÑA

CAPÍTULO XIV.

NUEVOS GOLPES A LA ALIANZA

CAPÍTULO XV.

TACNA Y ARICA

CAPÍTULO XVI.

¿CÓMO DAR TÉRMINO A LA GUERRA?

CAPÍTULO XVII.

LA CAMPAÑA DE LIMA

CAPÍTULO XVIII.

UNA PAZ ESQUIVA

CAPÍTULO XIX.

EL TÉRMINO DEL GOBIERNO DE PINTO

BIBLIOGRAFÍA

SIGLAS

ABO Archivo de don Bernardo O’Higgins, Academia Chilena de la Historia.

AChH, AE Academia Chilena de la Historia, Archivo Errázuriz.

AChH, AAC Academia Chilena de la Historia, Archivo Álvaro Covarrubias.

AGE Archivo General del Ejército.

AHICh Anuario de la Historia de la Iglesia Chilena. Seminario Pontificio Mayor, Santiago, Chile.

AICh Anales del Instituto de Chile.

AJAA Archivo Jaime Antúnez Aldunate.

AJLS Archivo Judicial de La Serena.

AJZ Archivo Julio Zegers (propiedad particular).

AMAE Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores (España).

ANH Archivo Nacional Histórico.

ANLS Archivo Notarial de La Serena.

ASV Archivo Secreto Vaticano.

AUCh Anales de la Universidad de Chile.

BAChH Boletín de la Academia Chilena de la Historia.

BLDG Boletín de Leyes y Decretos del Gobierno

BSCD Boletín de Sesiones de la Cámara de Diputados.

BSS Boletín de Sesiones del Senado.

CH Cuadernos de Historia, Departamento de Ciencias Históricas, Universidad de Chile.

CSFL ANH, Colección Sergio Fernández Larraín.

DO Diario Oficial de la República de Chile.

EDSM Álvaro Góngora Escobedo (ed.), Domingo Santa María González (1824-1889),

Epistolario, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago, 2015.

EMM Cristóbal García-Huidobro Becerra (ed.), Epistolario de Manuel Montt (1824-1880), dos vols., Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Santiago, 2015.

FMG ANH, Fondo Ministerio de Guerra y Marina.

FVM ANH, Fondo Vicuña Mackenna.

HAHR The Hispanic American Historical Review, The Duke University Press.

Historia Instituto de Historia, Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago.

LO Legislatura Ordinaria.

LE Legislatura Extraordinaria.

MI ANH, Archivo del Ministerio del Interior.

MJC ANH, Archivo del Ministerio de Justicia, Culto e Instrucción Pública.

MRREE Archivo del Ministerio de Relaciones Exteriores.

PAM Pascual Ahumada Moreno, Guerra del Pacífico. Recopilación Completa de todos los Documentos Oficiales, Correspondencias y demás Publicaciones referente a la Guerra que ha dado a luz la Prensa de Chile, Perú y Bolivia, conteniendo Documentos Inéditos de Importancia (1884-1891).

RC La Revista Católica (primera etapa, 1843-1874).

RChHD Revista Chilena de Historia del Derecho.

RChHG Revista Chilena de Historia y Geografía.

REH Revista de Estudios Históricos.

REHJ Revista de Estudios Histórico-Jurídicos.

RHSM Revista de Historia Social y de las Mentalidades, Departamento de Historia, Universidad de Santiago de Chile.

RMCh Revista Musical Chilena.

RMeCh Revista Médica de Chile.

SCL Sesiones de los Cuerpos Legislativos.

SSS Juan Ortiz Benítez, Sesiones Secretas del Senado de Chile durante la Guerra del Pacífico, La Casa del Libro Viejo, Lima, 2013.

PRIMERA PARTE

EL ORDEN ECONÓMICO

CAPÍTULO I

ARCAÍSMO Y MODERNIDAD EN LA AGRICULTURA

HORACIO ARÁNGUIZ DONOSO

La agricultura fue la principal actividad de la economía nacional durante gran parte del siglo XIX. En el periodo en estudio ocupó la mayor parte de la mano de obra del país, aproximadamente las cuatro quintas partes de la fuerza laboral. Por ello no es una exageración considerar que Chile fue un país agrario; se trata, en rigor, de una realidad. Más aún, en la búsqueda de un concepto que articule la relación de trabajadores, propiedad, sociedad, vida cotidiana y redes económicas, el agro puede considerarse como el elemento más idóneo.

La historiografía ha caracterizado generalmente a la agricultura del siglo XIX como tradicional, sin mayores avances, y una fiel continuadora de la etapa colonial. Las causas de esta percepción se deben a múltiples orígenes: la fuerte huella dejada por algunos de los historiadores liberales decimonónicos, para los cuales no hubo prácticamente ruptura entre el Chile monárquico y el de los decenios republicanos; la mirada crítica de los viajeros europeos y norteamericanos plasmada en sus memorias; las observaciones de técnicos extranjeros avecindados en el país; las posiciones ideológicas de algunos sectores políticos, y, por último, la reproducción de esos conceptos en el sistema escolar, a través de la formación docente y de los textos de estudio, lo que contribuyó a formar en el imaginario colectivo un cuadro estático y retrasado de la agricultura.

Sin embargo, la profundización en la historia de la agricultura nacional permite observar que ella estuvo lejos de ser estática. Al contrario, se caracterizó por exhibir cambios y continuidades en la forma de explotación, en la propiedad y en los productos. En este proceso se conjugaron fuerzas globales con realidades locales, con ideas, trabajos y esfuerzos, todo matizado por la realidad geográfica, las disposiciones humanas y el azar histórico, lo que generó manifiestas variaciones territoriales, con diferencias muy profundas en su desenvolvimiento.

Diversas variables afectaron a la agricultura en su dinamismo. El proceso de la Independencia, con los daños que ocasionó en los campos y en la economía, fue, sin duda, extremadamente perjudicial para el agro. El auge minero en Arqueros y Chañarcillo, la reapertura del mercado del Perú y más tarde el surgimiento de los de California y Australia hicieron posible un crecimiento agrícola nunca antes visto que, si bien fue breve, dio un notable impulso a la economía chilena. La crisis mundial del decenio de 1870 tampoco pasó inadvertida y se sintió con fuerza en el país. La llegada de la ciencia al servicio de la agricultura, a través de nuevas técnicas de cultivo, modalidades de fertilización e inversiones en canales y embalses, marcó los nuevos derroteros por donde los agricultores enfrentaron los nuevos tiempos.

LA AGRICULTURA EN LOS VALLES TRANSVERSALES

CARACTERÍSTICAS DE LA PROPIEDAD

El dominio del espacio geográfico en los valles transversales durante el siglo XIX fue desigual y tiene su raíz en los siglos XVII y XVIII, caracterizándose independientemente cada una de estas depresiones morfológicas según sus dinámicas históricas y sus coyunturas socioeconómicas de producción. Uno de los factores que distinguió el tamaño de la propiedad y la naturaleza de esta fue, entre otros, la calidad de los terrenos agrícolas, ya que ella condicionaba la superficie y la producción1.

Las estancias, haciendas y fundos convivieron en los valles transversales, por su naturaleza y configuración geográfica, con la pequeña propiedad, constituida por fundos pequeños, chacras y quintas2. Desde Copiapó hasta Aconcagua, principio y término de la región de los valles transversales de norte a sur, la pequeña propiedad fue la más frecuente en las zonas bajas de los valles, desde la ribera del río hasta el comienzo de la pendiente o faldeo de los cerros, sin perjuicio de que en ellas también existieran propiedades medianas y grandes. En cambio, en las zonas altas, fluctuando de valle en valle, el tamaño de la propiedad generalmente tendía a aumentar, y también a modificarse la configuración propietaria, ya que existían tierras no solo privadas, sino también comunes. Las primeras estaban generalmente destinadas a labores agrícolas, mientras que las segundas, situadas en los sectores más elevados de los valles y ya en plena cordillera, eran utilizadas en forma colectiva por los propietarios, particularmente en el septentrión, de preferencia para la ganadería trashumante caprina y ovina, que después de invernar en los pastos de la costa subía a las veranadas en la época estival3.

El origen de la propiedad en los valles transversales se remonta al periodo indiano, con la concesión de mercedes de tierras, las que a través de los años se fueron modificando producto de múltiples factores, como herencias, compras, donaciones, permutas y adjudicaciones judiciales. Se ha subrayado que la extensión de la hacienda se mantuvo sin mayor variación en Chile durante el siglo XVIII y hasta mediados del siglo XIX, para comenzar entonces, por diversas razones, a fragmentarse4. Esto permitió que en valles como el de Copiapó convivieran en el transcurso del siglo XIX pequeñas y medianas propiedades a ambos lados de la ribera del río homónimo, existiendo en la parte baja algunos fundos de gran extensión. En cambio, en valles como el de Limarí, la pequeña propiedad fue la predominante, como se advierte en el examen de los registros del conservador de bienes raíces durante gran parte del siglo XIX, lo que reafirma la observación de Ignacio Domeyko cuando visitó el fundo Limarí, de mil 500 cuadras5. La hacienda Sotaquí, de Mariano Ariztía, ocupaba el lugar 99 en el listado de las mayores propiedades chilenas según el catastro de 1833, con una renta de tres mil 300 pesos6.

En el valle de Huasco, en Atacama, las propiedades se caracterizaron tempranamente por ser pequeñas. En su recorrido por el norte, Domeyko observó que ese valle, junto con ser de un verde profundo, al menos en su parte baja estaba dividido en varias haciendas7.

La estructura de la propiedad variaba de valle en valle. Por ejemplo, en el valle de Panquehue existían hacia 1858 tan solo tres haciendas, que ocupaban la totalidad de la angosta explanada: San Buenaventura, de Máximo Caldera Mascayano; San Roque, de Vicente Mardones Constanzo, y Lo Campo, de Juan José Pérez Cotapos de la Lastra8. Poco más tarde este cuadro se modificó con la división de esas tres haciendas en más de 20 propiedades9.

Siguiendo hacia el sur, en pleno corazón del valle de La Ligua, la propiedad muestra los signos de las continuidades y variaciones en su forma de dominio. Según Mellafe y Salinas, allí la gran propiedad predominó durante la primera mitad del siglo XIX, tal vez por obra de prácticas destinadas a mantener la integridad del predio. Así, la hacienda Jaururo pertenecía en 1853 a cinco herederos, cada uno de los cuales tenía el usufructo de su parte, con lo que se mantuvo la unidad del bien raíz. La hacienda El Blanquillo, en cambio, se subdividió en 27 inmuebles entre 1820 y 185310.

En los valles meridionales se observa con mayor claridad la progresiva extensión de la propiedad agraria que, como las anteriores, desde mediados del siglo XIX lentamente se empezó a fragmentar.

En la región de Aconcagua, cuyas tierras son regadas por el río homónimo y por el río Putaendo, las propiedades eran, en comparación con las del norte, mucho más extensas. Así, por ejemplo, la hacienda Longotoma, de los agustinos, y más tarde de Francisco Javier Ovalle, tenía una cabida de 12 mil 930 cuadras. Según el catastro de 1833, su renta de cinco mil pesos la situaba con el número 51 entre las mayores propiedades del país11. Un poco más al sur, la hacienda Catapilco, de Francisco Ramón Vicuña, contaba en la década de 1830 con 36 mil cuadras. Un tamaño similar exhibía la de Pullally, de José Miguel Irarrázaval12. Para el catastro, sin embargo, la primera tenía una renta de seis mil pesos, con lo que quedaba en el lugar 19 de las mayores propiedades rurales, en tanto que la segunda, con cinco mil, se situaba en el lugar 3513.

El minifundio estuvo marcado por la tensión producida por dos fuerzas divergentes: la tendencia a la subdivisión, por una parte, que al permitir solo una economía de subsistencia acentuaba la pobreza del propietario y de su familia y era un estímulo poderoso para el abandono de la tierra, y, por otra, la acumulación de tierras, mediante compras y arriendos, por parte de los campesinos dotados de mayor sentido empresarial14. Estas compras podían ser de tierras contiguas o separadas, lo que en este último caso hacía más compleja su explotación, y tal vez más costosa. La información relativa al departamento de Putaendo para el periodo 1869-1878 es significativa: el 78,3 por ciento de los predios medía menos de media hectárea, y abundaban los discontinuos15. Pero la compra de tierras en el intento de incrementar la cabida y asegurar al grupo familiar una posible salida del círculo de la pobreza no era una garantía de estabilidad de la propiedad raíz. En efecto, apenas el campesino moría sus tierras eran automáticamente objeto de división. Así, por ejemplo, al hacer José Marín su testamento en 1873, dejó dos predios en Putaendo, uno de media cuadra y 14 varas, y otro de una cuadra y 14 varas para que fueran repartidos entre sus seis hijos16. Borde y Góngora llamaron la atención sobre los intentos exitosos de propietarios pequeños o medianos del valle del Puangue, en el departamento de Melipilla, de incrementar la cabida de sus predios mediante compras y convertirse en grandes hacendados. Lo interesante de estos mecanismos de concentración predial es la fragilidad exhibida por los inmuebles reconstituidos, los cuales, después de una o dos generaciones también se fragmentaron17. Cabe observar, por último, que el aumento de la población a partir de 1880 parece haber incidido en alguna forma en la subdivisión de la tierra18.

Sabemos que el número de habitantes en las grandes propiedades era elevado. Por 1885 las haciendas de Ibacache y Chorombo tenían entre mil 200 y mil 400 habitantes. El censo de 1854 dio para las tres haciendas de la subdelegación de Panquehue un total de dos mil 97 habitantes, de los cuales mil 129 eran hombres y 968 mujeres de todas las edades. Pero los hombres entre 15 y 50 años sumaban 623 personas, lo que habla de la elevada densidad de la población rural19. No estamos en condiciones de dar informaciones generales sobre la población rural y su evolución, pues solo a partir del censo de 1907 se contó con criterios seguros para diferenciar las áreas rurales de las urbanas20.

Casi todos los historiadores coinciden en que el principal motor de la progresiva atomización de la gran propiedad en los valles meridionales se debió a las crecientes exigencias de los mercados internos y externos, las que la gran propiedad no estaba en condiciones de satisfacer21. Otras variables, como el cambio de mentalidad de los agricultores, las hipotecas de los predios para garantizar préstamos de la Caja de Créditos Hipotecario, la protección dada por el Código Civil a los derechos de los herederos y la venta de los inmuebles para cambiar el giro del negocio22, se deben sumar para comprender esta modificación en la cartografía de la propiedad agraria.

EL REGADÍO

El sistema de regadío en los valles transversales fue, sin duda, muy adelantado en comparación con el resto del país. La naturaleza árida del espacio, sumada a la herencia de las viejas formas de regadío prehispánicas23, fomentaron una mayor racionalidad en la distribución y en el uso de los escasos recursos hídricos en las angostas franjas cultivables a ambos lados de la ribera de los ríos.

Como se adelantó, el principal recurso de donde se extraía el agua provenía de los escurrimientos cordilleranos, siendo insignificante el papel desempeñado por pozos o norias. Así, salvo algunas vertientes y manantiales, casi las únicas fuentes de extracción del recurso hídrico en la orientación norte-sur eran los ríos Copiapó, Huasco, Elqui, Limarí, Choapa, Petorca, Putaendo y Aconcagua. Tradición y modernidad convergieron a lo largo del siglo XIX en el sistema de regadío para dar respuesta a los ciclos de crecimiento y desaceleración de la demanda interna y externa de productos agrícolas. Las viejas acequias indígenas convivieron con algunos intentos exitosos en el camino de redistribución y almacenamiento de las aguas que por los valles transversales del Norte Chico se dirigían al océano.

Durante la primera mitad del siglo XIX se puede observar que en, términos generales, el sistema de regadío fue el mismo que se utilizó durante el último tercio del siglo XVIII. Con la atracción de población desde la zona central originada por los descubrimientos de nuevas vetas de minerales y la creciente necesidad de mano de obra, que respondía a la demanda externa de trigo, se originó un incentivo a la producción agrícola en campos y chacras. Esto llevó a la construcción de canales, embalses y acequias para una eficiente distribución del agua. Con todo, es necesario advertir que la optimización de las tierras regadas era mínima. En La Ligua, por ejemplo, en 1850, de las 148 mil 950 hectáreas de terreno agrícola, tan solo tres mil 901 se irrigaban durante el año24. Las características morfológicas de las restantes hacían prácticamente imposible el riego.

Estas condiciones generales del regadío, sumadas a la escasez del recurso, originaron no pocas desavenencias entre los vecinos respecto de los turnos y las modalidades para repartir el agua entre las haciendas y el área de pequeña propiedad, principalmente debido a la localización frente a la captación de las aguas y a las políticas de la autoridad sobre el tema25. Tales problemas, que se arrastraban desde mucho antes, hicieron que entre Copiapó y Angol cumpliera un papel destacado el juez de ríos, conocido comúnmente como juez de aguas.

Dicho cargo, que tiene su origen en la tradición consuetudinaria del regadío local español, se traspasó a las colonias americanas y perduró hasta el siglo XIX a través de las ordenanzas26. Así, por ejemplo, conocemos las normativas para el río Aconcagua de 1872 y para el Huasco de 1880, en que se regulaba la distribución del agua.

Uno de los más agudos testigos sobre el regadío en el periodo en estudio fue Vicente Pérez Rosales, quien, en visita al valle de Copiapó, celebró a sus vecinos por la administración de los canales, que permitían mantener cual vergel al valle. El sistema era más digno de destacar porque las mismas aguas se ocupaban para servir las necesidades de minas y lavaderos27. Y en Vallenar y Freirina los canales como el Marañón, el Bellavista, el Canto del Agua y otros permitieron “verdaderos milagros realizados allí con un hilito de agua”28.

Ignacio Domeyko, en su viaje por el Norte Chico a fines de 1838, tuvo la misma impresión que Pérez Rosales, pero esta vez las observaciones se dirigieron al valle de Limarí, notando que, a pesar de su escaso caudal, este se administraba muy bien en los numerosos canales que de él salían29.

En términos generales, los canales y las acequias del siglo XIX fueron desarrollados por los mismos dueños de las haciendas y quintas en función del beneficio de sus plantaciones. Un ejemplo de ello es la apertura de los canales Bellavista y Romero, en las proximidades de La Serena, siendo el primero, con una extensión de 80 kilómetros, obra financiada por una sociedad en que participaron Gregorio Cordovez, Custodio de Amenábar, Joaquín Vicuña Larraín, Juan de Dios Varela, Daniel W. Frost y Gregorio Aracena. El canal, terminado después de 12 años de trabajos, conducía las aguas extraídas del río Elqui para regar cerca de tres mil cuadras en las afueras de La Serena y Coquimbo, y fue prolongado en la década de 1850 por Joaquín Amenábar Espinoza hasta los llanos de Pan de Azúcar, al suroriente de ese puerto30. La hacienda Valdivia, en la hoya del río Limarí, de Edmundo Eastman y después de Carlos Lambert, fue regada por el canal de los Resilvos, iniciado por Ramón Lecaros Alcalde y concluido por su sobrino Julio Lecaros Valdés, y permitió poner 600 hectáreas bajo riego31. Otros canales en el valle de Limarí fueron el de las Barrancas, el de Cabrería y el de la Vega32. Los fundos próximos a la ciudad de Ovalle eran regados por los canales Romeral, Manzano y Manzanito, “los más grandes del departamento”33.

Estudios del decenio de 1960 muestran que el diseño de los canales era extremadamente simple: carecían de revestimiento, su trazado era muy irregular, pues seguían fielmente las sinuosidades del terreno, sin rellenos o taludes que permitieran un curso recto en largas distancias34.

Ya en la segunda mitad del siglo XIX, el impulso de la demanda internacional por ciertos productos, particularmente el trigo, hicieron que muchos agricultores quisieran sacar el mejor partido a sus tierras. De esta forma, en el valle de Putaendo no pocos hacendados trabajaron por aumentar el caudal del río Volcán para regar el Valle Hermoso35.

Esto, sin duda, no fue un hecho aislado; otros factores también alentaron la construcción de obras hidráulicas. Siguiendo hacia el sur, en pleno corazón del valle de Aconcagua, el papel que los canales de regadío tuvieron para el desenvolvimiento de la agricultura fue altamente significativo por la gran concentración demográfica del sector. En 1843 Josué Waddington construyó el canal que lleva su nombre, la célebre acequia Guarintonia, que, nacido del río Aconcagua, regó Pocochay, La Palma, la hacienda San Isidro, en Quillota, de propiedad del empresario inglés, y tras perforar con un túnel el cerro San Pedro, pudo llegar a los campos de Limache36. Corroboran la ampliación del regadío los datos extraídos del censo agrícola de 1854-1855 para San Felipe, según el cual las tierras incorporadas a la agricultura y a la ganadería sumaban 16 mil 332 hectáreas, de las cuales ocho mil 754, es decir, el 53,6 por ciento, estaban regadas37.

Aunque ya en 1838 se daba noticia de la existencia de un embalse en la hacienda de Tapihue, en Casablanca, de Juan José Pérez, una de las mayores obras de ingeniería que se levantó en los valles transversales fue la que le encomendó Francisco Javier Ovalle al inglés Prat Collier para el regadío de su hacienda Catapilco, de 27 mil hectáreas, y de las chacras próximas. El embalse Catapilco, depósito con una capacidad de almacenaje superior a los cinco millones de metros cúbicos de agua, que ocupó una extensión no despreciable de 157 hectáreas, fue construido entre 1853 y 185938. Le correspondió al agrimensor alemán Teodoro Schmidt, llegado a Chile en 1858, terminar los canales de riego derivados del embalse. Asimismo, el aludido agrimensor construyó canales para la hacienda Pullally, de Manuel José Irarrázaval. Más adelante, y por encargo del presidente José Joaquín Pérez, debió planear y dirigir el regadío del valle de Catapilco, construyendo para ello un acueducto. Schmidt continuó su notable labor con levantamientos topográficos en la frontera39.

PRODUCTOS Y MERCADOS

En los valles transversales, por sus variadas extensiones y por la existencia de microclimas favorables a la agricultura, se apreciaba el cultivo de una amplia gama de frutas, hortalizas y cereales.

Debido al lento ritmo exhibido por la economía regional durante la primera mitad del siglo XIX, el autoconsumo de la producción fue la práctica más habitual. Frutas como la chirimoya y la papaya, según recuerda Maria Graham40, eran muy abundantes en la parte baja de los valles. Otras, como la lúcuma, crecían sin mayores problemas desde Coquimbo hasta Aconcagua41. En el valle del Huasco destacó la producción de higos y vino42. El olivo prosperaba en la región en forma muy llamativa, pero solo se consumían sus frutos. Llamó la atención el geógrafo francés Amado Pissis sobre la conveniencia de cultivarlo en gran escala para extraer aceite, porque “será su cultivo uno de los más productivos de Chile”43.

Pero la mayor parte de las tierras agrícolas fue destinada al trigo desde la mitad del siglo XIX. Gracias a la apertura de los mercados externos, como el de California en 1849, la producción aumentó con un dinamismo nunca antes visto. Tal vez el fenómeno solo podría compararse con las exportaciones que a fines de la etapa indiana se hacían al Perú44. Si bien el mercado norteamericano fue efímero, pues no duró más de un decenio45, originó consecuencias de largo plazo.

Un poco antes, iniciando la década de 1840, los rendimientos ya permitían vislumbrar un futuro alentador. En 1842 las proporciones eran en La Ligua 9-1 para el trigo y 10-1 para la cebada46; la productividad observada por Gay en San Felipe eran 13-1 para el trigo y 18-1 para la cebada, mientras que en Los Andes la relación era de 21-1 para el trigo y 25-1 para la cebada47.

Ocho años más tarde, el crecimiento de la productividad, gracias a la apertura de los mercados de Victoria y Sidney en Australia, hizo que haciendas como la de Catapilco produjeran en 314 hectáreas unas seis mil fanegas de cereal, lo que representaba el 15 por ciento de la producción del valle de La Ligua. Otras propiedades rústicas, como Pullally, aportaba el 10 por ciento de la producción de trigo candeal.

Entre 1858 y 1887 se observa en los valles transversales un amplio dominio productivo de cereales, particularmente de trigo y cebada. Las demandas desde California y Australia en la década de 1850, y desde el Reino Unido a partir del decenio de 1860, impulsaron una producción de tal amplitud, que historiadores como Carmagnani, Pinto y otros denominaron a este periodo como el del ciclo cerealero en los valles transversales.

Además de esos cereales, se continuó con la producción tradicional de la zona. Así, por ejemplo, duraznos, perales, naranjos y limoneros fueron muy habituales en los diversos valles, particularmente en los del septentrión. Los nogales y los olivos se veían con mayor frecuencia en los del sur, como Petorca y Aconcagua. Del mismo modo, el cáñamo y la alfalfa fueron muy comunes en casi la totalidad de los valles, desde Elqui al sur. Una innovación de importancia fue la plantación de pinos marítimos (Pinus pinaster), iniciativa de Josué Waddington en su hacienda San Isidro, en Aconcagua, para aprovechar terrenos de mala calidad48.

Común para los valles transversales y para la zona central fue la introducción de nuevas cepas de vid. Junto a la tradicional cepa criolla o país, con la cual se producía vino dulce, chicha y chacolí, la variedad moscatel —moscatel de Alejandría, blanca, y moscatel rosada o violeta, o uva pastilla—, muy aromática, prefiguró la entrada en escena del pisco como un licor característico de los valles del Norte Chico. Si bien dicho destilado se conocía ya en nuestro país y con ese nombre desde la primera mitad del siglo XVIII, esa variedad de uva garantizó la mejor calidad de los alcoholes49. Por decreto de 12 de noviembre de 1873 se estableció el Registro Oficial de Marcas, Normas y Emblemas de los Productores de Pisco.

El desarrollo de la minería en Coquimbo y Atacama consolidó un importante mercado para esos productos, ampliado, al concluir el periodo en estudio, por la incorporación a Chile de las salitreras de Antofagasta y Tarapacá. A pesar de ello, es necesario reconocer que la productividad de la vitivinicultura no fue alta ya que, si bien presentó algún progreso, era una inversión cuya elevada rentabilidad solo se alcanzaba en el mediano plazo. Además, sus costos comparativamente altos no favorecieron su extensión, frenando el desarrollo de ese cultivo en los escasos suelos existentes con esa aptitud, al menos en Aconcagua50.

Siguiendo la práctica de la zona central, también en los valles transversales se experimentó con cepas francesas. Las introdujeron en Elqui Jacinto Arqueros, en el valle del río Turbio, y Juan de Dios Peralta, en el valle del río Claro51. Asimismo, se sabe de la existencia de cepas francesas en el valle del Limarí, en Ovalle, y específicamente en la hacienda Carén, de Gallardo Hnos52.

Otra actividad derivada de la fruticultura, y que en el periodo exhibe cierto desarrollo en los valles por el aumento de la demanda interna, fue el secado de las frutas, en particular de los duraznos, para la producción de huesillos y orejones; de la uva, para las pasas, “superiores a todas las especies conocidas”, según el geógrafo Pissis53, y de los higos.

La principal traba que hubo de enfrentar la actividad agrícola fue la mala calidad de los caminos, que dificultaba y encarecía el transporte de los productos a los mercados. Este problema, huelga decirlo, no fue propio solo de los valles transversales, sino que afectó a todo el país y fue determinante en la mantención de la estructura de la propiedad: un gran predio en el norte o en el sur del país podía generar una renta sorprendentemente inferior a una chacra situada en Ñuñoa, como se verá más adelante. Dependiendo de la naturaleza de la carga y de la región, el transporte continuaba haciéndose con burros y mulas y, en caso de haber algún camino, con carretas tiradas por bueyes. El valle de Aconcagua es muy representativo de esa deficiencia, agravada en los decenios iniciales del siglo XIX por la oposición de muchos hacendados a las obras camineras, a menudo cerradas con tapias o cruzadas con cauces de acequias. Los problemas para trasladarse a Valparaíso y a Santiago produjeron un virtual aislamiento de un importante sector del valle. Todavía hacia 1840, como lo anotó Abdón Cifuentes, “las comunicaciones eran tan escasas y difíciles, que recuerdo que en nuestros viajes a Santiago decíamos: vamos a Chile…”54. Solo en 1864 concluyó la construcción del camino de San Felipe a Llaillay, estación del ferrocarril de Valparaíso a Santiago. La unión con los valles de Putaendo, La Ligua y Petorca se pudo alcanzar en 188955. De las innumerables dificultades para el transporte de productos desde su hacienda Las Mercedes, en el valle del Puangue, a Valparaíso o, durante la guerra con España, a Algarrobo o al “puerto viejo de San Antonio”, dejó numerosos testimonios el expresidente Manuel Montt en su correspondencia56.

LA MANO DE OBRA

El género de trabajo que demandaba la producción agrícola en el Norte Chico condicionó las características del trabajador y su relación con el empleador. Al igual que en la zona central, en los valles transversales las figuras del inquilino y del peón fueron las preponderantes, resultado de un proceso largo y complejo que se arrastraba desde el siglo XVIII.

El inquilino, originalmente un español “pobre” y carente de tierras que arrendaba un retazo a un propietario pagando con trabajo el importe de la renta, vivía dentro de la gran hacienda o en las quintas y chacras anexas a esta. Generalmente no estaba sujeto a un permanente cumplimiento de labores, sino solo a lo acordado con el dueño de la propiedad. En la parte alta de los valles no es fácil encontrar al inquilino, pero sí al peón estable, lo que puede explicarse por el menor tamaño de los predios y por la temprana especialización de sus cultivos, en especial las viñas. El peón de paso para las temporadas de trabajo, conocido como afuerino, recibía un sueldo diario por las labores que se le encomendaban. Después de cumplir dichas tareas, podía desplazarse hacia haciendas vecinas o salir de la región en busca de oportunidades en otros lugares.

En una visita al valle del Limarí, en particular al fundo homónimo de propiedad de la familia Guerrero, Domeyko recordó que las faenas diarias las desarrollaban los inquilinos, quienes, asentados indefinidamente en la hacienda, estaban comprometidos al trabajo que giraba en torno a la recolección, al corte de pastos y a arar. Para ello el hacendado les facilitaba la comida del día, caballos, bueyes y carretas57. En las fechas estivales, las actividades se volcaban a otras áreas, como el rodeo y el arreo de animales hacia y desde las veranadas cordilleranas.

A cambio de la labor de los inquilinos, el patrón les entregaba una porción de tierra para que la trabajaran. De los productos que se extrajeran de ella, como maíz, porotos, sandías y melones, en algunos casos la mitad correspondía al hacendado, que de esta forma cobraba el arriendo de su tierra58. Se sabe de casos notables de enriquecimiento de inquilinos mediante el arriendo de terrenos a sus patrones, estando bien documentado el caso de Alberto Carvajal, inquilino de Pedro Cortés Monroy, dueño de la hacienda Quilacán, convertido al concluir el siglo en importante productor de papas y dueño de varios predios agrícolas59.

Los peones pasaban generalmente la estación de cosecha y rodeo en la hacienda, siendo su permanencia inestable en comparación con la de los inquilinos. El pago a estos, al igual que a los inquilinos, era diario. Por ejemplo, un día común de labores del peón consistía en trabajar desde las cinco de la mañana hasta aproximadamente las nueve de la noche, descansando una hora para desayunar y, a eso del mediodía una hora para almorzar. En la casa principal de la hacienda había una taberna a disposición de los peones, recuperando así el patrón parte de la inversión60.

En 1825, en la hacienda Ocoa, la realidad de los inquilinos y peones era bastante parecida. El horario de trabajo de los peones en verano era de 14 horas; aproximadamente desde las cinco de la mañana hasta las siete de la tarde y, en invierno, de nueve horas, desde las ocho de la mañana hasta las siete de la tarde. En ambas temporadas recibían dos comidas por jornada: el almuerzo al mediodía con dos horas de descanso y, al atardecer, la cena61.

La situación del trabajador de los valles transversales fue bastante particular, a diferencia de sus congéneres del sur, por varias razones. En primer lugar, un porcentaje no despreciable de ellos provenía de otras comarcas, principalmente de la zona central y sur del país; en segundo lugar, solían desempañar una doble actividad: cuando no era conveniente trabajar en la agricultura, particularmente en invierno o cuando bajaban los precios, se dedicaban a la actividad minera. Esto explica que la mano de obra en los valles transversales fuera volátil y, en algunas oportunidades, escasa. Muchas veces, por la necesidad de captar trabajadores para la actividad de la hacienda, era necesario hacerse de peones mediante atractivas y generosas ofertas de trabajo. Pero, en general, el agro estaba lejos de dar remuneraciones parecidas a las otorgadas por la minería. Y lo que un trabajador ganaba en esta era aproximadamente la mitad de lo que podía recibir en las salitreras de Tarapacá o en las labores de construcción de vías férreas en el Perú, razón de la considerable emigración de chilenos en las décadas de 1860 y 1870. Otra peculiaridad de la mano de obra de los valles, en especial en la parte alta de los mismos, en que abundaban las pequeñas propiedades, fue que los dueños de estas y sus familiares ofrecían sus servicios en los fundos medianos y grandes.

LAS INNOVACIONES TECNOLÓGICAS

El desarrollo tecnológico en los valles transversales dependió tanto de la recepción de las nuevas tendencias en el agro, particularmente desde la segunda mitad del siglo XIX, como de la respuesta a las demandas de sus productos. Dentro de ellas, el ya citado sistema de regadío fue uno de los mayores avances en el campo agrícola. Con mayor eficiencia, gracias a los aportes de los ingenieros hidráulicos formados en la Universidad de Chile62, fue posible el aumento de las zonas de regadío que, en promedio, se incrementaron en un 10 por ciento en valles como Aconcagua y Putaendo.

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